Cuando le miro, él también parece absorto en sus pensamientos. Y caigo en la cuenta de que él no ha tenido en realidad una adolescencia… una normal, al menos.
Mi mente vaga errática hasta la fiesta de la noche anterior y mi baile con el doctor Flynn, y el miedo de Christian a que este me lo hubiera contado todo sobre él. Christian sigue ocultándome algo. ¿Cómo podemos avanzar en nuestra relación si él se siente de ese modo?
Cree que podría dejarle si le conociera. Cree que podría dejarle si fuera tal como es. Oh, este hombre es muy complicado.
A medida que nos acercamos a su casa, empieza a irradiar una tensión que se hace palpable. Desde el coche examina las aceras y los callejones laterales, sus ojos escudriñan todos los rincones, y sé que está buscando a Leila. Yo empiezo también a mirar. Todas las chicas morenas son sospechosas, pero no la vemos.
Cuando entramos en el garaje, su boca se ha convertido en una línea tensa y adusta. Me pregunto por qué hemos vuelto aquí si va a estar tan nervioso y cauto. Sawyer está en el garaje, vigilando, y se acerca a abrirme la puerta en cuanto Christian aparca al lado del SUV. El Audi destrozado ya no está.
—Hola, Sawyer —le saludo.
—Señorita Steele. —Asiente—. Señor Grey.
—¿Ni rastro? —pregunta Christian.
—No, señor.
Christian asiente, me coge la mano y vamos hacia el ascensor. Sé que su cerebro no para de trabajar; está totalmente abstraído. En cuanto entramos se vuelve hacia mí.
—No tienes permiso para salir de aquí sola bajo ningún concepto. ¿Entendido? —me espeta.
—De acuerdo.
Vaya… tranquilo. Sin embargo, su actitud me hace sonreír. Tengo ganas de abrazarme a mí misma: este hombre, tan dominante y brusco conmigo… Me asombra que hace solo una semana me pareciera tan amenazador cuando me hablaba de ese modo. Pero ahora le comprendo mucho mejor. Ese es su mecanismo para afrontar las situaciones. Está muy preocupado por lo de Leila, me quiere y quiere protegerme.
—¿Qué te hace tanta gracia? —murmura con un deje de ironía en la voz.
—Tú.
—¿Yo, señorita Steele? ¿Por qué le hago gracia? —dice con un mohín.
Los mohines de Christian son tan… sensuales.
—No pongas morritos.
—¿Por qué? —pregunta, cada vez más divertido.
—Porque provoca el mismo efecto en mí que el que tiene en ti que yo haga esto.
Y me muerdo el labio inferior.
Él arquea las cejas, sorprendido y complacido al mismo tiempo.
—¿En serio?
Vuelve a hacer un mohín y se inclina para darme un beso fugaz y casto.
Yo alzo los labios para unirlos a los suyos, y durante la milésima de segundo en que se rozan nuestras bocas, la naturaleza de su beso cambia, y un fuego arrasador originado en ese íntimo punto de contacto se expande por mis venas y me impulsa hacia él.
De pronto mis dedos se enredan en sus cabellos y él me empuja contra la pared del ascensor, sujeta mi cara entre sus manos y nuestras lenguas se entrelazan. Y no sé si los confines del ascensor hacen que todo sea más real, pero noto su necesidad, su ansiedad, su pasión.
Dios… Le deseo, aquí, ahora.
El ascensor se detiene con un sonido metálico, las puertas se abren y Christian aparta ligeramente su cara de la mía, sus caderas aún inmovilizándome contra la pared y su erección presionando contra mi cuerpo.
—Vaya —murmura sin aliento.
—Vaya —repito, e inspiro una bocanada de aire para llenar mis pulmones.
Me mira con ojos ardientes.
—Qué efecto tienes en mí, Ana.
Y con el pulgar resigue mi labio inferior.
