R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser ciudadano útil baste dormir doce horas, gastar tres en el teatro, seis en la mesa y tres en el juego?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser buen padre de familia baste no ver meses enteros a vuestra mujer, sino a las ajenas, arruinar vuestros mayorazgos, entregar vuestros hijos a un maestro alquilado, o a vuestros lacayos, cocheros y mozos de mulas?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser grande hombre baste negaros al trato civil, arquear las cejas, tener grandes equipajes, grandes casas y grandes vicios?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para contribuir de vuestra parte al adelantamiento de las ciencias, baste perseguir a los que las cultivan o con desprecio a los que se dedican a cultivarlas; y mirar a un filósofo, a un poeta, a un matemático, a un orador, como a un papagayo, a un mico, a un enano y a un bufón?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que todo hombre taciturno, especulativo y modesto en proferir su dictamen, merece desprecio y mofa, y hasta golpes y palos si los aguantara, y que, al contrario, para ser digno de atención es menester hablar como una cotorra, dar vueltas como mariposa y hacer más gestos que un mico?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que la suma y final bienaventuranza del hombre consiste en tener un tiro de caballos frisones muy gordos, o de potros cordobeses muy finos, o de mulas manchegas muy altas?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que si el siglo que viene abre los ojos sobre las ridiculeces del actual, será vuestro nombre y el de vuestros semejantes el objeto de la risa y mofa, y tal vez de odio y execración?; y no obstante esto, ¿vienes a prometer vivir en una extravagancia?
R. Sí tengo y prometo.
Y luego suele callar el preguntante, y el otro le hace otras tantas preguntas, añadió Nuño. Lo sensible es que no hagan todo un catecismo completo análogo a este especie de símbolo de sus extravagancias. Muy curioso estoy de saber qué mandamientos pondrían, qué obras de misericordia, qué pecados, qué virtudes opuestas a ellos, qué oraciones. Los que han profesado esta religión, venerado sus misterios, asistido a sus ritos y procurado propagar su doctrina, suelen pasar alegremente los años agradables de su vida. El alto concepto en que se tienen a sí mismos; el sumo desprecio con que tratan a los otros; la admiración que les atrae el mundo femenino; su parte extravagante; y, en fin, la ninguna reflexión seria que pueda detener un punto su continuo movimiento, les da sin duda una juventud muy gustosa. Pero cuando van llegando a la edad madura, y ven que van a caer en el mayor desaire, creo que se han de hallar en muy triste situación. Se desvanece todo aquel torbellino de superficialidades, y se hallan en otra esfera. Los hombres serios, formales e importantes no los admiten, porque nunca los han tratado; las mujeres los desconocen, porque los ven despojados de todas las prendas que los hacían apreciables en el estrado, y se me figura cada uno de ellos como el murciélago, que ni es ratón ni pájaro.
¿En qué clase, pues, de estado se han de colocar uno de éstos cuando llega a la edad menos ligera y deliciosa? ¡Cuán amargos instantes tendrá cuando se vea en la imposibilidad de ser ni hombre ni niño! Le darán envidia los hombres que van entrando en la edad que él ha pasado, y le extrañarán los hombres que van entrando con las canas que ya le asoman. Si hubiese contraído la naturaleza, al tiempo de producirle, alguna obligación de mantenerle siempre en la edad florida, moriría sin haber usado de su razón, embobado en los aparentes placeres y felicidades. Si conociendo lo corto de la juventud, hubiese mirado las cosas sólidas, se hallaría a cierto tiempo colocado en alguna clase de la república, más o menos feliz a la verdad, pero siempre con algún establecimiento; cuando en el caso del petimetre, éste no tiene que esperar más que mortificaciones y desaires desde el día que se le arrugó la cara, se le pobló la barba, se le embasteció el cuerpo y se le ahuecó la voz; esto es, desde el día que pudiera haber empezado a ser algo en el mundo.
Del mismo al mismo.
