Cienfuegos (24 page)

Read Cienfuegos Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

BOOK: Cienfuegos
7.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Maese» Benito de Toledo, que junto al viejo
Virutas
había pasado la noche jugando al ajedrez con el condenado por expreso deseo de éste, se limitó a santiguarse; encaminándose cabizbajo hacia su cabaña, a cuya puerta se encontraba un desmoralizado
Cienfuegos
, al que se diría que la precipitada sucesión de acontecimientos conseguía desorientar en muchos aspectos.

—¡Qué diablos! —masculló—. Al paso que llevamos, cuando regrese el almirante no va a quedar quien le cuente lo ocurrido.

—¿Te sorprende? —se limitó a inquirir en tono fatalista el maestro armero—. Yo nunca lo he dudado. Te dije que lo peor de la naturaleza humana es que es capaz de cargar con sus defectos por muy lejos que vaya y ningún entorno consigue afectarla seriamente. Siempre he sabido que no es cierto que existan un Cielo y un Infierno: dondequiera que el hombre llegue acaba por convertirlo en puro Infierno. Incluso este lugar.

—En ese caso deberíamos habernos quedado al otro lado del océano. —El canario indicó con un ademán de la barbilla a los indígenas que emprendían cansinamente el regreso a su poblado—. ¡Mírelos! —señaló—. Mustios, cabizbajos, asqueados y recelosos. ¡Qué distintos de aquellos que nos ofrecían regalos cuando llegamos! ¿Va a ser así todo cuanto hagamos a este lado del mar?

—Peor, muchacho, no lo dudes. Mucho peor, a no ser que tan sólo permitan embarcarse a los justos, y hoy en día no hay justos suficientes ni para aparejar una almadía. —Sonrió irónicamente—. Y además, los justos no viajan.

—¿Cometimos por lo tanto un error al venir?

—No mayor que el que cometió el Creador al permitir que nos estableciésemos en algún lugar de la Tierra. Dado ese primer paso, ya no hay quien nos pare.

El gomero permaneció un largo rato en silencio, meditando en cuanto el otro acababa de decir, y por último señaló el cadáver que giraba una y otra vez sobre sí mismo a seis metros del suelo.

—¿Por qué cree que lo hizo? —quiso saber—. ¡Matar al pobre Simón por culpa de una golfa!

—Probablemente porque, en cierto modo, lo malo de Lucas es que era medio impotente.

—¿Y eso qué quiere decir? —inquirió el pelirrojo con absoluta inocencia.

El otro le observó de medio lado al tiempo que comenzaba a limar el cebador de un arcabuz.

—Impotente quiere decir que aquello no le funcionaba todo lo bien que le debía funcionar. —Al advertir que el isleño parecía seguir sin entender, añadió bruscamente—: ¡Que no se le empinaba, coño!

—¿Que no se le empinaba? —se asombró el canario—. ¿Cómo es posible?

El armero le observó con detenimiento, como si estuviese tratando de averiguar si pretendía tomarle el pelo, y por último, al advertir la honradez de su expresión, señaló:

—Muchacho… Aunque te cueste creerlo, hay muchos a los que la cosa no nos funciona como quisiéramos. —Tiró a un lado la lima—. Es como cuando acabas de hacer el amor: ¿qué te ocurre?

—Que me entra sed.

—¿Y qué más?

El cabrero hizo memoria y al fin se encogió de hombros.

—¡Pues no sé! —admitió—. ¿Tendría que ocurrirme algo?

—¡Que se te arruga, supongo…! —exclamó impaciente el toledano, aunque al poco le observó con cierta sospecha—. ¿O no?

—¿Por qué? —fue la sincera pregunta a su pregunta.

—Por nada —replicó el otro dándose por vencido—. Pero empiezo a entender a la vizcondesa. —Lanzó un sonoro resoplido—. Bueno, el caso es que Lucas debía ser de esos hombres medio impotentes que tan sólo funcionan con una determinada mujer que les produce un morbo especial.

