—Ten mucho cuidado —murmuro.
—Sí, señorita Steele —musita.
Christian me mira con el ceño fruncido, y luego a Taylor, con aire confuso, mientras este sonríe imperceptiblemente y se ajusta la corbata.
—Hazme saber dónde nos alojaremos —dice Christian.
Taylor se saca la cartera de la americana y le entrega a Christian una tarjeta de crédito.
—Quizá necesitará esto cuando llegue.
Christian asiente.
—Bien pensado.
Llega Ryan.
—Sawyer y Reynolds no han encontrado nada —le dice a Taylor.
—Acompaña al señor Grey y a la señorita Steele al parking —ordena Taylor.
El parking está desierto. Bueno, son casi las tres de la madrugada. Christian me hace entrar a toda prisa en el asiento del pasajero del R8, y mete mi maleta y su bolsa en el maletero de delante. A nuestro lado está el Audi, hecho un auténtico desastre: con todas las ruedas rajadas y embadurnado de pintura blanca. La visión resulta aterradora, y agradezco a Christian que me lleve lejos de aquí.
—El lunes tendrás el coche de sustitución —dice Christian, abatido, al sentarse a mi lado.
—¿Cómo supo ella que era mi coche?
Él me mira ansioso y suspira.
—Ella tenía un Audi A3. Les compro uno a todas mis sumisas… es uno de los coches más seguros de su gama.
Ah.
—Entonces no era un regalo de graduación.
—Anastasia, a pesar de lo que yo esperaba, tú nunca has sido mi sumisa, de manera que técnicamente sí es un regalo de graduación.
Sale de la plaza de aparcamiento y se dirige a toda velocidad hacia la salida.
A pesar de lo que él esperaba. Oh, no… Mi subconsciente menea la cabeza con tristeza. Siempre volvemos a lo mismo.
—¿Sigues esperándolo? —susurro.
Suena el teléfono del coche.
—Grey —responde Christian.
—Fairmont Olympic. A mi nombre.
—Gracias, Taylor. Y, Taylor… ten mucho cuidado.
Taylor se queda callado.
—Sí, señor —dice en voz baja, y Christian cuelga.
Las calles de Seattle están desiertas, y Christian recorre a toda velocidad la Quinta Avenida hacia la interestatal 5. Una vez en la carretera, con rumbo hacia el norte, aprieta el acelerador tan a fondo que el impulso me empuja contra el respaldo de mi asiento.
Le miro de reojo. Está sumido en sus pensamientos, irradiando un silencio absoluto y meditabundo. No ha contestado a mi pregunta. Mira a menudo el retrovisor, y me doy cuenta de que comprueba que no nos sigan. Quizá por eso vamos por la interestatal 5. Yo creía que el Fairmont estaba en Seattle.
Miro por la ventanilla, e intento ordenar mi mente exhausta e hiperactiva. Si ella quería hacerme daño, tuvo su gran oportunidad en el dormitorio.
—No. No es eso lo que espero, ya no. Creí que había quedado claro.
Christian interrumpe con voz dulce mis pensamientos.
Le miro y me envuelvo con la chaqueta tejana, aunque no sé si el frío proviene de mi interior o del exterior.
—Me preocupa, ya sabes… no ser bastante para ti.
—Eres mucho más que eso. Por el amor de Dios, Anastasia, ¿qué más tengo que hacer?
Háblame de ti. Dime que me quieres.
—¿Por qué creíste que te dejaría cuando te dije que el doctor Flynn me había contado todo lo que había que saber de ti?
Él suspira profundamente, cierra los ojos un momento y se queda un buen rato sin contestar.
—Anastasia, no puedes ni imaginar siquiera hasta dónde llega mi depravación. Y eso no es algo que quiera compartir contigo.
—¿Y realmente crees que te dejaría si lo supiera? —digo en voz alta, sin dar crédito. ¿Es que no comprende que le quiero?—. ¿Tan mal piensas de mí?
—Sé que me dejarías —dice con pesar.
—Christian… eso me resulta casi inconcebible. No puedo imaginar estar sin ti.
Nunca…
—Ya me dejaste una vez… No quiero volver a pasar por eso.
—Elena me dijo que estuvo contigo el sábado pasado —susurro.
—No es cierto —dice, torciendo el gesto.
—¿No fuiste a verla cuando me marché?
—No —replica enfadado—. Ya te he dicho que no… y no me gusta que duden de mí —advierte—. No fui a ninguna parte el pasado fin de semana. Me quedé en casa montando el planeador que me regalaste. Me llevó mucho tiempo —añade en voz baja.
Mi corazón se encoge de nuevo. La señora Robinson dijo que estuvo con él.
¿Estuvo con él o no? Ella miente. ¿Por qué?
—Al contrario de lo que piensa Elena, no acudo corriendo a ella con todos mis problemas, Anastasia. No recurro a nadie. Quizá ya te hayas dado cuenta de que no hablo demasiado —dice, agarrando con fuerza el volante.
—Carrick me ha dicho que estuviste dos años sin hablar.
—¿Eso te ha dicho?
Christian aprieta los labios en una fina línea.