Si yo creyese en los delirios de la astrología judiciaria, no emplearía la vida en cosa alguna con tanto gusto y curiosidad como indagar el signo que preside el nacimiento de los hombres literatos en España. En todas partes es, sin duda, desgracia, y muy grande, la de nacer con un grado más de talento que el común de los mortales; pero en esa península, dice Nuño, es uno de los mayores infortunios que puede contraer el hombre al nacer. A la verdad, prosigue mi amigo, si yo fuese casado y mi mujer se hallase próxima a dar sucesión a mi casa, la diría con frecuencia: desea con mucha vehemencia tener un hijo tonto; verás qué vejez tan descansada y honorífica nos da. Heredará a todos sus tíos y abuelos, y tendrá robusta salud. Hará boda ventajosa y una fortuna brillante. Será reverenciado en el pueblo y favorecido de los poderosos; y moriremos llenos de conveniencias. Pero si el hijo que ahora tienes en tus entrañas saliese con talento, ¿cuánta pesadumbre ha de prepararnos? Me estremezco al pensarlo, y me guardaré muy bien de decírtelo por miedo de hacerte malparir de susto. Sea cual sea el fruto de nuestro matrimonio, yo te aseguro, a fe de buen padre de familia, que no le he de enseñar a leer ni a escribir, ni ha de tratar con más gente que el lacayo de casa.
Dejemos la chanza de Nuño y volvamos, Ben-Beley, a lo dicho. Apenas ha producido esta península hombre superior a los otros, cuando han llovido miserias sobre él hasta ahogarle. Prescindo de aquéllos que por su soberbia se atraen la justa indignación del gobierno, pues éstos en todas partes están expuestos a lo mismo. Hablo sólo de las desgracias que han experimentado en España los sabios inocentes de cosas que los hagan merecedores de tal castigo, y que sólo se le han adquirido en fuerza de la constelación que acabo de referirte, y forma el objeto de mi presente especulación.
Cuando veo que Miguel de Cervantes ha sido tan desconocido después de muerto como fue infeliz cuando vivía, pues hasta ahora poco no se ha sabido dónde nació, y que este ingenio, autor de una de las pocas obras originales que hay en el mundo, pasó su vida parte en el hospital, parte en la cárcel, y parte en las filas de una compañía como soldado raso, digo que Nuño tiene razón en no querer que sus hijos aprendan a leer.
Cuando veo que don Francisco de Quevedo, uno de los mayores talentos que Dios ha criado, habiendo nacido con buen patrimonio y comodidades, se vio reducido a una cárcel en que se le acangrenaban las llagas que le hacían los grillos, me da gana de quemar cuanto libro veo.
Cuando veo que Luis de León, no obstante su carácter en la religión y en la universidad, estuvo muchos años en la mayor miseria de una cárcel algo más temible para los cristianos que el mismo patíbulo, me estremezco.
Es tan cierto este daño, tan seguras sus consecuencias y tan espantoso su aspecto, que el español que publica sus obras hoy las escribe con increíble cuidado, y tiembla cuando llega el caso de imprimirlas. Aunque le conste la bondad de su intención, la sinceridad de sus expresiones, la justificación del magistrado, la benevolencia del público, siempre teme los influjos de la estrella; así como el que navega cuando truena, aunque el navío sea de buena calidad, el mar poco peligroso, su tripulación robusta y su piloto muy práctico, siempre se teme que caiga un rayo y le abrase los palos o las jarcias, o tal vez se comunique a la pólvora en la Santa Bárbara.
De aquí nace que muchos hombres, cuyas composiciones serían útiles a ellos mismos y honoríficas a la patria, las ocultan; y los extranjeros, al ver las obras que salen a luz en España, tienen a los españoles en un concepto que no se merecen. Pero aunque el juicio es fatuo, no es temerario, pues quedan escondidas las obras que merecían aplausos. Yo trato poca gente; pero aun entre mis conocidos me atrevo a asegurar que se pudieran sacar manuscritos muy apreciables sobre toda especie de erudición, que naturalmente yacen como si fuese en el polvo del sepulcro, cuando apenas han salido de la cuna. Y de otros puedo afirmar también que, por un pliego que han publicado, han guardado noventa y nueve.
Ben-Beley a Gazel.