—¿Eso es amor?

—¡Eso es «encoñamiento», carajo, que no entiendes nada! —fue la desabrida respuesta—. No sé para qué diablos pierdo el tiempo con un tipo tan bestia. Lucas se obsesionó con esa golfa precisamente porque todos se la tiraban, pero al mismo tiempo no quería que se la tirasen porque sabía que eso era lo que en el fondo le excitaba.

El pelirrojo sacudió la cabeza porque tenía la impresión de que le estaban hablando en chino, y por último contemplando de hito en hito a su interlocutor, comentó amoscado:

—Me parece que está tratando de enredarme… Nada es tan complicado como usted lo pinta. Y al fin y al cabo la culpa es de esa guarra que parece una perra en celo. Lo que tendría que hacer Guarionex es molerla a palos.

Muchos en el «fuerte» compartían tal opinión, y de entre ellos el más convencido era sin duda el gobernador Arana, que al día siguiente, y llevando como intérprete al propio
Cienfuegos
, le hizo una visita al cacique Guacaraní para exigir la deportación de Zimalagoa.

—No puedo expulsarla del pueblo —fue la respuesta del indígena, no exenta de un cierto pesar—. Es la mujer de mi hermano.

—¡Es un demonio! —sentenció convencido Don Diego—. Provoca a mis hombres, los mantiene eternamente inquietos y causará nuevas desgracias si continúa rondando el campamento. —Le apuntó severamente con el dedo y se volvió luego al isleño—. Adviértele que si vuelvo a sorprender a esa puta al otro lado del río haré que la quemen por bruja.

—¿Quemarla? —se horrorizó el haitiano al conocer la traducción—. ¿Es que piensa comérsela?

—¡No, desde luego! —se apresuró a tranquilizarle el cabrero—. No somos tan salvajes. Es sólo un castigo.

—Menos salvaje resulta comerse a alguien cuando ya está muerto, que quemarlo en vida —sentenció el nativo—. Pero no estamos aquí para discutir costumbres bárbaras. —Hizo una corta pausa que aprovechó para espantarse las moscas con un abanico de plumas de garza y añadió—: Comunícale a tu Señor que según nuestras tradiciones yo no tengo poder para impedir que cada cual viva donde quiera, pero estoy seguro de que si le regala veinte cascabeles a mi hermano, éste se encargará de romperle una pierna a Zimalagoa para que no moleste más.

El amor de Guarionex por su esposa era muy grande, pero su afición a los cascabeles era aún mayor, y el acuerdo se llevó a feliz término dos horas más tarde, de tal modo que esa misma noche se pudieron escuchar los desgarrados aullidos de la muchacha cuando, con ayuda de un mazo y cuatro vecinos, su marido le quebró la pierna izquierda por debajo de la rodilla.

—Si lo hubiera hecho en su momento se habrían ahorrado dos vidas humanas —fue el feroz comentario del maestro armero—. Y si yo hubiera hecho lo mismo con la mía, aún seguiría en mi hermoso taller con las ventanas abiertas sobre el Tajo.

—¿Echa de menos España? —inquirió
Cienfuegos
.

—Echo de menos Toledo. Eso de España no es más que una macabra invención. En Toledo vivíamos todos juntos y en paz: moros, judíos, conversos y cristianos.

Nos agruparon bajo ese nuevo nombre, dicen que para unirnos en una sola nación, y lo único que consiguieron fue dividirnos.

—Si le oye el gobernador le colgará junto a Lucas —le advirtió el pelirrojo.

—Ese cretino de lo único que tiene que preocuparse ahora es de que no lo cuelguen a él.

Como solía ocurrir con notable frecuencia, «maese» Benito de Toledo tenía razón, ya que la muerte del rubicundo artillero había acabado por exacerbar los ánimos de los descontentos, que constituían un nutrido grupo decidido a implantar sus reales en las calas y cuevas más alejadas de la bahía, hasta el punto de que raramente acostumbraba vérseles en el poblado o en el interior del «fuerte».

