«¡He dicho que quitaras eso! ¡Pon la puta radio!», exclamó Semo entre dientes.
«¡Eso he hecho! ¡Es la radio! ¡También la están poniendo en la puta radio! ¡La misma canción!»
«Hostia puta… Vaya flipada, ¿no, tío?», refunfuñó Semo. No podía detener el coche. Por más que lo intentara, no podía. «¡El puto coche no quiere parar, coño!»
Jimmy se había tapado los ojos con las manos, y miraba entre los dedos. No se movían. «Pero… si está parado. No nos movemos. ¡Estamos parados, tonto del culo!»
Semo se dio cuenta de que había parado el coche a un lado de la calzada. Salieron y se dirigieron como pudieron calle abajo. Se fijó en los objetos disesminados por el paisaje a través de una lente distorsionada. Era como si tuviera las extremidades de plomo; todo le exigía esfuerzo. El solo hecho de seguir caminando, de seguir desplazándose. Y entonces se detuvieron en seco.
Tazak y Mikey iban caminando por el decorado cinematográfico tridimensional que era Princes Street, absorbiendo la paralítica quietud de los humanos, de sus mascotas y de sus vehículos.
Mikey se fijó en unas cuantas chicas, con sus sonrisas de «estoy de compras» suspendidas en el tiempo. «Mmmm…, no está mal…»
Para Mikey Devlin aquello era de lo mejor que tenía el juego espacial aquel: detener el tiempo terrestre y examinar de cerca a todo dios. Pero Tazak se estaba impacientando. Aquello suponía invertir una energía excesiva e incluso podía proporcionar a los Ancianos alguna señal que les llevase a investigar; en ese caso, el juego se habría acabado sin haber llegado a empezar. La mejor forma de detener el tiempo terrestre era elegir un lugar rural pequeño y congelarlo todo de noche. Actuar a aquella escala era de locos. A Tazak empezaban a irritarle los caprichos de Mikey.
«¡Venga ya, cabrón!», le gritó. «¡Tenemos que pirarnos de una puta vez!»
«Vale…, vale…», dijo Mikey mientras miraba de arriba abajo a una muchacha esbelta y morena. «No está nada pero que nada mal», comentó.
Tazak contempló con asco a aquella gruesa y peluda hembra terrestre, que tenía unas feas tiras de pelo encima de sus minúsculos ojos; su extraña cabeza, una nariz grande y prominente y una hinchazón horrible en torno a los labios de su enorme boca. En verdad eran una raza físicamente repelente, si bien biológicamente no eran tan distintos de su propia gente. Se remontó a sus estudios en la Fundación cuando era Joven, cuando los demás se burlaban de lo pequeños que tenía los ojos y le llamaban «terrícola». Qué ironía que ahora estuviese aquí abajo, tratándose con ellos.
Se estremeció al recordar la vez que, yendo con Mikey, había copulado con una de aquellas criaturas, una hembra pequeña y que prácticamente no tenía vello. En el momento se encontraban todos en un estado muy trascendental, pero luego sintió asco de sí mismo. Aún más irritado por aquel recuerdo, le espetó a su anfitrión terrícola: «¡He dicho que nos larguemos! ¡Tenemos cosas que hacer!»
«Bueno, vale, cabrón», protestó Mikey. Tenía que reconocer que sí, que tenían cosas que hacer.
Shelley estaba soñando otra vez. Estaba en la nave y había un alienígena mirándola desde arriba. Esta vez estaba presente un hombre, un ser humano. No era Liam. Se parecía un poco a Alan Devlin.
Ally Masters también estaba soñando. Estaba volviendo a casa con Denny McEwan y Bri Garratt por el centro de la ciudad. Lo de Soul Fusion había estado bien, pero las tías no querían saber nada y, a decir verdad, parecía que aquellos éxtasis llevaran jaco. Estaba acusando los efectos. Todo parecía ralentizarse. Entonces, una extraña luz le inundó la vista a través de una neblina borrosa. Al principio pensó que no era más que la luz distorsionada de una farola lejana provocada por las pastillas, pero su intensidad y ubicuidad eran demasiado abrumadoras. Aquello estaba creciendo hasta convertirse en una masa amorfa de protoplasma y él la atravesaba, aunque a la vez parecía formar una estructura a su alrededor. Era consciente de que había otras personas caminando junto a él, pero era incapaz de volver la cabeza. Intentó gritarle a Denny y a Bri, pero no le salía nada.
Entonces, al cabo de un instante de lo más extraño, se encontró completamente despierto y dentro de lo que parecía ser un inmenso anfiteatro blanco.
«¿Pero esto qué es, la madre de todas las pálidas o qué?», se preguntó Ally, mirando a Bri y a Denny. Los ojos de sus amigos habían encogido hasta quedarse del tamaño de cabezas de alfiler, y notó un poderoso picor a amoniaco en las fosas nasales.
«¡Joder, tío, esto es increíble!», exclamó Denny, palpando tímidamente aquellas paredes blancas, que a primera vista le habían parecido lisas pero que, examinadas más de cerca, parecían estar compuestas por unas incrustaciones resplandecientes y muy compactas.
