Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Octavio meditó durante un largo momento. Varió el tono de voz cuando se volvió a dirigir a mí:
—Sólo si me permites decir que yo te he ayudado mucho en este caso.
—Di lo que quieras.
—¿El cincuenta por ciento del mérito es mío?
—Di el sesenta por ciento.
—¿Lo dices de verdad?
Octavio contuvo una sonrisa. Estaba a punto de ponerse a saltar de alegría ante la posibilidad de atribuirse la totalidad del mérito de la detención del asesino de Casagrande. Agarró la bolsa de la gabardina y salió disparado, olvidándose de repente del acosador de las Fochs y de su responsabilidad en el caso.
Me alegré de su ausencia.
—Y tú, Beth… —dije.
Los ojos de la muchacha me decían «Querría odiarte pero no puedo», y los míos le contestaban «Me alegro de que no puedas odiarme». Ella no entendía del todo qué había pasado, y yo tampoco. Amelia nos contemplaba desde segundo término recriminándole a Beth que no me odiase. Ella sí que lo entendía todo. La única explicación posible era que todos los hombres somos iguales.
—He localizado a Virtudes Vila —dijo Beth, saliéndome al paso, dejando claro que sólo estaba dispuesta a hablar de trabajo.
Bien. Buena noticia. Todo eran buenas noticias aquella mañana.
—No esperaba menos de ti. ¿Cómo lo has hecho?
Cuando estuve lo bastante cerca de ella como para que no nos oyese Amelia, protestó con voz baja:
—¿Qué significa todo eso que has dicho antes? ¡Yo no sé nada del caso del acosador!
Amelia, de lejos, debía de pensar que me estaba riñendo por haberle puesto los cuernos con Flor.
—Piénsalo, Beth. Dice «gigantón» en lugar de «guardaespaldas», dice «sesos» en lugar de «cerebro», dice «despliega tus zancas» en lugar de «ábrete de piernas»…
Sacudió la cabeza, como negándose a participar en aquel juego. Me dio un papel.
—Ésta es la dirección actual de Virtudes Vila. Está en Castelldefels.
—¿Cómo lo has conseguido?
Se encogió de hombros. Se la veía bastante orgullosa.
—Bah, tú lo habrías hecho en diez minutos, y a mí me llevó todo el día. Fui al hospital y averigüé a través de qué entidad bancaria paga las nóminas el Hospital de Collserola. Delante mismo del edificio donde había vivido Virtudes Vila, hay una sucursal de ese banco, de manera que me metí y les dije que tenía que hacer un ingreso para Virtudes Vila Torqué, pero que había perdido su número de cuenta. El empleado refunfuñó un poco, porque buscarla por el nombre y por los apellidos, sin tener el número de cuenta, le daba trabajo extra, pero era media mañana y no había nadie en la sucursal. Al final lo encontró y me dijo que aquella dienta había cambiado la cuenta de sucursal. Hice una transferencia de treinta euros y me las apañé para echar un vistazo a la pantalla del ordenador mientras había en ella todos los datos. No fue difícil, ya te lo puedes imaginar. Llevaba un escote lo que se dice generoso, me acerqué al pobre hombre, le puse un pecho en la mejilla como sin querer, en fin… Y vi en la pantalla la nueva dirección de la enfermera. Bueno, sólo el nombre de la calle, no me quedé con el número ni la población, pero en el justificante venía el número de código de la nueva sucursal. Con un par de comprobaciones más, supe que correspondía a Castelldefels.
—Bravo —celebré, sinceramente encantado.
—Y ya está. Fui a esa calle de Castelldefels y miré en los buzones. No es una calle muy larga. De esta forma encontré su casa. Y a partir de la dirección, averigüé el número de teléfono, que no está a su nombre.
—¿La llamaste?
—Ya sabía que no estaba en casa, porque la vi cerrada, pero tenía puesto el contestador. «Hola, soy Virtudes…», o sea, que, confirmado.
—Lo hiciste muy bien.
—Tuve suerte. Seguro que había mil maneras más fáciles de conseguirlo.
—No creas. Ahora, piensa bien. Si has podido resolver esto, también podrás encontrar la solución del caso de las Fochs…
—¿Por qué no me lo dices tú, de una vez…?
—Porque no hace falta. Y, además, porque tengo que irme…
Ya me dirigía hacia la puerta cuando Flor Font-Roent salió disparada del despacho de Biosca, emitiendo un chillido que hacía pensaren una locomotora saliendo de un túnel.
—¡Un momento, Ángel! ¡No te vas a ir sin mí, amor mío! ¡Adiós a todo el mundo! ¡Ha sido un auténtico placer conoceros! —Se me colgó del brazo, absolutamente maníaca—. ¿Dónde vamos, ahora?
Los ojos de Beth casi se reían. «Dios mío, Ángel, ¿en qué lío te has metido?» Había una extraña mezcla de tristeza y mofa, en aquellos ojos. Se me ocurrió que no se rendía, que no estaba todo perdido.
Arrastré a Flor hacia la calle, al aparcamiento donde había dejado el coche y, después, por la avenida Josep Tarradellas y calle Tarragona abajo, emprendimos la autovía de Castelldefels.
