Cartas Marruecas (21 page)

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Authors: José Cadalso

Tags: #Ensayo,Clásico

BOOK: Cartas Marruecas
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«La medicina que basta —dirá el mismo— es lo extractado de Galeno e Hipócrates. Aforismos racionales, ayudados de buenos silogismos, bastan para constituir un buen médico». Si le dices que, sin despreciar el mérito de aquellos dos sabios, los modernos han adelantado en esta facultad por el mayor conocimiento de la anatomía y botánica, que no tuvieron en tanto grado los antiguos, a más de muchos medicamentos, como la quina y mercurio, que no se usó hasta ahora poco, también se reirá de ti.

Así de las demás facultades. Pues ¿cómo hemos de vivir con estas gentes?, preguntará cualquiera. Muy fácilmente, responde Nuño. Dejémoslos gritar continuamente sobre la famosa cuestión que propone un satírico moderno, utrum chimera, bombilians in vacuo possit comedere secundas intentiones. Trabajemos nosotros a las ciencias positivas, para que no nos llamen bárbaros los extranjeros; haga nuestra juventud los progresos que pueda; procure dar obras al público sobre materias útiles, deje morir a los viejos como han vivido, y cuando los que ahora son mozos lleguen a edad madura, podrán enseñar públicamente lo que ahora aprenden ocultos. Dentro de veinte años se ha de haber mudado todo el sistema científico de España insensiblemente, sin estrépito, y entonces verán las academias extranjeras si tienen motivo para tratarnos con desprecio. Si nuestros sabios tardan algún tiempo en igualarse con los suyos, tendrán la excusa de decirles: —Señores, cuando éramos jóvenes, tuvimos unos maestros que nos decían: «Hijos míos, vamos a enseñaros todo cuanto hay que saber en el mundo; cuidado no toméis otras lecciones, porque de ellas no aprenderéis sino cosas frívolas, inútiles, despreciables y tal vez dañosas». Nosotros no teníamos gana de gastar el tiempo sino en lo que nos pudiese dar conocimientos útiles y seguros, con que nos aplicamos a lo que oíamos. Pero a poco fuimos oyendo otras voces y leyendo otros libros, que, si nos espantaron al principio, después nos gustaron. Los empezamos a leer con aplicación, y como vimos que en ellos se contenían mil verdades en nada opuestas a la religión ni a la patria, pero sí a la desidia y preocupación, fuimos dando varios usos a unos y a otros cartapacios y libros escolásticos, hasta que no quedó uno. De esto ya ha pasado algún tiempo, y en él nos hemos igualado con ustedes, aunque nos llevaban siglo y cerca de medio de delantera. Cuéntese por nada lo dicho, y pongamos la fecha desde hoy, suponiendo que la península se hundió a mediados del siglo XVII y ha vuelto a salir de la mar a últimos del de XVIII.

Carta LXXIX

Del mismo al mismo.

Dicen los jóvenes: esta pesadez de los viejos es insufrible. Dicen los viejos: este desenfreno de los jóvenes es inaguantable. Unos y otros tienen razón, dice Nuño; la demasiada prudencia de los ancianos hace imposibles las cosas más fáciles, y el sobrado ardor de los mozos finge fáciles las cosas imposibles. En este caso no debe interesarse el prudente, añade Nuño, ni por uno ni por otro bando; sino dejar a los unos con su cólera y a los otros con su flema; tomar el medio justo y burlarse de ambos extremos.

Carta LXXX

Del mismo al mismo.

Pocos días ha presencié una exquisita chanza que dieron a Nuño varios amigos suyos extranjeros; pero no de aquéllos que para desdoro de su respectiva patria andan vagando el mundo, llenos de los vicios de todos los países que han corrido por Europa, y traen todo el conjunto de todo lo malo a este rincón de ella, sino de los que procuran imitar y estimar lo bueno de todas partes y que, por tanto, deben ser muy bien admitidos en cualquiera. De éstos trata Nuño algunos de los que residen en Madrid, y los quiere como paisanos suyos, pues tales le parecen todos los hombres de bien del mundo, siendo para con ellos un verdadero cosmopolita, o sea ciudadano universal. Zumbábanle, pues, sobre la facilidad con que los españoles de cualquiera condición y clase toma el tratamiento de don. Como el asunto es digno de crítica, y los concurrentes eran personas de talento y buen humor, se les ofreció una infinidad de ideas y de expresiones a cual más chistosas, sin el empeño enfático de las disputas de escuela, sino con el donaire de las conversaciones de corte.

Un caballero flamenco, que se halla en Madrid siguiendo no sé qué pleito, dimanado de cierta conexión de su familia con otra de este país y tronco de aquélla, le decía lo absurdo que le parecía este abuso, y lo amplificaba, añadía y repetía: —Don es el amo de una casa; don, cada uno de sus hijos; don, el dómine que enseña gramática al mayor; don, el que enseña a leer al chico; don, el mayordomo; don, el ayuda de cámara; doña, el ama de llaves; doña, la lavandera. Amigo, vamos claros: son más dones los de cualquiera casa que los del Espíritu Santo.

