Cartas Marruecas (15 page)

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Authors: José Cadalso

Tags: #Ensayo,Clásico

BOOK: Cartas Marruecas
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Asustáronse todos al oír tales lamentaciones. —¿Qué es esto? —decían unos. —¿Qué hay? —repetían otros. Proseguían las tres parejas con sus quejas y gemidos, deseoso cada uno y cada una de sobresalir en lo enérgico. Yo también sentíme conmovido al oír tanta ponderación de males, y, aunque menos interesado que los otros en los sucesos de esta nación, pregunté cuál era el motivo de tanto lamento. —¿Es acaso —dije yo— alguna noticia de haber desembarcado los argelinos en la costa de Andalucía y haber devastado aquellas hermosas provincias? —No, no —me dijo una dama—; no, no; más que eso es lo que lloramos. —¿Se ha aparecido alguna nueva nación de indios bravos y han invadido el Nuevo Méjico por el Norte? —Tampoco es eso, sino mucho más que eso —dijo otra de las patriotas. —¿Alguna peste —insté yo— ha acabado con todos los ganados de España, de modo que esta nación se vea privada de sus lanas preciosísimas? —Poco importa eso —dijo uno de los celosos ciudadanos— respecto de lo que pasa.

Fuiles diciendo otra infinidad de daños públicos a que están expuestas las monarquías, preguntando si alguno de ellos había sucedido, cuando al cabo de mucho tiempo, lágrimas, sollozos, suspiros, quejas, lamentos, llantos, y hasta invectivas contra los astros y estrellas, la que había callado, y que parecía la más juiciosa de todas, exclamó con voz muy dolorida: —¿Creerás, Gazel, que en todo Madrid no se ha hallado cinta de este color, por mas que se ha buscado?

Carta LVII

Gazel a Ben-Beley.

Si los vicios comunes en el método europeo de escribir la historia son tan capitales como te tengo avisado, te espantará otro mucho mayor y más común en la historia que llaman universal. Apenas hay nación en Europa que no haya producido un escritor, o bien compendioso, o bien extenso, de la historia universal; pero ¿qué trazas de ser universal? A más de las preocupaciones que guían las plumas, y los respetos que atan las manos a estos historiadores generales, comunes con los iguales obstáculos de los historiadores particulares, tienen uno muy singular y peculiar de ellos, y es que cada uno, escribiendo con individualidad los fastos de su nación, los anales gloriosos de sus reyes y generales, los progresos hechos por sus sabios en las ciencias, contando cada cosa de éstas con unas menudencias en realidad despreciables, cree firmemente que cumple para con las demás naciones en referir cuatro o cinco épocas notables, y nombrar cuatro o cinco hombres grandes, aunque sea desfigurando sus nombres. El historiador universal inglés gastará muchas hojas en la noticia de quién fue cualquiera de sus corsarios, y apenas dice que hubo un Turena en el mundo. El francés nos dirá de buena gana con igual exactitud quién fue el primer actor que mudó el sombrero por el morrión en los papeles de su teatro, y por poco se olvida quién fue el duque de Malboroug.

—¡Qué chasco el que acabo de llevar! —díjome Nuño pocos días ha—, ¡qué chasco, cuando, engañado por el título de una obra en que el autor nos prometía la vida de todos los grandes hombres del mundo, voy a buscar unos cuantos amigos de mi mayor estimación, y no me hallé ni siquiera con el nombre de ellos! Voy por el abecedario a encontrar los Ordoños, Sanchos, Fernandos de Castilla, los Jaimes de Aragón, y nada, nada dice de ellos.

Entre tantos hombres grandes como desperdiciaron su sangre durante ocho siglos en ayudar a su patria a sacudir el yugo de tus abuelos, apenas dos o tres han merecido la atención de este historiador. Botánicos insignes, humanistas, estadistas, poetas, oradores anteriores con más de un siglo, y algunos dos, a las academias francesas, quedan sepultados en el olvido si no se leen más historias que éstas. Pilotos vizcaínos, andaluces, portugueses, que navegaron con tanta osadía como pericia, y por consiguiente tan beneméritos de la sociedad, quedan cubiertos con igual velo. Los soldados catalanes y aragoneses, tan ilustres en ambas Sicilias y sus mares por los años 1280, no han parecido dignos de fama póstuma a los tales compositores. Doctores cordobeses de tu religión y descendientes de tu país, que conservaron las ciencias en España mientras ardía la península en guerras sangrientas, tampoco ocupan una llana en la tal obra.