—¿Y qué vamos a hacer? —me preguntó, desconcertada—. ¿A espiar, a detener a alguien?
—Sólo un interrogatorio de rutina.
Flor había dejado atrás el lastre que le suponía Adrián y ahora, eliminado el obstáculo que impedía que la luz del sol llegase hasta ella, se abría a una nueva vida llena de luz y de expectativas. Recitaba canciones y poesías, no callaba y me comentó que era una lástima no poder disponer del Aston Martin descapotable de su padre. Hacía más de aventurero, me aclaró. Además, si había una persecución, seguro que corría más que los coches de los malos. Y era mucho más cómodo disparar tiros desde el interior de un descapotable que teniendo que retorcer el cuerpo para asomarse a la ventana del Golf.
Yo callaba y no pensaba que fuera a ocurrir nada semejante. De otro modo, no le hubiera permitido que me acompañara. Según intuía, Virtudes Vila podía ser antipática, o tener halitosis, o ser lacónica o hablar y hablar hasta provocarnos dolor de cabeza. Pero de ninguna manera la consideraba peligrosa.
Tuvimos que circular unos veinte minutos por Castelldefels antes de encontrar la casa de Virtudes Vila, alrededor de la una de la tarde.
Situada en una calle ancha y fresca, con plataneros a cada lado, era una construcción de los años setenta, de forma octogonal y de dos plantas, reformada con gusto, con un jardín bastante grande como para contener barbacoa, una mesa de exterior para seis y dos árboles entre los cuales colgaba una hamaca. La puerta del garaje estaba abierta y permitía ver un Volkswagen Escarabajo de color amarillo, acabado de estrenar. Calculé que el alquiler que se pagaba por aquello tenía que ser excesivo para una enfermera en el paro.
—Hum —hizo Flor, en éxtasis—. ¿No percibes el olor del mar?
Olfateé. Era cierto: la playa no debía de estar lejos, y aquello aumentaba el precio del alquiler.
—Y calla, calla —continuó mi poetisa particular—, ¿No oyes el rumor de las olas?
Nos detuvimos y callamos un momento. Sí: prestando atención, se podía oír el arrullo que hacían las olas yendo y viniendo…
… Pero también otro sonido, mucho más inquietante.
—¿Qué es eso?
—Calla.
Pudimos oírlo otra vez. Un ruido agudo. Animal. Como un mugido lejano. Flor hacía muecas que denotaban angustia.
—Es una persona —dijo finalmente.
Cruzamos la reja y nos aproximamos a la casa cruzando el jardín.
Cuando se repitió aquel sonido, ya no tuve dudas: salía de una garganta humana. Era lo que haría alguien amordazado. En seguida se añadió algo más: una voz de hombre cargada de rabia, incomprensible. Y, cuando ya estábamos muy cerca de la casa, golpes. Golpes agudos, como los que produciría un cinturón de cuero. Y a cada latigazo le correspondía uno de aquellos gemidos agudos y desesperados.
Pudimos distinguir las siguientes palabras del hombre:
—¡Eres una puta asquerosa de mierda! ¡Yo te enseñaré…!
Gritos y golpes provenían de una ventana elevada, fuera de nuestro alcance.
—¡Ahora verás…!
Y los gemidos se volvían tartamudos y rápidos, como una súplica de condenado a muerte.
Flor ya tenía el móvil en la mano.
Le pregunté con un gesto: «¿Qué haces?»
—Policía —susurró simplemente.
Negué con la cabeza. Corrí hacia la puerta. Estaba cerrada. Se me ocurrió mirar dentro del garaje. Había otra puerta que comunicaba con el interior de la casa.
Y estaba abierta.
Flor me seguía diciendo: «Espera, espera, dónde vas, espera». Me agarró de la mano.
A la derecha del recibidor, donde habíamos ido a parar, se abría una sala inmensa con ventanal al jardín. De allí arrancaba la escalera que conducía al piso superior, donde ya no se oía nada.
El silencio resultaba más terrorífico que los gritos y los golpes de antes. Me abrumaba una ansiedad disfrazada de presentimiento. Pensaba: «Que no haya muertos, sólo me faltaría otro muerto». Ya me veía como Philip Marlowe, tropezando con muertos a cada sitio que iba. Y no quería ni imaginarme la cara que pondrían Palop y el inspector Soriano cuando les comunicara la noticia. «Eh, chicos, hacedme sitio en los frigoríficos del depósito, que traigo otro.»
Emprendimos el ascenso de la escalera procurando no hacer ningún ruido. A la altura del cuarto escalón, oímos la voz masculina que decía: «Ahora verás, ahora sabrás lo que es bueno» y, a continuación, el chasquido de una palmada contra piel humana. Una soberana bofetada. Y el grito ahogado. Silencio de nuevo.
El décimo escalón chirriaba.
Nos quedamos muy quietos y el silencio se espesó.
Sólo faltaban tres peldaños para llegar arriba. Yo podía ver una sala pequeña con una librería más llena de chismes que de libros y un pasillo con tres o cuatro puertas. Al mismo tiempo que decidía que debíamos continuar subiendo, un hombre salió al pasillo con cara de susto.
Dio cuatro pasos agresivos hacia nosotros y yo subí los tres peldaños de un salto para ponerme a su altura.
—¿Qué hace usted aquí?
Me había reconocido, claro. Y yo también lo había reconocido a él aunque vestía unos pantalones arrugados y una camiseta imperio sucia de mocos, c iba despeinado y tenía los ojos rojos como brasas. Era difícil reconocerlo, fuera de contexto y con aquella ropa, pero poniendo un poco de atención, en seguida le identificabas como el doctor Héctor Farina. El mismo que, en el hospital, me hacía la pelota y se hacía el despistado cuando me pillaba robando orlas de fotografías. Pero, si en algún momento se había obligado a mostrarse simpático por mi cualidad de potencial descubridor de su ficha comprometedora, esa actitud ya había pasado a la historia.
—¿Y
qué hace usted aquí, doctor Farina?
—¡A usted no le importa! ¡Esto es violación de domicilio!
—¡Déjeme pasar!
—¡Váyase!
De la habitación, llegó, nítidamente, el ruido animal y amordazado. Evidentemente, se trataba de una mujer. Quise pegar un empujón al doctor Farina, para abrirme paso hacia allí, pero él me agarró del brazo y me retuvo.
—¡Deje…!
—¡Váyase!
Me pareció que quería golpearme y me adelanté. Le clavé el puño en el pómulo y me hice daño, pero probablemente él se hizo más. Tropezó con sus propios pies y fue de cabeza contra la pared, con un ruido que repercutió por toda la casa. Mientras yo me dirigía a la única habitación que tenía la puerta abierta, vislumbré que el doctor se ponía en pie de un salto y me pareció que, poseído por el pánico, atacaba a Flor.
Me volví hacia ellos. El doctor no se entretuvo apenas. Era un fugitivo. Se limitó a clavar un empujón a Flor, haciéndola caer sentada, y salió disparado, bajando por la escalera. Bajito y desaliñado como era, lo vi cruzar la sala de abajo como si se desplazara sobre patines. Salió a la calle y cerró la puerta con un golpe de esos que descuelgan cuadros.
—Tendría que haberle puesto la zancadilla —tartamudeó Flor mientras corría hacia mí—. Me han fallado los reflejos, Esquius.
Entramos juntos en la habitación. Mientras lo hacíamos, yo era consciente de que Flor me clavaba las uñas en la mano y que llevaba los músculos del estómago endurecidos como si me preparase para recibir un puñetazo.
—Ostras —dije. —Oh, Virgen santa —dijo Flor.
Sobre la cama había una mujer desnuda y encadenada mostrándonos un culo lunar, de nalgas generosas y blancas cruzadas de latigazos rojos.
Estaba de rodillas y con la cara amorrada a los cojines, el culo en pompa. Las manos ceñidas por unas esposas que, a su vez, estaban sujetas a la cabecera. Los tobillos también tenían unas esposas cada uno, que los unían a los barrotes de la cama manteniendo las piernas separadas en una postura tan incómoda como poco digna. Para completar la puesta en escena, una capucha de cuero negro se amoldaba a la cabeza de la mujer fajándola de tal manera que me contagiaba una sensación de ahogo insoportable. Me apresuré a quitarle aquella capucha que no disponía de agujeros para los ojos ni para la boca. Una cremallera que iba del cráneo a la nuca me facilitó la tarea.
La mujer gemía y se debatía. Hacía «¡Mmmmh! ¡Mmmmmh!»
—¡Ya va, ya va! ¡Tranquila!
Flor emitía chillidos en que se mezclaban el escándalo y la compasión.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Virgen santa! ¡Qué crueldad desmesurada!
Después de buscar por los alrededores, localizó una toalla de baño y la puso púdicamente sobre aquel culo que parecía iluminar toda la habitación.
—¡Hmmmm! ¡Hmmmm!
Descubrimos a una mujer de pelo muy corto, ojos grandes y furiosos y labios tan carnosos que en seguida hacían pensar en la silicona.
—¿Se puede saber qué coño están haciendo? —dijo—. ¿Quiénes son ustedes? ¡Héctor! ¡Héctor!
Todavía le dije un par de veces: «Tranquila, que ahora le ayudamos», antes de hacerme cargo de la situación.
—¿Quieren irse y dejarme en paz? ¡Héctor! ¡Héctor!
En el suelo había un látigo y una cadena y un collar de perro. Supongo que el doctor Farina, encantado de la vida, debía de sacar a pasear aquella mujer a cuatro gatas por el jardín de la casa, para que hiciera pipí contra el tronco de los árboles. Después de todo, la anotación «S.M.» que había en la ficha del doctor Farina no quería decir «Sauna Majestic», sino «Sado-Maso».
Flor lo entendió al mismo tiempo que yo:
—¡Oh! ¡Qué interesante! —exclamó, admirada—. ¿Es usted masoquista? ¿Le gusta que le peguen, en serio? ¿Que le hagan daño?
—¡Héctor! —gritaba Virtudes, muerta de vergüenza—. ¡Héctor!