Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Los ojos de Virtudes Vila y los míos se encontraron a medio camino, abiertos de par en par.
Oímos el frenazo y los golpes de las puertas del coche. Y los pasos de los policías por el caminito de grava del jardín. Y el timbre.
El doctor Farina debía de haber efectuado una llamada anónima. Con eso se aseguraba de que alguien liberaría a Virtudes y de que yo no dispondría de todo el tiempo del mundo para interrogarla. Con un poco de suerte, aún me acusarían a mí de haberla puesto en aquella situación. Y, naturalmente, el doctor estaba seguro de la discreción de su pupila.
El timbre de la puerta volvía a sonar. Imaginé que los policías se impacientarían y acabarían encontrando la puerta del garaje por donde yo había entrado.
—¿Hay alguna otra salida? —pregunté como casualmente, disimulando mi ansiedad.
Virtudes Vila sonrió un poco porque le gustaba verme en aquella situación conflictiva. Pero pensó rápidamente, porque a ella tampoco le interesaba que me encontraran allí.
—Baja al sótano. Por la cocina. Allí abajo hay un ventanuco que da a la parte de atrás del jardín. Y es fácil salir a la calle.
No me despedí. Volvía a sonar el timbre y ya me figuraba a los agentes corriendo de un lado al otro. Si eran inteligentes, sólo necesitarían treinta segundos para entrar en el garaje y decir eureka. Si no eran inteligentes, quizás invirtieran en ello un minuto entero pero, de todas formas, era muy poco tiempo.
Sólo necesité diez segundos para salir al pasillo y precipitarme escaleras abajo. Diez segundos más para atravesar la gran sala y meterme en la cocina. Fueron los diez segundos más comprometidos porque tenía que cruzar por donde entrarían los policías inteligentes de un momento a otro. Agoté el tiempo de que disponía localizando la puerta que llevaba al sótano. Al mismo tiempo que la abría para sumergirme en las profundidades de la casa, estaba seguro de que los representantes del orden irrumpían en la sala preguntando si había alguien.
En seguida vi el ventanuco, alto, estrecho y abierto, y la silla donde tenía que encaramarme para alcanzarlo.
No fue tan sedilo, pero lo conseguí. Me encontré boca abajo sobre el césped, gimiendo. Crucé un patio posterior temiendo oír el alto enérgico de la ley, salté un pequeño muro y me encontré caminando por la calle con aire distraído, como un transeúnte inofensivo, hasta que vi llegar a Flor conduciendo el Golf. Le hice señas.
—¡No sabes lo que me ha costado encontrar esto! —Me mostraba unas tenazas que medían más de un metro—. Y las explicaciones que he tenido que dar… —Le llamó la atención la rapidez con que monté en el coche—. Eh, ¿qué pasa?
Para responder, me limité a indicarle el coche de policía que había aparcado delante de la casa de Virtudes. Los agentes aún estaban llamando al timbre y se miraban sin saber qué hacer. No eran tan inteligentes como yo pensaba.
O a lo mejor es que no tenían una orden judicial.
Acabábamos de salir de Castelldefels cuando sonó
La Comparsita
en mi móvil y tuve la oportunidad de oír la voz de Monica.
—¿No vienes, papá?
—¿No habíamos quedado a la una y media? —pregunté.
—Sí, pero ya pasan diez minutos.
Estaba preocupada porque no habría sido la primera vez que les plantaba por culpa de mi trabajo. Ése era otro motivo de zozobra para mi hija sobreprotectora. Ella asociaba mi trabajo con peligros apabullantes aprendidos de las películas de detectives. Siempre me imaginaba pistola en mano, liado en algún tiroteo, o en peleas a puñetazos, amenazado por malhechores armados de cuchillos o sierras de cadena. «Papá, tú no te compliques la vida, ¿me lo prometes?», me decía siempre. «Si hay jaleo, tú mantente alejado, ¿vale?», igual que le decía yo cuando ella empezaba a salir de noche. «No tendrás pistola, ¿verdad?» No, no tengo pistola aunque muchas veces pienso que no me iría nada mal disponer de una.