—Yo le presioné un poco para que me diera información.
Me miro los dedos, avergonzada.
—¿Y qué más te ha dicho mi padre?
—Me ha contado que tu madre fue la doctora que te examinó cuando te llevaron al hospital. Después de que te encontraran en tu casa.
Christian sigue totalmente inexpresivo… cauto.
—Dijo que estudiar piano te ayudó. Y también Mia.
Al oír ese nombre, sus labios dibujan una sonrisa de cariño. Al cabo de un momento, dice:
—Debía de tener unos seis meses cuando llegó. Yo estaba emocionado, Elliot no tanto. Él ya había tenido que aceptar mi llegada. Era perfecta. —Su voz, tan dulce y triste, resulta sobrecogedora—. Ahora ya no tanto, claro —musita, y recuerdo aquellos momentos en el baile en que consiguió frustrar nuestras lascivas intenciones.
Se me escapa la risa.
Christian me mira de reojo.
—¿Le parece divertido, señorita Steele?
—Parecía decidida a que no estuviéramos juntos.
Él suelta una risa apática.
—Sí, es bastante hábil. —Alarga la mano y me acaricia la rodilla—. Pero al final lo conseguimos. —Sonríe y vuelve a echar una mirada al retrovisor—. Creo que no nos han seguido.
Da la vuelta para salir de la interestatal 5 y se dirige otra vez al centro de Seattle.
—¿Puedo preguntarte algo sobre Elena?
Estamos parados ante un semáforo.
Me mira con recelo.
—Si no hay más remedio… —concede de mala gana, pero no dejo que su enfado me detenga.
—Hace tiempo me dijiste que ella te quería de un modo que para ti era aceptable. ¿Qué querías decir con eso?
—¿No es evidente? —pregunta.
—Para mí no.
—Yo estaba descontrolado. No podía soportar que nadie me tocara. Y sigo igual. Y pasé una etapa difícil en la adolescencia, cuando tenía catorce o quince años y las hormonas revolucionadas. Ella me enseñó una forma de liberar la presión.
Oh.
—Mia me dijo que eras un camorrista.
—Dios, ¿por qué ha de ser tan charlatana mi familia? Aunque la culpa es tuya. —Estamos parados ante otro semáforo y me mira con los ojos entornados—. Tú engatusas a la gente para sacarle información.
Menea la cabeza fingiendo disgusto.
—Mia me lo contó sin que le dijera nada. De hecho, se mostró bastante comunicativa. Estaba preocupada porque provocaras una pelea si no me conseguías en la subasta —apunto indignada.
—Ah, nena, de eso no había el menor peligro. No permitiría que nadie bailara contigo.
—Se lo permitiste al doctor Flynn.
—Él siempre es la excepción que confirma la regla.
Christian toma el impresionante y frondoso camino de entrada que lleva al hotel Fairmont Olympic, y se detiene cerca de la puerta principal, junto a una pintoresca fuente de piedra.
—Vamos.
Baja del coche y saca el equipaje. Un mozo acude corriendo, con cara de sorpresa, sin duda por la hora tan tardía de nuestra llegada. Christian le lanza las llaves del coche.
—A nombre de Taylor —dice.
El mozo asiente y no puede reprimir su alegría cuando se sube al R8 y arranca. Christian me da la mano y se dirige al vestíbulo.
Mientras estoy a su lado en la recepción del hotel, me siento totalmente ridícula. Ahí estoy yo, en el hotel más prestigioso de Seattle, vestida con una chaqueta tejana que me queda grande, unos enormes pantalones de deporte y una camiseta vieja, al lado de este hermoso y elegante dios griego. No me extraña que la recepcionista nos mire a uno y a otro como si la suma no cuadrara. Naturalmente, Christian la intimida. Se ruboriza y tartamudea, y yo pongo los ojos en blanco. Madre mía, si hasta le tiemblan las manos…
—¿Necesita… que le ayuden… con las maletas, señor Taylor? —pregunta, y vuelve a ponerse colorada.
—No, ya las llevaremos la señora Taylor y yo.
¡Señora Taylor! Pero si ni siquiera llevo anillo… Pongo las manos detrás de la espalda.
—Están en la suite Cascade, señor Taylor, piso once. Nuestro botones les ayudará con el equipaje.
—No hace falta —dice Christian cortante—. ¿Dónde están los ascensores?
La ruborizada señorita se lo indica, y Christian vuelve a cogerme de la mano. Echo un breve vistazo al vestíbulo, suntuoso, impresionante, lleno de butacas mullidas y desierto, excepto por una mujer de cabello oscuro sentada en un acogedor sofá, dando de comer pequeños bocaditos a su perro. Levanta la vista y nos sonríe cuando nos ve pasar hacia los ascensores. ¿Así que el hotel acepta mascotas? ¡Qué raro para un sitio tan majestuoso!
La suite consta de dos dormitorios y un salón comedor, provisto de un piano de cola. En el enorme salón principal arde un fuego de leña. Por Dios… la suite es más grande que mi apartamento.
—Bueno, señora Taylor, no sé usted, pero yo necesito una copa —murmura Christian mientras se asegura de cerrar la puerta.