Creo que se quejarán de igual descuido las demás naciones, menos la del autor. ¿Qué mérito, pues, para llamarse universal? Si un sabio de Siam-China se aplicase a entender algún idioma europeo y tuviese encargo de su soberano de leer una historia de éstos, e informarle de su contenido, juzgo que ceñiría su dictamen a estas pocas líneas: «He leído la historia universal cuyo examen se me ha cometido, y de su lectura infiero que en aquella pequeña parte del mundo que llaman Europa no hay más que una nación cultivada, es a saber la patria del autor; y los demás son unos países incultos, o poco menos, pues apenas tiene media docena de hombres ilustres cada una de ellas, por más que nos hayan quedado tradiciones de padres a hijos, por las cuales sabemos que centenares de años ha, arribaron a nuestras costas algunos navíos con hombres europeos, los cuales dieron noticia de que sus países en diferentes eras han producido varones dignos de la admiración de la posteridad. Digo que los tales viajeros deben ser despreciados por sospechosos en punto de verdad en lo que contaron de sus patrias y patriotas, pues apenas se habla de ellas ni de sus hijos en esta historia universal, escrita por un europeo, a quien debemos suponer completamente instruido en las letras de toda Europa, pues habla de toda ella».

En efecto, amigo Ben-Beley, no creo que se pueda ver jamás una historia universal completa, mientras se siga el método de escribirla uno solo o muchos de un mismo país.

¿No se juntaron los astrónomos de todos los países para observar el paso de Venus por el disco del sol? ¿No se comunican todas las academias de Europa sus observaciones astronómicas, sus experimentos físicos y sus adelantamientos en todas las ciencias? Pues señale cada nación cuatro o cinco de sus hombres los más ilustrados, menos preocupados, más activos y más laboriosos, trabajen éstos a los anales en lo respectivo a su patria, júntense después las obras que resultan del trabajo de los de cada nación, y de aquí se forma una verdadera historia universal, digna de todo aquel tal cual crédito que merecen las obras de los hombres.

Carta LVIII

Gazel a Ben-Beley.

Hay una secta de sabios en la república literaria que lo son a poca costa: éstos son los críticos. Años enteros, y muchos, necesita el hombre para saber algo en las ciencias humanas; pero en la crítica, cual se usa, desde el primero día es uno consumado. Sujetarse a los lentos progresos del entendimiento en las especulaciones matemáticas, en las experiencias de la física, en los laberintos de la historia, en las confusiones de la jurisprudencia es no acordarnos de la cortedad de nuestra vida, que por lo regular no pasa de sesenta años, rebajando de éstos lo que ocupa la debilidad de la niñez, el desenfreno de la juventud y las enfermedades de la vejez. Se humilla mucho nuestro orgullo con esta reflexión: el tiempo que he de vivir, comparado con el que necesito para saber, es tal, que apenas merece llamarse tiempo. ¡Cuánto más nos lisonjea esta determinación! Si no puedo por este motivo aprender facultad alguna, persuado al mundo y a mí mismo que las poseo todas, y pronuncio ex tripode sobre cuanto oiga, vea y lea.

Pero no creas que en esta clase se comprende a los verdaderos críticos. Los hay dignísimos de todo respeto. Pues ¿en qué se diferencian y cómo se han de distinguir?, preguntarás. La regla fija para no confundirlos es ésta: los buenos hablan poco sobre asuntos determinados, y con moderación; los otros son como los toros, que forman la intención, cierran los ojos, y arremeten a cuanto encuentran por delante, hombre, caballo, perro, aunque se claven la espada hasta el corazón. Si la comparación te pareciere baja, por ser de un ente racional con un bruto, créeme que no lo es tanto, pues apenas puedo llamar hombres a los que no cultivan su razón, y sólo se valen de una especie de instinto que les queda para hacer daño a todo cuanto se les presente, amigo o enemigo, débil o fuerte, inocente o culpado.