Por el rabillo del ojo veo a Taylor, que da un paso atrás y queda fuera de mi vista. Me alzo para besar a Christian en la comisura de esos labios maravillosamente perfilados.
—El que tú tienes en mí, Christian.
Se aparta y me da la mano. Ahora tiene los ojos más oscuros, entornados.
—Ven —ordena.
Taylor sigue en la entrada, esperándonos con discreción.
—Buenas noches, Taylor —dice Christian en tono cordial.
—Señor Grey, señorita Steele.
—Ayer fui la señora Taylor —le digo sonriendo, y él se pone rojo.
—También suena bien, señorita Steele —dice Taylor con total naturalidad.
—Yo pienso lo mismo.
Christian me coge la mano con más fuerza, y pone mala cara.
—Si ya habéis terminado los dos, me gustaría un informe rápido.
Mira fijamente a Taylor, que ahora parece incómodo, y a mí se me encogen las entrañas. He sobrepasado el límite.
—Lo siento —le digo en silencio a Taylor, que se encoge de hombros y me sonríe con amabilidad antes de darme la vuelta para seguir a Christian.
—Ahora vuelvo contigo. Antes tengo que decirle una cosa a la señorita Steele —le dice Christian a Taylor, y sé que tengo problemas.
Christian me lleva a su dormitorio y cierra la puerta.
—No coquetees con el personal, Anastasia —me reprende.
Abro la boca para defenderme, luego la cierro y vuelvo a abrirla otra vez.
—No coqueteaba. Era amigable… hay una diferencia.
—No seas amigable con el personal ni coquetees con ellos. No me gusta.
Oh. Adiós al Christian despreocupado.
—Lo siento —musito y me miro las manos.
No me había hecho sentir como una niña pequeña en todo el día. Me coge la barbilla y me levanta la cabeza para que le mire a los ojos.
—Ya sabes lo celoso que soy —murmura.
—No tienes motivos para ser celoso, Christian. Soy tuya en cuerpo y alma.
Pestañea varias veces como si le costara procesar ese hecho. Se inclina y me besa fugazmente, pero sin la pasión que sentíamos hace un momento en el ascensor.
—No tardaré. Ponte cómoda —dice de mal humor, da media vuelta y me deja ahí plantada en el dormitorio, aturdida y confusa.
¿Por qué demonios podría tener celos de Taylor? Niego con la cabeza, sin poder dar crédito.
Miro el despertador y observo que acaban de dar las ocho. Decido preparar la ropa que llevaré mañana al trabajo. Subo a mi habitación y abro el vestidor. Está vacío. Todos los vestidos han desaparecido. ¡Oh, no! Christian me ha tomado la palabra y se ha deshecho de toda la ropa. Maldita sea…
Mi subconsciente me fulmina con la mirada. Bien, te lo mereces, por bocazas.
¿Por qué me ha tomado la palabra? Las advertencias de mi madre vuelven a resonar en mi cabeza: «Los hombres son muy cuadriculados, cielo, se lo toman todo al pie de la letra». Observo el espacio vacío con desolación. Había prendas muy bonitas, como el vestido plateado que llevé al baile.
Paseo desconsolada por la habitación. Un momento… ¿qué está pasando aquí? También ha desaparecido el iPad. ¿Y dónde está mi Mac? Oh, no. Lo primero que pienso, de forma poco compasiva, es que quizá los haya robado Leila.
Bajo las escaleras corriendo y vuelvo al cuarto de Christian. Sobre la mesita están mi Mac, mi iPad y mi mochila. Está todo aquí.
Abro la puerta del vestidor. Toda mi ropa está aquí también, compartiendo espacio con la de Christian. ¿Cuándo ha ocurrido todo esto? ¿Por qué nunca me avisa cuando hace estas cosas?
Me doy la vuelta y él está de pie en el umbral.
—Ah, ya lo han traído todo —comenta con aire distraído.