Entonces, donde antes sólo parecía haber una pared se abrió una puerta y entraron en el inmenso anfiteatro dos grandes alienígenas, que estaban desnudos salvo por un taparrabos. «¿Qué tal chicos, cómo os va?», preguntó uno de ellos.
Los hooligans terrícolas estaban demasiado atónitos para responder. De pronto, sin mirar a sus amigos, Bri Garratt preguntó: «Joder, tío…, ¿pero esto qué cojones es?»
«¡Unos alienígenas, joder! ¡Qué puntazo!», exclamó Denny McEwan con voz entrecortada.
«Sean unos putos alienígenas o no, a la afición de los Hibs nadie le toca los huevos», gruñó Ally, y, volviéndose hacia los jóvenes cyrastorianos, añadió: «No sé de qué vais, cabrones, pero si queréis problemas habéis acertado…» El muchacho de la tribuna Este sacó su cúter y avanzó hacia aquellas criaturas altas y delgadas.
Los alienígenas ni se inmutaron. El
casual
terrícola percibió la arrogancia desdeñosa de sus anfitriones. Arremetió contra el portavoz, pero sólo notó cómo la hoja de su arma rebotaba contra un muro invisible que el hincha de los Hibs apenas logró visualizar como una membrana translúcida, vibrante y temblorosa que se encontraba a escasos centímetros de su pretendida víctima.
«Tus putos cúters no valen una puta mierda contra nuestro campo de fuerza, ¿eh, capullo terrestre?», se mofó el alienígena.
«Joder…», gimió Ally.
«Ya no se te ve tan chulo, puto gilipollas terrícola», comentó riéndose el otro alienígena.
El que estaba al mando hizo un gesto lánguido; el cúter saltó de la mano de Ally y se clavó en la pared. «¿Te das cuenta, capullo terrícola? Os creéis que sois superduros pero desde la perspectiva intergaláctica no sois más que una panda de putos cagaos. Con vosotros no tenemos ni para empezar. ¿Dónde están vuestros
top boys?»
«¿Qué cojones queréis?», exigió saber Ally.
«Que cierres la puta boca un segundo», le dijo el alienígena a través de sus finos labios. «Me llamo Tazak, por cierto. Ya sé quienes sois vosotros así que no os molestéis en presentaros.» Encendió un cigarrillo. «Por mí os ofrecía, pero me estoy quedando un poco corto. De todos modos, la cosa es así: ni de coña nos vais a meter, así que mejor que ni se os pase por la cabeza. Pero hemos venido a ayudaros. Necesitamos gente que nos lleve el cotarro aquí abajo. Queremos que seáis vosotros, porque habláis nuestro puto idioma. Podríamos haber aterrizado en el desierto californiano como en todas esas pelis de mierda que hacéis, pero escogimos Midlothian, ¿vale?»
«Pero ¿por qué aquí?», preguntó Ally.
«En alguna parte tenía que ser. Igual daba este sitio que cualquier otro, ¿no? Además, ya sabemos lo que hay. No es más que Escocia. A los memos como vosotros no os hace caso ni dios. De todas formas, nosotros sí que obligaremos a todo el mundo a escucharnos. ¿Quién corta el bacalao aquí abajo ahora mismo?»
«¿Quieres decir quiénes son los barandas, jefazos y tal?», preguntó Ally.
«Sí.»
«Pues eso será en Londres. O en Washington, ¿no?», dijo Denny, volviéndose hacia Ally, que asintió con la cabeza.
«Vete a la mierda, esos cabrones no mandan en nosotros», dijo Bri, golpeándose el pecho.
«Ya, pero estamos hablando del puto gobierno, capullo. Como Westminster… o la Casa Blanca. Ahí es donde está el verdadero poder.»
«La única Casa Blanca que conozco yo es un pub de Niddrie, coño…», dijo Denny riéndose.
Tazak comenzaba a impacientarse. «¡Cierra la puta boca, capullo terrícola! ¡Estamos hablando de cosas serias! Les haremos a esos cabrones una pequeña demostración de lo que somos capaces. Pueden poner a la poli a hacer todas las horas extraordinarias que quieran. ¡Están viéndoselas con la peña mentalista del universo! ¡Aún no han visto lo que es una puta bulla de verdad! ¡Ya les enseñaremos nosotros, joder! ¡Les enseñaremos lo que es una bulla capaz de reventar un puto sistema solar!
Los
top boys
intercambiaron miradas. El alienígena aquel, el tal Tazak, tenía buena labia. Podían esperar y comprobar si el cabrón era capaz de hacer lo que decía. Sentían la adrenalina recorriendo todo su cuerpo. Masters y su cuadrilla tenían la sensación de haberse estado preparando durante toda la vida para algo así, y estaban decididos a estar a la altura de sus colores.