Constituían una especie de «república» al margen de la autoridad del gobernador, que prefería no obstante fingir que ignoraba lo que estaba ocurriendo, pese a que resultaba evidente que apenas una docena de hombres obedecían aún sus órdenes o le reconocían como autoridad indiscutible.

En realidad, era ya muy poco lo que Don Diego podía ofrecer a los diezmados supervivientes del naufragio, puesto que las provisiones que el almirante dejara en tierra se habían agotado hacía meses, el fortín ofrecía aún menos garantías de seguridad que las grutas de los acantilados, y las vetustas bombardas resultaban de escasa utilidad, toda vez que el único hombre que realmente sabía utilizarlas se pudría al extremo de una cuerda como un inmenso péndulo que ni siquiera sombra estable proporcionaba.

El futuro de la colonia se presentaba, por tanto, incierto a todos los efectos, puesto que de un lado se encontraban los considerados «realistas», cada vez más escasos y reaccionarios, de otro los «republicanos» o «anarquistas» partidarios de la ruptura total con la metrópoli, y en el centro una serie de pesimistas espectadores convencidos de que semejante división de fuerzas tan sólo traería aparejado un progresivo y acelerado debilitamiento de sus fuerzas ante el auténtico enemigo común: unos nativos que parecían permanecer eternamente a la expectativa.

—«Divide y vencerás», se ha dicho siempre —comentó «maese» Toledo la noche en que se cumplían nueve meses de la catástrofe de la
Marigalante
—. Pero con los españoles esa máxima no sirve: ya nos dividimos nosotros mismos sin que nadie tenga que esforzarse en conseguirlo.

—¿Por qué? —quiso saber el isleño— ¿Por qué nos comportamos siempre de una forma tan absurda?

—Porque somos el único pueblo capaz de aceptar que es preferible el vicio propio a la virtud ajena, y vale más algo mal hecho a solas que bien hecho entre varios.

—¿Y usted no piensa tomar partido?

El obeso maestro armero sonrió con picardía al tiempo que guiñaba un ojo a su alumno:

—Algún día aprenderás que una de las principales características de nuestro exacerbado partidismo, es la desmedida afición que tienen muchos de hacer gala de no tomar nunca partido —rió divertido—. Yo soy de ésos.

—Con frecuencia aprendo muchas cosas con usted —replicó el canario con su peculiar sinceridad—. Pero debo admitir que en ocasiones no me entero de nada.

Era cierto, y seguiría siéndolo durante mucho tiempo, ya que a pesar de que el pelirrojo cabrero hiciese a menudo gala de una especial viveza mental hasta el punto de haberse convertido en el mejor intérprete de la colonia y quien con más rapidez se había habituado a las gentes, las costumbres, el clima y el paisaje del «Nuevo Mundo», había otras muchas cosas —en especial cuanto se refiriese al comportamiento de sus compatriotas— que escapaban por completo a su capacidad de entendimiento.

Se mantenía por lo tanto siempre al margen de los acontecimientos políticos que se estaban desarrollando a su alrededor, atento únicamente a la evolución del embarazo de Sinalinga, y a su cada vez más satisfactoria adaptación a un medio que en cierto modo le recordaba a su Gomera natal.

Cada vez más a menudo se aventuraba a solas por las altas montañas que se alzaban a espaldas del poblado indígena, aprendiendo así a desenvolverse entre la espesa maleza de una selva densa y casi impenetrable, estudiando sus peligros, evitando sus asechanzas, y haciéndose una idea cada vez más nítida del lugar en el que les habían abandonado.

—Es una isla —señaló al fin ante la insistencia del gobernador—. Con todos mis respetos hacia la opinión del almirante, esto es una isla, al igual que lo era Cuba. Grande, pero isla.

—¿Acaso pretendes saber más que el almirante?