Carta LIX

Del mismo al mismo.

Dicen en Europa que la historia es el libro de los reyes. Si esto es así, y la historia se prosigue escribiendo como hasta ahora, creo firmemente que los reyes están destinados a leer muchas mentiras a más de las que oyen. No dudo que una relación exacta de los hechos principales de los hombres, y una noticia de la formación, auge, decadencia y ruina de los estados, darían en breves hojas a un príncipe lecciones de lo que ha de hacer, sacadas de lo que otros han hecho. Pero ¿dónde se halla esta relación y esta noticia? No la hay, Ben-Beley, no la hay ni la puede haber. Esto último te espantará, pero se te hará muy fácil de creer si lo reflexionas. Un hecho no se puede escribir sino en el tiempo en que sucede, o después de sucedido. En el tiempo del evento, ¿qué pluma se encargará de ello, sin que la detenga la razón de estado, o alguna preocupación? Después del cabo, ¿sobre qué documento ha de trabajar el historiador que lo transmita a la posteridad, sino sobre lo que dejaron escrito las plumas que he referido?

—Yo mandara quemar de buena gana, —decía yo a Nuño en la tertulia, pocos noches ha—, todas las historias menos la del siglo presente. Daría el encargo de escribir ésta a algún hombre lleno de crítica, imparcialidad y juicio. Los meros hechos, sin aquellas reflexiones que comúnmente hacen más importante el mérito del historiador que el peso de la historia en la mente de los lectores, formarían todos la obra.

—¿Y dónde se imprimiría? —dijo Nuño—. ¿Y quién la leería? ¿Y qué efectos produciría? ¿Y qué pago tendría el escritor? Era menester —añadió con gracia—, era menester imprimirla junto al cabo de Hornos o al de Buena Esperanza, y leerla a los hotentotes o a los patagones, y aun así me temo que algunos sabios de los que habrá sin duda a su modo entre aquéllos que nosotros nos servimos llamar salvajes, diría al oír tantos y tales sucesos al que los estuviera leyendo: «Calla, calla, no leas esas fábulas llenas de ridiculeces y barbaridades»; y los mozos proseguirían su danza, caza o pesca, sin creer que hubiese en el mundo conocido parte alguna donde pudiesen suceder tales cosas.

Prosígase, pues, escribiendo la historia como se hace en el día. Déjense a la posteridad noticias de nuestro siglo, de nuestros héroes y de nuestros abuelos, con poco más o menos la misma autoridad que las que nos envió la antigüedad acerca de los trabajos de Hércules y de la conquista del vellocino. Equivóquese la fábula con la historia, sin más diferencia que escribirse ésta en prosa y la otra en verso; sea la armonía diferente, pero la verdad la misma, y queden nuestros hijos tan ignorantes de lo que sucede en nuestro siglo como nosotros lo estamos de lo que sucedió en el de Eneas.

Uno de los tertulianos quiso partir la diferencia entre el proyecto irónico de Nuño y lo anteriormente expuesto, opinando que se escribiesen tres géneros de historias en cada siglo: uno para el pueblo, en la que hubiese efectivamente caballos llenos de hombres y armas, dioses amigos y contrarios, y sucesos maravillosos; otro más auténtico, pero no tan sincero, que descubriese del todo los resortes que mueven las grandes máquinas; éste sería del uso de la gente mediana; y otro cargado de reflexiones políticas y morales, en impresiones poco numerosas, meramente reservadas ad usum Principum.

No me parece mal esta treta en lo político, y creo que algunos historiadores españoles lo han ejecutado, a saber: Garibay con la primera mira, Mariana con la segunda, y Solís con la tercera. Pero yo no soy político ni aspiro a serlo; deseo sólo ser filósofo, y en este ánimo digo que la verdad sola es digna de llenar el tiempo y ocupar la atención de todos los hombres, aunque singularmente a los que mandan a otros.

Carta LX

Del mismo al mismo.

Si los hombres distinguiesen el uso del abuso y el hecho del derecho, no serían tan frecuentes, tercas e insufribles sus controversias en las conversaciones familiares. Lo contrario, que es lo que se practica, causa una continua confusión, que mezcla mucha amargura en lo dulce de la sociedad. Las preocupaciones de cada individuo hacen más densa la tiniebla, y se empeñan los hombres en que ven más claro mientras más cierran los ojos.