—¿Qué pasa? —pregunto.
Tiene el semblante sombrío.
—Taylor cree que Leila entró por la escalera de emergencia. Debía de tener una llave. Ya han cambiado todas las cerraduras. El equipo de Taylor ha registrado todas las estancias del apartamento. No está aquí. —Hace una pausa y se pasa una mano por el pelo—. Ojalá hubiera sabido dónde estaba. Está esquivando todos nuestros intentos de encontrarla, y necesita ayuda.
Frunce el ceño, y mi anterior enfado desaparece. Le abrazo. Él me envuelve con su cuerpo y me besa la cabeza.
—¿Qué harás cuando la encuentres? —pregunto.
—El doctor Flynn tiene una plaza para ella.
—¿Y qué pasa con su marido?
—No quiere saber nada de ella —contesta Christian con amargura—. Su familia vive en Connecticut. Creo que ahora anda por ahí sola.
—Qué triste…
—¿Te parece bien que haya hecho que traigan tus cosas aquí? Quería compartir la habitación contigo —murmura.
Vaya, otro rápido cambio de tema.
—Sí.
—Quiero que duermas conmigo. Cuando estás conmigo no tengo pesadillas.
—¿Tienes pesadillas?
—Sí.
Le abrazo más fuerte. Por Dios… Más cargas del pasado. Se me encoge el corazón por este hombre.
—Iba a prepararme la ropa para ir a trabajar mañana —aclaro.
—¡A trabajar! —exclama Christian como si hubiera dicho una palabrota, me suelta y me fulmina con la mirada.
—Sí, a trabajar —replico, desconcertada ante su reacción.
Se me queda mirando sin dar crédito.
—Pero Leila aún anda suelta por ahí. —Hace una breve pausa—. No quiero que vayas a trabajar.
¿Qué?
—Eso es una tontería, Christian. He de ir a trabajar.
—No, no tienes por qué.
—Tengo un trabajo nuevo, que me gusta. Claro que he de ir a trabajar.
¿A qué se refiere?
—No, no tienes por qué —repite con énfasis.
—¿Te crees que me voy a quedar aquí sin hacer nada mientras tú andas por ahí salvando al mundo?
—La verdad… sí.
Oh, Cincuenta, Cincuenta, Cincuenta… dame fuerzas.
—Christian, yo necesito trabajar.
—No, no lo necesitas.
—Sí… lo… necesito. —le repito despacio, como si fuera un crío.
—Es peligroso —dice torciendo el gesto.
—Christian… yo necesito trabajar para ganarme la vida, y además no me pasará nada.
—No, tú no necesitas trabajar para ganarte la vida… ¿y cómo puedes estar tan segura de que no te pasará nada?
Está prácticamente gritando.
¿Qué quiere decir? ¿Acaso piensa mantenerme? Oh, esto es totalmente ridículo. ¿Cuánto hace que le conozco… cinco semanas?
Ahora está muy enfadado. Sus tormentosos ojos centellean, pero no me importa en absoluto.
—Por Dios santo, Christian, Leila estaba a los pies de tu cama y no me hizo ningún daño. Y sí, yo necesito trabajar. No quiero deberte nada. Tengo que pagar el préstamo de la universidad.
Aprieta los labios y yo pongo los brazos en jarras. No pienso ceder en esto. ¿Quién se cree que es?
—No quiero que vayas a trabajar.
—No depende de ti, Christian. La decisión no es tuya.
Se pasa la mano por el pelo mientras sus ojos me fulminan. Pasamos segundos, minutos, sin dejar de retarnos con la mirada.
—Sawyer te acompañará.
—Christian, no es necesario. No tiene ninguna lógica.
—¿Lógica? —gruñe—. O te acompaña, o verás lo ilógico que puedo ser para retenerte aquí.
¿No sería capaz? ¿O sí?
—¿Qué harías exactamente?
—Ah, ya se me ocurriría algo, Anastasia. No me provoques.
