—Si en algo puedo serle de utilidad… —se ofreció cortésmente su interlocutor, al que no cabía duda que semejante actitud había impresionado—. Le prometí a
Cienfuegos
que haría cuanto estuviese en mi mano por ayudarles.
La vizcondesa desapareció unos instantes en la estancia vecina, para regresar de inmediato con un pequeño cofre que colocó sobre la mesa.
—Esto es todo lo que poseo —dijo—. Lo único que es absolutamente mío, puesto que son las joyas que heredé de mi madre. El resto pertenece a mi esposo y no pienso tocarlo. —Abrió el cofre y permitió que observara su contenido—. Le agradecería que las empleara en conseguirme pasaje a bordo de una de esas naves, y todo aquello que considere que puede serme de utilidad a la hora de emprender una nueva vida al otro lado del mar.
—Lo considero un empeño totalmente desaconsejable, señora —fue la sincera respuesta—. La mayoría de los pasajeros de esos buques son soldados, aventureros de baja estofa, o pobres villanos deslumbrados por el espejismo del oro. Su compañía no es la ideal para una dama.
—A mí ya no puede considerárseme una dama —sentenció ella con naturalidad—. Dejé de serlo hace año y medio.
—¿No sería preferible que yo lo buscase y lo enviase de regreso? En cinco o seis meses podrían reunirse en alguna parte.
—¡Demasiado tiempo! —Indicó con un ademán de la cabeza hacia fuera—. Desde que vi esas naves y sé que se encaminan hacia donde está, hasta las horas se me hacen infinitas. —Extendió el brazo sobre la mesa y colocó su mano sobre la del converso—. ¡Se lo suplico! —rogó—. Ayúdeme a embarcar.
—Es una locura.
—¿Acaso no se ha dado cuenta de que estoy loca?
—Agitó la cabeza negativamente—. Loca sí, pero no ciega. Me consta que aquí, en Europa un amor como el nuestro jamás tendría futuro porque son demasiadas las cosas que nos separan. Mi única esperanza estriba en que allí, en ese fantástico «Nuevo Mundo» del que todos cuentan extrañas maravillas, dos seres en apariencia tan dispares no lo sean tanto en realidad.
El intérprete real permaneció un largo rato con los penetrantes ojos clavados en aquel sereno rostro de indescriptible belleza, aunque ausente y con la mente en algún lugar que se encontraba sin duda muy lejos de allí.
—Muchas cosas portentosas he visto en estos últimos tiempos —musitó al fin—. Desde el doloroso éxodo de todo un pueblo condenado a vagar sin rumbo por el resto de la eternidad, al descubrimiento de fabulosas tierras y gentes extrañas más allá del mayor de los océanos. Pero ninguna, ¡ninguna!, comparable a la intensidad de vuestro amor —asintió convencido—. Contad conmigo, señora. Jamás podré sentirme tan orgulloso de nada, como del hecho de convertirme en vuestro protector hasta que os ponga en manos de
Cienfuegos
.
—¿Cuando zarparán las naves?
—Eso únicamente el almirante lo sabe, pero el doce de octubre se cumple el aniversario del día en que pisamos por primera vez la isla de Guanahaní y no me extrañaría que eligiese una fecha tan señalada para emprender la marcha.
—No podemos perder tiempo entonces.
—No, desde luego. Pero no os inquietéis: hablaré con «maese» Juan de La Cosa, que también aprecia mucho a
Cienfuegos
y manda ahora una de las naves. Estoy convencido de que se brindará a ayudarnos. —Se dispuso a marchar—. Os mantendré al corriente.
Ella le indicó con un ademán de la cabeza el cofre que descansaba sobre la mesa:
—¡No lo olvidéis! —rogó—. Me consta que sabréis sacarle mejor provecho que yo.
Efectivamente, Luis de Torres sabía cómo hacerlo, ya que en lugar de malvender las joyas en la isla como hubiera hecho cualquier otro, se las ofreció como garantía a uno de los prestamistas que iban a bordo; un judío mallorquín llamado Fonseca que trabajaba en realidad para el todopoderoso Santángel, banquero de los Reyes y del propio almirante.
Con parte de lo obtenido compró semillas frescas, patos, conejos, gallinas, y cinco jóvenes cerdas recién preñadas, porque el astuto converso abrigaba el absoluto convencimiento de que la mayoría de los colonizadores que se habían embarcado en Cádiz con la absurda ilusión de que al poco de llegar estarían nadando en oro, acabarían cultivando la tierra y criando ganado, ya que él sabía, mejor que nadie, que el fabuloso cuadro de riquezas que Colón había pintado y que deslumbraba a los soñadores no se ajustaba, ni remotamente, a la auténtica realidad de lo que existía allende el océano por mucho que fuera el entusiasmo que demostraran todos en aquellos momentos.
Ese revuelo causado por la presencia de la escuadra más numerosa que había surcado nunca las aguas del archipiélago canario, y el acopio de víveres, hombres y armas que se estaba llevando a cabo en las islas, no pudo a la larga pasar inadvertido ni siquiera a quienes se encontraban luchando contra los últimos guanches de Tenerife, y por ello, en cuanto el capitán León de Luna tuvo noticias de que las naves de Colón se encontraban de nuevo en La Gomera, emprendió de inmediato el regreso a «La Casona».
