Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Palop me dejó en sus manos y huyó a toda velocidad. Monzón me hizo pasar al escenario del crimen con el entusiasmo de quien enseña un piso para venderlo.
Me encontré en un, digamos, pequeño prevestíbulo de no más de dieciséis metros cuadrados. A mi derecha, en la pared, la hilera de buzones. A la izquierda, una puerta gris, cerrada. Enfrente, una segunda puerta de entrada con un segundo portero electrónico, más allá de la cual, gracias a que estaba abierta, se veía el auténtico vestíbulo de la casa, amplio, con un ficus de plástico, un sofá, un gran espejo, el ascensor y la escalera.
Se me agarrotaron los músculos.
El suelo de este prevestíbulo era un charco de sangre, todavía brillante, donde había chapoteado un ejército de zapatos en un baile desenfrenado. Había un resbalón y una salpicadura de sangre que llegaba hasta un rincón, y la señal del cuerpo que había caído finalmente, esparciendo el líquido granatoso en todas direcciones. Y las pisadas del fugitivo que iban hacia la calle, tan bien impresas que parecían pintadas por un profesional con finalidades decorativas. Se diría que habían regado las paredes con una manguera de sangre. Y el olor. Ese olor que te hacía cosquillas en el fondo de la boca y se te clavaba detrás de los ojos.
—Tranquilo, tranquilo, Esquius, pisa donde quieras que ya hemos acabado.
A mí me daba grima ensuciarme los zapatos con la sangre de un muerto. Me movía de puntillas como una bailarina.
Mientras yo me hacía un dibujo esquemático en la libreta de notas, —Monzón ya había dado comienzo a su conferencia.
—Calculemos que el asesino estaba aquí, al lado de la puerta, cuando Casagrande entró en la portería. Y le disparó así, en el pescuezo. ¿Ves la bala que ha ido a clavarse ahí enfrente? El clásico disparo en la nuca, sólo que parece ser que se le ha desviado la pistola y la bala, en lugar de salir por la boca o de aposentarse en el cráneo, le ha seccionado la carótida derecha. Al reventar esta arteria, como el orificio de salida es muy grande, la sangre sale como un surtidor, como una manguera. ¿Lo ves? ¡Cuatro litros de sangre, como mínimo! —Dijo Monzón, con el entusiasmo de un niño hablando de una bebida refrescante con burbujas—. El muerto se ha convertido en una especie de surtidor, no te imaginas la presión a que sale la sangre en un caso así. Y empieza a rociar las paredes. Sale a chorros intermitentes, al ritmo de los latidos del corazón, pero de todas formas nos dibuja perfectamente los movimientos de la víctima. ¿Lo ves? No murió inmediatamente, giró sobre sí mismo, como un dispositivo de esos de riego automático, rociando la pared en esta dirección, y seguramente aquí agarró a su asesino y empezó a forcejar con él. Imagina: debía de echarle todo el chorro de sangre en la cara o en el pecho. En realidad, estamos convencidos de ello porque el fugitivo que han visto salir de allí iba empapado de sangre, toda la cara y la chaqueta y el jersey… —Me enseñó los objetos que había en las bolsas de plástico transparente. Unos zapatos, una chaqueta y un jersey ennegrecidos por la sangre—. Se los iba quitando mientras corría. Ha tirado los zapatos, y la chaqueta, y se ha limpiado la cara con el jersey antes de desaparecer calle arriba. Supongamos que se ha metido en la estación de los Ferrocarriles de Bonanova. Hoy revisaremos las cámaras de seguridad que sin duda lo habrán grabado. Esta noche, ya estará en el bote.
—Pero aquí hay más pisadas —hice notar, agachándome.
—Claro. De la señora que ha descubierto el cadáver y alguno de los vecinos que han acudido después. ¿Ves? Aquí ha habido uno que ha resbalado y se ha caído de culo, jajá. —A los policías les hacen mucha gracia este tipo de anécdotas.
—¿De qué calibre era la bala?
—Del nueve. Un buen pistolón.
—¿Tenéis el arma?
—Sólo el casquillo de la bala.
—¿Y os podéis imaginar el por qué?
Monzón se encogió de hombros.
—Robo seguramente. Una vecina le ha visto salir de casa de la víctima con una bolsa de deporte —pensé que era la señora mayor del licor tónico—. El asesino tenía llaves del piso, es evidente, porque no ha forzado la puerta. Se ve que era amigo del difunto. Ha aprovechado que el otro había salido, había ido a trabajar, y ha entrado en su piso para robar.
—¿Qué ha robado?
—Ah, eso no lo sé. Pero alguna cosa que sabía exactamente dónde buscar porque no ha registrado nada, no había cajones por el suelo ni cojines despanzurrados. El piso estaba razonablemente ordenado, cada cosa en su sitio. No sé qué se ha llevado. Puedes imaginártelo, supongo que dinero. De todas maneras, como Casagrande vivía solo, la única persona que podría decirnos qué falta es el muerto. Y, claro, está muerto, jajá. El asesino tuvo la mala suerte de encontrarse a la vecina del rellano y, aún más, de tropezarse con el dueño aquí abajo.
—Pero… —objeté—, si Casagrande entraba y Adrián salía, se habrían encontrado cara a cara y, en cambio, el disparo se lo han clavado en la nuca.
Monzón hizo una mueca de «sabía que me harías esta pregunta y me gusta que me la hagas, es maravilloso hablar con gente inteligente».
—La reconstrucción que hacemos es la siguiente. Adrián llega aquí, está a punto de salir pero, justo en el umbral de la puerta, ve a Casagrande que baja del taxi. Se pega un susto, vuelve hacia dentro y se pone aquí, a un lado de la puerta, y saca la pistola. Cuando Casagrande entra en el vestíbulo, no lo ve, pasa de largo, le da la espalda… Y entonces Adrián le dispara. A bocajarro.
Me quedé mirando el agujero de bala que había en la pared de enfrente.
—¿Qué pasa? —dijo Monzón—, ¿No te convence?
—Sí —mentí para complacerle.
Una vecina con gafas de culo de vaso nos interrumpió desde el vestíbulo grande.
—Oigan… ¿Ya podemos limpiar esto o qué?
Monzón dudó un poco. Tal vez todavía quedaba algún detalle importante que se les hubiera pasado por alto, pero era evidente que aquello no podía quedar como estaba mucho más tiempo. Hizo un gesto condescendiente.
—Sí, sí, ya lo pueden limpiar cuando quieran. —Y, haciéndome un favor, al mismo tiempo que me agarraba del brazo y me conducía hacia la puerta—. A ver, ¿qué piensas?
—Me extraña que el asesino haya salido corriendo hacia la calle, yendo como iba tan manchado de sangre. Era evidente que llamaría la atención.
—Hombre, Esquius, es una reacción humana, alejarse cuanto antes y lo más deprisa posible. No querrías que se quedara en el edificio, ¿verdad? Si hubiera querido volver atrás y subir por la escalera, se habría encontrado con todo el vecindario, porque la vecina que ya lo había visto en el rellano en esos momentos bajaba en el ascensor pegando gritos y armando bulla.
Golpeé con los nudillos en la puerta gris de nuestra izquierda.
—¿Y esto?
—Conduce al aparcamiento subterráneo, pero está cerrado con llave.
—Pero… —hice una mueca.
—Esquius, ¿de qué vas? —se rió Monzón.
—De nada, de nada.
Ya estábamos en la calle. Busqué a Soriano por los alrededores y no lo vi.
—¿Tú crees que le importará a Soriano que yo hable con los testigos? Sólo para completar el informe que redactaré para mi cliente.