Al
chippy
le estaba yendo de maravilla. No por los
travellers,
a quienes un creciente número de policías les impedía cruzar el paso elevado, sino por los periodistas y los reporteros gráficos que habían venido a observar el fenómeno. No obstante, el dueño, Vincent, seguía sin estar nada contento. La noche anterior habían entrado a robar. Guardaba el tabaco y el dinero en una cámara acorazada y la cerradura estaba intacta. Los ladrones, frustrados por no poder obtener más que golosinas, habían arrojado el contenido de los contenedores de salsa, de tamaño industrial, por todo el local. Tenía una idea de quiénes podían ser los responsables. Tenían que haber sido Ian Simpson y Jimmy Mulgrew. Hablaría con Drysdale al respecto.
Se notaba la presencia de la energía. Les decía que se dirigieran a Escocia. En Londres, en Ámsterdam, en Sidney, en San Francisco, las bandas oyeron el mensaje estando de resaca. Acudirían todos a Rosewell, Midlothian, para celebrar la mayor reunión de espíritus humanos de todos los tiempos. La energía era tal que hacía chisporrotear el aire. Los líderes de las bandas, aparentemente unidos por un mismo impulso, indicaron el camino hacia aquel pequeño campamento situado en la periferia del norte de Europa. Las autoridades, oliéndose que había algo en marcha, vigilaban y esperaban.
En el
chippy,
Vincent estaba atónito. La cerradura de la cámara acorazada estaba intacta y todo el dinero seguía allí, pero el tabaco parecía haberse esfumado milagrosamente.
Son casi las cuatro de la mañana y Andrew, el padre de Jimmy, opina que su hijo debería estar durmiendo y que sus amigos deberían estar en su casa, no en el cuarto de Jimmy poniendo esas cintas de tecno-tartán baratas que compran en el todo-acien asiático del South Bridge. El control paterno se había convertido en un concepto bastante difuso desde que Jimmy había crecido y acogía las miradas de advertencia de su viejo con ojos desafiantes y templados.
El padre de Jimmy no es demasiado sensible, y no le molesta la música mientras esté lo bastante baja como para que pueda oír la tele. El Valium que le ha recetado el médico le ha quitado hierro a los dolores de Andrew. Su mujer se largó hace mucho. Se hartó de sus depresiones, de su impotencia y de la falta de dinero desde que le despidieron de Bilston Glen y se fue a Penicuik a vivir con un empleado de un centro de día.
Jimmy debería estar durmiendo. El puto colegio, piensa Andrew, antes de acordarse de que su hijo lo dejó el año pasado. Andrew opina que la madre de Jimmy debería pasarle dinero a su hijo. Dinero que se gasta en drogas, mientras que Andrew a duras penas puede pagarse una puta pinta en el club el día que le llega el cheque de la Seguridad Social. Ese cabrito egoísta y sus amigos siempre iban hasta el culo de una cosa u otra. Como la otra noche; había que ver cómo llegaron. Ácido. Sabía lo que era. Esos capullines se creían que habían inventado las drogas.
Hace diez años que le despidieron del pozo. La historia le había dado la razón a Scargill, sin duda, pero eso no importaba una puta mierda. Toda aquella era había girado en torno al egoísmo y la codicia; la época de Scargill se había acabado y había llegado la de Thatcher. Andrew había echado sus horas en los piquetes y acudido a las manis, pero desde el principio tuvo la impresión de que no iban a ser tiempos gloriosos para el viejo proletariado industrial. Las vibraciones eran algo importante. Las vibraciones de entonces habían sido pequeñas, mezquinas y cobardes, y había demasiada gente ansiosa por abrazar las falsas certezas que sus amos y lacayos varios recitaban como borregos.
En cierto modo, lo que hay ahora es más saludable: nadie cree en nada de lo que dicen nunca todos estos hijos de puta mentirosos. Hasta los propios políticos parecen espetar la vieja bazofia de siempre con más desesperación que con esa tradicional convicción autocomplaciente a la que todo el mundo se había acostumbrado. Las vibraciones están cambiando, no hay la menor duda, pero ¿en qué se está convirtiendo?
Bum bum bum. El ritmo del tecno-tartán machaca con insistencia. Bum bum bum. Andrew pulsa el botón del volumen del mando a distancia, pero el puto tecno-tartán sigue subiendo para mantenerse a la par. Entonces la señora Mooney, la vecina, empieza a aporrear la pared. Los nudillos de Andrew, que está aferrado a los brazos del sillón, palidecen.
Arriba, Jimmy y los chicos están de fiesta. El poli de guardia de la comisaría, el agente Drysdale, les había dado el ansiado número que necesitaban para presentar la denuncia por lesiones. Drysdale había acogido las encendidas quejas falsas del
Young team
con demasiado entusiasmo. No soportaba a los gamberros locales, pero mucho menos soportaba a los putos
travellers
que estaban convirtiendo la vida en su territorio en una amargura constante. Bastaría con un simple incidente para que estallara algo horrendo, y entonces sus posibilidades de ascender correrían gravísimo peligro. Aquella chorrada del trabajo policial sensible tenía sus limitaciones. El instinto de Drysdale le decía que interviniera y encerrara a unos cuantos perroflautas que dieran el perfil. Ahora bien, sabía qué actitud iba a adoptar Cowan, el mandamás de la junta de ascensos.
Los
casuals
de los Hibs se mostraban bastante reacios a colaborar con los alienígenas.