Pero donde se palpa más el abuso de esta costumbre es en la conversación de las naciones, o ya cuando se habla de su genio, o ya de sus costumbres, o ya de su idioma. —Me acuerdo de haber oído contar a mi padre —dice Nuño hablando de esto mismo— que a últimos del siglo pasado, tiempo de la enfermedad de Carlos II, cuando Luis XIV tomaba todos los medios de adquirirse el amor de los españoles, como principal escalón para que su nieto subiese al trono de España, todas las escuadras francesas tenían orden de conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres españolas, siempre que arribasen a algún puerto de la península. Éste formaba un punto muy principal de la instrucción que llevaban los comandantes de escuadras, navíos y galeras. Era muy arreglado a la buena política, y podía abrir mucho camino para los proyectos futuros; pero el abuso de esta sabia precaución hubo de tener malos efectos con un lance sucedido en Cartagena. El caso es que llegó a aquel pueblo una corta escuadra francesa. Su comandante destacó un oficial en una lancha para presentarse al gobernador y cumplimentarle de su parte; mandole que antes de desembarcar en el muelle, observase si en el traje de los españoles había alguna particularidad que pudiese imitarse por la oficialidad francesa, en orden a conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres del país, y que le diese parte inmediatamente antes de saltar en tierra. Llegó al muelle el oficial a las dos de la tarde, tiempo el más caluroso de una siesta de julio. Miró qué gentes acudían al desembarcadero; pero el rigor de la estación había despoblado el muelle, y sólo había en él por casualidad un grave religioso con anteojos puestos, y no lejos un caballero anciano, también con anteojos. El oficial francés, mozo intrépido, más apto para llevar un brulote a incendiar una escuadra o para abordar un navío enemigo, que para hacer especulaciones morales sobre las costumbres de los pueblos, infirió que todo vasallo de la Corona de España, de cualquier sexo, edad o clase que fuese, estaba obligado por alguna ley hecha en cortes, o por alguna pragmática sanción en fuerza de ley, a llevar de día y de noche un par de anteojos por lo menos. Volvió a bordo de su comandante, y le dio parte de lo que había observado. Decir cuál fue el apuro de toda la oficialidad para hallar tantos pares de anteojos cuantas narices había, es inexplicable. Quiso la casualidad que un criado de un oficial, que hacía algún género de comercio en los viajes de su amo, llevase unas cuantas docenas de anteojos, y de contado se pusieron los suyos el oficial, algunos que le acompañaron, y la tripulación de la lancha de vuelta para el desembarcadero. Cuando volvieron a él, la noticia de haber llegado la escuadra francesa había llenado el muelle de gente, cuya sorpresa no fue compatible con cosa de este mundo cuando desembarcaron los oficiales franceses, mozos por la mayor parte primorosos en su traje, alegres en su porte y risueños en su conversación, pero cargados con tan importunos muebles. Dos o tres compañías de soldados de galeras, que componían parte de la guarnición, habían acudido con el pueblo; y como aquella especie de tropa anfibia se componía de la gente más desalmada de España, no pudieron contenerse la risa. Los franceses, poco sufridos, preguntaron la causa de aquella mofa con más gana de castigarla que de inquirirla. Los españoles duplicaron las carcajadas, y la cosa paró en lo que se puede creer entre el vulgo soldadesco. Al alboroto acudió el gobernador de la plaza y el comandante de la escuadra. La prudencia de ambos, conociendo la causa de donde dimanaba el desorden y las consecuencias que podía tener, apaciguó con algún trabajo las gentes, no habiendo tenido poco para entenderse los dos jefes, pues ni éste entendía el francés ni aquél el español; y menos se entendían un capellán de la escuadra y un clérigo de la plaza, que con ánimo de ser intérpretes empezaron a hablar latín, y nada comprendieron de las mutuas respuestas y preguntas por la grande variedad de la pronunciación, y el mucho tiempo que el primero gastó en reírse del segundo porque pronunciaba ásperamente la j, y el segundo del primero porque pronunciaba el diptongo au como si fuese o, mientras los soldados y marineros se mataban.

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