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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (50 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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—Gracias —me respondió ella.

—Bien, sí —dijo Flor, reclamando un poco de atención—, pero, más adelante, Shakespeare…

—Dejemos el «más adelante» para más adelante, de momento —le corté—, O sea que sí, admitimos la existencia de William Shakespeare, un chico de provincias que fue a probar suerte a Londres y escribió algunas obras copiando el estilo del genio reconocido de la época, Christopher Marlowe. Aquello provocó la ira, según se ha comprobado, de un hombre como Robert Greene, amigo de Marlowe y, por qué no, posiblemente también la ira del mismo Marlowe. Demos un paso más y recordemos que, por aquellas mismas fechas, el genio Marlowe se encontraba entre la espada y la pared, a punto de ser detenido, atormentado y ejecutado como cabeza de turco para apaciguar la ira de Dios, que había enviado la peste a Londres. ¿Podía huir? Claro que podía hacerlo: tenía recursos y habilidad para hacerlo, pero aquello le convertiría en un paria el resto de su vida, le obligaría a empezar su carrera profesional de nuevo en otro lado, y con nombre falso. Por eso, ni lo intentó.

De repente, Bastia se levantó de la silla, convencido de que, estando de pie, le haríamos más caso:

—¡Si escuchas el último disco de Kobain al revés, se le oye acusando a los raperos de su asesinato! ¿No os habéis lijado en que el rap empezó a triunfar a partir del asesinato de Kurt Cobain? A mi, el Eminem éste es que me ralla y hace cagar.

—El váter es la segunda puerta a la derecha —le salí enérgicamente al paso. Y continué—: ¿Podía falsificar su propia muerte, y huir, y escribir permitiendo que aquel actorcillo engreído, Shakespeare, firmase sus nuevas obras, para volver años después con una personalidad ficticia? Ésta es la otra teoría, pero yo tampoco me la creo. No era la manera más limpia ni airosa de resolver el problema, presentaba muchos inconvenientes y muchas incomodidades. Y Marlowe, además de inteligente y sabio, era astuto. Tenía la astucia de la calle, del superviviente.

—Ostras, papá, ¿y entonces qué demonios hizo? —preguntó Ori, convertido en portavoz de la expectación general.

Me acabé el último pedazo de
faux-filet
para aumentar esta expectación. Me sentía tan pedante como Hércules Poirot explicando quién y por qué mató al mayordomo. Pero Hércules Poirot no tenía una nuera que, en aquel momento, entraba en el comedor y rompía el encanto diciendo:

—Ya están dormidos. Han caído como troncos. Estaban cansados, claro. Se despiertan tan temprano. Y no duermen, por la noche no duermen. Me he perdido un poco de la conversación. ¿Me podéis hacer un pequeño resumen? Mmm, la carne está espléndida, María, felicidades.

Después de esta parrafada, respiró tranquila y satisfecha, y continuó masticando mientras nos miraba, atenta a los siguientes acontecimientos.

—¿Qué haría —planteé— un aspirante a autor del género de terror si Stephen King le invitase a una fiesta?

—¡Hostia, a Stephen King lo conozco, tío! —saltó Bastia—. ¡Me he leído todas sus películas! ¡Es tope cojonudo, tío!

Mi auditorio compuesto por María, Monica y Flor, manifestó su acuerdo de que el aspirante a autor acudiría corriendo a la cita, con la lengua fuera.

Pero sólo María entendió en seguida las implicaciones de la pregunta:

—¿Quieres decir que Marlowe invitó a Shakespeare a la fiesta en la posada de Deptford? —Y añadió—: ¿Quieres decir que…?

—Exacto —dije—. Christopher Marlowe necesitaba un cadáver… ¿Cuál mejor que el de Shakespeare? Tenían la misma edad y complexión similar y entonces no había huellas dactilares, ni ADN, ni CSI para establecer identidades. Y le clavaron un cuchillo en el ojo, de manera que el rostro quedó absolutamente desfigurado. En la obra
Medida por medida
, supuestamente escrita por Shakespeare años después, un suplantamiento de identidades de ese tipo era el rasgo argumental esencial. Una especie de autohomenaje…

—¡Ostras, es fantástico, Ángel! —casi aulló Flor—. ¡Aterradoramente retorcido! ¡Genial! ¡Es que, claro, además…!

Ori, mirándome como un bobo, dijo: «Es fantástico» aunque me consta que no había entendido nada. Monica hizo una mueca, como si encontrase demasiados puntos oscuros en mi argumentación.

—Un golpe así habría solucionado todos los problemas de Marlowe. Para empezar, castigaba al plagiario y, a partir de aquel momento, usurpaba su identidad y su vida y podía continuar escribiendo con su propio estilo y voz que copiaba Shakespeare. Sólo que él lo hacía mejor, claro. ¿Que más adelante su estilo varió un poco, y sus obras se hicieron argumentalmente más complejas y los personajes adquirieron más profundidad? Bueno, esto es natural en un buen escritor. Lo extraño hubiera sido todo lo contrario. Con los años, ha variado siempre el estilo de todos los autores. Si Shakespeare de veintinueve años podía evolucionar desde un punto equis, no veo por qué no podía hacerlo Marlowe disfrazado de Shakespeare desde ese mismo punto.

