El
Caragato
arrugó la nariz en lo que pretendía ser una sonrisa irónica y que le confería aquella extraña expresión que le había valido su apodo.
—Soy el único que puede evitar que se los coman crudos sin pedirle permiso ni al virrey, ni a los Reyes, ni a Dios —dijo—. Y si me vuelvo a mi cueva se los comerán.
—¿Y no te importa poner en peligro a tus hombres?
—Ellos están de acuerdo. —Su expresión cambió y sus ojos relampaguearon fugazmente—. Yo nunca tuve una prima que se acostara con almirantes, ni nadie que me enseñara más que a morirme de hambre, pero ahora el destino me ha ofrecido la oportunidad de hacer algo importante, y no pienso dejarla pasar. Esos salvajes y esos campos están aguardando a que alguien se apodere de ellos y los ponga a trabajar y producir riqueza. —Se golpeó el pecho con el dedo índice repetidas veces—. ¡Yo lo haré!
—¿Con qué derecho?
—Con el único que ha existido desde que el mundo es mundo: la fuerza.
—¿Fuerza? —se asombró el gobernador estupefacto—. ¡Ni incluso todos juntos estaríamos en condiciones de plantarles cara con una mínima esperanza de salvación, y tú hablas de fuerza! ¡Dios bendito! Estás loco. Completamente loco.
—Es posible —admitió el otro—. Pero el problema estriba en que yo soy un loco dispuesto a morir, mientras que usted es un cuerdo aterrorizado. —Rió de nuevo—. ¿Quién tiene más que perder?
Don Diego de Arana se puso pesadamente en pie y, moviendo la cabeza de un lado a otro, observó atentamente a su interlocutor.
—Cuando estemos tendidos cara al cielo con el corazón atravesado por una lanza, todos habremos perdido lo mismo,
Caragato
: la vida, que es lo único que en verdad nos pertenece.
El viejo
Virutas
penetró una calurosa y pesada tarde de agosto en la choza de «maese» Benito de Toledo que roncaba sobre su mesa de trabajo para agitarle violentamente obligándole a abrir los cansados ojos.
—¡Despierta, Beni! —ordenó—. Busca al
Guanche
y espérame en el cementerio dentro de media hora.
—¿Para qué? —gruñó el maestro armero con voz pastosa—. ¿Qué diablos pasa?
—No hagas preguntas y date prisa. Es muy importante. —Se dirigió a la salida, pero antes de abandonar la estancia, añadió—: Y procura que nadie te vea.
Se esfumó en el aire y el toledano tuvo que hacer un supremo esfuerzo para no volver a reclinarse sobre la mesa y recuperar el perdido placer del apacible sueño, poniéndose al fin en pie y encaminándose a la cabaña de Sinalinga donde le pidió al adormilado
Cienfuegos
que le acompañara.
—¿Para qué? —fue de igual modo la pregunta del cabrero.
—No tengo la menor idea, pero si el
Virutas
dice que es importante, debe serlo.
Minutos después se reunían con el arrugado carpintero en el escondido cementerio en que descansaban Salvatierra, Simón Aguirre y «Gavilán», para alejarse luego sigilosamente hacia el Nordeste.
En un determinado momento tuvieron que ocultarse entre la maleza dejando paso a una docena de indígenas fuertemente armados que se encaminaban al poblado de Guacaraní, para continuar más tarde por un caminillo que bordeaba la punta de la ensenada y descender a una especie de cala diminuta que formaba casi una laguna de aguas muy limpias.
El anciano lanzó un corto silbido.
Al poco, unos matojos se agitaron, apartándose, para dejar a la vista la entrada de una cueva que nacía casi al borde del mar y la greñuda cabeza de Quico
el Mudo
hizo su aparición sonriendo bobaliconamente.
Penetraron, el mudo volvió a cerrar a sus espaldas, y cuando al fin consiguió acostumbrar los ojos a la penumbra del lugar viniendo de la violenta luz exterior, el canario no pudo por menos que lanzar una corta exclamación de asombro:
—¡Carajo! ¿Qué diablos es esto?
Cándido Bermejo, uno de los calafates de la
Marigalante
que se encontraba revolviendo en esos momentos un caldero puesto al fuego del que surgía una agria pestilencia que se agarraba a la nariz, alzó el rostro y le miró con sorna:
—Lo que parece: un barco.
Era efectivamente un remedo de barco de unos ocho metros de eslora que llenaba casi por completo la alta caverna, y aunque resultaba evidente que había sido construido toscamente y con escasos medios, presentaba un aspecto sólido y fiable, con gruesas cuadernas y anchas tablas a punto ya de ser recubiertas de pez y brea.
—¡Vaya! —masculló el toledano mientras giraba en torno a la embarcación estudiando detenidamente hasta su más mínimo detalle—. Ahora entiendo por qué nunca os veía el pelo por el «fuerte». ¿Cuánto tiempo lleváis en esto?
