En recepción, Claire me ofrece su paraguas porque llueve a cántaros. Al salir por la puerta principal, me envuelvo bien con la chaqueta y echo una mirada furtiva en ambas direcciones bajo el inmenso paraguas. Todo parece en orden. Ni rastro de la Chica Fantasma.
Bajo con paso decidido la calle en dirección a la tienda, esperando pasar inadvertida. Sin embargo, a medida que me voy acercando mayor es la escalofriante sensación de que me vigilan, y no sé si es mi agudizada paranoia o si es verdad. Maldita sea. Espero que no se trate de Leila con un arma.
Solo es fruto de tu imaginación, me suelta mi subconsciente. ¿Quién demonios querría dispararte?
En cuestión de quince minutos, estoy de vuelta… sana y salva, y aliviada. Creo que la exagerada paranoia y la vigilancia extremadamente protectora de Christian están empezando a afectarme.
Cuando le llevo el almuerzo, Jack está hablando por teléfono. Levanta la vista, tapando el auricular.
—Gracias, Ana. Como no vienes conmigo, tendrás que quedarte hasta tarde. Necesito estos informes. Espero que no tuvieras planes.
Me sonríe afectuosamente y me ruborizo.
—No, no pasa nada —le digo con una sonrisa radiante y el corazón encogido.
Esto no acabará bien. Christian se pondrá hecho una fiera, seguro.
Cuando vuelvo a mi mesa, decido no decírselo inmediatamente, porque eso le daría tiempo de sobra para interferir de algún modo. Me siento y me como el sándwich de ensalada de pollo que me preparó esta mañana la señora Jones. Es delicioso. Un sándwich exquisito.
Naturalmente, si me fuera a vivir con Christian, ella me prepararía el almuerzo todos los días de la semana. La idea me produce desasosiego. Yo nunca he soñado con grandes riquezas ni con todo lo que eso conlleva… solo con el amor. Encontrar a alguien que me quiera y no intente controlar todos mis movimientos. Suena el teléfono.
—Despacho de Jack Hyde…
—Me aseguraste que no saldrías —me interrumpe Christian en un tono frío y duro.
Se me encoge el corazón por enésima vez en el día de hoy. Por favor… ¿Cómo diantres lo ha sabido?
—Jack me envió a comprarle el almuerzo. No podía decir que no. ¿Me tienes vigilada?
Se me eriza el vello al pensarlo. No me extraña que fuera tan paranoica: había alguien vigilándome. Me enfurece pensarlo.
—Por esto es por lo que no quería que volvieras al trabajo —gruñe Christian.
—Christian, por favor. Estás siendo… —tan Cincuenta—… muy agobiante.
—¿Agobiante? —susurra, sorprendido.
—Sí. Tienes que dejar de hacer esto. Hablaré contigo esta noche. Desgraciadamente, hoy tengo que trabajar hasta tarde porque no puedo ir a Nueva York.
—Anastasia, yo no quiero agobiarte —dice en voz baja, horrorizado.
—Bien, pues lo haces. Y ahora tengo trabajo. Ya hablaremos luego.
Cuelgo. Estoy rendida y ligeramente deprimida.
Después de un fin de semana maravilloso, la realidad se impone. Nunca he tenido tantas ganas de marcharme. Huir a algún lugar tranquilo y apartado donde pueda reflexionar sobre este hombre, sobre cómo es y sobre cómo tratar con él. En cierta medida sé que es una persona destrozada —ahora lo veo claramente—, y eso resulta desgarrador y agotador a la vez. A partir de los pocos retazos de información sobre su vida que me ha dado, entiendo por qué. Un niño que no recibió el amor que necesitaba; un entorno de malos tratos espantoso; una madre incapaz de protegerle y que murió delante de él.
Me estremezco. Mi pobre Cincuenta… Soy suya, pero no para tenerme encerrada en una jaula dorada. ¿Cómo voy a conseguir que entienda eso?
Sintiendo un gran peso en el corazón, me pongo sobre el regazo uno de los manuscritos que Jack quiere que resuma y sigo leyendo. No se me ocurre ninguna solución sencilla para el problema del control enfermizo de Christian. Tendré que hablarlo con él más tarde, cara a cara.
Al cabo de media hora, Jack me envía un documento que debo adecentar y pulir para que mañana puedan imprimirlo a tiempo para el congreso. Eso me llevará toda la tarde e incluso hasta la noche. Me pongo a ello.
Cuando levanto la vista, son más de las siete y la oficina está desierta, aunque aún hay luz en el despacho de Jack. No me había dado cuenta de que todo el mundo se había ido, pero ya casi he terminado. Le vuelvo a mandar el documento a Jack para que lo apruebe, y reviso mi bandeja de entrada. No hay nada de Christian, así que echo un vistazo rápido a mi BlackBerry, y justo en ese momento me sobresalta su zumbido: es Christian.
—Hola —murmuro.
—Hola, ¿cuándo acabarás?
—Hacia las siete y media, creo.
—Te esperaré fuera.
—Vale.
Se le nota muy callado, nervioso incluso. ¿Por qué? ¿Estará temeroso de mi reacción?
—Sigo enfadada contigo, pero nada más —susurro—. Tenemos que hablar de muchas cosas.
—Lo sé. Nos vemos a las siete y media.
Jack sale de su despacho.
—Tengo que dejarte. Hasta luego.
Cuelgo.
Miro a Jack, que se acerca con aire despreocupado hacia mí.
—Necesito que hagas un par de cambios. Ya te he vuelto a enviar el informe.
Mientras guardo el documento, se inclina sobre mí, muy cerca… incómodamente cerca. Me roza el brazo con el suyo. ¿Por accidente? Yo retrocedo, pero él finge no darse cuenta. Su otra mano descansa en el respaldo de mi silla y me toca la espalda. Yo me incorporo para no apoyarme en el respaldo.
—Páginas dieciséis y veintitrés, y ya estará —murmura con la boca a unos centímetros de mi oreja.
Su proximidad me produce una sensación desagradable en la piel, pero procuro ignorarla. Abro el documento y empiezo a introducir los cambios, nerviosa. Él sigue inclinado sobre mí, y todos mis sentidos están en alerta máxima. Resulta muy molesto e incómodo, y por dentro estoy chillando: ¡Apártate!
—En cuanto esto esté hecho, ya se podrá imprimir. Ya organizarás eso mañana. Gracias por quedarte hasta tarde para terminarlo, Ana.
Su voz es suave, amable, como si estuviera acechando a un animal herido. Se me revuelve el estómago.
—Creo que lo mínimo que puedo hacer es recompensarte con una copa rápida. Te la mereces.
Me coloca detrás de la oreja un mechón de pelo que se ha desprendido del recogido, y me acaricia suavemente el lóbulo.
Yo me encojo, apretando los dientes, y aparto la cabeza. ¡Maldita sea! Christian tenía razón. No me toques.
—De hecho, esta noche no puedo.
Ni ninguna otra noche, Jack.
—¿Solo una rápida? —intenta persuadirme.
—No, no puedo. Pero gracias.
Jack se sienta en el borde de mi mesa y frunce el ceño. En el interior de mi cabeza suena con fuerza una alarma. Estoy sola en la oficina. No puedo marcharme. Inquieta, echo un vistazo al reloj. Faltan cinco minutos para que llegue Christian.
—Yo creo que formamos un gran equipo, Ana. Siento no haber podido conseguir lo del viaje a Nueva York. No será lo mismo sin ti.
Seguro que no. Sonrío débilmente, porque no se me ocurre qué decir. Y por primera vez en todo el día, siento un ligerísimo alivio por no poder ir.
—¿Así que has tenido un buen fin de semana? —pregunta suavemente.
—Sí, gracias.
¿Qué pretende con esto?