—No me lo creo —dijo Monica, que no podía aceptar que su padre diera una clase magistral sin su ayuda—. Sus amigos, sus familiares le habrían reconocido…

—No, no —dijo Flor, a quien se le había puesto una mirada como de drogada, o de mística—. Había una plaga de peste en Londres, por aquellas fechas. Los teatros tardaron meses en volver a abrir. Y, con un pequeño cambio de apariencia, Marlowe podía hacerse pasar perfectamente por Shakespeare…

María, pensativa, digiriendo lo que acababa de oír, añadía:

—Shakespeare se había olvidado de sus familiares. No los vio en años. Nunca se había acordado…

—¿Tenéis un mondadientes? —preguntó Bastia, para manifestar que mi tema le aburría.

—Y, curiosamente —añadí yo, para remachar el clavo—, poco después de este incidente, compró a sus parientes una fantástica mansión en Strafford. Qué queréis que os diga, a mí eso me suena a soborno y a compensación. «Vosotros callad, no levantéis la liebre, y vuestro silencio será recompensado.» Y cuando, muchos años después, se jubiló y volvió a Strafford, sus padres ya estaban muertos y sus hijos, probablemente ni se acordaban de él. En cuanto a la gente que podía conocer a Marlowe y a Shakespeare en Londres, yo diría que Marlowe, lógicamente, contó con todo tipo de complicidades. La complicidad de los amigos, por descontado, pero también la complicidad de facciones del gobierno que le eran favorables por simpatía o por necesidad de mantenerle callado.

—Sería por eso —se me sumó María— que los autores contemporáneos de Shakespeare, sus amigos, jamás mencionan el apellido Shakespeare. Tal vez porque sabían que ése no era su verdadero nombre y tal vez porque no querían traicionar el recuerdo de Marlowe.

—Yo no entiendo nada —confesó Silvia, al mismo tiempo que renunciaba a entenderlo.

—De esta manera, resultaría que la víctima de aquel crimen sería en realidad el asesino. Bueno,
si non é vero, é ben trobato
, ¿no os parece?

Lancé la pregunta mirando fijamente a María. Lo que realmente me importaba era su veredicto.

Mientras Flor anunciaba al mundo que yo había resuelto por fin un enigma de siglos, que teníamos que ponernos en contacto con la Marlowe Society, con las autoridades académicas de todo el planeta e incluso con Scotland Yard, y con el ayuntamiento de Strafford-Upon-Avon para que desmontaran inmediatamente toda la industria turística que tenían organizada alrededor de William Shakespeare, y mis familiares asentían, convencidos por mi argumentación, María me dedicó una de aquellas sonrisas suyas, tristes y alegres a la vez.

—Es plausible, y muy ingenioso, no lo puedo negar —dijo—. Te felicito.

Yo pensé: «La tienes en el bote».

Entonces, Silvia sacó los postres y el cava que, como siempre, fueron excesivos, casi otra comida. Al pastel de San Marcos que había traído yo se añadieron los helados Farggi de Monica y Bastia y el flan que había hecho Silvia.

A lo largo de mi exposición, la mirada de María y la mía habían mantenido un contacto intenso, como un pulso, como un diálogo de sentimientos sin palabras. La profundidad y serenidad de aquella mirada me habían resultado estimulantes y prometedoras.

Pero, de repente, después del brindis con cava, las promesas y los estímulos se fundieron, ella se rindió al forcejeo, bajó la vista y el diálogo telepático se interrumpió bruscamente. Tuve la sensación de que alguien había apagado una luz.

Miró el reloj y dijo:

—Uy, qué tarde. Tengo que irme, que los niños me están esperando para ir al cine.

Mentira.

Me cayó el alma al piso de abajo y, al mismo tiempo, fui consciente de la mano que Flor mantenía sobre mi antebrazo y me pareció pesada y prieta como un grillete. Casi no tuve ánimo para levantarme y extender el brazo por encima de la mesa y estrechar la mano que María me prestó durante un segundo, sólo un segundo, fría y despectiva, rehuyendo una despedida de miradas y emociones intensas.

Tenía ganas de preguntar «¿Por qué?», de preguntar a los otros presentes si no les parecía extraña aquella reacción ahuyentada, aquella deserción antes de terminar la comida. Quería desprenderme de la mano que me atenazaba el brazo, y saltar por encima de la mesa para tomar a María entre mis brazos y, por los menos, por lo menos, pedirle una nueva oportunidad.

«Adiós, adiós», y «nos veremos mañana en el gimnasio», y ya estaba caminando por el pasillo, alejándose de mí irremediablemente.

Monica abrió la puerta del rellano, y escuché cómo hablaban las dos, en voz baja, en la escalera, mientras María esperaba el ascensor, y me pregunté si mi hija estaría intentando excusarme, si le explicaba que yo no sabía que vendría o si, al contrario, le decía que era un caradura y le aconsejaba que me olvidase para siempre. Después, se dieron dos besos, a Monica sí le dio dos besos, y escuchamos el portazo, suave pero definitivo como la caída de la losa sobre una tumba, y Silva que preguntaba:

—¿Quién quiere café?