Deja mi maleta y su bolsa sobre la otomana, a los pies de la gigantesca cama de matrimonio con dosel, y me lleva de la mano hasta el gran salón, donde brilla el fuego de la chimenea. La imagen resulta de lo más acogedora. Me acerco y me caliento las manos mientras Christian prepara bebidas para ambos.
—¿Armañac?
—Por favor.
Al cabo de un momento se reúne conmigo junto al fuego y me ofrece una copa de brandy.
—Menudo día, ¿eh?
Asiento y sus ojos me miran penetrantes, preocupados.
—Estoy bien —susurro para tranquilizarle—. ¿Y tú?
—Bueno, ahora mismo me gustaría beberme esto y luego, si no estás demasiado cansada, llevarte a la cama y perderme en ti.
—Me parece que eso podremos arreglarlo, señor Taylor —le sonrío tímidamente, mientras él se quita los zapatos y los calcetines.
—Señora Taylor, deje de morderse el labio —susurra.
Bebo un sorbo de armañac, ruborizada. Es delicioso y se desliza por mi garganta dejando una sedosa y caliente estela. Cuando levanto la vista, Christian está bebiendo un sorbo de brandy y mirándome con ojos oscuros, hambrientos.
—Nunca dejas de sorprenderme, Anastasia. Después de un día como el de hoy… o más bien ayer, no lloriqueas ni sales corriendo despavorida. Me tienes alucinado. Eres realmente fuerte.
—Tú eres el motivo fundamental de que me quede —murmuro—. Ya te lo dije, Christian, no me importa lo que hayas hecho, no pienso irme a ninguna parte. Ya sabes lo que siento por ti.
Tuerce la boca como si dudara de mis palabras, y arquea una ceja como si le doliera oír lo que estoy diciendo. Oh, Christian, ¿qué tengo que hacer para que te des cuenta de lo que siento?
Dejar que te pegue, dice maliciosamente mi subconsciente. Y yo le frunzo el ceño.
—¿Dónde vas a colgar los retratos que me hizo José? —digo para intentar que mejore su ánimo.
—Eso depende.
Relaja el gesto. Es obvio que este tema de conversación le apetece mucho más.
—¿De qué?
—De las circunstancias —dice con aire misterioso—. Su exposición sigue abierta, así que no tengo que decidirlo todavía.
Ladeo la cabeza y entorno los ojos.
—Puede poner la cara que quiera, señorita Steele. No diré nada —bromea.
—Puedo torturarte para sacarte la verdad.
Levanta una ceja.
—Francamente, Anastasia, creo que no deberías hacer promesas que no puedas cumplir.
Oh, ¿eso es lo que piensa? Dejo mi copa en la repisa de la chimenea, alargo el brazo y, ante la sorpresa de Christian, cojo la suya y la pongo junto a la mía.
—Eso habrá que verlo —murmuro.
Y con total osadía —espoleada sin duda por el brandy—, le tomo de la mano y le llevo al dormitorio. Me detengo a los pies de la cama. Christian intenta que no se le escape la risa.
—¿Qué vas a hacer conmigo ahora que me tienes aquí, Anastasia? —susurra en tono burlón.
—Lo primero, desnudarte. Quiero terminar lo que empecé antes.
Apoyo las manos en las solapas de su chaqueta, con cuidado de no tocarle, y él no pestañea pero contiene la respiración.
Le retiro la chaqueta de los hombros con delicadeza, y él sigue observándome. De sus ojos, cada vez más abiertos y ardientes, ha desaparecido cualquier rastro de humor, y me miran… ¿cautos…? Su mirada tiene tantas interpretaciones. ¿Qué está pensando? Dejo su chaqueta en la otomana.
—Ahora la camiseta —murmuro.
La cojo por el bajo y la levanto. Él me ayuda, alzando los brazos y retrocediendo, para que me sea más fácil quitársela. Una vez que lo he conseguido, baja los ojos y me mira atento. Ahora solo lleva esos provocadores vaqueros que le sientan tan bien. Se ve la franja de los calzoncillos.
Mis ojos ascienden ávidos por su estómago prieto hasta los restos de la frontera de carmín, borrosa y corrida, y luego hasta el torso. Solo pienso en recorrer con la lengua el vello de su pecho para disfrutar de su sabor.
—¿Y ahora qué? —pregunta con los ojos en llamas.
—Quiero besarte aquí.
Deslizo el dedo sobre su vientre, de un lado de la cadera al otro.
Separa los labios e inspira entrecortadamente.
—No pienso impedírtelo —musita.
Le cojo la mano.
—Pues será mejor que te tumbes —murmuro, y le llevo a un lado de nuestra enorme cama de matrimonio.
Parece desconcertado, y se me ocurre que quizá nadie ha llevado la iniciativa con él desde… ella. No, no vayas por ahí.
Aparto la colcha y él se sienta en el borde de la cama, mirándome, esperando, con ese gesto serio y cauteloso. Yo me pongo delante de él y me quito su chaqueta tejana, dejándola caer al suelo, y luego sus pantalones de deporte.