—¿Viste a tu novio?
—Sí.
—¿A qué se dedica?
Es el amo de tu culo…
—A los negocios.
—Interesante. ¿Qué clase de negocios?
—Oh, está metido en asuntos muy diversos.
Jack ladea la cabeza y se inclina hacia mí, invadiendo mi espacio privado… otra vez.
—Estás muy evasiva, Ana.
—Bueno, telecomunicaciones, industria y agricultura.
Jack arquea las cejas.
—Cuántas cosas… ¿Para quién trabaja?
—Trabaja por cuenta propia. Si el documento te parece bien, me gustaría marcharme, si estás de acuerdo.
Se aparta. Mi espacio privado vuelve a estar a salvo.
—Claro. Perdona, no pretendía retenerte —miente.
—¿A qué hora cierra el edificio?
—El vigilante está hasta las once.
—Bien.
Sonrío, y mi subconsciente se recuesta en su butaca, aliviada de saber que no estamos solos en el edificio. Apago el ordenador, cojo el bolso y me levanto, lista para irme.
—¿Te gusta, entonces? ¿Tu novio?
—Le quiero —contesto, y miro directamente a los ojos de Jack.
—Ya. —Jack tuerce el gesto y se levanta de mi escritorio—. ¿Cómo se apellida?
Enrojezco.
—Grey. Christian Grey —mascullo.
Jack se queda con la boca abierta.
—¿El soltero más rico de Seattle? ¿Ese Christian Grey?
—Sí. El mismo.
Sí, ese Christian Grey, tu futuro jefe, que se te merendará si vuelves a invadir mi espacio privado.
—Ya me pareció que me era familiar —dice Jack, sombrío, y vuelve a levantar una ceja—. Bien, pues es un hombre con suerte.
Me lo quedo mirando. ¿Qué contesto a eso?
—Que pases una buena noche, Ana.
Jack sonríe, pero esa sonrisa no se refleja en sus ojos, y regresa a toda prisa a su despacho sin volver la vista.
Suspiro, aliviada. Bien, puede que este problema ya esté solucionado. Cincuenta ha vuelto a obrar su magia. Su nombre me basta como talismán, y ha hecho que ese hombre se retirara con la cola entre las piernas. Me permito una sonrisita victoriosa. ¿Lo ves, Christian? Incluso tu nombre me protege; no tienes que molestarte en tomar esas medidas tan drásticas. Ordeno mi mesa y miro el reloj. Christian ya debe de estar fuera.
El Audi está aparcado en la acera, y Taylor se apresura a bajar para abrirme la puerta de atrás. Nunca me he alegrado tanto de verle, y entro a toda prisa en el coche para guarecerme.
Christian está en el asiento de atrás, y clava en mí sus ojos, muy abiertos y prudentes. Con la mandíbula tensa y prieta, preparado para mi rabia.
—Hola —musito.
—Hola —contesta con cautela.
Se me acerca, me coge la mano y la aprieta fuerte, y se me derrite un poco el corazón. Estoy muy confusa. Ni siquiera he decidido qué tengo que decirle.
—¿Sigues enfadada?
—No lo sé —murmuro.
Él levanta mi mano y me acaricia los nudillos con besos livianos y delicados.
—Ha sido un día espantoso —dice.
—Sí, es verdad.
Pero, por primera vez desde que se fue a trabajar esta mañana, empiezo a relajarme. Solo estar con él es como un bálsamo relajante, y todos esos líos con Jack, y el intercambio de e-mails beligerantes, y el incordio añadido que supone Elena, se desvanecen. Solo estamos yo y mi controlador obsesivo, en la parte de atrás del coche.
—Ahora que estás aquí ha mejorado —dice en voz baja.
Seguimos sentados en silencio mientras Taylor avanza entre el tráfico vespertino, ambos meditabundos y contemplativos; pero noto que Christian también se va relajando lentamente, mientras pasa el pulgar suavemente sobre mis nudillos con un ritmo tenue y calmo.
