Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—No, no importa. Esperé un rato pero no mucho… Debería haber esperado más…
—¡No, no, de ninguna manera!
—Pero, bueno, podemos arreglarlo, ¿no? —dijo ella.
—Claro, claro.
—Podríamos vernos mañana, si te parece bien.
—¿Mañana? —dije. No sé por qué, se me escapó una ojeada hacia Beth, que miraba hacia delante, absorta en unos pensamientos que la deprimían. ¿Pero qué me estaba pasando con aquella niña?—. Ah, muy bien, me parece fantástico —dije, como si con esas palabras estuviera dando una lección a Beth, como si la estuviera poniendo en su lugar.
—¿En el mismo sitio, a la misma hora?
—De acuerdo. A las diez en la plaza Molina —dije, molesto por el hecho de que Beth se diera cuenta de que estaba estableciendo una cita con aquella mujer.
Corté la comunicación. Ya habíamos llegado a la plaza Castilla. Ya bajábamos hacia el aparcamiento subterráneo.
Mientras salíamos de nuevo a la calle y caminábamos hasta la redacción que el periódico
La Vanguardia
tiene en la calle Pelayo, Beth sólo hizo un comentario, («Las traes locas a todas, ¿eh?») y yo no sé qué le contesté.
Entramos por una de las pocas puertas giratorias que deben de quedar en la ciudad, nos dieron la tarjeta de visitantes y pasamos hacia aquel interior sobrio y elegante, de paredes cubiertas de madera antigua y oscura, de bedeles de uniforme, de periódico de los de antes. Pedimos los ejemplares de hasta dos meses atrás y nos los repartimos, mitad y mitad. Enero para ella y febrero para mí.
Estuvimos pasando hojas un buen rato, en silencio, concentrados en leer necrológicas.
Finalmente, cuando algo dentro de mí me advertía de que había llegado la hora de comer, Beth reaccionó, recuperando su sonrisa joven y flamante, moviendo los brazos como una
cheerleader
que celebra la victoria de su equipo.
—¡Eh, Esquius, aquí, mira!
El bedel que nos vigilaba desde una mesa cercana le exigió silencio con tanta severidad como si estuviéramos en una capilla mortuoria.
—Por favor, señorita.
Me acerqué. Leí por encima del hombro de Beth, oliendo su perfume delicado, de flores al aire libre.
Era
La Vanguardia
del 11 de enero. La página de necrológicas estaba llena del nombre de Marc Colmenero con marco de luto. Una esquela lo destacaba como Director Gerente de Temair (Transportes por Tierra, Mar y Aire), otra recordaba que había sido condecorado con la Cruz de Sant Jordi, otra era el último adiós de los concejales del Ayuntamiento, con los cuales había compartido responsabilidades en alguna legislatura anterior, otra le inmortalizaba como filántropo colaborador de entidades como Caridad Cristiana y de Organizaciones No Gubernamentales como EcoMón. La más grande, remarcaba el dolor infinito de la familia Colmenero, encabezada por la desconsolada hija, Ana Colmenero. Todas informaban de que había muerto cristianamente el día 10 de enero y unas aseguraban que lo recordarían, y otras le llorarían, y otras rezarían por él, y otras le querrían, pero, eso sí, todas coincidían en que sería por siempre jamás.
En otra página del mismo ejemplar, la noticia de la muerte del industrial Marc Colmenero venía acompañada de una fotografía del difunto. Vimos un hombre de unos cincuenta años, vestido con ropa deportiva cara, expresión de estar acostumbrado a mandar y ojos pequeños que parecían un poco mezquinos, si no es que era miope y presumido y los entrecerraba para ver mejor al fotógrafo.
El día antes, aquel procer había sufrido un grave accidente al caer de su caballo cuando galopaba por el Club de Polo. Lo habían trasladado al hospital de Collserola donde había tenido que ser operado de urgencia. Había realizado la intervención el eminente doctor Eduardo Barrios y, aquella misma noche, Marc Colmenero había muerto debido «a una complicación inesperada surgida después de la operación».
Puse la mano sobre el hombro de Beth.
—Ahora sí que tenemos un buen motivo para ir al hospital de Collserola. El lugar donde murió Marc Colmenero y donde trabajaban Adrián Gornal y Ramón Casagrande.
Nos metimos en el restaurante del hospital con la intención de comer allí pero el menú del autoservicio nos pareció excesivamente aséptico y terminamos comprándonos bocadillos de jamón y zumos de naranja en el bar y fuimos a comerlos en el coche.
Allí, en el aparcamiento, al aire libre, mirando a través del parabrisas la montaña del parque de Collserola, tan verde y frondosa anunciando la llegada de la primavera, y los árboles y los pajaritos que nos rodeaban, puse un CD de Marianne Faithfull y, mientras lo escuchábamos, se diría que ni Beth ni yo teníamos nada que decirnos. Bueno, yo intuía, no sé por qué, que ella tenía en la punta de la lengua algo que decirme, pero no se decidía a escupirlo. Si hubiese estado solo, hubiera sacado del bolsillo el libro sobre Marlowe que me había dejado Flor Font-Roent, pero no me atreví.
Entretanto, escuchábamos
Broken English
y
The Ballad of Lucy Jordan
, que utilizaron de banda sonora en la película
Thelma y Louise
, una versión de
Working Class Hero
, de John Lennon y la contundente y descarada
Why D'Ya Do It
. Quizás ella dijo algo así como «Qué música más enrollada», o «más cañera» mientras clavaba en mí una mirada intensa e insistente, preguntándose tal vez cómo podía ser que me gustara ese tipo de música, a mi edad, u otras impertinencias. Olvidándose de que aquella música la inventó mi generación, y no la suya.
En seguida cogió el estribillo de
Why D'Ya Do It
y lo repetía moviendo la cabeza. Y a mí me gustaba el movimiento rítmico, sincopado, de su pelo.
Marianne Faithfull decía: «
Get a hold of your cock, get stoned on my hash
?», y decía «
Why'd ya do it she said, why'd you let her suck your cock
?» y decía «
Every time I see your dick I see her cunt in my bed
» y yo me preguntaba si Beth entendería el inglés y me ponía colorado, arrepentido de haber puesto aquel CD.
Después de comer, accedimos al lujoso vestíbulo del hospital. Si por fuera el edificio era modernista, neogòtico, con las paredes de obra vista y con detalles ornamentales de cerámica y hierro forjado dibujando volutas voluptuosas, por dentro era todo diseño siglo XXI. Madera de sicomoro en las paredes, mostradores de metacrilato, suelos de mármol negro que reflejaban a los visitantes de tal modo que casi permitían ver las bragas de las mujeres que llevaban falda.
Recordé que la primera vez que había visto a Ramón Casagrande se movía por allí, atareado, frenético, con su maletín lleno de muestras farmacéuticas, pegando aquellas zancadas ridículas como si llegara tarde a alguna parte. Me acordé del chiste del hombre tan delgado tan delgado que tenía que pasar dos veces por el mismo sitio para que le vieran. Y tan muerto como estaba ahora.
A la izquierda, un mostrador de recepción con una mujer friolera, porque llevaba sobre la bata un jersey que me pareció demasiado grueso. Consultando el ordenador, a su lado, había un médico joven y con gafas, de aspecto agradablemente relajado. Vestía una bata verde que le identificaba como perteneciente al área quirúrgica.
—Venimos a ver al doctor Barrios —anuncié.
Me temía un «¿Para qué lo quieren?» que no llegó. Además de friolera, la mujer era discreta.
—Tercer piso —dijo.
Sonreí, agradecido.
En el hospital de Collserola creían en el poder de la imagen. Un poco más allá, en el pasillo donde se encontraban los ascensores, Beth se había plantado delante de una orla con fotografías de los miembros de los diferentes equipos profesionales del centro médico. Todos los doctores ligeramente sonrientes, todos muy seguros de sí mismos, con esa expresión de «Tranquilos, somos los expertos» que, a bien seguro, templaban los ánimos de los pacientes más aprensivos. Localicé en seguida la orla correspondiente al equipo estrella, el del doctor Barrios, el cirujano que había operado a Marc Colmenero. Ocho médicos, desde el jefe de equipo y director médico, el mismo doctor Barrios, hasta un par de jovencitos que debían de estar de prácticas, uno de los cuales, Miguel Marín, era el joven que estaba detrás del mostrador.
—Entonces, ¿empezaremos por el caso Colmenero? —me preguntó Beth.
—No —murmuré—. Pero me ha parecido que nos dejarían pasar más fácilmente si preguntaba por el doctor Barrios que si preguntaba por los visitadores médicos. En realidad, trataremos de cubrir todos los frentes esta tarde.
—Bueno, en cualquier caso, aquí tienes al doctor Barrios.
Me señaló la orla del equipo estrella. Ocho médicos de bata blanca, entre los cuales se contaba Miguel Marín, aquel joven que estaba detrás del mostrador, capitaneados por el doctor Eduardo Barrios. Un hombre más o menos de mi edad, de cabello y barba grises, que miraba hacia el objetivo con una ceja más levantada que la otra, seductor e insinuante, a punto de pronunciar las palabras «¿Tienes algún compromiso para esta noche?»
—¿Me dejas que le interrogue yo? Está buenísimo.
—¿Qué dices? —protesté—. Si debe de tener mi edad.
—¿Y qué?
Se volvió hacia mí y me miró de arriba abajo como para dejar claro que yo tampoco estaba nada mal. Noté que me ruborizaba y tosí.
—Vete pensando cómo le entrarás.
—Podría romperme algo y que me opere. ¿Qué te parece que podría romperme? ¿Un brazo? ¿Las dos piernas?
—Me refería a las preguntas que piensas hacerle.
—Ah, bueno, le preguntaré si está casado. Tú no lo estás, ¿verdad?
Pensé que era una pregunta trampa.
Cuando Beth hizo gesto de continuar andando hacia el ascensor, la retuve. Quería esperar a Miguel Marín. Por fin, observé de reojo que el médico terminaba de consultar el ordenador, que decía algo a la mujer friolera, que agarraba una carpeta y venía hacia donde estábamos nosotros. Entonces, puse la mano en el codo de Beth y caminamos hasta detenernos delante de la puerta del ascensor. El joven Marín se detuvo a nuestro lado y nos miró con curiosidad, sobre todo a Beth, como si nos quisiera incitar al diálogo.
Ella, ignorando deliberadamente las ojeadas aduladoras del médico, me preguntó:
—¿Qué es exactamente un visitador médico?
—En principio —respondí consciente de la atención que el doctor Marín ponía en nuestra conversación—, son vendedores de medicamentos. Visitan a los médicos, en sus consultas particulares o en clínicas y hospitales y tratan de convencerles de que receten medicamentos de los laboratorios que ellos representan.
—Pero… —Beth no entendía—. Un medicamento no se receta así, por capricho. Cada enfermedad necesita su producto específico, ¿no?
—Sí, pero es que muchos laboratorios farmacéuticos fabrican los mismos medicamentos. Diferente envoltorio, diferente presentación y precios diferentes pero, al fin y al cabo, un idéntico principio activo que hace el mismo trabajo. Y que, a menudo, también se puede obtener, más barato, en forma de medicamento genérico.
—Si todos hacen el mismo efecto, lo normal sería que los médicos y los hospitales siempre prescribiesen el más económico… —Beth me daba pie para que le explicase por qué no era así.
—El precio, al médico, le da igual, porque los medicamentos que receta no los paga él. Y, a menudo, al enfermo tampoco le importa, porque una buena parte la financia la Seguridad Social. De manera que aquí están los visitadores médicos para demostrar que su marca es la mejor.
—¿Pero no dices que todos los medicamentos son iguales? Los médicos deben de saberlo.
—Aquí está el mérito de esta gente. Poder de convicción. Se agarran a pequeñas diferencias en las dosis del medicamento, o en el excipiente, o en que su producto lleva otro añadido complementario del principal, o vete tú a saber…
—Y también influye el
tarugo…
—dijo inesperadamente la voz del joven doctor.
Cuando nos volvimos hacia él, fingió que estaba mirando los números que indicaban en qué piso se encontraba aquel ascensor que no llegaba nunca. Pero sonreía, y nos miró de reojo y aún sonrió más, como si le hiciera muy feliz compartir con nosotros aquellos momentos inolvidables. De repente, se dirigió a Beth y, fijando sus cuatro ojos en los pechos de la chica, le ofreció la mano. Para él, yo no existía.
—Miguel Marín, médico residente de segundo año —se presentó. Y no pudo resistir añadir la referencia de prestigio, dedicada a Beth—: Estoy en el equipo del doctor Barrios.
—Ah —dijo en seguida mi compañera—. ¿El que operó al señor Marc Colmenero?
El médico la miró como mirarías a una novia ingenua y bobalicona que, de repente, te exigiese pelas para acostarse contigo.
—Sí… ¿Le conocía?
Beth le dedicó una sonrisa equivalente a los rayos hipnotizadores de las películas de ciencia ficción. Yo estaba a la expectativa, sorprendido por la iniciativa de la chica e intrigado por ver cómo se las apañaba.
—Bueno, no mucho —dijo ella—. Hasta el año pasado, trabajé en una de sus empresas. Le conocía un poco, sí.
—Ah… fue una desgracia. Este tipo de cosas… Uf. Que se te muera un paciente por alergia a un medicamento… —dejó la frase en el aire. No se le ocurrían explicaciones ni excusas para justificar aquel error monumental.
Se suponía que Beth, en su condición de trabajadora del difunto Colmenero, debía de estar informada de todo lo que había sucedido y, por tanto, no era aconsejable hacer más preguntas que la pudieran poner en evidencia. Intervine, haciéndome el tonto:
—Pero eso de la
astilla
y el
tarugo
ya está controlado, ¿no? Está prohibido y, por lo que sé, muy vigilado. Es una costumbre totalmente erradicada.
Instintivamente, el doctor adoptó una expresión compungida, para dar a entender que ahora nos hablaría de una lacra de la que, personalmente, abominaba.
—No, no tan erradicado. Está prohibido hacerlo como se hacía antes, cuando directamente le regalaban al médico un coche, o una antigüedad, o un cuadro de firma. Ahora lo hacen disimuladamente, pero lo hacen, ya lo creo que lo hacen…
—La
astilla…
—quise explicarle a Beth.
—Ya, ya me hago una idea —dijo ella.
El doctor Marín, incapaz de apartar sus ojos alucinados de los pechos de Beth, donde le hubiera gustado aplicar un fonendoscopio como primer paso de reconocimientos más profundos, continuó ilustrándonos: