En efecto,
Cienfuegos
parecía haber entablado una afectuosísima relación con la hermosa muchacha de los agresivos pechos, que se mostraba particularmente interesada en despojarle de los pantalones y observar qué era lo que escondía en la parte posterior de su cuerpo, justamente allí donde la espalda cambia de nombre.
El muchacho se defendía como Dios le daba a entender, y eran tales las risas y el alboroto que se traían, que Luis de Torres concluyó por intervenir.
—¿Se puede saber qué diablos haces? —quiso saber—. Un poco de respeto al acto.
—¡Perdone, señor! —fue la tímida respuesta del isleño—: Pero sospecho que esta gente opina que vamos vestidos porque tenemos rabo, y esta loca está intentando comprobarlo.
—¿Rabo? —se asombró el converso—. ¿Qué estupidez es ésa?
—La que alguno de esos graciosos ha insinuado. Con su permiso, señor, creo que se burlan de nosotros.
—¡Pues sí que estamos buenos! —El intérprete meditó unos instantes—. ¡Está bien! —admitió—. Ve detrás de esos matojos, y demuéstrale que no tenemos rabo. No es cuestión de enseñar el culo en público a la media hora de haber pisado tierra.
El muchacho se apresuró a cumplir de buena gana la orden, y poco después la preciosa nativa regresó a poner en conocimiento de sus congéneres que los curiosos extranjeros no ocultaban colas de mono bajo sus calientes ropajes, pero que a tenor de su propia experiencia, lo que escondían resultaba muchísimo más gratificante y divertido.
Más tranquilos en cuanto se refería a la auténtica naturaleza de sus inesperados visitantes, los indígenas cargaron alegremente con las grandes barricas que transportaban las barcas, precediéndoles por un estrecho sendero hasta una hermosa laguna en la que los españoles pudieron abastecerse de un agua fresca y cristalina.
Cienfuegos
y sus compañeros de viaje marchaban como embobados por la portentosa belleza del lugar y la infinita variedad de árboles, plantas y flores allí existentes, algunas de las cuales, en especial las multicolores orquídeas con que las mujeres se adornaban el cabello, resultaban tan llamativas y esplendorosas, que costaba admitir que no fuesen pintadas, y en más de una ocasión tuvieron que detenerse a admirar, fascinados, el prodigioso vuelo de minúsculos colibríes de alas rojizas que libaban de unas flores amarillas, considerándose incapaces de discernir si se trataba en verdad de insectos gigantes o pájaros diminutos.
Eran tantas las aves, y tan variadas y estruendosas, que sus trinos y cantos hacían daño al oído, compitiendo con las risas y las voces de los alegres indios que parecían sentirse los seres más felices del mundo por la presencia de aquellos excitantes y maravillosos hombres de lejos.
De tanto en tanto, alguno de éstos aprovechaba para perderse entre la espesura en compañía de una mujer sin que la aventura pareciese molestar lo más mínimo a los nativos, y no cabía duda de que el entusiasmo que ponían en el empeño unos marinos que llevaban ya más de un mes embarcados, hacía las delicias de sus acompañantes que celebraban la «hazaña» con risas y al parecer picantes comentarios.
—¡Esto es vida!
—¡Bendito sea el almirante que nos supo traer al Paraíso!
—¡A mí no me sacan de aquí ni a tiros!
El rijoso
Caragato
ensayó un sonoro corte de mangas.
—¿Santoña? —exclamó—. ¡Toma Santoña! ¡A buenas horas vuelvo yo!
Fueron días inolvidables; únicos para unos hombres que por lo general no atesoraban en su memoria más que recuerdos de hambre, frío o frustración, y que se sentían auténticamente libres por primera vez en el transcurso de sus miserables existencias, lejos de toda regla de conducta mojigata, disfrutando de los más dulces frutos de la Naturaleza, y las más espontáneas criaturas de esta tierra.
Tan sólo en el alcázar de popa de la
Santa María
Europa estaba cerca; tan sólo en la oscura camareta del almirante las ambiciones y las viejas reglas de juego seguían vigentes, y tan sólo en el cerebro y el corazón del nuevo virrey anidaba el deseo de volver a la mar en busca del Cipango.
¡Oro!
La palabra que tradicionalmente movía a todos, allí movía a muy pocos, porque lo que en aquellos momentos poseían valía más que todo el oro del mundo, pero Cristóbal Colón sabía que al regreso de su viaje tenía que rendir cuentas de su costosa aventura, ya que al partir del puerto de Palos había prometido a muchos que encontraría La fuente de donde nace el oro.
Sin oro su triunfo no merecería reconocimiento alguno, y regresar con unos cuantos salvajes, monos o estridentes papagayos sería tanto como admitir su fracaso, porque el viaje había costado muchísimo dinero y aquellos que lo habían aportado, reyes, banqueros y comerciantes, confiaban en que trajera algo más que palabras grandilocuentes ya que no le habían enviado en busca de un pequeño paraíso de lascivas costumbres, sino en pos del anhelado metal amarillento capaz de justificar por sí mismo las más locas empresas.
—¿Pero dónde estaba ese oro?
Tan sólo en adornos de tan escaso valor que en conjunto no hubieran bastado ni para cubrir la manutención de media docena de grumetes.
—No hemos llegado hasta aquí para que todo se reduzca a comer y fornicar como animales —sentenció toscamente el almirante—. Y si cuanto esta isla ofrece es pecado y molicie, hora es ya de abandonarla en procura de más ambiciosos horizontes.
—¿Qué mayor ambición puede existir que la felicidad que al fin hemos hallado? —replicaron algunos—. ¿Si a Adán y Eva los expulsaron del Paraíso, por qué cometer el error de abandonarlo de forma voluntaria?
Pero el Paraíso privado del almirante Colón no se limitaba a una bellísima isla hecha de amor y risas, sino al reconocimiento por una lejana Corte de que todo cuanto había asegurado era cierto y tenían la obligación de confirmarle como virrey de las tierras en que duermen «Las fuentes de las que nace el oro».
El sueño de «llegar» se había cumplido, pero casi sin transición aquel sueño tan largamente acariciado y por el que había luchado sin descanso durante la mayor parte de su vida, dejaba paso a la perentoria necesidad de convertir esa «llegada» en algo productivo, rentabilizando sus esfuerzos con vistas a un indiscutible triunfo económico, por lo que continuamente atosigaba a Luis de Torres exigiéndole que obtuviese de los nativos más información sobre nuevas tierras y el lugar del que provenía su escasísimo oro.
Pero día tras día el converso se estrellaba contra la incomprensión de unas gentes que apenas sabían hacer otra cosa que reír y juguetear con las pequeñas campanillas que les habían regalado, y que se colgaban de los más insospechados lugares del cuerpo hasta el punto de conseguir que a media tarde y en las primeras horas de la noche, la selva toda vibrase al son de una desenfrenada sinfonía hecha de música, jadeos y dulces lamentos que incluso acallaban los trinos de los pájaros.
El isleño por su parte obtenía sin embargo notables progresos a la hora de entenderse con la joven indígena de los pechos altivos, tal vez debido al desmesurado amor que ésta le demostraba, o tal vez —como opinaba la mayoría—: «Al hecho de que, por ser tan bruto y primitivo como ella, no se le presentaban grandes problemas de comunicación».
La chica, a la que el pelirrojo había bautizado
Alborada
debido a las locas ganas de hacer el amor que mostraba al despuntar el día, consiguió, al fin, tras muchas horas de besos y caricias, dar a entender al canario que más allá de aquella isla existían las grandes tierras de Canibay Magón, de donde de tanto en tanto feroces guerreros acudían a atacarles para comérselos en crueles y macabras ceremonias.
—¿Estás seguro de que es eso lo que ha dicho? —quiso saber el intérprete real cuando vino a comunicarle lo que había conseguido averiguar—. ¿Que esos salvajes son antropófagos?
—Absolutamente —admitió el gomero convencido—. A la tercera vez, y para confirmármelo, me mordió aquí en la pierna. ¡Mire la marca!
En efecto, lucía una clara señal en uno de sus muslos, pese a lo cual el converso se limitó a comentar que probablemente se debería a que la muchacha había calculado mal las distancias errando su auténtico objetivo.
—¡Le repito que es cierto! —protestó el cabrero—. ¡Vienen a comérselos! Caníbales o caribes, les llama ella, y por lo visto son la gente más horrenda y deforme que nadie ha visto nunca. Incluso el contramaestre le parece más guapo.
—Eso sí que ya no me lo creo. ¿Qué dice del oro?
—Que ellos lo tienen.
—¿Mucho?
—Por lo visto sí. Asegura que sus armas, sus adornos e incluso sus escudos son de oro, y que poseen afilados cuchillos con los que abren el pecho a sus víctimas y les arrancan el corazón para devorárselo mientras aún palpita.
—¡Diantres! —se horrorizó el converso—. ¡Eso manda cojones! Al almirante no le va a gustar la noticia.
En efecto, al almirante no sólo no le gustó, sino que incluso se negó a admitir que pudiera ser cierta, ya que ni en los relatos de Marco Polo, ni en los de ningún otro viajero de Oriente de que él tuviera noticias, se hacía mención alguna al hecho de que unos crueles «caribes» o «caníbales» habitasen en las tierras de la India, Cipango o Catay.
—Ese
Cienfuegos
es tonto —fue su seco comentario—. Siempre lo ha sido y lo seguirá siendo hasta que muera. Seguro que lo ha entendido todo al revés.
Luis de Torres abrigaba notables dudas con respecto a tan drástico razonamiento, pero como hasta cierto punto se consideraba íntimamente culpable por el sonoro fracaso de la falta de entendimiento con los indios, no deseaba en modo alguno mantener un enfrentamiento con quien podía considerarse virrey de aquella parte del mundo, y tal vez fuera esa absoluta incapacidad de comunicarse en ninguna de las lenguas consideradas civilizadas, lo que hizo que, de un modo casi inconsciente, don Cristóbal Colón no llegase nunca a considerar a los indígenas como a seres humanos dotados de un alma y un entendimiento en todo semejante al de los europeos.
Al segundo día de su desembarco ya los describía como magníficos y sumisos servidores de los que se podría obtener un gran provecho en un futuro, y poco más tarde, en el momento de tomar la decisión de reemprender la marcha, ordenó que capturaran y trajeran a bordo siete cabezas de macho y tres de hembra para llevarse a España.
—¡Cabezas! —exclamó el canario espantado—. ¿Es que piensa cortarles la cabeza?
—¡No seas bestia! —le riñó el contramaestre—. Los quiere vivos para enseñárselos a los Reyes y que aprendan nuestro idioma.
—¡Pero ha dicho cabezas! —insistió el gomero—. En mi tierra «cabezas» es un término que solamente se emplea para designar ganado. Yo no soy muy listo, pero cuando se trata de personas se habla siempre de hombres y mujeres.
—¡Escucha, guanche! —replicó el vasco con su acostumbrado mal humor—. ¡Me importa un carajo, pues, lo que hagan en tus islas y cómo se expresen! Si el almirante pide cabezas de indios, le traeré cabezas, aunque con todo el cuerpo debajo, desde luego. ¡El sabrá lo que hace!
—A muchas de las gentes de mis islas…, guanches, como usted les llama, se los llevaron como esclavos —señaló el pelirrojo—. Pero siempre creí que esos tiempos habían pasado, y aquí veníamos con otra idea.
—¿Qué idea, chaval? ¡No seas estúpido! Tan sólo existen tres cosas de auténtico valor en este mundo: oro, especias y esclavos. Si hemos llegado tan lejos para no encontrar ni oro, ni especias, ya me explicarás… ¡Al fin y al cabo, son paganos!
Aquél constituyó a buen seguro el primer enfrentamiento del joven
Cienfuegos
con una cruel realidad que habría de acompañarlo a todo lo largo de su vida. Algunos hombres, por el simple hecho de tener distintas costumbres o un idioma y unas creencias diferentes, podían automáticamente dejar de ser considerados seres humanos para pasar a convertirse en esclavos a los que no se les reconocía ningún tipo de derecho. Si los nativos de aquella primera isla que se cruzó en el camino de Colón, en lugar de andar desnudos y hablar en una complicada jerga ininteligible, se hubieran cubierto con una sencilla túnica expresándose en árabe, latín o caldeo, el destino de millones de otros hombres y mujeres semejantes hubiera sido sin lugar a dudas mucho menos doloroso.
Los habitantes de San Salvador o Guanahaní eran gentes sencillas, que andaban desnudas a causa del calor, y a los que ni siquiera podían considerarse idólatras puesto que carecían de cualquier clase de rito o sentimiento religioso. Se limitaban a vivir en absoluta paz consigo mismos y con la Naturaleza, pero fue ese inquebrantable respeto hacia las dos cosas más respetables que Dios había creado: Hombre y Tierra, lo que les acarreó de inmediato el desprecio de quienes como Colón, se suponía que llegaba con la misión de civilizarlos y evangelizarlos preservando sus viejas costumbres.
Ni siquiera una semana duró la luna de miel o el simple equilibrio armónico entre dos mundos que acababan de encontrarse, y lo más triste fue, quizá, que la primera orden de capturar cabezas y reducir a la esclavitud a toda una raza llegó de quien menos motivos tenía para impartirla.
Cristóbal —«el que lleva a Cristo»— Colón eligió desde el primer momento convertirse en virrey de un rebaño de semihombres, en lugar de líder de un nuevo mundo de seres libres, y su nefasto ejemplo marcaría el devenir de una historia que tal vez —¡sólo tal vez!— hubiera podido transcurrir en un futuro por cauces muy diversos.
¿Pero tenía exacta conciencia entonces de la magnitud del error que estaba cometiendo?
Su única justificación estriba, quizás, en el hecho de que al creer, como siempre creyó, que en realidad se encontraba a las puertas de la India o el Cipango, no podía considerar a los habitantes de Guanahaní más que como un pequeño grupo marginal e irrelevante, cuyo cautiverio tan sólo tendría un simple valor anecdótico de cara al futuro.
Aquél fue sin duda uno más, pero desgraciadamente el de peores consecuencias, de todos sus errores, ya que quienes en los siglos venideros siguieron sus huellas en un desesperado intento por emular sus hazañas, no podían por menos que imitarle en sus fallos, ya que ninguno fue capaz de imitarle en sus aciertos.
—«Si Colón lo hizo, puede hacerse» —opinaron muchos, y para cuando se alzaron las primeras voces discrepantes ya el mal tenía escaso remedio.
—¡Huye!
Los hermosos ojos le observaron interrogantes y los agresivos pechos se alzaron más que nunca como si buscaran sus caricias o sus besos.