Taylor nos deja en la puerta del edificio del apartamento, y ambos nos refugiamos rápidamente en el interior. Christian me coge la mano mientras esperamos el ascensor, y sus ojos controlan la entrada del edificio.
—Deduzco que todavía no habéis encontrado a Leila.
—No. Welch sigue buscándola —reconoce, consternado.
Llega el ascensor y entramos. Christian baja la vista hacia mí con sus ojos grises inescrutables. Oh, está sencillamente guapísimo, con el pelo alborotado, la camisa blanca, el traje oscuro. Y de repente ahí está, surgida de la nada, esa sensación. Oh, Dios… el anhelo, el deseo, la electricidad. Si fuera visible, sería una intensa aura azul a nuestro alrededor y extendiéndose entre los dos; es algo muy fuerte. Él me mira y separa los labios.
—¿Tú lo sientes? —musita.
—Sí.
—Oh, Ana.
Con un leve gruñido, me agarra y sus brazos se deslizan a mi alrededor, y poniendo una mano en mi nuca inclina mi cabeza hacia atrás, mientras sus labios buscan los míos. Hundo los dedos en su cabello y le acaricio la mejilla, mientras él me empuja contra la pared del ascensor.
—Odio discutir contigo —jadea pegado a mi boca, y su beso tiene una cualidad de pasión y desespero que es un reflejo de lo que yo siento.
El deseo estalla en mi cuerpo, toda la tensión del día buscando una salida, presionando contra él, exigiendo más. Somos solo lenguas y aliento y manos y caricias, y una sensación dulce, muy dulce. Pone la mano en mi cadera y me levanta la falda, bruscamente. Sus dedos me acarician los muslos.
—Santo Dios, llevas medias —masculla con asombro reverente, mientras con el pulgar me acaricia la piel por encima de la línea de la media—. Quiero ver esto —suspira, y me levanta completamente la falda, descubriendo la parte superior de mis muslos.
Da un paso atrás y aprieta el botón de parada, y el ascensor se detiene poco a poco entre los pisos veintidós y veintitrés. Tiene los ojos turbios, los labios entreabiertos y respira con dificultad, como yo. Nos miramos fijamente, sin tocarnos. Yo agradezco el sostén de la pared que tengo detrás, mientras me deleito en el atractivo sensual y carnal de este hermoso hombre.
—Suéltate el pelo —ordena con voz ronca. Yo levanto la mano y libero mi melena, que cae como una nube densa alrededor de los hombros hasta mis senos—. Desabróchate los dos botones de arriba de la blusa —murmura, con los ojos muy abiertos.
Me hace sentir tan lasciva… Alargo una mano ansiosa y desabrocho los dos botones, y la parte superior de mis pechos queda seductoramente a la vista.
Él traga saliva.
—¿Tienes idea de lo atractiva que estás ahora mismo?
Yo me muerdo el labio con toda la intención. Él cierra un segundo los ojos, y luego vuelve a abrirlos, ardientes. Avanza y apoya las manos en las paredes del ascensor, a ambos lados de mi cara. Está todo lo cerca que puede, sin tocarme.
Levanto el rostro para mirarle a los ojos, y él se inclina y me acaricia la nariz con la suya: ese es el único contacto entre los dos. Estoy tan excitada, encerrada en este ascensor con él. Le deseo… ahora.
—Yo creo que sí, señorita Steele. Yo creo que le gusta volverme loco.
—¿Yo te vuelvo loco? —susurro.
—En todos los sentidos, Anastasia. Eres una sirena, una diosa.
Y se acerca, me coge una pierna por encima de la rodilla y se la coloca alrededor de la cintura, de modo que ahora estoy de pie sobre una pierna y apoyada contra él. Le siento pegado a mí, le noto duro y anhelante sobre el vértice de mis muslos, mientras desliza los labios por mi garganta. Gimo y le rodeo el cuello con los brazos.