—Ya estoy en el coche. En media hora estoy allí. Ahora, perdóname pero estoy conduciendo…
—Venga, no tardes, que tengo para ti una sorpresa que te gustará.
Corté la comunicación tragándome las ganas de preguntarle en qué consistía la sorpresa. Evidentemente, no me lo habría dicho, porque si no, ya no sería sorpresa, pero me inquietó. La última sorpresa que me habían dado en una comida familiar fue la noticia del doble embarazo de Silvia, la mujer de Ori, y aquello me sugirió terribles presagios. «Qué te apuestas a que Monica está preñada.» Todavía no hacía tres meses que salía con Ernesto, aquel okupa estudiante de minas que había estado detenido seis veces por apedrear a la policía. Me espeluznaba pensar en Monica, mi Monica, la pequeña Monica que aún no tenía veinte años, viéndose obligada a fundar una familia con aquel individuo.
Flor me arrancó de mis pensamientos funestos recordándome que viajaba a mi lado.
—¿Tienes que ir a alguna parte?
¿No se lo había dicho?
—Sí. Comida familiar, con mis hijos.
—Oh, ¿tienes hijos?
—Sí. ¿Dónde quieres que te deje? Me temo que no podré acompañarte hasta tu casa.
Flor no contestó. Pasó un buen minuto antes de que yo pudiera apartar la vista de la autovía para comprobar que estaba llorando a moco tendido.
—¡Flor! ¿Qué te pasa?
—Nada. Déjame aquí mismo. ¡Para! ¡Te digo que pares! ¡Déjame en la cuneta, abandonada, haciendo autoestop bajo la tormenta! —Lucía un sol deslumbrante—. ¡No quiero estorbarte ni un segundo más!
—Pero, Flor… Yo… —Chapucero como dice el tópico que debe ser todo hombre ante el llanto de una mujer—: No quería hacerte llorar. No lo entiendo.
—¡Estoy sola en el mundo! ¡La soledad es mi única compañera y amiga! ¡He perdido al único hombre a quien quise, el único cómplice de mis sueños adolescentes! ¡Ayer mismo lo vi muerto, y lo dejé allí, en el suelo de un establo apestoso, para que se lo comieran los cuervos!
—Flor…
—¡No había conocido a ningún otro hombre en mi vida, y tiene que resultar un profanador de cadáveres! ¡Le habría perdonado, yo qué sé, que fuera contrabandista de armas, o mentiroso, o aficionado al fútbol, o incluso estafador, pero profanador de cadáveres, no, eso es demasiado…! ¿Cómo te sentirías si un día descubrieras que habías regalado tu virginidad y los mejores años de tu vida a un profanador de cadáveres?
—Mal —reconocí.
—Yo te diré cómo te sentirías. ¡Mal, te sentirías…! —la ahogaba el llanto. Se deshacía como la cera al sol, convirtiéndose en una masa informe sobre el asiento de al lado.
—Flor… Escúchame… Todavía no he cumplido la misión para la cual me contrataste. —Noté su mirada clavada en mi perfil—. Tú querías saber por qué había cambiado el comportamiento de Adrián de un tiempo a esta parte, ¿verdad? Aún no te lo he dicho.
Antes del asesinato de Casagrande, estuve unos días siguiéndoles y descubrí que eran amigos. De manera que, a la primera oportunidad que se me ofreció, fui a hablar con él, con Casagrande. Me hice el encontradizo en un bar, como por casualidad, y le pregunté por su amigo, Adrián. Me contó que estaba destrozado por una travesura que había hecho un día, en estado de embriaguez e inducido por malas compañías. Adrián, ingenuo y de buena fe, fue víctima de la broma de unos amigos crueles, Flor.
