Con los muertos no se juega (25 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
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—Yo no creo que Chandler quisiera jugar.

—¿Ah, no? ¿Tú no crees que sus diálogos, tan divertidos, eran un juego? Aquello del portero que le pregunta a Marlowe: «¿Usted es policía?» y él le contesta: «No, pero usted lleva la bragueta abierta»… Creo que es de
La hermana pequeña.

—En cualquier caso, él buscaba motivaciones más verosímiles para sus criminales, y aprovechaba la historia para hacer una especie de denuncia social basada en la simple exposición de la realidad. Le interesaba más el realismo y la denuncia social que el juego.

Nos retiraron los platos de la ensalada. María no se la había acabado toda y, justo cuando estaba pensando que no le había gustado y que debía de sentirse incómoda, me miró y sonrió.

—¿Realismo? —dijo.

Tenía la boca, de labios gruesos, cerrada dentro de un paréntesis que hacía pensar en carcajadas descaradas, contagiosas, carcajadas capaces de hacerte compañía hasta en los momentos menos favorables. Me hubiera gustado tener cerca una sonrisa como aquella cuando murió Marta. Aquella mezcla de chispas tristes en los ojos y alegría incontenible en los labios transmitía una confortable sensación de sinceridad, de espontaneidad. Comparada con ella, Beth era como el reflejo de una mujer en la superficie de un lago, frágil, in cierta, inestable, como corresponde a una chica recién salida de la adolescencia. Comparada con ella, Felicia Fochs sólo era un cuerpo, un físico sin química. Comparada con ella, Flor Font-Roent era como la alegría de la banda del pueblo contrastando con la música que te llega de verdad al corazón.

—¿Realismo? —exclamó, divertida—. Sí, esto es lo que dice en la primera línea de su famoso artículo. Pero no es cierto. ¿Realismo, en las novelas de Chandler? El único realismo que hay es en los párrafos donde dice que la policía no es como pensábamos y los detectives privados no son infalibles. En cuanto al resto, sus mejores diálogos son como de películas de los hermanos Marx, espléndidos pero delirantes, y tiene muchas escenas que son de vodevil. Asesinatos con tres o cuatro testigos escondidos detrás de los sofás, gente que entra y sale con pistolas en la mano, gente desmayada que se despertará indefectiblemente, una y otra vez, al lado de un cadáver… Chandler era un excelente narrador, pero un poco chapucero a la hora de crear intrigas y tramas. ¿No conoces la anécdota, de cuando rodaban la versión cinematográfica de su novela
El sueño eterno
?

—Sí, que el guionista y el director tuvieron que llamarle para preguntarle quién demonios había matado a un personaje secundario… —Iba a añadir un «pero», y no me dejó.

—Exacto. Faulkner y Howard Hawks le telefonearon. Que quién había matado a Owen Taylor, el chófer de los Sternwood aquel que tiran con el coche al mar. Y dicen que Chandler contestó: «No tengo ni idea». Esto fue muy aplaudido por los devotos de Chandler y, en consecuencia, se han generado un montón de novelas policíacas llenas de muertos que nadie sabe cómo han muerto, ni por qué, ni a manos de quién han muerto. Un desastre. Esto, al menos, habla de una forma de escribir muy chapucera, muy poco profesional. No era la actitud idónea para hacer análisis ni dar consejos. Chandler se olvidó de aquel asesinato porque estaba demasiado preocupado por hacer literatura.

—A mí lo que me parece es que no te gusta Chandler —concluí, remarcando que se trataba de un chiste recurrente.

La llegada de la carne provocó una nueva pausa de catadora profesional. Cortó un pedazo, bajo mi mirada admirativa, y se lo metió en la boca con mucho cuidado, como si sospechase que podía estar envenenado. Me pregunté si terminaríamos en la cama aquella noche.

Frunció la nariz en una mueca que me enamoró.

—¿No te gusta?

—Sí, Chandler me gusta mucho. Lo que no me gusta es la carne. Evidentemente acaban de sacarla del congelador y, como la hemos pedido poco hecha y nos han hecho caso, por dentro aún está fría como un helado.

—¿La devolvemos?

Me suplicó con la mirada.

—No me gusta montar escándalos. Será suficiente con no volver nunca más a este restaurante. Lo siento. No ha sido una elección afortunada.

Siguió comiendo. Cualquiera que la viese, diría que le entusiasmaba aquel
faux-filet
al estragón.

Las solapas de la chaqueta, sobria, casi masculina, formaban un escote en V entre dos pechos rotundos que no tenían nada de masculinos. Evidentemente, bajo aquella chaqueta no debía de llevar nada más que el sujetador. De repente, me di cuenta que tenía que hacer un esfuerzo para apartar la mirada hacia mi plato. A mí, la carne no me pareció tan mala. Un poco frío el núcleo, sí, pero resultaba sabrosa y tierna.

—La salsa no está mal —me hizo notar. Y añadió—: Pero lo fantástico de verdad es Chandler. Me entusiasma, Chandler, aunque te creas que no. ¿Y sabes por qué me gusta? Pues precisamente porque escribe novela policíaca, novela lúdica, novela con enigma y con un fin inesperado. Precisamente novela como la que él mismo criticaba. En sus obras, Chandler se planteaba un crimen del cual se ignoraba el culpable, y toda la novela estaba destinada a descubrir a ese culpable, a desvelar un misterio. Y se producían una serie de interrogatorios que tenían la finalidad de desentrañar el embrollo. Ésa es exactamente la misma estructura de una novela de Conan Doyle o de Agatha Christie. Y, al final, el asesino, el culpable, es quien menos esperabas. Normalmente una mujer, fíjate bien. No solía ser un gánster, el culpable último de las novelas de Chandler, ni un policía corrupto, ni un político prevaricador, sino una mujer. Ése era un punto esencial de mi tesis doctoral. En
El sueño eterno
, la culpable se llamaba Carmen, Carmen Sternwood; en
Adiós, muñeca
, la famosa Velma…

—Charlotte Rampling en la pantalla —apunté.

—En
La ventana siniestra
, no me acuerdo, pero me parece que hay una mujer que había tirado a otra por la ventana… En
La dama del lago
, estaba Crystal que se había hecho pasar por… No: Mildred mató a Crystal y, después, se hizo pasar por ella… ¡Realismo! En
La hermana pequeña
, la hija de puta era precisamente la hermana pequeña…

—Está bien, está bien, me has convencido, me rindo…

—¿Y sabes por qué las culpables eran, al final, siempre las mujeres? No porque fuera un misógino, o no sólo por este motivo, sino porque Chandler buscaba sorprender al lector con el final inesperado, igual que los autores de novela enigma que él criticaba, como todos los autores que han cultivado este género.

Habíamos terminado de cenar.

—Está bien —dije—, me has convencido. Pero con todo esto no me has demostrado que fuera Chandler el asesino de Marlowe. En realidad, cuando murió, Chandler dejó bien vivo su personaje, en una novela inacabada,
Asesinato en Poodle Springs
. Vivo y casado. Y casado… ¿O quizá te refieres a eso cuando dices que lo asesinó?

Nos reímos, felices de estar juntos.

—¿No quieres postres? —me preguntó. —¿Y tú?

—No. No los necesito y no me quiero arriesgar.

—Yo tampoco.

—¿Y café? —hacía el papel de anfitriona.

—No.

—¿Whisky de malta? —Negué con la cabeza. Ya había tomado mi dosis de whisky de malta aquel mediodía, en el Campo de Tiro de Badalona—. ¿Qué clase de detective es el que no bebe whisky de malta?

—Un detective que ya ha bebido demasiado a lo largo de su vida.

Pagué. No dejamos propina.

En la calle, la atmósfera estaba tan saturada de humedad que daba la sensación de que caía un sirimiri impropio de la ciudad. Me atreví a pasar mi brazo por encima de los hombros de María. Me había gustado conocerla. Si hubiéramos coincidido en un bar y la hubiera visto de lejos, me habrían venido ganas de acercarme y ligar con ella.

Una moto, detrás de nosotros, petardeaba con insistencia irritante.

—La próxima vez, en tu restaurante —dije.

—Me quieres hacer trabajar.

Yo empezaba a plantearme cuál era el objetivo preciso de aquella cita. ¿Estábamos viviendo una época de abstinencia sexual y éramos adultos sin prejuicios y, por lo tanto, estábamos pensando en acabar en la cama? ¿Yo estaba pensando en acabar en la cama? Ya no estoy en edad de quitarme los pantalones delante de la primera que pase.

—Me ha gustado cenar contigo —le dije, mientras andábamos.

—Pues la cena ha sido una porquería.

—Digamos que la cena no satisfacía tus expectativas de experta pero, a pesar de esto, me ha gustado cenar contigo.

—A mí también me ha gustado cenar contigo.

El ruido agudo de la moto, detrás de nosotros, empezaba a ser insoportable. Clavado a mi espalda como un puñal. Atravesando los oídos como un taladro.

—Es muy interesante comer con una experta en comida.

—Y experta en Chandler —dijo María.

—Y experta en Chandler —acepté.

—Qué paliza te he soltado, ¿eh?

—No, de ninguna manera.

—Venía para que me explicaras cosas de tu vida de detective y he acabado endosándote mi conferencia. ¿Te has aburrido?

—¡No!

—Ya sabes lo que pasa. Sales con una persona por primera vez y quieres quedar bien, y los silencios son incómodos y tienes tendencia a hacer propaganda de ti misma, para dar una buena imagen, ¿verdad? «Y mira qué sé hacer, y mira cómo soy, yo pienso así y asá», y acabas por hacerte pesada…

El estrépito de la moto continuaba con nosotros. Evidentemente, circulaba por encima de la acera. Me pregunté si nos estaba siguiendo.

—Que no, que no. Nada de pesada. Es que yo soy demasiado callado.

—Es verdad. Sabes escuchar. Aunque lo que escuches no te guste.

—Me ha gustado mucho.

—Yo atacaba a tu querido Chandler y no te dejaba ni abrir la boca.

—Bueno, la noche es joven. Vamos a tomar algo y cogeré el relevo. Te contaré mi vida.

Un temblor me distorsionó la voz. Supuse que era el temblor de la indignación, porque aquel ruido horrible que llevábamos pegado a la espalda ya me había agotado la paciencia. La moto nos estaba siguiendo, seguro. Iba a por nosotros. Claro que también podían ser los nervios provocados por la propuesta de una copa en un bar, de alargar la noche que quién sabía cómo podía acabar. Pero, entonces, María truncó toda esperanza consultando el reloj.

—No es tan joven —comentó—, la noche. No es tan joven.

Significaba que la noche tenía un límite y, por tanto, que se había terminado. Eso es lo que suele ocurrir con la noche: o es joven y entonces no tiene límites o ya se ha terminado.

Habíamos llegado a la plaza Molina. Ya cruzábamos Balmes, hacia Vía Augusta, y la moto perseguidora, zumbando como un moscardón venenoso, tendría que haber acelerado y alejarse de nosotros, pero no lo hacía. Continuaba por la acera, evidentemente por la acera, pegada a nuestros talones. Yo ya no tenía ninguna duda de que nos estaba siguiendo. Y, al volverme para protestar por el asedio, o para defenderme de un previsible ataque, descubrí que estaba manifiestamente enojado. Aquella crepitación interminable estaba interfiriendo en una conversación que podía ser esencial para mi futuro. Y no me quedaba tanto futuro como para derrocharlo.

—Espera un momento —le dije a María.

Me volví y, a menos de diez metros, vi una chica extravagante montada en una moto extravagante. Una chica medio vestida con un jersey negro de algodón, sumamente ajustado, que no le cubría el ombligo, una minifalda de cuero que parecía un cinturón grueso, medias de rejilla como las que llevaban las coristas de
music-hall
de cuando mis padres eran jóvenes, y botines de talón alto, un poco
maîtresse
de sado-maso. Y un casco integral blanco y negro que hacía juego con el resto de la indumentaria.

Me acerqué y ella me dijo:

—Hola.

Era Beth. Levantó el cristal del casco integral para que yo pudiera ver su expresión de felicidad.

—¿Qué coño haces aquí? —le dije, sin contemplaciones.

—¿Has visto cómo te he encontrado?

—¿Pero qué estás haciendo?

—Me han dicho que hoy teníamos que ir a la discoteca…

María se acercaba. Y yo no quería que se acercara, pero no podía impedirlo.

—¿Pero qué dices?

María ya estaba a mi lado, tan serena, tan adulta, tan formal con su vestido de chaqueta gris marengo y los zapatos de tacón. Cualquiera que nos viera, imaginaría una escena doméstica: los padres discutiendo con la hija indómita.

—¿Tú no me estabas buscando para ir a la discoteca Crash, esta noche? —dijo.

—Una compañera del trabajo… —balbucí. Era consciente de que me había puesto muy colorado. Quería dejar claro que mi relación con aquella muchacha era meramente profesional y, al mismo tiempo, no podía quitarme de la cabeza que, probablemente, María había visto cómo Beth y yo nos besábamos, dos noches antes—. Ahora no puedo ir, Beth.

—Si es por mí, no lo hagas —dijo María—. Yo ya tengo que ir a casa. Tengo la canguro de los niños, que me está esperando…

Una vocecita escondida en algún rincón ignoto de mi cerebro no cesaba de repetir: «Oh, Dios mío, oh, Dios mío», y cosas peores. Mientras, yo soltaba, como un bobo:

—Ah.

—Si tienes obligaciones, no te cortes. De veras. Yo ya subo y buenas noches.

—Bueno…

—Te he traído un casco —dijo Beth—. Póntelo y vamos a la disco en moto, ¿quieres? Después te llevaré hasta donde hayas dejado el coche.

María y yo ni siquiera nos dimos un beso de despedida. Ella forzó una de aquellas sonrisas suyas, animosas y comprensivas, un poco irónica, quizá, mientras se diría que sus ojos tristes recordaban algo doloroso relacionado con primeras citas malogradas y chicas descaradas en moto.

—Bueno, buenas noches, Ángel.

—Nos llamaremos, ¿eh?

—Claro.

—La próxima vez, cenarás mejor, te lo prometo.

—He cenado muy bien.

—Buenas noches.

María se metió en su casa. Me volví hacia Beth, que nos contemplaba maravillada, como si fuéramos protagonistas de su película predilecta.

Me puse el casco y monté en la ruidosa Scooter Piaggio, detrás de la amazona, muy pegado a su cuerpo.

Escena 3

Beth estaba entusiasmada. Aprovechaba cada semáforo o cada tramo recto y sin tráfico que no precisaba toda su atención para volverse hacia mí y tratar de decir algo. Los cascos integrales y el escándalo que hacía la moto impedían que la oyera. Mientras corríamos por la calle Balmes arriba, para buscar la Ronda de Dalt, con mis manos sobre la piel de la cintura de la chica, me fui calmando y desaparecieron los nervios y la irritación. Quizás influyó la juventud de la persona que me arrastraba, la energía desbordante que me transmitía el contacto con su cuerpo eléctrico, y el hecho de que María, toda sentido común, había dado la noche por acabada. Pocos minutos después de que nos hubiéramos separado, ya me estremecía la perspectiva de haber subido a un piso donde dormían niños y donde una canguro jovencita y amargada nos hubiera leído el pensamiento. A caballo de la Piaggio SKR 125 4T, no sabía en qué acabaría todo aquello pero, fuera donde fuera, estaba seguro de que me metería en la cama mucho más joven de como me había levantado.

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