No enseñes a tus amigos la carta que te escribí contra esa cosa que llaman fama póstuma. Aunque ésta sea una de las mayores locuras del hombre, es preciso dejarla reinar como otras muchas. Pretender reducir el género humano a sólo lo que es moralmente bueno, es pretender que todos los hombres sean filósofos, y esto es imposible. Después de escribirte meses ha sobre este asunto, he considerado que el tal deseo es una de las pocas cosas que pueden consolar a un hombre de mérito desgraciado. Puede serle muy fuerte alivio el pensar que las generaciones futuras le harán la justicia que le niegan sus coetáneos, y soy de parecer que se han de dar cuantos gustos y consuelos pueda apetecer, aunque sean pueriles, como sean inocentes, al infeliz y cuitado animal llamado hombre.
Gazel a Ben-Beley, respuesta de la anterior.
Bien me guardaré de enseñar tu carta a algunas gentes. Me hace mucha fuerza la reflexión de que la esperanza de la fama póstuma es la única que puede mantener en pie a muchos que padecen la persecución de su siglo y apelan a los venideros; y que, por consiguiente, debe darse este consuelo y cualquiera otro decente, aunque sea pueril, al hombre que vive en medio de tanto infortunio. Pero mi amigo Nuño dice que ya es demasiado el número de gentes que en España siguen el sistema de la indiferencia sobre esta especie de fama. O sea carácter del siglo o espíritu verdadero de filosofía; o sea consecuencia de la religión, que mira como vanas, transitorias y frívolas las glorias del mundo, lo cierto es que en la realidad es excesivo el número de los que miran el último día de su vida como el último de su existencia en este mundo.
Para confirmarme en ello, me contó la vida que hacen muchos, incapaces de adquirir tal fama póstuma. No sólo habló de la vida deliciosa de la corte y grandes ciudades, que son un lugar común de la crítica, sino de las villas y aldeas. El primer ejemplo que saca es el del huésped que tuve y tanto estimé en mi primer viaje por la península. A éste siguen otros varios muy parecidos a él, y suele concluir diciendo: —Son muchos millares de hombres los que se levantan muy tarde, toman chocolate muy caliente, agua muy fría, se visten, salen a la plaza, ajustan un par de pollos, oyen misa, vuelven a la plaza, dan cuatro paseos, se informan en qué estado se hallan los chismes y hablillas del lugar, vuelven a casa, comen muy despacio, duermen la siesta, se levantan, dan un paseo al campo, vuelven a casa, se refrescan, van a la tertulia, juegan a la malilla, vuelta a casa, rezan el rosario, cenan y se meten en la cama.
Ben-Beley a Gazel.
Pregunta a tu amigo Nuño su dictamen sobre un héroe famoso en su país por el auxilio que los españoles han creído deberle en la larga serie de batallas que tuvieron sus abuelos con los nuestros por la posesión de esa península. En sus historias veo que, estando el rey don Ramiro con un puñado de vasallos suyos rodeado de un ejército innumerable de moros, y siendo su pérdida inevitable, se le apareció el tal héroe, llamado Santiago, y le dijo que al amanecer del día siguiente, sin cuidar del número de sus soldados ni el de sus enemigos, se arrojase sobre ellos, confiado en la protección que él le traía del cielo. Añaden los historiadores que así lo hizo Don Ramiro, y ganó una batalla tan gloriosa como hubiera sido temeraria si se hubiese graduado la esperanza por las fuerzas. Los que han escrito los anales de España refieren esto mismo. Dime qué hay en ello.
Gazel a Ben-Beley, respuesta de la anterior.
He cumplido con tu encargo. He comunicado a Nuño tu reparo sobre el punto de su historia que menos nos puede gustar, si es verdadera, y más nos haga reír si es falsa; y aún he añadido algunas reflexiones de mi propia imaginación. Si el cielo, le he dicho yo, si el cielo quería levantar tu patria del yugo africano, ¿había menester las fuerzas humanas, la presencia efectiva de Santiago, y mucho menos la de su caballo blanco, para derrotar el ejército moro? El que ha hecho todo de la nada, con solas palabras y con sólo su querer, ¿necesitó acaso una cosa tan material como la espada? ¿Creéis que los que están gozando del eterno bien bajen a dar cuchilladas y estocadas a los hombres de este mundo? ¿No te parece idea más ajustada a lo que creemos de la esencia divina el pensar: Dios dijo «huyan los moros», y los moros huyeron?
Esta conversación entre un moro africano y un cristiano español es odiosa; pero entre dos hombres racionales de cualquier país o religión, puede muy bien tratarse sin entibiar la amistad.
A esto me suele responder Nuño con la dulzura natural que le acompaña y la imparcialidad que hacen tan apreciables sus controversias:
—De padres a hijos nos ha venido la noticia de que Santiago se apareció a Don Ramiro en la memorable batalla de Clavijo, y que su presencia dio a los cristianos la victoria sobre los moros. Aunque esta época de nuestra historia no sea artículo de fe, ni demostración de geometría, y que por tanto pueda cualquiera negarlo sin merecer el nombre de impío ni el de irracional, parece no obstante que tradición tan antigua se ha consagrado en España por la piedad de nuestro carácter español, que nos lleva a atribuir al cielo las ventajas que han ganado nuestros brazos, siempre que éstas nos parecen extraordinarias; lo cual contradice la vanidad y orgullo que nos atribuyen los extraños. Esta humildad misma ha causado los mayores triunfos que ha tenido nación alguna del orbe. Los dos mayores hombres que ha producido esta península experimentaron en lances de la mayor entidad la importancia de esta piedad en el vulgo de España: Cortés en América y Cisneros en África vieron a sus soldados obrar portentos de un valor verdaderamente más que humano, porque sus ejércitos vieron o creyeron ver la misma aparición. No hay disciplina militar, ni armas, ni ardides, ni método que infunda al soldado fuerzas tan invencibles y de efecto tan conocido como la idea de que los acompaña un esfuerzo sobrenatural y que los guía un caudillo bajado del cielo; de cuya verdad quedamos tan persuadidas las generaciones inmediatas, que duró muchos tiempos en los ejércitos españoles la costumbre de invocar a Santiago al tiempo del ataque. La disciplina más capaz de hacer superior un ejército sobre otro, se puede copiar fácilmente por cualquiera; la mayor destreza en el manejo de las armas y la más científica construcción de ellas, pueden imitarse; el mayor número de auxiliares aliados y mercenarios, se pueden lograr con dinero; con el mismo método se logran las espías y se corrompen los confidentes. En fin, ninguna nación guerrera puede tener la menor ventaja en una campaña, que no se le igualen los enemigos en la siguiente. Pero la creencia de que baja un campeón celeste a auxiliar a una tropa, la llena de un vigor inimitable. Mira, Gazel, los que pretenden disuadir al pueblo de muchas cosas que cree buenamente, y de cuya creencia resultan efectos útiles al estado, no se hacen cargo de lo que sucedería si el vulgo se metiese a filósofo y quisiese indagar la razón de cada establecimiento. El pensarlo me estremece, y es uno de los motivos que me irritan contra la secta hoy reinante, que quiere revocar en duda cuanto hasta ahora se ha tenido por más evidente que una demostración de geometría. De los abusos pasaron a los usos, y de lo accidental a lo esencial. No sólo niegan y desprecian aquellos artículos que pueden absolutamente negarse sin faltar a la religión, sino que pretenden ridiculizar hasta los cimientos de la misma religión. La tradición y revelación son, en dictamen de éstos, unas meras máquinas que el Gobierno pone en uso según parece conveniente. Conceden que un ser soberano inexplicable nos ha producido, pero niegan que su cuidado trascienda del mero hecho de criarnos. Dicen que, muertos, estaremos donde y como estábamos antes de nacer, y otras mil cosas dimanadas de éstas. Pero yo les digo: aunque supongamos por un minuto que todo lo que decís fuese cierto, ¿os parece conveniente publicarlo y que todos lo sepan? La libertad que pretendéis gozar no sólo vosotros mismos, sino esparcir por todo el orbe, ¿no sería el modo más corto de hundir al mundo en un caos moral espantoso, en que se aniquilasen todo el gobierno, economía y sociedad? Figuraos que todos los hombres, persuadidos por vuestros discursos, no esperan ni temen estado alguno futuro después de esta vida: ¿en qué creéis que la emplearán? En todo género de delitos, por atroces y perjudiciales que sean.