Flor me contemplaba en éxtasis. Los cristales de sus gafas estaban empañados por las lágrimas y le temblaban los labios.
—¿Víctima…? —murmuró.
—De la broma de unos amigos crueles, Flor —repetí.
—¿Víctima de la broma…? —le costaba digerirlo. Quería creerlo, pero no se atrevía a forjarse ilusiones.
—Sí, sí, Flor, víctima de la broma de unos amigos crueles, lo has escuchado bien. Le tomaron el pelo, aprovechando que estaba borracho. Tú sabes que los enfermeros y los médicos ven el cuerpo humano de una manera diferente del resto de los mortales, Flor. Para ellos, no es más que una herramienta de trabajo. La amputación de un miembro, la operación a corazón abierto, la salud, la enfermedad, la invalidez permanente, el coma profundo, para ellos son cosas cotidianas, como para ti la rima y el ritmo, el soneto y los endecasílabos. Y se encontró haciendo aquello sin querer, de manera inconsciente. Pero, al día siguiente, al darse cuenta de lo que había hecho, avergonzado y arrepentido, no se atrevía a mirarte a la cara. Por eso notaste que se alejaba de ti. Además, se encontró con un cabrón que utilizó aquellas fotos para comprometerle. El pensaba: «Si Flor ve estas fotos, perderé su amor» y por eso, para que tú jamás supieras lo que hizo una infausta noche de Fin de Año, se avino a matar a un hombre. Su mejor amigo.
Flor estalló en una riada de llantos. Poco a poco, fue dejando caer su cabecita sobre mi hombro y se me agarró del brazo derecho como si estuviera a punto de caer en un abismo.
Ya llegábamos a Gavá.
—¡Ángel, Ángel, Ángel! —gimoteó, así, tres veces, transmitiéndome su temblor frenético por osmosis—. ¡Qué suerte he tenido de encontrarte precisamente cuando el mundo se hundía a mis pies! ¡Has sido mi salvación! ¿Y ahora quieres dejarme? ¿Ahora me abandonarás? ¡Ahora no puedes dejarme, Ángel! ¡Por favor, Ángel, te lo suplico con toda mi devoción! ¡No seré un lastre para ti! Sólo te pido un poco de compañía mientras reconstruyo mi vida destrozada. Dame cobijo hasta que estas nubes terribles se desvanezcan y vuelva a salir el sol.
Tenía que hacerla callar antes de que se me escapara el vómito. Y, en lugar de abrir la puerta y tirarla a la autovía de un puntapié, le dije:
—¿Quieres venir a comer con nosotros?
Soy de esa clase de hombres. Cuando alguien os pregunte qué clase de persona es Ángel Esquius, recordad este incidente y decid: «Es de esa clase de hombres».
—¿Lo dices de verdad? —exclamó ella con entusiasmo—. ¡Sí, claro que quiero venir! —Y, en seguida, dejándose vencer por la depresión—: No, no lo dices de verdad.
—Sí que lo digo de verdad.
—No. Lo dices por compasión.
—No lo digo por compasión. Lo digo de verdad. Me gustaría presentarte a mis hijos.
—No, no puedo aceptarlo.
—Acéptalo, por favor.
—No: te has sentido presionado.
—No me he sentido presionado.
—No puedo aceptarlo.
—Está bien…
—¡De acuerdo, sí acepto! ¡Sí, sí que quiero ir a conocer a tus hijos, claro! ¡Cómo podría resistirme a conocer los vástagos de un tronco tan admirable como tú! Seguro que también son firmes, brillantes, inteligentes, afectuosos y apuestos. Pero primero tenemos que pasar por mi casa. —De repente se había recuperado como si acabara de ingerir una droga de eficacia electrificante. Ya se veía capaz de dar órdenes—. No puedo ir con esta ropa de luto, andrajosa y polvorienta.
—No hay tiempo —traté de ser contundente—. Llegamos tarde.