Su actitud al enfrentarse a su esposa no permitía albergar dudas con respecto a la firmeza de su decisión.
—Si intentas embarcar, te mato —dijo—. Y para evitar mayores males, permanecerás en tu habitación hasta que el último barco haya zarpado.
—Cuando ese último barco se aleje, no tendrás que molestarte en matarme —fue la seca respuesta—. Lo haré yo.
—Lo dudo. Te conozco y me consta que tus principios religiosos te impiden suicidarte, pero aunque lo hicieras, no me importaría. Prefiero saberte muerta que fornicando con ese animal de las montañas. ¡Dios! —exclamó fuera de sí—. ¡Cuánto daría por arrancarte de una vez por todas de mi mente! ¿Cómo es posible que aún te ame despreciándote tanto? ¡Vete! —ordenó—. Enciérrate en tu dormitorio porque te juro que si continúas aquí no respondo de mis actos.
Cuando al día siguiente el desprevenido Luis de Torres acudió con aire satisfecho a «La Casona», a comunicarle a la vizcondesa de Teguise que «maese» Juan de la Cosa accedía a cederle su camarote de capitán en honor a su vieja amistad con el gomero, fue para enfrentarse al desagradable espectáculo de un hombre furibundo que amenazaba con colgarle del torreón si volvía a sorprenderle merodeando por su casa.
El converso, que tras su enfrentamiento con Colón no ejercía ya funciones de intérprete real, sino que viajaba a titulo personal, comprendió de inmediato que aquel energúmeno se mostraba más que dispuesto a cumplir unas amenazas contra las que no podía protegerse, por lo que optó por regresar al barco preguntándose desconcertado qué diablos podría hacer ahora con veinte sacos de semillas, cuatro inmensas cerdas y doce jaulas de escandalosas gallinas.
—Si yo fuera el vizconde, os hubiera cortado en rodajas —señaló convencido Juan de la Cosa cuando le relató lo ocurrido—. Que te toquen a una mujer como la que describe es como para que se te lleven los demonios.
—Ella no le ama.
—Pero es su esposa. Debe ser muy triste que mientras te estás jugando la vida tratando de civilizar a unos salvajes, te roben lo que es tuyo. Si al volver a casa me encuentro a mi mujer liada con un pastor de cabras, lo despellejo vivo. —Meditó unos instantes y arrugó la nariz con un cómico gesto—. Aunque en mi caso supongo que se trataría de un pastor de vacas; mi mujer pesa una arroba.
—Prometí que la ayudaría.
—¿A quién?
—A los dos. —Se encogió de hombros—. El es el hijo que me hubiera gustado tener, y ella la mujer con la que hubiera deseado casarme. Y no me siento en absoluto un sucio judío proxeneta, sino alguien que intenta reunir a dos seres que se aman como nunca creí que nadie pudiera amarse.
—Dejadlo como está, y seguirá siendo hermoso para siempre. —El marino abrió las manos en un gesto que pretendía demostrar su escepticismo—. Si llegan a encontrarse, dentro de un par de años estarán arrepentidos. La mayoría de las veces un buen recuerdo es siempre preferible a una mala realidad…
Tres días más tarde, exactamente el doce de octubre de 1493, su Excelencia el almirante don Cristóbal Colón, mandó levar anclas, y una tras otra la totalidad de las naves izaron sus velas y comenzaron a alejarse rumbo al Sudoeste.
Desde el balcón de su dormitorio, Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise, las contemplaba.
Desde la ventana del torreón, el capitán León de Luna la observaba a su vez preguntándose qué estaría cruzando en esos momentos por su mente.
Cuando la última vela desapareció tras La Punta de la Gaviota y no abrigó duda alguna de que la escuadra había emproado mar abierto empujada por un fresco viento del Nordeste que le dificultarían enormemente cualquier intento de volver atrás, atravesó con paso decidido el inmenso caserón, penetró en la estancia en que la alemana permanecía absolutamente inmóvil recostada en un ancho butacón, y tras cerrar con llave la puerta a sus espaldas, ordenó secamente:
—¡Desnúdate!
Ella se limitó a obedecer en silencio para quedar en pie en el centro del dormitorio, tan quieta y fría como una estatua de mármol.
El vizconde giró muy despacio a su alrededor como si fuera la primera vez en su vida que contemplaba aquel cuerpo admirable hasta que, de una brusca patada, lanzó el vestido por el abierto balcón.
—De ahora en adelante vivirás como un animal, que es lo que eres. —Se encaminó al gran armario para arrojar todo lo que encontraba al gran jardín central—. Te quedarás aquí, desnuda, hasta que pidas perdón y jures que has olvidado por completo a esa maldita bestia.
Gritó a los criados que no tocaran las ropas que el viento comenzaba a desperdigar sobre la hierba y los rosales, y abandonó la estancia dejando a la mujer llorando mansamente.