Monzón miró a su alrededor. Ya no estaba la ambulancia, ni los coches que obstaculizaban el tráfico, ni nos agobiaba la multitud de curiosos. Sólo tres agentes uniformados desatando la cinta de plástico que había cerrado el paso.
—Si él no te ve, yo no le diré nada. Y me parece que ya se ha ido.
Aún vibraba en la calle un poco del desorden que había causado el crimen. Aquí y allí se veían pequeños grupos de vecinos, comerciantes, conserjes de las casas cercanas y sirvientas uniformadas que comentaban lo sucedido levantando la voz. Se elaboraban teorías, se reclamaba justicia, se atribuían las culpas del hecho al gobierno, a la juventud, a la falta de ética, a la televisión e incluso al agujero de la capa de ozono.
Me pareció que algunos de esos grupos me observaban intrigados preguntándose qué tecla tocaba yo en aquel concierto. Me habían visto con la policía yendo arriba y abajo y debían de pensar que era policía. Yo no tenía ninguna intención de desengañarlos. Crucé la calle y localicé, medio cubierto por las plantas ornamentales que flanqueaban la lujosa portería de enfrente, un minúsculo local que se anunciaba como El Quimérico Inquilino. Era el título de aquella película de Polanski, fascinante y perversa. Un papel escrito con ordenador, letra tipo Harlow Solid Italic anunciaba «Videos de importación, clásicos, de colección, de culto». En el interior, los vídeos superaban los límites de unas desvencijadas repisas de mecano y se amontonaban por el suelo sin ningún orden visible.
El hombre del rostro hinchado y congestionado por el alcohol estaba sentado detrás de un mostrador y me miró con el ojo derecho sin apartar el izquierdo de una película de ciencia ficción que hacía mucho ruido en un televisor en miniatura. Aparecía Schwarzenegger, podía ser un
Terminator
, no sé, no entiendo de pelis de ciencia ficción. No me gustó ni el 2001, que ya es decir.
—Eh —le dije, simpático. No contestó. Estaba muy concentrado en limpiarse los dientes con la lengua y hacía muecas. Y, además, en la pantalla del televisor se estaba precipitando algún cataclismo—. ¿Tienes
El trío infernal
, con Piccoli y Romy Schneider?
Aquello le gustó. No diré que saltara de la silla y apagase el televisor" automáticamente pero sí que me dedicó una mirada con los dos ojos.
—¿La de Francis Girod? —preguntó.
—¿Hay otra?
Basada en el caso real de Martin Sarret que, con la compañía y la complicidad de dos enfermeras perversas, cometió un par de asesinatos y disolvió a las víctimas en ácido sulfúrico. Es una película espeluznante donde Romy Schneider está más guapa que nunca. Produce un cierto placer diabólico ver la Emperatriz Sissi dedicándose a asesinar y a trajinar pasta de persona de un lado a otro. Como una profanación religiosa.
Lo tenía, en una repisa marcada con el rótulo de
True Crimes
. También tenía
10, Rillington Place
, la película dirigida por Richard Fleischer e interpretada por Richard Attemborough, John Hurt y Judy Geeson, que explica la historia de John Christie, aquel asesino en serie del Londres del 49. Me quedé los dos vídeos invirtiendo en ellos casi tanto dinero como el productor de las películas. Mientras pagaba, hice el comentario:
—Usted sí que ha visto una película de asesinatos, hoy, ¿eh? —Cabeceó, pensativo y resignado. Recurrí a sus propias palabras—: Desde los títulos de crédito hasta el
The end.
—Sí, señor —suspiró. Se disponía a sumergirse de nuevo en el Fin del Mundo de su pequeño televisor—. En el centro comercial, han abierto uno de esos videoclubs automáticos, como los cajeros de los bancos. Más económico, más cómodo, abierto veinticuatro horas al día, cada día del año, y el pequeño comercio a hacer puñetas. Sin clientes que me distraigan, me queda mucho tiempo para mirar la calle, ¿sabe?
—Me ha interesado eso que ha dicho de que hace tiempo que Adrián Gornal, bueno, el asesino, el presunto, rondaba por el barrio. Como si fuera detrás de Casagrande, ¿no?
—Buscaba algo. Un día, vino a mi negocio y alquiló
Brazil
, aquella de los Monty Phyton, ¿se acuerda? Se la llevó muy ilusionado. Lo vi cruzar la calle corriendo y meterse en la casa de enfrente, donde vivía su amiguete. Si no fuera por lo de las putas del viernes, pensaría que eran dos maricas, uno tratando de seducir al otro.
Pensé que, en el informe de Flor Font-Roent, me ahorraría aquel comentario. Sólo le faltaría aquello a la pobre chica.
—¿Cuánto hace de eso? —pregunté.
—¿Del alquiler del vídeo?
—No. De la presencia de Adrián Gornal por el barrio. De la vigilancia del piso de Casagrande. Que son amigos, o lo que sean.
El hombre hizo memoria.
—Que este Adrián va mariposeando por el barrio, bastante. Suficiente tiempo como para que yo me haya dado cuenta. De todas las tiendas del alrededor, aquí al lado una de bragas y sujetadores y, más abajo, una perfumería y una ferretería, la mía era la preferida de este Adrián. Claro. Se metía aquí y curioseaba. Y se ponía en aquella estantería de allí para poder mirar la casa de su amigo. Un día me pregunta: «¿Ese señor que ahora cruza la calle viene a alquilarle películas, a veces?» Le pregunté: «¿Para qué quiere saberlo?» Dice: «No, para saber cuáles son sus preferidas, cuáles le gustan…» Le digo: «Pues no, no me ha venido a alquilar nunca ninguna». Y ya no me volvió a preguntar nada más nunca más. Hasta que alquiló
Brazil
, y después me la devolvió.
—Pero está hablando de quince días, un mes… ¿Antes de Navidad?
—No. Después de Navidad. Vaya, no lo sé. Digamos un mes, mes y medio.
Estábamos a once de marzo. El desasosiego de Adrián y las tribulaciones de mi dienta habían empezado el 27 de febrero. Encajaba.
—¿Y que por fin son amigos? ¿Cuánto hace de eso?
—Dos semanas, como mucho.
Lo contemplé tan pensativo que casi parecía que lo admirase.
—Esta mañana he visto que el señor Casagrande salía de casa y tomaba un taxi… Y, en seguida, Adrián ha entrado en el edificio con sus llaves…
—Eran amigos. Los amigos se dejan las llaves de casa los unos a los otros.
—Y Adrián ha subido al piso de Casagrande y ha estado allí un rato… Y, después, ha llegado el taxi trayendo a Casagrande de vuelta…
—Sí," señor.
—Mientras tanto, ¿ha entrado alguien más en la portería?
—¿Qué?
—Si ha entrado alguien más en la portería.
Reflexionó un poco. Sólo un poco.
—No, no me he fijado.
—No se ha fijado —le acepté—. Porque, entre el uno y el otro, como mínimo, ha entrado aquella señora mayor que volvía de la compra. La que ha tropezado con Adrián en el rellano…
—Ah, sí, tiene razón.
—Claro —le disculpé con una sonrisa—, usted no puede estar todo el rato mirando al otro lado de la calle…
Ya le había pagado los vídeos. Me dirigía a la puerta cuando, de repente, se me ocurrió la última pregunta, como a Colombo.
—Ah, perdone… ¿Se ha fijado si Adrián llevaba una pistola, cuando ha salido corriendo de la casa de enfrente?
El hombre frunció las cejas, al mismo tiempo que hacía un esfuerzo de concentración.
—En una mano llevaba una bolsa de deporte. Y en la otra… Bueno, se estaba secando la cara con la chaqueta… A lo mejor sí… O a lo mejor no… No lo sé. No me he fijado.