Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Estaba bien dormido y calentito, soñando proezas sexuales, cuando sonó el teléfono móvil de Felicia en su habitación.
Eran las dos de la madrugada. Felicia se despertó de golpe y empezó a chillar, básicamente porque eso era lo que hacía siempre que oía el teléfono desde que empezaron las llamadas del sátiro, y más a aquellas horas.
Abajo, el grito de Felicia despertó a Octavio. Convencido de que alguien había entrado en la habitación de la actriz y la estaba violando con instrumentos horrorosos, cogió la pistola, subió al piso a toda velocidad e irrumpió en la habitación, que estaba a oscuras, emitiendo rebuznos amenazadores.
—¡¡Al suelo!! —me contó Beth que gritaba Octavio—. ¡Al suelo con los brazos y las piernas abiertas o te mato!
Según Beth, era como un asalto de los GEO, pero en calzoncillos y camiseta imperio. A Felicia le había faltado poco para hacerse añicos las cuerdas vocales al aumentar doscientos decibelios el volumen de sus gritos. Muy obediente, convencida de que había llegado su hora, se tumbó en el suelo, boca arriba, se levantó el camisón y se abrió de brazos y piernas, resignada al sacrificio. Cuando Octavio reparó en ello, no sabía qué hacer. Salió de la habitación diciendo: «¡Que no, que no, que soy yo!» y ella no se atrevía a moverse, con los ojos cerrados, «¿Quién es, quién es?»
—No, espera —decía Beth, al ver que yo ya empezaba a reír, como aplaudiendo al final de un buen chiste—. Que no he terminado. Que entretanto, el teléfono seguía sonando. Total, que Octavio acaba contestando y oye la voz del acosador, aquella voz metálica que tiene, diciendo guarradas: «Dile a Felicia que se desnude, que voy, o algo por el estilo, y Octavio se puso a grabar la llamada y le pegó cuatro gritos amenazadores al acosador y éste le contestó muy tranquilo y relajado, riéndose de él y diciéndole que no le servirían de nada los «gigantones», ya sabes cómo habla, a Octavio le llama gigantón, que los tenía a todos controlados, que ahora mismo les estaba viendo desde su escondite. Y le dijo algo así como: «Vas en calzoncillos, imbécil», o sea, que era verdad que le estaba viendo.
Octavio miró por la ventana y localizó un coche aparcado en una calle cercana a la urbanización, dentro del bosque, con la luz interior abierta. Como estaba decidido a hacerse el héroe, salió a la carrera, se pegó un porrazo contra Emilia, la hermana de Felicia, que venía a ver qué pasaba, que por poco se le escapa un tiro y la mata.
Dijo «oh, perdón», bajó las escaleras corriendo, pistola en mano y, finalmente salió por la puerta de la cocina y se la dejó abierta.
Hice un inciso:
—La hermana, Emilia, ¿no tiene un programa de radio nocturno?
—Bueno, sí, pero desde que pasa todo esto, lo graban durante el día. Felicia le pidió que estuviera de noche con ella. Y desde que Octavio vive allí, se ve que aún insiste más para que Emilia no se mueva de su lado.
—Bueno, bueno. Sigue.
—Pues ya me tienes a Octavio saliendo de la casa y corriendo descalzo por el jardín, hacia el bosque, clavándose piedrecitas y pinchos de pino en los pies…
Reíamos a carcajadas.
—¡Pero el del coche no podía ser el acosador! —protesté.
Supe que había acertado al ver la expresión de alegría de Beth. A Beth, los éxitos de los otros, por modestos que sean, la hacen feliz.
—¿Ves como eres superdotado? —dijo—. ¿Cómo sabes que no era el acosador?
—De entrada, porque sería lo primero que me hubieras dicho. «Hemos detenido al acosador.» Segundo, porque me extrañaría que un tipo que toma tantas precauciones como éste cometiese un error semejante. ¡Plantado a la vista de la casa y con la luz encendida! ¡Sólo le hubiera faltado poner una flecha gigante de neón encima del coche para señalarlo!
—¡Tienes razón! Dentro del coche, había una pareja, digamos que en una actitud muy íntima, digamos que lo más cerca que pueden estar dos personas. Y de repente se les aparece por el parabrisas un tío despeinado, congestionado, medio en pelotas, y armado con una pistola como un antiaéreo. «¡Ya eres mío, hijo de puta!», que el pobre fornicador seguro que tiene problemas de impotencia el resto de su vida. Y encima, como se ve que la chica estaba casada, ese chico se pensó que Octavio era su marido y se puso a chillar mientras salía del coche a cuatro patas: «¡Lo siento mucho, ha sido culpa de su mujer, ella me ha seducido, ella me ha arrastrado, yo no quería, no me mate, por favor!»
Cuando Octavio volvió a la casa, después de una serie de explicaciones confusas y con la cara entera sólo gracias a que iba armado, se encontró a Felicia encerrada en un lavabo interior. Desde fuera, su hermana Emilia intentaba convencerla de que abriese, y miraba de calmarla como buenamente podía.
—Ostras, ¡vaya cacao! —concluí.
—No, no, espera, que no se ha terminado.
—¿Aún no?
No, aún no había terminado.
Después de mucha insistencia, Felicia accedió a salir del refugio improvisado e inaccesible sólo con la condición de ir a ver a Biosca otra vez y cambiar totalmente de estrategia.
Y estaban los tres allí, en el rellano de la escalera, cuando en la habitación el móvil de Felicia soltó un sonidito discreto. Un mensaje de texto que entraba. Corrieron los tres, Octavio, Felicia y Emilia, para ver qué decía y se encontraron, más o menos, con una nota así:
«Me he meado de risa, Felicia bonita. Ah sí, que no se me olvide: te he dejado un regalito en el armario de la cocina.»—O sea —deduje, preocupado—, que el acosador entró en la casa mientras Octavio corría hacia el coche de los amantes.
—Sí —dijo Beth, tratando de recuperar la seriedad—, ¿y sabes qué era el regalito? —Yo no lo sabía, naturalmente—. Pues Lily Mimitos…
—¿Quién?
—Lily Mimitos, la muñeca preferida de Felicia. Colgada por el cuello dentro del armario.
—Uf.
—Da risa, pero no nos tendríamos que reír —dijo Beth.
Después de aquel susto, habían ido los tres a dormir a un hotel, Felicia con la ayuda de los somníferos más potentes que se podían conseguir en el mercado y Octavio hecho polvo, viéndose despedido de la agencia y habiéndose de ganar la vida recogiendo cartones por la calle.
Y, por la mañana, del hotel se habían trasladado inmediatamente a la agencia para exponerle la situación a Biosca.
—¿Y han cambiado de estrategia? —pregunté.
—No lo sé. Cuando yo he salido, todavía no lo habían hecho. La estaban diseñando, encerrados en el despacho de Biosca, con unos gritos que parecía que estuviera estallando una tormenta con rachas de vientos huracanados de fuerza cinco y superiores.
Entretanto, habíamos llegado al aparcamiento de la plaza de San Gregorio Taumaturgo, habíamos aparcado y ya llegábamos a la calle Pemán, donde había vivido Casagrande.
El escenario del crimen, otra vez.
Delante del número veintidós, había un atasco de tráfico casi tan considerable como el del día anterior. Una furgoneta aparcada en doble fila restringía la calzada a un solo carril y los coches se arracimaban y hacían sonar el claxon con impaciencia. La furgoneta tenía abiertas las puertas de atrás y dos hombres fornidos, en vaqueros y mangas de camisa, cargaban una cómoda que evidentemente no tenía ningún valor, ni como antigüedad, ni como objeto de diseño, ni como mueble útil. La dejaron en el interior, donde ya había un sofá viejo y una lámpara de pie, y volvieron hacia el edificio al que nosotros nos dirigíamos. Casi coincidimos en la puerta.
—No, no, ustedes primero, faltaría más —dejé pasar a los dos hombres, que apestaban a sudor, tabaco, trabajo duro y cabreo.
Beth y yo nos tuvimos que quedar en el umbral porque nuestro prevestíbulo estaba lleno de gente y de gritos. Había dos mujeres vestidas con batas azul cielo, de uniforme; una era gorda y debería de tener la cincuentena, la otra era más joven, huesuda y de aspecto viperino. Se estaban peleando con una viejecita de pelo blanco, muy menuda y muy frágil pero cargada de energía destructiva.
—¿…Y yo qué quiere que le diga —se defendía con voz muy aguda— si me hacen desalojar el piso hoy mismo? ¡Tengo que sacar los muebles por algún sitio, ¿no? ¿Qué quiere? ¿Que los tire por la ventana?
La mujer gorda no la escuchaba. Sobreponía sus gritos a los gritos de la anciana.
—¡Yo sólo le digo que tenemos que limpiar esto, y no se puede limpiar si no dejan de circular de un lado para otro!
Simultáneamente, la viperina vociferaba como un político en el último mitin antes de las votaciones:
—Déjala, que está loca, ¿no ves que está loca?
Los dos hombres de los vaqueros añadían sus opiniones al griterío general:
—¡Si nos dejan trabajar tranquilos, acabaremos antes!
—¡Vale ya de gritar, que no vamos a terminar nunca, joder!
Entonces, la señora viejecita y frágil se vió en la obligación de dirigirse a los mozos para explicarles el por qué de su enojo, y entretanto, las dos mujeres de la limpieza se pusieron a hablar entre ellas. En un momento, pude hacerme una idea del problema.
A las mujeres de la limpieza no les hacía ninguna gracia tener que limpiar aquel mar de sangre y, además, tener que repintar las paredes, pero aún les molestaba más el ir y venir de aquellos hombres y aquellas mujeres que estaban vaciando un piso. ¿Qué piso? Uno de los hombres con téjanos me lo aclaró cuando levantó aún más la voz para abogar que, si no vaciaban el piso, no lo vaciaban y seguro que era ilegal que les quisieran echar al día siguiente de la muerte del inquilino.
Estaban desalojando el piso de Casagrande y aquella mujer mayor, menudita y frágil, debía de ser pariente del muerto.
La discusión bajó de tono cuando las señoras de la limpieza dijeron:
—¡Bueno, pues trasladen lo que quieran! ¡Ya acabarán! Total, nosotras cobramos por horas. Si todavía estamos aquí a las ocho de la tarde, mejor para nosotras! ¡Nos fumamos un cigarrito y tan contentas, oigan!
Los dos hombres pasaron al vestíbulo más grande, hacia el piso, a buscar nuevos muebles, y la viejecita se encontró con que no sabía qué hacer. Decidió al fin salir hacia la calle, probablemente para pelearse contra quienes protestaban por la molestia que causaba la furgoneta, y entonces se encontró con nosotros.
—¿Usted es… —le ofrecí mi mano— …pariente de Ramón Casagrande?
Era muy pequeña y tenía muchas arrugas alrededor de unos labios que no paraban de moverse, como si siempre estuvieran a punto de soltar un disparate que la mujer reprimía con esfuerzo. Los ojos también se movían, como si le temblasen las pupilas. Y las manos, en el aire, deformadas por la artritis y siempre previniendo una posible agresión.
—Soy su tía. Yo era hermana de su madre.
—Yo… estoy llevando la investigación de la muerte de Ramón, señora. Mi más sentido pésame. —Acaricié su mano, fría y débil—. Ella es Elisabeth, mi ayudante… Dice que les están obligando a vaciar el piso de su sobrino…
—Sí. Era un tarambana. Ya decía yo que no podía terminar bien de ninguna de las maneras. Dice que debía cuatro meses de alquiler y, como había dado mi nombre como avaladora, porque ya había tenido problemas hace un año, pues ayer mismo me llamó el dueño y me dijo que si no le vaciaba el piso hoy lo tiraría por los tribunales, fíjese, ayer mismo, cuando me acababan de dar la noticia de que mi sobrino…
—Pero usted no tiene que hacer caso a ese hombre. Si no lo vacía, no le pasará nada.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero mire, ya nos hemos puesto, y ya está. Fuera complicaciones. Aunque ahora no sabré qué hacer de estos trastos.
—Señora… —cambié de expresión—. ¿Tiene usted alguna idea de por qué pueden haber matado a su sobrino?
Negó con la cabeza y, desconsolada, esparció una mirada alrededor, como buscando una escapatoria. El temblor se hizo un poco más intenso.
—No lo sé. Nunca me contaba nada de su vida. Venía a veces a comer a casa, pero siempre estaba muy callado. Me escuchaba, que yo le contaba mis cosas, pero él nunca me contaba nada, ni de su trabajo, ni de sus amigos, ni de si tenía novia o no tenía. Pero en el fondo era buena persona. Ahora, mientras hago todo esto no pienso en lo que ha pasado. Dice que no saben cuándo podremos enterrarle, dice que denen que hacerle la autopsia. —Se estaba poniendo muy triste—. No ha aparecido ningún amigo, ningún vecino que se haya interesado por él, ningún conocido… Como si nadie le quisiera, pobre Ramoncito.
Un policía municipal habló detrás de Beth y de mí, que nos habíamos quedado bloqueando la entrada.
—¿Es suya esta furgoneta?
—De esta señora —dejé pasar a la viejecita para que se entendiera con el guardia.
—Sí, señor, es que estamos vaciando el piso de mi sobrino…
—Pero, ¿no ve que este vehículo no puede estar aquí…?
—Es que ayer mataron a mi sobrino, ¿sabe?
Salieron hacia la calle y Beth y yo ya estábamos dentro del prevestíbulo, donde las dos señoras de la limpieza se estaban fumando sendos cigarrillos y aún no sabían si empezar o no.
—Si nos permiten, tenemos que echar un vistazo a las manchas de sangre… —dije, con tono profesional.
—Por mí encantada. Nosotras cobramos por horas, ¿saben? De manera que, si se quieren entretener, por nosotras, ningún problema.
Ya habían fregado el suelo y la gran mancha se había vuelto rosa. Ya no parecía sangre. Beth y yo nos agachamos para verla de cerca. Todavía se distinguían pisadas de los que habían chapoteado por allí.
—Menudo jaleo —comentó Beth—. Aquí no se distingue nada.
—Hay tres tipos de pisadas, aparte de este resbalón, que no conserva la forma del zapato. Y estas pisadas son de mujer, ¿ves?
—Y estas otras, de hombre. Dos hombres y una mujer. Una asesina.
—No corras. No me extrañaría que las pisadas de mujer correspondieran a la señora del licor tónico, la primera testigo que llegó al lugar del crimen. No… Fíjate en una cosa. No todo el suelo está sucio de sangre. Como Casagrande recibió el tiro de espaldas a la puerta y el chorro salió hacia delante, delante de la puerta y en todo este rincón no hay sangre.
De hecho, el área más cercana a la puerta de la calle estaba limpia y esa zona sin sangre incluía la puerta gris que daba al aparcamiento. Era evidente que una persona que hubiera estado cerca de la puerta de la calle y detrás de Ramón Casagrande, o sea donde estaba el asesino, podría haber llegado hasta la puerta del aparcamiento sin mancharse.
—Sin mancharse los pies —puntualicé—, porque mira las paredes.