Con los muertos no se juega (29 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
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—¿Por qué?

—¿Por qué? —se sorprendió.

—¿Por qué ahora sí y el otro día no?

Movía la cabeza arriba y abajo y mostraba los dientes, como si estuviera librando un combate muy feroz y yo le diera precisamente las réplicas que ella esperaba. Sí: los dos nos sabíamos el papel.

—Por dos motivos —dijo—. Uno te lo diré gratis. Porque yo no tengo nada que ver en esto, no soy culpable de nada. Si quieres echarme encima a la policía, adelante. Será un mal negocio para los dos. Tú, porque no sabrás lo que yo sé. Y yo, porque la policía no me pagará nada.

—Yo tampoco pienso pagarte, Melania —sentencié, duro—. No me hace falta. I le dicho que venía a avisarte, no a hacerte hablar.

Lo único que no entiendo es que te sientas tan segura. Eres enfermera, estabas allí cuando murió y, por lo que sé, ningún médico da la cara por ti. Por la otra enfermera sí, que bien se ha librado por el morro… —Era un golpe a ciegas, yo no sabía muy bien de qué hablaba, pero lo decía con una firmeza despectiva, casi insultante, perdonándole la vida y tratándola de pobre desgraciada, y a Melania comenzaban a bailarle las pupilas en los ojos—. ¿Pero tú? Tú aún estás aquí, y estuviste liada con Casagrande, y Adrián Gornal, cuando desapareció, te señaló con un dedo muy largo. «Investigad a Melania
Melones
», dijo. Y es lo que estamos haciendo. Tanto la policía como la compañía de seguros, que soy yo.

Di media vuelta y fingí que me iba.

—¡Espera!

Me detuve, me volví para dedicarle una mirada fulminante. Ella había puesto una mano sobre el techo de su coche y me dio la impresión de que lo hacía porque necesitaba un punto de apoyo para no caerse. Me pareció una pobre mujer maltratada.

—Todos… —empezó—. Todo el mundo sabe que Ramón y yo salimos, y todo el mundo viene a preguntarme si tengo la caja de zapatos de los cojones, o si sé dónde estaba escondida…

—Pero tú lo ignoras —afirmé, contundente, sin perder de vista su reacción—. Tú no tienes ni idea. —Me miró un poco más mansa que antes—. Tú no tienes la caja, ya lo sé. Pero todos te persiguen, ¿no? ¿A quién te refieres? Al doctor Farina… —Sus ojos dijeron «sí»—. ¿Al doctor Barrios…? —Expresión de sorpresa. ¿Cómo se me había podido ocurrir semejante tontería? No, el doctor Barrios no la acosaba. Entonces tuve una intuición—: Helena Gimeno…

«¡Sí!» Sus ojos se iluminaron con una especie de chillido. «¡Sí, Helena Gimeno, ella!» Improvisé, seguro de dar en el blanco:

—Después de hablar conmigo, Helena Gimeno vino a verte y te dijo que, si volvía a visitarte, me lo contaras todo. Porque así sabríais lo que yo sabía, ¿verdad?

Ya estaba desarmada. Fuera de combate.

—Ésta era mi información de propina —reconoció, vencida—. Iba a decirte todo lo que sé, sí, y, además, pensaba decirte que era ella, Helena Gimeno, la que me había dado… —Se le escapó. Tal vez se proponía utilizar el verbo «decir» y tenía la cabeza en otra parte.

—¿Dado? —Le hice notar.

No quería decirlo, pero ya puestos:

—Sí, me dio mil euros.

—Mil euros de ella, y mil euros que me sacaras a mí…

—¡No lo hago por dinero!

—¿Ah, no?

—¡No! ¡Lo hago porque ha habido un asesinato! ¡Lo hago porque no quiero meterme en líos! No tengo nada que ver con esto, no tengo nada que ganar.

Tenía los ojos clavados en la punta de mis pies. Si yo hubiera fumado, habría sido el momento de sacar un cigarrillo y encenderlo con parsimonia, dejando que la enfermera se cociera en su propia salsa. Pero incluso a mí se me hacía largo aquel silencio.

Escena 4

El calor apretaba y estábamos a pleno sol, entre los coches. La camisa se me estaba empapando pero no me atrevía a moverme ni a trasladar la entrevista a otra parte más confortable. Era como si tuviera acorralada a Melania Lladó, como si le tuviera la mano en el cuello y la estuviera aplastando contra un muro. Había una cierta brutalidad en aquella entrevista estática, los dos de pie, como dos adolescentes que no saben qué hacer con las manos. Si yo me movía, o hacía un inciso, o buscaba el refugio de una sombra, sería como si aflojara la zarpa, y entonces la presa escaparía, montaría en su coche desvencijado, huiría, y yo ya no podría atraparla jamás. De manera que no me quedaba otra alternativa que aguantar, con las rodillas doloridas soportando todo el peso del cuerpo, y con un dolor de cabeza creciente en el entrecejo.

—No creo que sepas nada que yo no sepa —la desafié—. ¿El nombre de la enfermera a la que despidieron? Me lo dirán en la secretaría del hospital.

Virtudes Vila Torqué —dijo en voz baja. Y me miró con ojos sumisos, acobardados, suplicantes. Saqué el cuaderno y el bolígrafo y anoté «Virtudes Vila Torqué»—. Yo no quiero que me metan en líos, ¿de acuerdo? Colaboraré, pero no quiero saber nada, ni con Helena Gimeno, ni con el doctor Farina, ni con nadie.

—¿Qué más puedes decirme? ¿El nombre del médico que estaba de guardia en urgencias el día que entró el señor Colmenero?

—Era el doctor Farina.

—Ah, el doctor Farina… —Escribí «Farina» en el cuaderno—. ¿Fue él quien recibió al enfermo en urgencias? Bueno, en tal caso seguro que hizo constar en alguna parte si el enfermo era alérgico o no. Eso se hace constar en algún informe, ¿verdad?

—El rellenó el impreso de urgencias, para el historial médico…

—¿Es ahí donde consta todo?

—Sí, pero… No exactamente. Cuando entra un paciente se le abre la carpeta del historial médico. —Ahora, era una alumna aplicada recitando la lección. Cargó el peso sobre la pierna derecha, sacando la cadera hacia la izquierda—. Se trata de una carpeta de cartón que lleva el nombre del paciente en la tapa y en el lomo. Ahí es donde van a parar la hoja identificativa, con el nombre del paciente, dirección, teléfonos de contacto y demás, y todo el expediente con referencia de las circunstancias de ingreso, y el informe del médico de guardia que lo atendió. Allí van a parar las radiografías, las analíticas, el electroencefalograma, las pruebas de coagulación y todas las comprobaciones necesarias antes de una operación. Y, claro, ahí es también donde está el informe de urgencias, donde constan los datos de las alergias. Pero esta carpeta del historial es muy grande, nada útil, de manera que las enfermeras usamos la hoja de órdenes, que es como un resumen de todo lo anterior. En ella consta todo lo que hay que saber sobre el tratamiento del paciente: curas, dietas, cambios posturales, etc. Es una hoja que llevamos grapada a una base de madera, ya debe de haber visto alguna.

—¿Y quién rellena esa hoja de órdenes?

—El médico que se hace cargo del enfermo en planta. En este caso, supongo que sería el doctor Barrios.

—Y ahí consta todo lo que hay que saber del enfermo.

—Todo.

—Por ejemplo, si sufre alguna alergia.

—Eso consta en una casilla muy visible, remarcada en rojo. Y, al lado, la medicación alternativa a la que el paciente no tolera.

—¿Y en la hoja del señor Colmenero…? —Melania Lladó, cabizbaja, negó con la cabeza, pero no pude determinar si me estaba diciendo que en aquella hoja no había ninguna advertencia. No resultó lo bastante rotundo. Cargó el peso sobre la pierna izquierda, sacando la cadera hacia la derecha—: Tal vez Colmenero entró inconsciente, o sedado, y no dijo nada…

—Entró inconsciente. Pero le acompañaba su hija. Y la hija sí que nos advirtió de que su padre era alérgico al Nolotil.

—¿Y eso lo corrobora el doctor Farina?

—Dice que es cierto. Que él lo hizo constar en la hoja de urgencias. Y es verdad, porque ese impreso está en la carpeta del historial y hemos podido comprobarlo. Ahí consta todo lo que hay que saber del paciente.

Pensé que me estaba escondiendo algo. O que había algo que le costaba confiarme.

—De acuerdo, pero me has dicho que nadie consulta ese impreso de urgencias a la hora de administrar la medicación. ¿Y en la hoja de órdenes?

Miró al suelo, furibunda, mientras movía los tobillos como si los zapatos le hicieran muchísimo daño y se reprimiera las ganas de cagarse en la madre que los parió.

—Aquel día había mucho trabajo…, No lo sé. Le hemos dado muchas vueltas a este caso. La muerte del señor Colmenero fue un escándalo, ¿sabe? No trascendió fuera del hospital, pero si hubiera salido de aquí… Se llevó a cabo una investigación exhaustiva, ¿sabe? Hemos mirado mil veces esa hoja de órdenes, del derecho y del revés…

—No lo entiendo. No hacía falta mirar tanto para saber si allí constaba que el paciente era alérgico al Nolotil.

—Sí constaba.

Aquello me desconcertó. El sol ya me quemaba a través de la cazadora y!a camisa. Notaba sudor en la frente y el corazón me latía en el cerebro. Y aquello me desconcertó.

—En tal caso… No sé a qué venía tanta investigación. Si el informe de urgencias y la hoja de órdenes decían que Marc Colmenero era alérgico, la culpa sólo podía ser de las enfermeras. De la enfermera que, con la hoja de órdenes en la mano, le administró el medicamento mortal a Colmenero. ¿Cómo se llamaba? —Consulté el cuaderno—. ¿Virtudes Vila? ¿Podré hablar con ella?

Melania Lladó se encogió de hombros.

—¿No sabes dónde puedo encontrarla?

Melania Lladó jugaba a entrelazar los dedos.

—Ni idea.

—¿Era compañera de trabajo y no tienes su teléfono, ni sabes dónde vive, nada?

—Claro que sabía dónde vivía. Pero, después de que la echaran, un día la llamé a su casa para quedar. Y ya no estaba allí. En su piso había unos inquilinos nuevos que no sabían nada de nada. Aún más; llamé a la agencia inmobiliaria y me dijeron que tampoco sabían nada. Ni se acordaban de Virtudes.

Dejé pasar unos segundos. Y ella sufría. Movía la cabeza cada vez con más insistencia.

—O sea, que erais muy amigas.

—No, no.

—¿No erais muy amigas y la llamaste a su casa y, cuando te dijeron que ya no vivía allí fuiste a preguntar a la inmobiliaria…?

Era evidente que aquello precisaba una explicación, y ella se apresuró a dármela, y no hay nada que suene más falso que una explicación apresurada:

—Antes de que se fuera, discutimos, y yo quería disculparme… Y quería saber cómo le había ido. No quería que, por mi culpa…

—¿Por tu culpa?

Melania Lladó se había metido en un berenjenal y ahora no sabía cómo salir.

—Sólo pretendía ayudarla. Lo que le ocurrió fue muy desagradable… Un error puede tenerlo cualquiera… No era una chica muy sociable. Yo era su compañera de turno y la persona que tenía más relación con ella. El único con la que a veces bromeaba era el doctor Farina.

—¿El doctor Farina?

—Sí, Virtudes Vila, antes de trabajar en la planta, había trabajado con el doctor Farina.

—¿Estás insinuando que…?

—¡No! —Rechazó la insinuación como si fuera un disparate. Exasperada, cargó el cuerpo en la pierna derecha y, en seguida, en la izquierda, en un rápido movimiento de caderas, casi de coreografía—. El doctor Farina es un reprimido, un asqueroso. Si toca una mujer, se lava las manos. Pero, en cambio, mira, ¿sabes a qué me refiero? Es un
voyeur
. Siempre fisga por las puertas, sabes, para ver si sorprende a alguna enfermera o a alguna paciente cambiándose de ropa… Muy de misa, muy de misa, se ruboriza por cualquier cosa, ya me entiendes.

—Pero, si Virtudes trabajaba con él, tal vez el doctor Farina pueda decirme alguna cosa…

—Puede que sí. Pregúntale.

—Lo haré. Bueno, cuéntame cómo fue la muerte del señor Colmenero. ¿Murió en la sala de operaciones o…?

—No, no. Murió en el postoperatorio. Le operaron tan pronto como quedó un quirófano libre. Recibió trato de favor. Por ser quien era, ¿me entiendes? Cuando entraron en urgencias, la hija nos pidió que llamáramos al doctor Barrios. Exigió que a su padre sólo le tratara el doctor Barrios, que pagaría lo que hiciera falta. Es lógico, Barrios es un cirujano prestigioso. Y bajó y, claro, la trató como si fuera la reina de Saba, reverencias y besos en la mano incluidos. Se hizo cargo de todo, coló al paciente por delante de otros que esperaban. Movilizó a todo el equipo. Yo no sé qué le cobró a la hija de Colmenero, pero puedes apostar a que este año el hospital no tendrá déficit.

Sin previo aviso, para subrayar su rabia, sacudió el pie para desprenderse del zapato derecho, que fue a parar quién sabe dónde, debajo de un coche. Y, acto seguido, como un crío en plena pataleta, envió el otro zapato por los aires. Se volvió más bajita, pero cerró los ojos con expresión de alivio infinito.

—¿Quién participó en la operación? —dije, francamente impresionado por el arrebato.

—El doctor Barrios y el doctor Marín. No creas: era una operación sencilla. Nadie podía imaginar que acabaría mal. Era sencilla y fue muy bien. Yo estuve en el quirófano y puedo asegurarte que no se presentó ninguna complicación. El señor Colmenero había sufrido una luxación en el hombro, que el doctor Farina arregló en urgencias sin problemas, y una fractura complicada de cubito y radio. Los huesos se le habían astillado y las astillas se le habían clavado en el músculo. Es muy doloroso, y una operación muy laboriosa, pero también muy sencilla. Cuestión de ir sacando del músculo esquirlas de hueso y de reparar la fractura…

—¿Y después?

—Después, el paciente pasó a la sala de reanimación, a disposición de la anestesista.

—¿La anestesista era la doctora Mallol?

—Sí. Y después lo llevaron a la planta. Virtudes le administró la medicación sobre las ocho de la tarde. Y unos tres cuartos de hora después empezó el sarao.

—En el momento en que Virtudes le administró el Nolotil, ¿estaba la hija en la habitación?

—Sí, pero se lo administraron añadiéndolo al suero, por la vía que tenía abierta. Ella no podía saber si le ponían Nolotil o cualquier otra cosa…

—¿Y el Nolotil tardó tres cuartos de hora en hacerle efecto?

Descalza sobre el asfalto caliente, movía los dedos de los pies como si aquella parte de su cuerpo estuviera muriéndose de ganas de bailar claqué.

—Todo fue una combinación de mala suerte. Claro que la reacción debió de producirse antes, de forma casi inmediata. Pero resulta que la hija, después de todo un día de nervios, cuando volvió a entrar en la habitación y viendo que su padre estaba bien, se durmió. Y uno de los efectos más peligrosos de la alergia consiste en una inflamación de la garganta. O sea, que el enfermo, entre eso, la conmoción que sufría y el estado de debilidad debido al postoperatorio no tuvo fuerzas para gritar. Por lo menos, para gritar con la suficiente fuerza. Se fue ahogando poco a poco, solo, sin remedio… Hasta que, finalmente, la hija despertó y vio lo que estaba ocurriendo y salió chillando al pasillo… A partir de este momento a todos les entró el corre que me cago, claro. Vino el doctor Farina, y Marín y dos o tres más, pero llegaban tarde. Sólo con que la hija no se hubiera dormido y hubiera podido avisar en seguida, se habría salvado.

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