—Tan sólo creo que el almirante no dispuso de tiempo para sacar conclusiones. He subido hasta el pico más alto de esa sierra y he hablado con los habitantes de la otra vertiente. Al sur, está el mar… Y al este, y al oeste… Si esto no es una isla, yo no soy gomero.

Don Diego de Arana podía ser un inepto al que le quedaba grande el pomposo título de Gobernador de La Española, pero no era absolutamente imbécil, por lo que llegó a la conclusión de que, pese a correr el riesgo de atraer sobre su cabeza las iras de quien le había obligado a jurar que se encontraban ya en la tierra firme, debía admitir que las apreciaciones de aquel nefasto cabrero, analfabeto y medio tonto, le merecían más crédito que las de su Excelencia el Virrey de las Indias.

—¿Qué le diremos a Don Cristóbal cuando regrese?

—inquirió inquieto al reunirse de nuevo a solas con su fiel Pedro Gutiérrez—. Si todo esto son islas podemos encontrarnos a mil leguas del Cipango.

—Islas o Cipango, ¿qué más da? —fue la pesimista respuesta—. Lo único que echo de menos es un navío que me devuelva a la patria, o un sacerdote que me ayude a bien morir. ¡Esto se acaba! —concluyó—. Se acaba para todos.

—¿Qué te induce a creerlo?

—Han llegado nuevos guerreros de Canoabó, y Guacaraní se ha ido a las montañas con toda su familia, lo cual a mi modo de ver significa que se lava las manos sobre cuanto va a ocurrirnos por si un día el almirante le pide explicaciones.

Don Diego de Arana pareció comprender que el repostero real tenía razón y las cosas se estaban poniendo mucho más difíciles de lo que nunca llegó a imaginar, por lo que tras meditar toda una larga noche sobre lo comprometido de su posición y las escasas fuerzas que conseguiría oponer a un supuesto ataque indígena, despertó de amanecida a «maese» Benito de Toledo y le pidió que se pusiese en contacto con el
Caragato
a fin de mantener una entrevista en terreno neutral.

En principio, el de Santoña rechazó de plano la oferta temiendo una añagaza, pero ante la insistencia del maestro armero, que se esforzó por hacerle ver el peligro que corrían todos, concluyó por aceptar mantener con Don Diego una «Conferencia en la Cumbre» sobre la arena de la playa, desarmados, y a mitad de camino entre el «fuerte» y las cuevas.

Resultaba en cierto modo patético contemplar a un andrajoso puñado de hombres desparramados en pequeños grupos que observaban desde lejos la inútil conversación que mantenían sus líderes, observados a su vez por más de un centenar de guerreros emplumados que no parecían tener ya empacho alguno en exhibir sus inmensos arcos, sus largas lanzas y sus pesadas hachas de piedra.

—Ahora son cuatro; tal vez cinco contra uno —argumentó el gobernador indicándolos con un ademán de la cabeza—. Pero si continuamos divididos serán diez contra uno y no nos quedará ya esperanza alguna.

—La cosa es muy sencilla —replicó el rijoso timonel calmosamente—. Nosotros nada tenemos que perder, más que la vida, y tal como están las cosas son vidas que valen ya muy poco. Son ustedes, que aman las suyas, los que tienen que ceder.

—¿Ceder en qué?

—En el poder —fue la firme respuesta—. Basta de gobernador y basta de Excelencia. Serán los hombres los que decidan quién debe mandar.

—Eso es imposible. Mi poder viene del virrey, el del virrey de los Reyes, y el de los Reyes de Dios. ¿Quién eres tú, miserable timonel analfabeto, para discutir ese hecho y aspirar a ocupar mi lugar?

Other books

The Dowry Blade by Cherry Potts
Twisted Path by Don Pendleton
Cracked by K. M. Walton
Hunting Witches by Jeffery X Martin
Dying to Tell by Robert Goddard
Hidden by Tara Taylor Quinn