—Casi dos meses —replicó el viejo
Virutas
—. Fue idea de Lucas que se escondió aquí. Quería largarse llevándose a esa putita, y cuando lo colgaron nos pareció que no sería mala idea acabar el trabajo. —Hizo una corta y significativa pausa y añadió—: Cinco o seis hombres con cojones serían capaces de volver a España en una nave como ésta.
—España está muy lejos.
—Y Canoabó muy cerca.
El maestro armero observó a los tres hombres que parecían estar pendientes de su aprobación e inquirió adustamente:
—¿Por qué nosotros?
—Tú, porque eres amigo mío y además puedes facilitarnos algún material que nos falta, y éste porque es fuerte, trabaja duro y es de fiar. —Sonrió—. Aquí, si excluyes a la gente del
Caragato
, no queda mucho donde elegir.
—Entiendo —admitió «maese» Benito—. Pero ninguno de nosotros sabe gran cosa de navegación. Necesitaríamos un piloto.
—Hay tres posibles candidatos, pero no nos merecen confianza y preferimos tomar la decisión cuando se den cuenta de que no les queda más opción que embarcarse o morir.
—¿Tú también crees que es así: que esto se acaba?
—Tan sólo alguien tan ciego como el
Caragato
no lo vería. Es sólo cuestión de tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
Cándido Bermejo interrumpió un instante su labor y se volvió al pelirrojo que era quien había hecho la pregunta.
—Eso eres tú quien mejor debería saberlo,
Guanche
. Te entiendes con ellos y Sinalinga está loca por ti. —Hizo una pausa—. Si quieres, la llevamos, pero nos tiene que proporcionar comida para el viaje. Va a ser una travesía muy larga.
—Espera un hijo.
—Ya nos hemos dado cuenta, pero no sería el primer niño que nace en alta mar. —Le miró fijamente a los ojos—. ¿Realmente no tienes idea de cuándo piensan atacar?
—Ni siquiera sé si atacarán. Las bombardas y los arcabuces les aterrorizan, y a veces tengo la impresión de que lo único que pretenden es asustarnos para que nos vayamos. Saben que una lucha abierta les costaría muchas vidas y son gente pacífica.
—¿Canoabó también?
—No podría decirte si es que Guacaraní le está utilizando para que monte una comedia, o es que se toma todo el tiempo del mundo para no dar un paso en falso. —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. Al fin y al cabo, a menudo me cuesta trabajo averiguar incluso lo que piensa Sinalinga.
—Sea como sea —sentenció
Virutas
dando por concluido el tema—. Lo mejor sería regresar a casa. —Se volvió al toledano— ¿Vienes con nosotros?
El aludido meditó unos instantes y al fin asintió al tiempo que se encogía de hombros con cierta indiferencia:
—Nadie me espera en casa, pero iré.
La pregunta iba dirigida ahora a
Cienfuegos
:
—¿Y tú?
—Si prometes llevarme a Sevilla, lo pensaré.
—¡Qué Sevilla, ni Sevilla, cojones! —intervino el hosco calafate—. Menuda perra tiene éste con Sevilla. Iremos adonde nos lleve el viento, que ya es pedir bastante. ¡Será bruto! —Se volvió furibundo al
Virutas
—. Te advertí que este guanche de mierda nos rompería los huevos.
—¡Tómatelo con calma! —fue la paciente respuesta del carpintero—. Enfadarse no conduce a nada. —Se volvió al canario—. ¡Escucha, chaval! —señaló— Me caes bien y me consta que eres un tipo válido, pero tienes más serrín en la cabeza que yo en los pulmones. No te imagines que porque vayas a ser padre de un mestizo te van a perdonar la vida esos salvajes. El tiempo apremia y si tienes algún interés en salvar tu joven pellejo y tu linda cabellera, decídete de una vez: ¿vienes o no vienes?
El gomero dudó; observó uno por uno a los presentes, le dio luego una violenta patada a la embarcación como si estuviera tratando de comprobar su fortaleza, y asintió con desgana.
—¡De acuerdo! —dijo— Pero si el gobernador y el
Caragato
deciden olvidar sus rencillas y plantar cara a la gente de Canoabó, me quedo, porque marcharme en ese caso sería tanto como desertar.
—¡Muchacho! —le hizo notar el
Virutas
—. Puedes jurar por tu alma que, en ese caso, nos quedaríamos todos.
Esa noche, de regreso a la cabaña y al advertir que le resultaba imposible concentrarse en el estudio, «maese» Benito inquirió en tono paternal:
—¿Continúas pensando en el niño? —Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: Haz caso a un viejo al que lo único que le queda en esta vida es experiencia. Si fueras un hombre rico al que le aguardan una casa y una existencia cómoda en España, te animaría a que te lo llevaras, corriendo el riesgo de enfrentarte a la sociedad, pero en este caso su desnudez de aquí es preferible a los harapos de allí. Más vale la ignorancia a la miseria.
—Probablemente tiene razón —admitió el pelirrojo—. Pero es lo único auténticamente mío que he tenido nunca.
—Las personas no son objetos, hijo. Te lo dice alguien que lo aprendió demasiado tarde. Tú ya le has dado lo mejor que puede darse: la vida, y lo único que te queda por hacer es llevarle para siempre en tu corazón porque no tienes la culpa de que las circunstancias te aparten de él.