Pero Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise, no lloraba por la humillación que acababa de sufrir, sino por el hecho de que las naves se habían perdido en el horizonte y, probablemente, pasaría otro año antes de que una nueva expedición emprendiese el anhelado camino del Oeste.
A medianoche robaron una bombarda.
El descubrimiento de que alguien podía deslizarse en el interior del «fuerte» y cargar con tan pesado armatoste incluidas cureña, pólvora y municiones, no sólo hizo montar en cólera al gobernador, sino que le obligó a tomar conciencia una vez más de la evidente debilidad de su posición, y de que, llegado el momento, apenas podría oponer resistencia a sus enemigos, cualesquiera que éstos fuesen.
Su primera intención fue armar a sus hombres y encaminarse directamente al campamento de los rebeldes exigiendo la inmediata devolución del arma, pero Pedro Gutiérrez le hizo notar que, probablemente, el
Caragato
le recibiría a cañonazos.
—¿Qué propones entonces?
—Negociar —fue la convencida respuesta—. A estas alturas la única opción que nos queda es negociar. O presentamos un frente unido, o dentro de una semana estaremos todos muertos.
—¿Me estás pidiendo que ceda el mando? —se asombró Don Diego de Arana—. ¿Precisamente tú?
—Cuando regrese el almirante habrá llegado el momento de recuperarlo —replicó astutamente el otro—. Y si no regresa, poco importará quién gobierne sobre un montón de cadáveres.
—Lo pensaré.
—No le queda mucho tiempo para pensar.
La respuesta fue agria y sin opción a la respuesta.
—¡He dicho que lo pensaré y basta!
El repostero real, envejecido en pocos días y perdida toda su estúpida arrogancia ante la cada vez más notoria evidencia de un catastrófico final, se encaminó cabizbajo a la cabaña de «maese» Benito de Toledo, en la que se dejó caer sobre un banco visiblemente abatido.
—Morir por un ideal es una cosa; morir por que no queda más remedio, otra distinta, pero morir por culpa de la estupidez ajena se me antoja de imbéciles.
—Pues sí que has tardado en darte cuenta… —le hizo notar el maestro armero—. Tú siempre has sido de los que con más apasionamiento defendías al gobernador.
—Y aún lo defiendo —admitió el otro sin dejar de contemplarse las destrozadas botas por cuyas puntas le asomaban los dedos—. Sigue siendo la única autoridad legalmente establecida, pero no soy tan lerdo como para no darme cuenta de que en estos momentos el
Caragato
se ha hecho con el poder.
—¿Y tú prefieres el poder a la autoridad?
—Supongo que ése es un dilema que a menudo se le presenta al ser humano. ¿O no? —Se volvió a
Cienfuegos
que acuclillado en un rincón de la estancia se limitaba a escuchar en silencio fumando uno de aquellos gruesos cigarros de los que ya parecía incapaz de prescindir—. ¿Te queda alguno? —quiso saber.
El muchacho asintió alargándole el pequeño cesto de mimbre en que Sinalinga acostumbraba guardárselos bien envueltos en hojas de plátano, e inquirió a su vez.
—¿Piensa unirse al
Caragato
?
—¡No! —fue la firme respuesta—. Eso nunca; me mantendré junto al gobernador pase lo que pase, pero creo que debe ser él quien salve la situación. —Alzó el demacrado rostro hacia «maese» Benito y casi imploró abiertamente—. ¿Por qué no intenta convencer al
Caragato
para que lleguen a algún tipo de acuerdo aceptable por ambas partes?
—Porque ya lo he intentado y no escucha. Está convencido de que lleva las de ganar.
—¿Ganar qué? ¿Qué ganancia hay en la muerte de treinta hombres?
Fue la incontestable lógica de aquella pregunta, lo que impulsó al joven isleño a encaminar aquella misma tarde sus pasos hacia las cuevas de los rebeldes, para enfrentarse al timonel asturiano que se encontraba enfrascado en una animada partida de naipes.
—¡Hombre! —exclamó el
Caragato
con gesto exageradamente alborozado—. ¡Mira quién está aquí: el hijo pródigo. ¿Vienes a unirte a nosotros?
—No —replicó el pelirrojo suavemente tomando asiento sobre una roca—. Sabes bien que no me presto a esas cosas. Pero me gustaría intentar hacerte comprender que por este camino pronto estaremos todos en las tripas de los tiburones. Eso es lo que he oído que piensan hacer con nosotros: arrojarnos desde lo alto de la roca y ver cómo nos destrozan a dentelladas.
—¿Quién? —rió el de Santoña—. ¿Los salvajes? ¡Vamos
Guanche
, no seas estúpido! En cuanto me líe a cañonazos pierden el culo montaña arriba.
—¿Estás seguro? —replicó el gomero dirigiéndose más a los presentes que a su interlocutor—. ¿Tienes idea de cuántos guerreros están a punto de llegar? Yo te lo diré: dos mil. ¡El mismísimo Canoabó viene hacia aquí con dos mil hombres armados de arcos, flechas, lanzas y mazas de piedra! ¿Crees de verdad que podrás matarlos a todos?