Quince días después, recibí un mecanoscrito encuadernado con cubiertas de plástico y lomo de espiral en la primera página del cual se leía «Chandler, un autor de género contra el género».

Escena 4

Bastia, que había bebido demasiado y se había aburrido aún más, cayó en el sofá y empezó a roncar en seguida. Monica, Silvia y Flor se metieron en la cocina, a llenar el lavavajillas. Ori, con la copa de coñac en una mano y un cigarro en la otra, se me sentó al lado y me dio un golpecito en el hombro.

—¿No quieres una copita?

—No, ahora no.

—¿Te molesta que fume a menos de un metro de tu cara?

—Sí que me molesta, pero ya sé que no hay nada que hacer.

—Eh, papá… Te encuentro en forma. ¿Aún haces gimnasia cada mañana?

—De vez en cuando —dije, mientras él me palpaba los bíceps y se admiraba.

—Jo, tú, qué enrollada eso de Marlowe. Pero te lo tienes bien montado, ¿eh? Estás hecho un erudito. Claro: ahora debes de tener tiempo para estudiar…

Me hablaba como si me considerase jubilado. Se diría que Ori nunca se ha acabado de creer que soy detective privado. De pequeño, no presumía de mi trabajo delante de sus amigos, y eso me decepcionaba, francamente.

—…Y parece que te lo montas bien con las nenas, ¿eh? —Hizo un guiño hacia la cocina. De repente, tuvo una inspiración—: ¿y esa llamada que me hiciste ayer, sobre aquel correo electrónico? ¿Lo pudiste solucionar finalmente?

—Entré en la página de Liammail pero me pidió una contraseña y, como no la tenía, me quedé con las ganas.

—Ven, vamos a mirarlo en mi ordenador —me dijo, poniéndose de pie y agarrando la copa de coñac—. Así aprenderás un poco, que te conviene.

Me condujo hacia su estudio.

—Para reventar un servidor de ésos —iba diciendo mientras conectaba el ordenador—, hay que ser un
cracker
como Dios manda.

—¿Tú podrías hacerlo? —le pedí, esperanzado.

—No llego a tanto. En realidad, la única manera de acceder a la cuenta de un particular es conociendo la contraseña o la pregunta secreta.

—¿La pregunta secreta?

—Ahora lo verás. —Ya estaba pulsando teclas. Escribió www.liammail.com y pulsó el Enter. Mientras el aparato respondía, dijo, como quien no quiere la cosa—: Háblame de la chica del peinado de palmera. ¿De dónde sale?

O sea, que me había llevado aparte para cotillear sobre Flor.

—Una dienta. Heredera hipermillonaria. Si la engatuso bien engatusada, cuando me muera os podré dejar un buen montón de millones.

—Hombre, buena noticia.

Ya estábamos dentro de Liammail y parece que a Ori se le acabaron las preguntas al mismo tiempo que a mí se me acababan las ganas de dar explicaciones.

Reconocí la página que ya había visto en casa de Anna Colmenero y, posteriormente, en mi aparato.

Liammail.com. El palíndromo de colorines que serpenteaba. «¡Abre una cuenta gratuita con nosotros y súmate a los más de treinta millones de usuarios de Liammail de todo el mundo!»

—Este —me contó Ori, muy didáctico, reflejado en la pantalla— es un servidor de correo electrónico que permite la privacidad más absoluta. Aquí hay treinta millones de usuarios que reciben y envían correos electrónicos, y pueden hacerlo desde éste, o desde cualquier ordenador conectado a la red, ya sea en Barcelona, Alaska o Singapur.

—Y no hay manera de acceder al correo privado de una de estas personas.

—La única manera es teniendo el
login
y el
password.

—¿El qué?

—La dirección electrónica, o sea, el ta-ta-ta, arroba, etcétera, y la contraseña. —Y me indicaba dos casillas que había en la pantalla.
Login y password
—. Si no tienes ninguna de estas dos cosas, no hay nada que hacer.

—Hombre, la dirección electrónica sí que la tengo.

—Ya verás. Dámela.

La llevaba apuntada en mi libreta. [email protected]. Ori la introdujo tecleando rápidamente.

En el momento en que acabó de escribirla, debajo de la pantalla salió una tercera casilla. Se leía, en inglés: «¿Ha olvidado su contraseña? Para recuperarla clique aquí y conteste a la pregunta secreta».

—¿Y esto? —pregunté.

—¡Ahora! —dijo Ori—. La echaba de menos. Es un mecanismo para los desmemoriados. Ya verás cómo funciona… Los que montan estas páginas son conscientes de que la gente ya no tiene más capacidad para recordar docenas de contraseñas, números de cajeros automáticos y de teléfonos y cosas por el estilo. El sistema siempre es más o menos parecido, con pequeñas variaciones. En algunos, ellos mismos te sugieren la pregunta secreta en el momento de inscribirte. En otras, como veo que es el caso de Liammail, puedes crear tú mismo la pregunta y la respuesta. Mira, aquí tienes la de tu investigado.

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