—Eso no me consuela.
—De acuerdo —admitió en tono desabrido el maestro armero—. Pero nos encontramos en el culo del mundo viendo cómo todo se desploma a nuestro alrededor, y tal vez pronto nos conviertan en picadillo, y te juro que tengo mil cosas más importantes que hacer que consolarte. —Le indicó con un gesto la salida—. Así que lárgate e intenta averiguar las intenciones de esa pandilla de salvajes.
Pero resultaba muy difícil obtener respuesta alguna de Sinalinga, de la que podría creerse que se encontraba atenta únicamente a su próxima maternidad, y a tratar de hacerle la vida lo más agradable posible al isleño, como si ignorase —o se esforzase por ignorar— la incontestable evidencia de que un sinfín de confusos acontecimientos estaban teniendo lugar en torno suyo.
Su hermano Guacaraní, máxima autoridad de la tribu y sin cuyo consentimiento nadie osaba tomar decisiones, parecía haberse esfumado, y su otro hermano, Guarionex, se pasaba la vida intrigando mientras los guerreros del temido Canoabó se habían convertido en dueños y señores de un poblado en el que nunca habían sido vistos con buenos ojos. Calladas voces susurraban palabras de venganza y muerte, y un miedo tan espeso que casi podía palparse y emitía un aroma aún más denso que el de la guayaba se extendía por la selva.
—Pronto nacerá, será niño y se parecerá a ti… —era cuanto la muchacha decía.
—¿Crees que Canoabó me dará oportunidad de conocerle? —inquiría entonces el gomero en su afán por sonsacarle—. Lo más probable es que decida cortarme el cuello antes de la próxima luna.
—Nadie se atreverá a tocarte —se limitaba ella a responder serenamente.
—¿Por qué?
—Porque eres el padre de mi hijo.
—¿Y a mis amigos qué les ocurrirá?
—Nada tengo que ver con ellos.
—Pero yo sí, y si sabes algo deberías decírmelo.
—No sé nada. No quiero saber nada. Y si lo supiera, no te lo diría. Son unos salvajes que amenazan a mi pueblo.
Se encerraba luego en un hosco mutismo, y resultaban inútiles las súplicas de
Cienfuegos
, porque podría creerse que Sinalinga había desterrado de su mente al resto de los españoles y actuaba como si no existieran y no alzaran los muros de su maltrecho «fuerte» a tiro de piedra de su choza.
Una lluviosa tarde de finales de setiembre tomó sin embargo de la mano al isleño y lo condujo por los intrincados senderos de la selva hasta una amplia y escondida cabaña de lo más profundo de la espesura en la que había ido almacenando víveres para una larga temporada.
—Pronto llegará el hambre porque tu gente come demasiado y nuestra tierra no produce suficientes alimentos para todos. —Su tono de voz cambió volviéndose un tanto oscuro y misterioso—. Este será nuestro refugio y si lo peor ocurre, aquí estaremos juntos para siempre.
—¿Qué puede ocurrir? —inquirió el canario visiblemente inquieto—. ¿Qué es lo que sabes?
—Yo no sé nada —fue la evasiva respuesta—. Pero pueden ocurrir cosas. ¡Muchas cosas!
A principios de octubre la nueva escuadra de su Excelencia el almirante Don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, fondeó frente a San Sebastián de La Gomera y casi inmediatamente Luis de Torres acudió a visitar a la vizcondesa de Teguise, quien le recibió en el salón principal de «La Casona», aprovechando que su esposo había acudido a la vecina isla de Tenerife en auxilio de un grupo de españoles que se encontraban cercados por los hombres del irreductible «Mencey» de Taganana.
El intérprete real de ojos de águila quedó desde el primer momento prendado de la exquisita belleza y la dulzura de la joven alemana, y a la vista de aquella extraordinaria mujer comprendió las razones de la continua ansiedad del joven
Cienfuegos
, que jamás pareció desear otra cosa en esta vida que volver a su lado.
—Hábleme de él —fue lo primero que pidió Ingrid Grass, al tener conocimiento de quién era y la amistad que le unía al hombre que amaba—. Hace ya tanto tiempo, ¡más de un año!, que no le veo.
—Cuando le dejé se encontraba estupendamente —señaló el converso—. Más alto y más fuerte aún que cuando embarcó, porque el mar y las aventuras le han sentado muy bien. Es un muchacho —dudó—. Bueno…: un hombre, magnífico.
Ella le observó atentamente y por último sonrió apenas, más con los ojos que con los labios.
—Imagino que se preguntará cómo es posible que una dama de mi edad y mi condición pueda mantener una relación tan intensa con alguien de quien le separan tantas cosas, pero para que no se llame a engaño y sepa desde un principio cuál es mi actitud, deseo aclararle que estoy decidida a renunciar a todo, incluso la vida, por encontrarle. Nada; nada en absoluto: ¡ni el dinero, ni la posición social, ni la estima de quienes me conocen, me importan en lo más mínimo frente al hecho de volver a verle…