Sabía que Charlie tenía una hermana gemela, pero nunca la había visto. Ahora estaba con nosotros en la barra y resultaba desconcertante. El caso es que se parecía muchísimo a él. Jamás habría podido imaginar que una mujer pudiera parecerse a Charlie. Pero ésta se le parecía. Era una versión mucho más esbelta e infinitamente más bonita, pero por lo demás era clavadita a él.
Ella me sonríe y me dirige una mirada evaluadora. Meto barriga cervecera.
«Supongo que tú eres el famoso Joe, ¿no?» Tiene un timbre de voz agudo, ligeramente nasal; una versión un poco más suave del acento del sur de Londres de Charlie. El acento de Charlie es tan del sur de Londres que cuando le conocí pensé que era un pijo que quería quedarse conmigo.
«Sí. Así que tú debes de ser Lucy», digo con evidente aprobación, echándole una mirada a Charlie, que sigue cotorreando por el móvil. Se vuelve hacia su hermana.
«¿Va todo bien?»
«Sí. Ha sido una niñita. A las cuatro y veinte de la madrugada. Dos kilos seiscientos.»
«¿Melissa está bien?»
«Sí, tuvo que currárselo bastante, pero por lo menos Charlie estuvo allí. Se marchó durante las contracciones y…»
Charlie acaba de colgar; nos abrazamos y hace ademán de que nos sirvan mientras se dispone a contarnos la historia. Parece feliz, agotado y un tanto desconcertado.
«¡Estuve allí, Joe! Sólo salí a tomar un café, luego volví y oí que decían: “Ya sale la cabeza”, así que pensé que tenía que entrar escopeteao. ¡Y antes de enterarme ya lo tenía en brazos!»
Lucy le mira con cara de desaprobación; sus espesas cejas negras son igualitas que las de su hermano.
«No es “lo”, sino “la”. Se llama Lucy, ¿te acuerdas?»
«Ya. La vamos a llamar Lily.» Vuelve a sonar el móvil de Charlie. Enarca las cejas y se encoge de hombros. «Hola, Dave… Sí, una niñita…, a las cuatro y veinte de la madrugada… Dos kilos seiscientos… Lily… Seguramente en el Roses…, te llamo dentro de una hora… Ciao.»
En el preciso instante en que iba a respirar, vuelve a sonar el teléfono.
«Es curioso que no nos hayamos conocido hasta ahora», dice Lucy, «porque Charlie siempre está hablando de ti.»
Pensé un poco al respecto: «Sí, me pidió que fuera el testigo en la boda, pero mi viejo se encontraba bastante mal en ese momento y tuve que subir a Escocia. Pero creo que fue lo mejor, que se ocupara uno de sus amigos del barrio, alguien que conociera a la familia y tal.»
El viejo logró salir adelante sin grandes problemas. Eso sí, no es que tuviera muchas ganas de verme. Nunca me perdonó que no asistiera a la comunión de Angela. Pero no se lo podía explicar, no le podía explicar que era por el cabrón del cura. Ahora no. Ya ha llovido demasiado. Pero un día ese cabrón se llevará lo suyo.
«No sé, a lo mejor habría sido agradable verte con un
kilt
puesto», se ríe ella. La risa le hace bailar el rostro. Me doy cuenta de que está un poco bebida y emotiva, pero flirtea descaradamente conmigo. Su parecido con Charlie descoloca pero a la vez es extrañamente excitante. El caso es que me acuerdo del muy cabrón haciendo insinuaciones justo después de que le sacudiéramos al maricón aquel en el Common. Ahora me pregunto cómo le sentaría que su hermana y yo nos lo montáramos.
Mientras Lucy y yo charlamos, me doy cuenta de que Charlie empieza a captar las vibraciones. Sigue hablando por teléfono, pero ahora lo hace con cierta precipitación; intenta poner fin a la conversación lo antes posible para averiguar qué pasa con nosotros. Ya le enseñaré yo a ese cabrón a hacer insinuaciones. Inglés hijo de puta.
«Nigel…, te has enterado. Las buenas noticias vuelan… A las cuatro y veinte de la madrugada… Una niñita… Lily… En el Roses…, seguramente a las nueve, pero te llamo dentro de una hora… Hasta luego, Nigel.»
Capto la atención del camarero y le pido tres Bocks y tres Smirnoff con Ginger Ale y limón. Charlie enarca una ceja: «Tranquilo, Joe, que va a ser una noche larga. Vamos a ir al Roses a remojar lo de la cría.»
«Por mí estupendo.»
Lucy me tira del brazo y dice: «Joe y yo ya hemos empezado.»
Estoy pensando que Charlie ha debido de hacerme una buena labor de relaciones públicas porque prácticamente me he ligado a su hermana sin decir una puta palabra. Por la cara que pone el pobre cabrón, él parece pensar lo mismo: que lo ha hecho demasiado bien.
«Sí, bueno, yo tengo que volver», se queja. «Tengo que resolver unas cosillas para que Mel y la cría vuelvan a casa mañana. Os veo luego a los dos en el Roses. Intentad no pasaros con la bebida.»
«Vale, papá», le digo con cara de póquer. Lucy se ríe, puede que demasiado estentóreamente. Charlie sonríe y dice: «Una cosa te digo, Joe, me di cuenta desde el principio que es del Milwall. ¡Salió dando patadas!»
Lo pienso un segundo. «Pues ponle Milly en lugar de Lily.»
Charlie frunce el labio, enarca las cejas y se frota la mandíbula, como si se lo estuviera planteando seriamente. Lucy le da un empujón en el pecho: «¡Ni se te ocurra!» Después se vuelve hacia mí y me dice: «¡Eres tan malo como él! ¡No le des ideas!»
Para estar en un pub tranquilo, Lucy vocifera bastante; alguna gente se vuelve, pero nadie se molesta; saben que sólo estamos disfrutando agradablemente de unas copas. Ahora sí que me mola. Le tengo ganas. Me gustó la forma en que dio un pequeño paso extra más para meterse en mi espacio. Me gusta la forma en que se inclina hacia mí cuando habla, la forma en que sus ojos van de un sitio a otro, cómo mueve las manos cuando se emociona. Vale, es un momento emotivo, pero es un pibón y le va la marcha que te cagas, eso se nota. Cada vez me gusta más, y a medida que la bebida me hace efecto, cada vez veo menos a Charlie al mirarla. Me gusta el lunar de su barbilla; no es un lunar, es una puta marca de belleza. Y también su largo y abundante cabello castaño oscuro. Me vale; vaya si me vale.
«Hasta luego», dice Charlie. Me estrecha con fuerza, antes de soltarme y darle un beso y un abrazo a Lucy. Cuando está a punto de marcharse, suena el móvil.
«¡Mark! ¡Hola!…, una niñita…, a las cuatro y veinte de la madrugada…, perdona, Mark, no te oigo muy bien, colega, espera a que salga a la calle…»
Lucy y yo terminamos nuestras copas sin prisa antes de decidir que nos apetece ir a otro lado. Acabamos en el West End y concretamente en Old Compton Street; como de costumbre, el sitio está lleno de bujarrones. Mires donde mires. A mí me da asco, pero no le digo nada a Lucy. En los tiempos que corren, en Londres es casi obligatorio que las pibas tengan un amigo maricón. Un accesorio leal para cuando el verdadero hombre de su vida se va a tomar por culo. Son más baratos que los perros y no hay que darles de comer ni llevarlos de paseo. Eso sí, a un pastor alemán no tienes que aguantarle gimoteando por teléfono mientras te cuenta que su pareja collie se la ha chupado a un Rottweiler desconocido en el parque del barrio.
Putos mari…
Me levanto del taburete pero tengo que volver a sentarme porque estoy un poco mareado. Tengo el pulso acelerado y noto un dolor en el pecho. Tendré que tomarme las cosas con más calma; siempre me deja jodido beber demasiado cuando hace tanto calor.
«¿Estás bien, Joe?», me pregunta Lucy.
«Nunca había estado mejor», le digo con una sonrisa mientras recobro la compostura. Pero me acuerdo de que hoy, cuando estuve en casa de Andy, tuve que sentarme durante un rato. Cogí la almádena y me moría de ganas de derribar la pared. Entonces noté una especie de espasmo en el pecho y pensé que iba a perder el conocimiento de verdad. Al cabo de un rato sentado ya me encontraba bien. Últimamente me he estado pasando un poco con la priva. Es lo que tiene volver a estar soltero.
Me levanto y en el siguiente pub estoy un poco tenso, pero me concentro en Lucy, borrando todas las mariconerías que suceden a nuestro alrededor. Tomamos otro par de cervezas y decidimos ir a comer una pizza en el Pizza Express para empapar un poco el alcohol.
«Es curioso que no nos hayamos conocido antes, teniendo en cuenta que eres uno de los mejores amigos de Charlie», medita Lucy.
«Y teniendo en cuenta que sois gemelos», añado yo. «Eso sí, tú eres mucho más guapa.»
«Y tú también», dice ella con una mirada serena y calculadora. Separados por la mesa, nos miramos el uno al otro durante un par de segundos. Lucy es una chavala bastante delgada, pero tiene un buen par. Eso siempre impresiona: una tía flaca con unas tetas de consideración. A mí siempre me arranca un hondo suspiro de admiración. Se quita las gafas de la cabeza y se echa el pelo hacia atrás, apartándoselo de los ojos en ese gesto a lo rubia piji que, admitámoslo, por muy afectado que sea, nunca deja de acelerarle a uno las hormonas. Y tampoco es que sea una pija ni nada de eso; es la sal de la tierra, como su hermano.
La hermana de Charlie.
«Creo que esto es lo que llaman un silencio incómodo», le digo con una sonrisa.
«No me apetece ir a Lewisham», me dice Lucy con una sonrisa de anuncio de dentífrico mientras se echa hacia delante. Está sentada sobre las manos, para no menearlas, supongo. En eso es bastante expresiva; en el último pub las estuvo subiendo y bajando a base de bien.
Pero sí, estoy de acuerdo: que le den al sur de Londres ahora mismo. «Nah, a mí tampoco me apetece mucho. A decir verdad, me lo estoy pasando muy bien aquí contigo sin nadie más.»
Entonces me dice ella: «No eres muy hablador, pero cuando hablas dices cosas muy dulces.»
Pienso en el maricón reventado del parque y aprieto los dientes en una sonrisa forzada. Zalamerías. «Tú sí que eres dulce», le digo.
Zalamerías.
«¿Dónde vives?», me pregunta, enarcando las cejas.
«En Tufnell Park», le contesto. Debería decir algo más, pero para qué. Ella lo está haciendo muy bien por los dos, y tengo la sensación de que ahora lo único que conseguiría es quedarme sin mojar por bocazas, y no estoy por la labor. Y menos teniendo en cuenta el estado de mi vida sexual en los últimos tiempos.
Es un coñazo compartir queo con dos tías buenas y no estar saliendo con nadie. Todo el mundo te dice «¡Qué suerte tienes, cabrón!», pero es una tortura insoportable. Sin embargo, cuanto más le dices a la gente que no te estás tirando a ninguna de las dos, menos dispuesta a creerte parece. Me siento como el capullo ese de
Un hombre en casa.
La verdad es que un polvo no me sentaría nada mal.
Y a ella tampoco, por lo que dice: «Cojamos un taxi», me urge.
En el taxi la beso en los labios. Con mi paranoia célibe a cuestas, doy por hecho que estarán fríos y sellados, como si lo hubiera malinterpretado todo, pero están abiertos, cálidos y exuberantes, y antes de darme cuenta nos estamos comiendo la boca el uno al otro. Los fragmentos de conversación que salen a la superficie cada vez que cogemos aire desvelan que los dos estamos en fase de superar rupturas con terceras personas. Recitamos en tono de urgencia los monólogos de rigor, conscientes los dos de que si no estuviéramos tan unidos a Charlie no nos habríamos tomado la molestia, pero dadas las circunstancias parece una cortesía informarnos mutuamente del historial reciente de la otra parte. Pero independientemente de que hayamos superado o no lo de nuestros ex, da igual: cuando la única alternativa es el celibato, los polvos de rebote son más que aceptables.
Recuerdo con satisfacción y alivio que hace poco visité la lavandería y puse a lavar un edredón nuevo, que es el que ahora está puesto en la cama. Así que cuando llegamos a mi queo estoy encantado de que Selina e Yvette aún no hayan vuelto y no me vea obligado a hacer cansinas presentaciones. Vamos disparados hacia el dormitorio y me pongo a follar con la hermana gemela de uno de mis mejores amigos. Estoy encima de ella y ella se mordisquea el labio inferior… igual que Charlie cuando estuvimos en Ibiza el año pasado. Ligamos con un par de chavalas de York y nos las estábamos cepillando en la habitación del hotel, cuando de repente miro para el otro lado y veo a Charlie concentrado y mordiéndose el labio inferior. Lucy tiene las cejas y los ojos igualitos que los de él.
Me está cortando el rollo y noto que se me afloja un poco el pito.
Se lo saco y digo jadeando: «Ahora por detrás.»
Ella se vuelve, pero no se pone de rodillas, sino que se queda tumbada con una sonrisa perversa. Por un instante me pregunto si querrá que se la meta por el culo o no. A mí ese rollo no me va. Pero tiene buen aspecto, y yo vuelvo a tenerla dura como una piedra, ahora que las perturbadoras asociaciones con Charlie se me han ido de la pelota. Lo único que veo es esa larga cabellera, ese cuerpo esbelto y ese culo encantador que me ofrece. Me esfuerzo por metérsela en el coño, tratando de mantener mi peso parcialmente apoyado en los brazos mientras la penetro.
Pero entra y enseguida nos ponemos a follar como si nos fuera la vida en ello. De vez en cuando Lucy suelta un gemido de placer, sin hacer grandes alharacas. Eso me gusta. Para no excitarme demasiado y correrme antes de tiempo, tengo la mirada fija en un punto de la cabecera porque ya hace cierto tiempo y…
Me siento…
FUUUSH…
FUA…
OH…
OOOOHHH…
No…
Creo que acabo de cagarla por un rato; la habitación parece oscurecerse y dar vueltas; pero recobro los sentidos y seguimos dándole.
Lo raro es que de repente me doy cuenta de que las dimensiones de su cuerpo parecen haber cambiado. Es como si estuviera más redondo y más relleno. Y ahora está callada, como si hubiera perdido el conocimiento.
Y… ¡hay alguien en la cama con nosotros!
¡Es Melissa! La mujer de Charlie. Y está dormida. Miro a Lucy, pero no es ella. Es Charlie: estoy… estoy… estoy dándole a Charlie por el culo…
ESTOY FO…
Me recorre un espasmo de horror, y la rigidez pasa de la erección a mi cuerpo. La polla se me afloja inmediatamente, pongo a Dios por testigo, y la saco, sudoroso y temblando.
Me doy cuenta, para mayor asombro, de que ya no estoy en casa. Estoy en el piso de Charlie.
¿QUÉ COÑO PASA AQUÍ…?
Salgo de la cama. Echo una mirada a mi alrededor. Charlie y Melissa parecen profundamente dormidos. No hay ni rastro de Lucy. No encuentro mi ropa, todas mis cosas han desaparecido. ¿Dónde cojones estoy? ¿Cómo coño he llegado aquí?
Cojo una apestosa camiseta del Millwall con la leyenda
South London Press
y un par de pantalones de chándal de un montón que hay en una cesta de la ropa sucia. A Charlie le gusta ir a correr, es un fanático del ejercicio. Me vuelvo y le miro; sigue sobado, fuera de combate.