Síííííí, dice para sus adentros. La puta con la cicatriz de la cesárea. El nota no puede quitarle la vista de encima ni a la cicatriz esa, ni a los hematomas de sus brazos y muslos que, como él sabe, le ha infligido su novio traficante. Le llaman Seeker, y nadie sabe por qué.
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A menudo les echa miradas furtivas a ambos, fijándose en cómo la trata Seeker, y le parece bien. Seeker sabe cómo tratar a esas guarras. Sabe cómo hacerles daño. Se folla a todas esas putas frikis yonquis y les paga con jaco. Eso es un hombre. Ojalá conociera su secreto. Él jamás podría dominar así a las putas. A lo más que llegó fue con Julie, la que tenía dos críos. Tenía miedo. Se le notaba. Su último novio tenía las manos muy sueltas. Y prontas también. Siempre estaba preparado para arrearle en cuanto le contrariaba. La había preparado bien. En cuanto una golfa se acostumbra a esa clase de disciplina ya la quiere para los restos. La necesita para toda la vida. Y lo mejor era cuando tocaba hacer las paces. Siempre era lo mejor.
Pero también ella le dejó. De repente descubrió que aún tenía agallas. Le puso en evidencia. Las jodidas lesbianas de la puta casa de acogida metieron a la poli de por medio en lo que era esencialmente una disputa doméstica. Eso fue lo que le dijo al poli, que era una jodida disputa doméstica. El poli simpatizaba con él, era obvio. Puso una cara que decía: lo siento, amigo, tengo las manos atadas. Lo siguiente fue una puta orden judicial de Scotland Yard diciendo que no se acercara a menos de un kilómetro de esa puta guarra. ¿Cómo quieren que funcione eso con el de la escalera de al lado?
Pero a la Julie… Se la volverá a follar, con poli o sin ella. Sólo que la próxima vez se la follará bien. La sola idea se la pone dura bajo los pantalones de acetato. Espera ansioso a que sea el turno de Tanya.
Echa una mirada a Seeker, que está sentado tranquilamente delante de un gin tónic saludando con esa sonrisa fúnebre a los conocidos. Esa sonrisa es como el flash de un fotógrafo: estalla y desaparece al instante, dejando ver unos rasgos invariablemente dispuestos en una expresión neutral de dureza. Se le unen un tipo más joven con coleta y una jovencita bonita pero de aspecto demacrado y despistado. El tío le estrecha la mano a Seeker y le presenta a la chica con una sonrisa recelosa; Seeker le besa la mano teatreramente y ella sonríe como un conejo deslumbrado por unos faros.
Entonces se oye una aclamación; es el turno de Tanya. Evoluciona sobre una plataforma con un fino bañador de dos piezas que ha pasado por la lavadora diez veces de más para que se vea en público. Se ven vejetes bronquíticos mirando fijamente con sus medias pintas en las manos, grabándose la imagen de Tanya en sus cansadas mentes, recopilando material masturbatorio para una rápida esta noche entre las sábanas de un piso helado que huelen a humedad.
El pub huele a nicotina y vomitona. Anoche alguien potó sobre la alfombra. No se molestaron en limpiarla, sino que recolocaron una de las mesas para taparla parcialmente. Nuestro hombre se fija en la cara de aburrimiento de Tanya, observando los puntos en los que el acné ha dejado cicatrices, ese mismo acné que en otro tiempo probablemente le hizo ansiar la atención masculina a pesar de sus curvas aerodinámicas, como si les hiciera a todos un gran favor abriéndose de piernas. Ahí está la cicatriz. Fuaa, qué pasada. Se pregunta dónde estará el monstruito que la causó. En casa de Tanya (no es que Tanya sea su verdadero nombre pero podría serlo) o en casa de la madre de Tanya o a cargo de las autoridades locales. Padres adoptivos. Como su hijito. Lo dieron en adopción. Por supuesto, eso fue culpa de la guarra de su madre. Dijeron que no era apta. Incapaz de cuidar de una criatura. Pues los cabrones estos de los servicios sociales no siempre saben qué es lo mejor, ¿y quién puede decir que ellos sepan cuidar a las criaturas?
La idea no le consuela, porque aunque Tanya está en el escenario y el volumen de la música ha subido, era esa mierda de rollo rave y la bazofia negra. ¿Por qué no country and western? Ésa era la clase de música que le iba, «Stand by your Man» y tal, pero en fin, Tanya se está esforzando a tope y se acerca más a él y nuestro hombre ve la cicatriz justamente por encima de sus pálidas bragas baratas, esa fina cicatriz justo encima de donde empieza el felpudo, y el pecho parece estallarle y se le va la sangre de la cabeza; el aire cargado de humo se está enrareciendo y ve cómo tiende la mano y acaricia la cicatriz suavemente con el dedo índice y Tanya da un respingo y grita: «¡Vete a la mierda!», tras lo cual se oye un pequeño rugido y vuelve a reanudar la danza.
Ahora nuestro hombre está un pelín preocupado, porque no se toca así a las hembras de Seeker. Ni de coña. Pero Seeker le dedica una sonrisa; dirás lo que quieras del cabrón de Seeker, pero sabe controlar a las putas estas y no es mal tipo, eso hay que reconocérselo, es legal; nuestro hombre saluda con la cabeza a Seeker; estamos todos en el mismo barco, tío. Nuestro hombre y Seeker se conocen de vista, saben que el otro es legal, de puta madre, a decir verdad. Puede que no sean colegas, pero poco les falta; se adorarían si se conocieran y a lo mejor acaba sucediendo. Eso es. Así de claro.
El número de Tanya llega a su fin y al cabo de unas cuantas pintas más nuestro hombre se marcha. Decide salir por la parte trasera del pub, bajar por la bocacalle y atravesar el descampado para coger el autobús de vuelta a casa. Pero se da cuenta de que en la bocacalle hay alguien más y cuando se da la vuelta ve que es Seeker. Ahí está; le hace un gesto con la cabeza y le dice: «¿Todo bien, colega?»
Nuestro hombre de calzones de acetato está a punto de decir: «Sí, de puta madre» y a lo mejor añadir una pequeña disculpa por poner el dedo encima de la mercancía del amigo. A ver: hay que tener un respeto. Pero entonces Seeker le estrella el melón contra la mejilla. Nuestro hombre retrocede tambaleándose hasta topar con la pared, y cuando se vuelve recibe la segundo cabezazo, que le salta dos dientes y le afloja otros dos. Cuando se desploma, Seeker le patea con fuerza, primero en los testículos y luego en la cabeza.
Se acabó. Veintidós segundos.
Seeker vuelve a la barra una vez terminada la transacción. No le ha dicho otra palabra a nuestro hombre. ¿Todo bien, colega? No dijo más. Eso en sí se le antoja un poco excesivo.
Nuestro hombre de los pantalones de acetato se queda un rato tirado antes de ponerse en pie tambaleándose. Apoyado en la pared, vomita un poco de cerveza y, aturdido, se abre paso por el descampado hasta la parada del autobús. Nuestro hombre está cabreado, de eso no hay duda; pero no con Seeker; a Seeker le entiende; él habría hecho lo mismo en su lugar. Conoce a Seeker. La culpa la tiene esa zorra de la cicatriz; la odia; odia a todos los cabrones que crean problemas. Ella y esa puta guarra de Julie. Pues ya le irá a hacer una visita a esa puta y le pondrá las pilas de una vez por todas.
A lo mejor hacemos las paces otra vez; ésa es la mejor parte; siempre. También puede que esta vez no quede nada de esa puta con lo que hacer las paces.
Para Kenny, Craig y Woody
Otro convoy de
travellers
recorría apresuradamente el concurrido tráfico que bloqueaba las arterias de la ciudad, accediendo a la vía de salida de la circunvalación congestionada y reptando concienzudamente hacia el campo abarrotado que retumbaba con el ruido de equipos de sonido rivales.
Desde lo alto del puente del ferrocarril abandonado, el sudoroso agente de policía Trevor Drysdale vigilaba atentamente la escena. Inspirando ruidosamente una bocanada de aire asqueroso y recocido, Drysdale se enjugó la frente y levantó la vista hacia el cielo, donde jirones de nubes no bloqueaban el furioso calor del sol.
Fuera del alcance de la vista y el oído de Drysdale, en un enclave apestoso situado debajo de la carretera de circunvalación de hormigón, los jóvenes del lugar también se llenaban los pulmones con los productos químicos que iba arrojando el tráfico como complemento de los que ingerían de forma voluntaria.
A pesar del calor, Jimmy Mulgrew se estremecía. Era por la priva y las drogas, creía él. Siempre hacían que estuvieras destemplado. Eso y la falta de sueño. Le dio otro espasmo convulsivo, más fuerte que el anterior, mientras Clint Phillips, descollando sobre un Semo postrado, le estrellaba el martillo contra uno de los lados de la mandíbula, fuerte y cuadrada. La tapaba una almohada que envolvía la cabeza y estaba asegurada con cinta, dejando a la vista sólo los ojos, la nariz y la boca. Incluso con esa protección, Semo sacudió la cabeza hacia un lado bajo el impacto del golpe de Clint.
Jimmy volvió la vista hacia Dunky Milne, que enarcó las cejas y sacudió los hombros. Dio un paso al frente, preguntándose si debía intervenir o no. Semo era su mejor amigo. Pero no, Clint conservaba la calma y comprobaba cómo estaba.
«¿Estás bien, Semo? ¿Se ha soltado? ¿Está rota o qué?»
Semo miró a Clint y vio su fea sonrisa. Aunque iba pedo perdido por haberse tomado una lata de Superlager y una cápsula de temazepam, a Semo seguía doliéndole la mandíbula. La movió un poco. Le dolía, pero seguía intacta.
«Aún no está rota», dijo arrastrando las palabras y con la baba cayéndole sobre la almohada.
Clint se irritó y adoptó andares de púgil. Se volvió y se encogió de hombros mientras miraba a Jimmy y a Dunks, que a su vez le observaron con expresión neutral. Algo se agitaba en el pecho de Jimmy, y quiso decir «ya basta», pero de su boca no salió sonido alguno cuando Clint estrelló el martillo con ferocidad contra la mandíbula de Semo.
Al recibir el impacto, la cabeza de Semo volvió a saltar, pero a continuación el muchacho se puso en pie tambaleándose. Un anciano que había salido a pasear a un corpulento labrador negro volvió la esquina y se los encontró de golpe con gesto asustado. Los del
Young team
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local le fulminaron con la mirada y se marchó bruscamente con el animal, que se meaba y gimoteaba mientras hacía lo posible por orinar sobre los pilares de soporte de hormigón. El hombre desapareció tras la otra esquina, que conducía desde la vía de acceso a la antigua aldea, antes de que le diera tiempo a presenciar cómo el joven de la cabeza encintada a una almohada arrancaba el martillo de manos del otro muchacho y le golpeaba de lleno con él en su rostro desprotegido.
«¡Puto zumbao!», bramó Semo mientras le partía el pómulo a Clint y parte de la hilera superior de dientes se desperdigaba haciendo al astillarse un ruido nauseabundo que a Jimmy le asqueó pero a la vez le levantó el ánimo. En realidad, a Jimmy Clint no le caía demasiado bien, fundamentalmente porque Clint trabajaba en el garaje y porque Shelly solía andar por allí, aunque tampoco le suscitaba gran entusiasmo el chanchullo aquel.
Mientras Clint se agarraba el rostro con las manos, miró a Semo y chilló como una hiena enloquecida, escupiendo sangre y dientes. Se volvió hacia Jimmy y Dunks con lágrimas suplicantes. «¡No era a mí!», gimoteó. «¡Era a ese cabrón! ¡La puta gelatina se la metió él! ¡La puta pastilla se la metió él!»
Semo parecía completamente ido. No soltaba el martillo ni había dejado de mirar con gesto árido a Clint.
«Pero ahora ya está, ¿no?», gritó Jimmy. «¡Venga, vamos a ver a la poli!» Le guiñó un ojo a Semo, que dejó descansar el martillo contra su costado.
«¡Que os jodan!», lloriqueó Clint. «¡Yo me voy a casa!»
«Ven a la mía», le dijo Jimmy.
Clint no estaba en condiciones de negarse, así que se dejó llevar a casa de Jimmy. Subieron las escalera hasta el dormitorio de éste y escucharon unas cintas. Clint logró tragarse dos gelatinas y se quedó inconsciente en el suelo. Jimmy bajó a buscar una bolsa de basura y la colocó debajo de la cabeza de Clint para que la sangre no acabase manchándolo todo.
Jimmy empezó a relajarse cuando oyó a su padre, que estaba en la parte de abajo, subir el volumen de la tele con el mando a distancia, lo que le obligó a su vez a aumentar la salida de su cinta de Bass Generator. El volumen de la tele volvió a subir un pelín, y Jimmy ajustó el de la música en consecuencia. Se trataba de un ritual familiar. Le sonrió a Dunky y le mostró el pulgar, y luego abrió un tubo de Airfix. Clint estaba fuera de combate, y Semo también estaba dormido. Jimmy cortó la cinta con delicadeza y dejó desdoblarse la almohada, dejando que la cabeza de su amigo reposase sobre ella con naturalidad. La mandíbula de Semo estaba muy inflamada, pero sus lesiones eran poca cosa en comparación con el estado en que se encontraba el careto de Clint. Dejando caer un par de gotas de aquel líquido picante y abrasador sobre su lengua, Jimmy notó con satisfacción cómo se esforzaba por respirar mientras el vapor le llenaba los pulmones.
Shelley Thomson tenía seis dedos en uno de los pies. De pequeña, su padre le dijo que era una extraterrestre y que la encontraron abandonada cuando un ovni la dejó tirada en un campo de las afueras de Rosewell. Lo cierto, sin embargo, es que fue su padre quien abandonó a Shelley. Cuando tenía seis años, un buen día sencillamente no volvió a casa después del trabajo. Su madre, Lillian, se negó a decirle a Shelley si sabía algo sobre la desaparición de su padre o no.
Como resultado, Shelley idealizaba un tanto la memoria de su padre, y éste fue el caso sobre todo cuando sus pulsos de adolescencia con Lillian llegaron a un punto particularmente discordante. Al transformarse en una quinceañera soñadora y propensa a la especulación, Shelley acabó desarrollando fascinación por los ovnis.
Cuando, tras dos ausencias seguidas de la regla y dar positivo dos veces en diferentes pruebas de embarazo caseras, se dio cuenta de que estaba preñada, Shelley declaró que el padre era un alienígena de dos metros y medio que se le apareció de noche y se la llevó en estado semiinconsciente a un lugar que pudo haber sido o no una nave espacial y yació sobre ella. Le dijo a su amiga Sarah que sin interacción genital alguna, había tenido la «sensación de hacerlo».
«¿Sí, eh?», se mofó Sarah. «¿Y cómo era? ¿Como Brad Pitt? ¿Como Liam Gallagher?»
Sarah no quería que se le notara lo impresionada que estaba por el hecho de que su amiga no se regodeara en esa clase de detalles. Al contrario, Shelley describió de forma clásica al alienígena: cuerpo largo y delgado sin pelo, ojos grandes y almendrados, etc. Aunque muy impresionada, Sarah se hallaba lejos de estar convencida.
«Sí, claro», dijo con tono desdeñoso. «Ha sido Alan Devlin, el del garaje, ¿no?»