—¡De acuerdo! —acepto, levantando las dos manos para apaciguarle.
Maldita sea… Cincuenta ha vuelto para vengarse.
Permanecemos ahí de pie, fulminándonos con la mirada.
—Muy bien: Sawyer puede venir conmigo, si así te quedas más tranquilo —cedo finalmente, y pongo los ojos en blanco.
Christian entorna los suyos y avanza hacia mí, amenazante. Inmediatamente, doy un paso atrás. Él se detiene y suspira profundamente, cierra los ojos y se mesa el cabello con las dos manos. Oh, no. Cincuenta sigue en plena forma.
—¿Quieres que te enseñe el resto del apartamento?
¿Enseñarme el…? ¿Es una broma?
—Vale —musito cautelosa.
Nuevo cambio de rumbo: el señor Voluble ha vuelto. Me tiende la mano y, cuando la acepto, aprieta la mía con suavidad.
—No quería asustarte.
—No me has asustado. Solo estaba a punto de salir corriendo —bromeo.
—¿Salir corriendo? —dice Christian, abriendo mucho los ojos.
—¡Es una broma!
Por Dios…
Salimos del vestidor y aprovecho el momento para calmarme, pero la adrenalina sigue circulando a raudales por mi cuerpo. Una pelea con Cincuenta no es algo que pueda tomarse a la ligera.
Me da una vuelta por todo el apartamento, enseñándome las distintas habitaciones. Aparte del cuarto de juegos y tres dormitorios más en el piso de arriba, descubro con sorpresa que Taylor y la señora Jones disponen de un ala para ellos solos: una cocina, un espacioso salón y un cuarto para cada uno. La señora Jones todavía no ha vuelto de visitar a su hermana, que vive en Portland.
En la planta baja me llama la atención un cuarto situado enfrente de su estudio: una sala con una inmensa pantalla de televisión de plasma y varias videoconsolas. Resulta muy acogedora.
—¿Así que tienes una Xbox? —bromeo.
—Sí, pero soy malísimo. Elliot siempre me gana. Tuvo gracia cuando creíste que mi cuarto de juegos era algo como esto.
Me sonríe divertido, su arrebato ya olvidado. Gracias a Dios que ha recobrado el buen humor.
—Me alegra que me considere graciosa, señor Grey —contesto con altanería.
—Pues lo es usted, señorita Steele… cuando no se muestra exasperante, claro.
—Suelo mostrarme exasperante cuando usted es irracional.
—¿Yo? ¿Irracional?
—Sí, señor Grey, irracional podría ser perfectamente su segundo nombre.
—Yo no tengo segundo nombre.
—Pues irracional le quedaría muy bien.
—Creo que eso es opinable, señorita Steele.
—Me interesaría conocer la opinión profesional del doctor Flynn.
Christian sonríe.
—Yo creía que Trevelyan era tu segundo nombre.
—No, es un apellido.
—Pues no lo usas.
—Es demasiado largo. Ven —ordena.
Salgo de la sala de la televisión detrás de él, cruzamos el gran salón hasta el pasillo principal, pasamos por un cuarto de servicio y una bodega impresionante, y llegamos al despacho de Taylor, muy amplio y bien equipado. Taylor se pone de pie cuando entramos. Hay espacio suficiente para albergar una mesa de reuniones para seis. Sobre un gran escritorio hay una serie de monitores. No tenía ni idea de que el apartamento tuviera circuito cerrado de televisión. Por lo visto controla la terraza, la escalera, el ascensor de servicio y el vestíbulo.
—Hola, Taylor. Le estoy enseñando el apartamento a Anastasia.
Taylor asiente pero no sonríe. Me pregunto si le habrán amonestado también. ¿Y por qué sigue trabajando todavía? Cuando le sonrío, asiente educadamente. Christian me coge otra vez de la mano y me lleva a la biblioteca.