—Pero bien tendrás que detenerte en algún lugar para comprar cava, o un pastel. No te presentarás en casa de tus hijos con las manos vacías, ¿verdad? ¡Mira! Precisamente aquí, a la izquierda, hay un centro comercial. ¡Y aquí está la señal de giro para entrar! ¡Hazlo! ¡Ahora!
Obedecí. Hice el giro reglamentario y en seguida me encontré en el aparcamiento del centro comercial, caminando detrás de una Flor que pegaba saltitos de alegría mientras cantaba un aria de ópera o canción popular o cosa parecida.
Mientras yo compraba dos botellas de Parxet Brut Nature y un pastel San Marcos, ella se metió en la tienda de ropa que había al lado de la pastelería y, en dos minutos y treinta segundos, salió transfigurada, tirando la ropa vieja hecha un burujo, a la papelera. La metamorfosis no significaba una gran mejora, en términos generales, porque la tienda en cuestión estaba especializada en ropa de deporte, y Flor, puesta a escoger deprisa algo que le fuese a medida, había adquirido unos pantalones bombachos de golfista y un jersey escaqueado en rombos, que sólo le faltaba
Milú
para parecer una especie de Tintín travestido. Además, se había peinado el pelo de aquella manera que le gustaba tanto, con forma de palmera, y se había maquillado. Me resistí a la tentación de echar a correr y dejarla abandonada en aquel centro comercial.
Tres cuartos de hora después, detenía el Volkswagen Golf delante de la casa de Ori, un pequeño edificio de dos plantas en el barrio de Horta, con vistas a ese parque tan bonito que hay cerca de la plaza de Karl Marx.
Mi hijo vivía en el piso de arriba. Pulsé el timbre.
—Ay —exclamó Flor, que iba tan nerviosa como si estuviéramos acudiendo a una ceremonia de pedida de mano—. No hemos avisado a tus hijos de que también venía yo.
—No importa. Les encantan las sorpresas.
—Pero no habrán puesto plato en la mesa para mí…
—Esto se pone en un momento. La mesa es grande.
Desde arriba abrieron la puerta. Subimos los quince escalones que nos separaban del segundo piso.
—¡Ya era hora! —gritó Monica en lo alto.
Y los gemelos de Ori, Roger y Aina, gritaban:
—¡Hola, Tati! ¡Hola, Tati! ¿Qué nos has traído, Tati?
Al llegar arriba, sorprendí la mirada asombrada que Monica mantenía clavada en Flor quien, con aquellos bombachos y aquel jersey de rombos bicolor, parecía que estuviera reclamando un
caddie
que la acompañase al
green.
—Ella es Flor. Una amiga.
—Oh. Ah. Encantada. —Cualquiera diría que Monica no sabía dónde mirar y pensé que tampoco era para tanto.
—¿Qué nos has traído, Tati? ¿Qué nos has traído?
Les di la bolsa de golosinas que había comprado el día anterior.
—A ver si os gusta esto. Son gelatinas, nubes, serpientes, lenguas y regaliz.
Muy agradecidos, emitieron un grito ensordecedor y corrieron hacia el interior del piso gritando:
—¡Mira qué nos ha traído Tati!
—¡Nos ha traído chuches!
Y, con la santa y tierna inconsciencia de los dos años y medio:
—¡Y ha traído una novia!
—¡Tati ha traído una novia!
Les seguí hacia el interior del piso tratando de ignorar la mirada recriminatoria de Monica.
—¿Papá, y ésta? —me susurró mi hija cuando nos dábamos los besos rituales.
Respondí con una sonrisa. A mí también me incomodaba la presencia de Flor, pero no era momento para dar explicaciones. Sólo tenían que poner otro plato en la mesa y listos.
Nos esperaban en el comedor, donde todo estaba preparado y a punto. El jamón, el queso manchego, las aceitunas y las patatas del aperitivo. Y Silvia que decía, desde la puerta de la cocina: