Con los muertos no se juega (21 page)

Read Con los muertos no se juega Online

Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
4.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ah, adiós. Hasta mañana. ¿Me necesitarás mañana?

—Ya te llamaré.

Pensé que se quedaba tan mustia como Cenicienta cuando le dijeron que no podría ir al baile. O quizá sólo eran imaginaciones mías.

Escena 3

Al llegar a casa y quitarme la chaqueta, tomé conciencia del peso que en el bolsillo representaba el libro que me había dejado Flor Font-Roent:
The Reckoning: The Murder Of Christopher Marlowe
, de Charles Nicholl. Extendí las fotografías de los médicos del Hospital de Collserola sobre la mesa del comedor y les miré a los ojos un rato, preguntándome cuál de ellos podía ser un asesino. Según el color del cristal con que les mirase, todos parecían inocentes y felices o bien taimados, traidores y psicópatas. Hasta el joven y confiado Miguel Marín que, si debíamos creer a Farina, no se enteraba nunca de nada.

Conecté la cámara de vídeo digital al ordenador y pude contemplar la grabación que había hecho subrepticiamente de Helena Gimeno. Escogí una imagen bien nítida, la imprimí y añadí el resultado a la colección de fotografías.

Después, tuve una inspiración y entré en Internet. Le pedí al Google que me llevase al Hospital de Collserola y comprobé que me podría haber ahorrado el accidentado robo de las fotos. Allí estaban todos, en la pantalla de mi casa, muy orgullosos de pertenecer a la entidad y a los equipos donde militaban. El doctor Barrios, y Farina, y Mallol, y Marín… Y, si buscabas bien, Aramburu también estaba. Y la doctora Falgás te sonreía desde el Departamento de Cirugía Pediátrica. Hice copias de todos.

Me puse el pijama y las zapatillas, me preparé una ensalada de tomate y feta, y unos huevos fritos con patatas crujientes y procuré quitarme de la cabeza la muerte de Ramón Casagrande, las tonterías de Adrián Gornal, la operación de Marc Colmenero, y la agradable compañía de Beth y el miedo desmedido de Felicia Fochs. Tenía que acordarme que al día siguiente había quedado citado con María, la amiga de mi hija. Y tenía que pasar por Jefatura para hacer la declaración ante el impaciente Soriano.

Busqué el término «Straffordiano» en la enciclopedia inglesa. Era una especie de epílogo en la entrada referida a «Strafford». Así supe que los straffordianos eran los que creían que las obras de William Shakespeare las había escrito el mismo William Shakespeare. Tuve que leerlo dos veces para entenderlo. Resultaba que había otras teorías, defendidas por grupos muy numerosos, que decían que William Shakespeare sólo era un campesino semianalfabeto que había sido utilizado por otro escritor con más conocimientos y estudios y base académica. Acaso sir Bacon, quizás el duque de Oxford… o tal vez nuestro querido y recién descubierto Christopher Marlowe.

Vaya.

Mientras cenaba, me sumergí en la lectura del libro de Charles Nicholl. Lo primero que descubrí es que
Reckoning
quería decir «pago que se hace a cambio de un servicio o por una cosa».

El autor empezaba presentando la escena del crimen, la pequeña localidad de Deptford, cercana a Londres y junto al Támesis y, después, poniendo manos a la obra, pero con abundancia de documentación, hacía una reconstrucción detallada del asesinato.

Cené con la nariz metida entre aquellas páginas apasionantes, sin reparar en el sabor de la comida y, después, sin apartar mis ojos de la lectura, a tientas, me trasladé a mi sillón. Bajo la luz de mi rincón preferido me enteré de que, un día de 1593, cuatro hombres se habían reunido en una especie de posada propiedad de una viuda llamada Bull. Dos de ellos eran estafadores y usureros, el tercero era un espía y el cuarto era Christopher Marlowe, poeta, dramaturgo e igualmente espía. Todos a una metidos en la lucha subterránea entre anglicanos y católicos. Los anglicanos acababan de tomar el poder después del paréntesis protagonizado por María Tudor y los católicos conspiraban para recuperar el poder bajo la protección de María Estuardo, reina de Escocia. Decían que a los católicos les hacía mucha ilusión asesinar a la reina Isabel. Marlowe, a sus veintinueve años, estaba en libertad provisional acusado por la facción integrista anglicana de ateo, blasfemo, sedicioso y homosexual. En un par de días, debía comparecer ante el tribunal y le encarcelarían, lo torturarían y, con un poco de mala suerte, lo ejecutarían. De repente, después de pasar el día charlando, paseando por el jardín y jugando al backgammon, por la tarde, se inició una violenta discusión entre Marlowe e Ingram, uno de los estafadores. Se trataba de ver quién pagaba la cuenta, aunque oficialmente había sido Ingram quien había invitado a Marlowe a aquella reunión. Ingram estaba sentado en medio de la banqueta, flanqueado por los otros dos y de espaldas al poeta, de manera que discutían sin mirarse. Extraña manera de discutir, sobre todo teniendo en cuenta que, de repente, Marlowe saltó de la cama, le quitó de la cintura la daga a Ingram e intentó matarle.

Y cuenta la historia que Ingram, entonces, arrebató el arma a Marlowe y, como no tenía otra alternativa, ya que no podía huir, se la clavó en el ojo derecho, provocándole la muerte instantánea.

A las tres de la madrugada se me cerraban los ojos, y soñaba que Biosca me encargaba que investigase quién había matado realmente a Marlowe. Yo iba vestido como un caballero del siglo XVI y Biosca me decía:

—Es del todo esencial que descubras quién mató a Marlowe, Esquius. ¿Es que no se dan cuenta de que su teoría no se aguanta por ningún lado?

Uno de esos sueños que, al día siguiente, parecen recuerdos.

Escena 4

Había una teoría que no se aguantaba por ningún lado y me desperté con la sensación de que sólo podía desvelar el misterio con la ayuda de Beth. «¿Me vas a necesitar mañana?», me había preguntado ella, y yo le había dicho «Ya te llamaré», como quien se hace el interesante, que sólo me faltaba añadir «…si me lo pides bien». Me sonaba que aquella despedida tenía que haber sido ofensiva para la pobre chica, y era urgente una reparación.

Ésta fue la primera idea del día, cuando aún estaba echado en la cama, mirando el techo, y la segunda idea, mientras me duchaba, fue que teníamos que obtener información acerca de la discoteca Crash y que Beth era la más indicada para el trabajo de campo.

Cuando escogía la ropa que tenía que ponerme, recordé que a las diez de la noche tenía una cita con María, la amiga de mi hija, y por nada del mundo se me podía olvidar. Me cambié el reloj de muñeca como mecanismo mnemotécnico, e incluso, por si acaso, activé la alarma del móvil para que sonase a las nueve de la tarde.

Por sorpresa y a traición, después de unos días de sol y buena temperatura, el cielo se había nublado y la luz se había vuelto gris y húmeda. Me di cuenta de ello al mismo tiempo que recordaba la tercera obligación del día. Ir a la Jefatura a ver al inspector Soriano para el asunto de la declaración.

Dejé el coche en el aparcamiento de Josep Tarradellas y fui hasta la agencia con paso vivo, como el hombre de negocios atareado que no era. En seguida comprobé que había llegado demasiado temprano. Al abrir la puerta, con mi llave, choqué contra un tufo casi sólido. Se me ocurrió, no sé por qué, que aquello parecía el escenario posterior a un desastre natural. Amelia estaba plegando camas y aireaba sábanas mientras Octavio lo contemplaba todo fumando un cigarrillo. Emilia Fochs, despeinada y maltrecha después de unas horas de sueño nada reparador, esperaba delante del lavabo, con la toalla colgada del brazo. Escuchaba, impasible y resignada, los pedos estrepitosos procedentes del otro lado de la puerta, con los cuales Tonet daba señales de vida.

—¿Dónde está Beth? —pregunté, como casualmente, camino del despacho de Biosca.

Octavio estaba explicando a la sufrida Amelia algo referente a la influencia de los rayos ultravioletas sobre el sexo masculino, y ni me oyó.

En su despacho, nuestro amo y señor se estaba haciendo el nudo de la corbata mientras miraba las noticias de la CNN, sin sonido, como si fuera capaz de leer los labios de los locutores, casi ignorando a Felicia Fochs que se quejaba porque no podía ducharse como Dios manda.

—Un exceso de higiene —le explicaba— acaba alterando el sistema inmunológico de las personas y provoca alergias devastadoras. Lo leí en una revista de total solvencia. Ah, Esquius, ¿cómo andamos?

Puso las manos en los hombros de Felicia y la empujó hacia la puerta sin contemplaciones.

—Querida y rutilante estrella de nuestras pantallas, ahora me perdonará porque debo mantener una conversación privada y secreta con mi mejor colaborador. Gracias por su comprensión.

La dejó fuera y se volvió hacia mí.

—¿Han vuelto a llamar? —pregunté.

Biosca frunció la boca y negó con la cabeza queriendo decir que nadie había vuelto a llamar, pero que él no quería hablar del tema y, en seguida, su rostro se iluminó como el de un padre orgulloso de su hijo. Yo ya abría la boca para preguntarle si había llegado Beth, pero se me adelantó:

—Esa lucecita en los ojos —dijo—. Inconfundible. Los pantalones arrugados, no se ha cambiado de ropa, no huele a la colonia habitual —nunca he usado colonia—, el afeitado es diferente, o sea que no ha usado la maquinilla ni el jabón de siempre… Todo eso significa que no ha dormido en casa, Esquius. Nada escapa a mi mirada penetrante y a mi asombrosa capacidad deductiva. Y se ha puesto el reloj en la muñeca equivocada, además, lo que significa que se ha vestido de prisa y corriendo. ¿Es que ha tenido que salir por piernas, tal vez?

Eché una ojeada a mi alrededor buscando una escapatoria. Dado que Beth no estaba por allí, no había nada que me retuviera. Ah, sí. Se me ocurrió algo que la noche anterior me había pasado por alto. Saqué una fotocopia de la factura del hotel que Adrián le había enviado a Flor.

—Tenemos que investigar esto. Comprobar de qué hotel de Colliure es esta factura, quién estuvo en él y quién pagó.

Ni caso.

—¿Estaba con ella hará diez minutos, cuando me ha llamado?

—¿Con ella? ¿A quién se refiere?

—La señorita Font-Roent , que nos ha hecho un ingreso de tres mil euros, a cuenta. Está muy contenta con usted. No sé qué le ha dado, Esquius, que la tiene deslumbrada. —Sonreía cómplice para indicarme que, mientras generase ingresos periódicos de tres mil euros, aprobaba y apoyaba mi labor, incluso en el caso de que consistiera en funciones de semental. Miró la factura recortada y frunció las cejas—. ¿Pero cómo quiere que lo hagamos? ¡Aquí no hay ningún dato, salvo el importe de la factura y el nombre del pueblo!

—Para eso somos detectives, Biosca.

—Colliure es un pueblo turístico. Allí van los franceses a pasar las vacaciones. Tiene que haber un montón de hoteles. Algo así se tiene que investigar sobre el terreno. Tendríamos que recurrir a alguna agencia de detectives de allí. A lo mejor tendríamos que untar a la gendarmería. —Un estallido de codicia le iluminó los ojos—.¡Le costará un dineral a la señorita Font-Roent! ¡Ja, ja! Más vale que cumpla con ella, Esquius. Vaya a verla de vez en cuando, para mantenerla informada, ya me entiende. Bueno, en realidad, cuando ha llamado, preguntaba por usted.

—Esto significaría que no estábamos juntos, ¿no le parece? Si ha preguntado por mí…

—Se le notaba mucho cómo disimulaba. Usted, cuando tenga un momento, la llama y le dice cuatro cositas, bueno, no hace falta que se lo explique, usted ya sabe lo que tiene que decir y lo que tiene que hacer. No lo vea como una pérdida de tiempo. Nunca es una pérdida de tiempo. En nuestro negocio, el tiempo perdido es dinero ganado, ése es mi lema.

Le dediqué una mueca estimulante, para hacerle creer que, a partir de aquel instante, también sería mi lema, y salí del despacho aprovechando que Tonet entraba, envuelto en olor de Floid, olor de barbería antigua y pobre.

—Buenos días, Tonet —dije.

No sé si me vio.

En aquel momento, la actividad de Octavio consistía en mirar desde una confortable butaca cómo Amelia, sudada y congestionada, movía mesas cargadas con pesados ordenadores para devolverlas a sus posiciones originales.

—Despacio —le advertía, sin ocultar su repugnancia por el trabajo mal hecho—, sin empujar tanto, a ver si rayas el suelo. —Al verme, exclamó, con admiración de
supporter—
. ¡Eh, tú! ¡Felicidades! ¡Ya me ha dicho Biosca que te tiras a Fio recita! ¡Así me gusta! ¡Yo no lo habría hecho mejor! ¡Ya te dije que tenía un revolcón!

Amelia me dirigió una mirada de curiosidad, como si jamás hubiera podido pensar de mí nada semejante. En lugar de sacarles del error, volví a preguntarles por Beth:

—¿No sabéis dónde está?

—Está investigando al nuevo sospechoso del caso de Felicia Fochs —dijo Amelia.

—Cotilleando con vecinos y vecinas —replicó Octavio, poniéndose de pie—. Eso se le da muy bien.

—¿Por qué la buscas? —preguntó Amelia—. ¿Quieres que le digamos algo?

—No, sólo la necesitaba para ir a hacer unas cuantas preguntas a la discoteca Crash —improvisé—. Yo ya soy demasiado mayor para pasar inadvertido en según qué ambientes.

—Llámala al móvil.

—No, no hace falta. Ya lo haremos mañana. No hay prisa.

Me dirigía hacia la puerta cuando Octavio me puso el brazo sobre los hombros y me condujo lejos de los oídos de Amelia.

—De eso te quería hablar, Esquius, de Beth. Por cierto, tienes que explicarme cómo es Florecita en la cama. ¿No te parece que las mujeres con pinta de pavas, cuando te las llevas a la cama, sufren una transformación tipo Jekyll-Hyde…?

—¿Quieres hablar de Beth? —le corté.

—Siempre me he preguntado: ¿Por qué debe de ser que las mujeres que llevan gafas tienen los pechos más grandes? ¿No te has fijado…?

—¿Quieres hablar de Beth? —insistí.

—La he enviado a investigar al representante artístico de Felicia, un tal Vicente Balaguer, ese que es andaluz. ¿Y sabes qué me parece? Que está enfadada conmigo. No sé qué diablos le pasa. La encuentro borde, me rehúye, me mira mal. Se ve que la pobrecita se había hecho ilusiones y ahora, claro, está celosa de Felicia. Es que no hay color, ¿cómo puedes hacer caso de una niña como ella cuando hay un monumento en casa? Y ya te lo diré, Felicia es demasiado efusiva, ¿sabes? Muy imprudente, impúdica yo diría, y casi se exhibe, sabes, y Beth sufre en silencio.

—Ya me lo imagino, ya —dije.

—Cuando se ha ido ponía unos morros como de aquí a la puerta. Le daba rabia dejarme solo con Felicia.

—Tal vez deberías demostrarle un poco más de afecto y consideración.

Other books

Project Jackalope by Emily Ecton
Smash! by Alan MacDonald
Meant For Me by Erin McCarthy
The People of the Eye: Deaf Ethnicity and Ancestry by Harlan Lane, Richard C. Pillard, Ulf Hedberg
The Abandoned Bride by Edith Layton
East Side Story by Louis Auchincloss
Loving Siblings: Aidan & Dionne by Catharina Shields