Un oficial reformado francés, ayudante de campo del marqués de Lede, hombre sumamente amable que ha llegado a formar un excelente medio entre la gravedad española y la ligereza francesa, tomó la mano y dijo mil cosas chistosas sobre el mismo abuso.

A éste siguió un italiano, de familia muy ilustre, que había venido viajando por su gusto, y se detenía en España, aficionado de la lengua castellana, haciendo una colección de los autores españoles, criticando con tanto rigor a los malos como aplaudiendo con desinterés a los buenos.

A todo callaba Nuño, y su silencio aun me daba más curiosidad que la crítica de los otros; pero él no les interrumpió mientras tuvieron que decir y aun repetir lo dicho; ni aun mudaba de semblante. Al contrario, parecía aprobar con su dictamen el de sus amigos: con la cabeza, que movía de arriba abajo, con las cejas que arqueaba, con los hombros que encogía algunas veces; y con la alternativa de poner de cuando en cuando ya el muslo derecho sobre la rodilla izquierda, ya el muslo izquierdo sobre la rodilla derecha, significaba, a mi ver, que no tenía cosa que decir en contra; hasta que, cansados ya de hablar todos los concurrentes, les dijo poco más o menos:

—No hay duda que es extravagante el número de los que usurpan el tratamiento de don; abuso general en estos años, introducido en el siglo pasado, y prohibido expresamente en los anteriores. Don significa señor, como que es derivado de la voz latina Dominus. Sin pasar a los godos, y sin fijar la vista en más objetos que en los posteriores a la invasión de los moros, vemos que solamente los soberanos, y aun no todos, ponían don antes de su nombre. Los duques y grandes señores lo tomaron después con condescendencia de los reyes. Después quedó en todos aquellos en quienes parecía bien, a saber, en todo señor de vasallos. Siguiose esta práctica con tanto rigor, que un hijo segundo del mayor señor, no siéndolo él mismo, no se ponía tal distintivo. Ni los empleos honoríficos de la Iglesia, toga y ejército daban semejante adorno, aun cuando recaían en las personas de la más ilustre cuna. Se firmaban con todos sus títulos, por grandes que fueran; se les escribía con todos sus apellidos, aunque fuesen los primeros de la monarquía, como Cerdas, Guzmanes, Pimenteles, sin poner el don; pero no se olvidaba al caballero particular más pobre, como tuviese efectivamente algún señorío, por pequeño que fuese. En cuántos monumentos, y no muy antiguos, leemos inscripciones de este o semejante tenor: Aquí yace Juan Fernández de Córdoba, Pimentel, Hurtado de Mendoza y Pacheco, comendador de Mayorga en la Orden de Alcántara, maestre de campo del tercio viejo de Salamanca; nació, etc., etc. Aquí yace el licenciado Diego de Girón y Velasco, del Consejo de S. M. en el Supremo de Castilla, Embajador que fue en la Corte del Santo Padre, etc., etc.

Pero ninguno de éstos ponía el don, aunque les sobrasen tantos títulos sobre que recaer. Después pareció conveniente tolerar que la personas condecoradas con empleos de consideración en el Estado se llamasen así. Y esto, que pareció justo, demostró cuánto más lo era el rigor antiguo, pues en pocos años ya se propagó la donimanía (perdonen ustedes la voz nueva), de modo que en nuestro siglo todo el que no lleva librea se llama don Fulano; cosa que no consiguieron in illo tempore ni Hernán Cortés, ni Sancho Dávila, ni Antonio de Leiva, ni Simón Abril, ni Luis Vives, ni Francisco Sánchez, ni los otros varones insignes en armas y letras. Más es, que la multitud del don lo ha hecho despreciable entre la gente de primorosa educación. Llamarle a uno don Juan, don Pedro, don Diego a secas, es tratarle de criado; es preciso llamarle señor don, que quiere decir dos veces don. Si el señor don llega también a multiplicarse en el siglo que viene como el don en el nuestro, ya no bastará el señor don para llamar a un hombre de forma sin agraviarle, y será preciso decir don señor don; y temiéndose igual inconveniente en lo futuro, irá creciendo el número de los dones y señores en el de los siglos, de modo que dentro de algunos se pondrán las gentes en el pie de no llamarse las unas a las otras, por el tiempo que se ha de perder miserablemente en repetir el señor don tantas y tan inútiles veces. Las gentes de corte, que sin duda son las que menos tiempo tienen que perder, ya han conocido este daño y para ponerle competente remedio, si tratan a uno con alguna familiaridad, le llaman por el apellido a secas; y si no se hallan todavía en este pie, le añaden el señor de su apellido sin el nombre de bautismo. Pero aun de aquí nace otro embarazo: si nos hallamos en una sala muchos hermanos, o primos, o parientes del mismo apellido, ¿cómo nos han de distinguir, sino por las letras del abecedario, como los matemáticos distinguen las partes de sus figuras, o por números, como los ingleses sus regimientos de infantería?

A esto añadió Nuño otras mil reflexiones chistosas, y acabó levantándose con los demás para dar un paseo, diciendo: —Señores, ¿qué le hemos de hacer? Esto prueba lo que mucho tiempo se ha demostrado, a saber, que los hombres corrompen todo lo bueno. Yo lo confieso en este particular, y digo lisa y llanamente que hay tantos dones superfluos en España como marqueses en Francia, barones en Alemania y príncipes en Italia; esto es, que en todas partes hay hombres que toman posesión de lo que no es suyo, y lo ostentan con más pompa que aquellos a quienes toca legítimamente; y si en francés hay un adagio que dice, aludiendo a esto mismo, Baron allemand, marquis français et prince d'Italie, mauvaise compagnie, así también ha pasado a proverbio castellano el dicho de Quevedo:

Don Turuleque me llaman,.

pero pienso que es adrede,.

porque no sienta muy bien.

el don con el Turuleque.

Carta LXXXI

Del mismo al mismo.

No es fácil saber cómo ha de portarse un hombre para hacerse un mediano lugar en el mundo. Si uno aparenta talento o instrucción, se adquiere el odio de las gentes, porque le tienen por soberbio, osado y capaz de cosas grandes. Si, al contrario, uno es humilde y comedido, le desprecian por inútil y necio. Si ven que uno es algo cauto, prudente y detenido, le tienen por vengativo y traidor. Si es uno sincero, humano y fácil de reconciliarse con el que le ha agraviado, le llaman cobarde y pusilánime; si procura elevarse, ambicioso; si se contenta con la medianía, desidioso; si sigue la corriente del mundo, adquiere nota de adulador; si se opone a los delirios de los hombres, sienta plaza de extravagante. Estas consideraciones, pesadas con madurez y confirmadas con tantos ejemplos como abundan, le dan al hombre gana de retirarse a lo más desierto de nuestra África, huir de sus semejantes y escoger la morada de los desiertos o montes entre fieras y brutos.

Carta LXXXII

Del mismo al mismo.

Yo me guardaré de creer que haya habido siglo en que los hombres hayan sido cuerdos. Las extravagancias humanas son tan antiguas como ridículas, y cada era ha tenido su locura favorita. Pero así como el que entra en un hospital de locos se admira del que ve en cada jaula hasta que pasa a otra en que halla otro loco más frenético, así el siglo que ahora vemos merece la primacía hasta que venga otro que lo supere. El inmediato será, sin duda, el superior, pero aprovechemos los pocos años que quedan de éste para divertirnos, por si no llegamos a entrar en el siguiente; y vamos claros: son muy exquisitos sus delirios, singularmente el de haber llegado a dar por falsos unos cuantos axiomas o proposiciones que se tenían por principios sentados e indubitables.

—Yo tengo —díjome Nuño— dos amigos que, a fuerza de estudiar las costumbres actuales y blasfemar de las antiguas, y a fuerza de querer sacar la quinta esencia del modernismo, han llegado a perder la cabeza, como puede acontecer a los que se empeñen mucho en el hallazgo de la piedra filosofal; pero lo más singular de su desgracia es la manía que han tomado, a saber: examinarse el uno al otro sobre ciertas máximas que tienen por indubitables. Para esto le hace hacer ciertas protestaciones de su manía, que todas estriban sobre las máximas comunes de nuestros infatuados hombres de moda. Visitándolos muchas veces, por si puedo contribuir a su restablecimiento, he llegado a aprender de memoria varios de sus artículos, a más de que he encargado al criado que les asiste de que apunte todo lo que oiga gracioso en este particular, y todas las mañanas me presente la lista. Óyelo por preguntas y respuestas, según suelen repetirlas.

P. ¿Tenéis por cierto que se pueda ser un excelente soldado sin haber visto más fuego que el de una chimenea; y que sólo baste llevar la vuelta de la manga muy estrecha, hablar mal de cuantos generales no dan buena mesa, decir que desde Felipe II acá no han hecho nada nuestros ejércitos, asegurar que de veinte años de edad se pueden mandar cien mil hombres, mejor que con cuarenta años de experiencia, quince funciones generales, cuatro heridas y conocimiento del arte?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que se pueda ser un pasmoso sabio sin haber leído dos minutos al día, sin tener un libro, sin haber tenido maestros, sin ser bastante humilde para preguntar, y sin tener más talento que para bailar un minuet?

R. Tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que para ser buen patriota baste hablar mal de la patria, hacer burla de nuestros abuelos, y escuchar con resignación a nuestros peluqueros, maestros de baile, operistas, cocineros, y sátiras despreciables contra la nación; hacer como que habéis olvidado vuestra lengua paterna, hablar ridículamente mal varios trozos de las extranjeras, y hacer ascos de todo lo que pasa y ha pasado desde los principios por acá?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que para juzgar de un libro no se necesita verlo, y basta verlo por el forro o algo del índice y prólogo?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que para mantener el cuerpo físico humano son indispensables cuatro horas de mesa con variedad de platos exquisitos y mal sanos, café que debilita los nervios, licores que privan la cabeza, y después un juego que arruina los bolsillos, contrayendo deudas vergonzosas para pagar?

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