—Que te diviertas.
Eché un vistazo a la espada que reposaba sobre la encimera pensando que habría preferido irme con ella a enfrentarme a un montón de perversos vampiros en lugar de tener que soportar el inevitable sermón de mi madre sobre cuándo pensaba sentar la cabeza.
—Bueno, me voy —exclamé paseando la mirada por la cocina y preguntándome si les parecería extraño que me despidiera de Pierce—. ¿Tienes algún problema en quedarte a solas con Pierce, Jenks? —me burlé guardando en el bolso el amuleto localizador invocado para preguntarle a mi madre.
Jenks se puso rojo de rabia.
—No te preocupes. Estaré bien —respondió entre dientes—. El señor Fantasma y yo vamos a tener una agradable charla.
—No sé por qué, pero sospecho que solo uno de vosotros tendrá la posibilidad de hablar —dije.
Jenks esbozó una sonrisa, y su expresión de impaciencia me preocupó.
—Exactamente como a mí me gusta. Así no podrá responderme como lo hacen mis hijos.
Tenía el abrigo y las botas en la entrada.
—Si me necesitáis, llamadme —dije.
Ivy me hizo un gesto de despedida con la mano, mientras Jenks se acomodaba en su hombro. Era evidente que tenían cosas que discutir.
Todavía más preocupante
. Echándoles un último vistazo, me dirigí a la parte anterior de la iglesia, escuchando el tintineo de mis llaves al chocar contra mi detector de magia letal.
En una esquina había un numeroso grupo de pixies entretenidos con un pobre ratón muerto de miedo e, ignorando la terrible escena, introduje los pies en las botas y anudé los cordones. A continuación, me puse el abrigo y dirigí la mirada desde el vestíbulo, que se encontraba completamente a oscuras, en dirección a la penumbra del santuario, que todavía lucía los adornos navideños y objetos decorativos del solsticio. Una cálida sensación se apoderó de mí, relajándome, y me pregunté si realmente era capaz de percibir el olor a carbón y a betún de los zapatos o era solo producto de mi imaginación. Entonces escuché el cascabel de Rex, que se unía al alboroto de los pixies; me detuve unos instantes y observé cómo tomaba asiento al comienzo del pasillo, y se quedaba mirándome. ¿Era posible que estuviera contemplando a Pierce?
—Hasta luego, Pierce —musité—. No hagas caso a Jenks. Solo se preocupa por mi seguridad.
Y con una breve sonrisa, abrí la puerta y me adentré en el gélido aire invernal.
El paño de cocina llevaba un buen rato empapado, pero estábamos a punto de acabar y no merecía la pena cambiarlo por uno seco. Robbie estaba fregando, yo secaba y Marshal colocaba las cosas en su sitio con ayuda de mi madre. A decir verdad, la auténtica razón por la que estaba allí era para controlar que Robbie y yo no nos enzarzáramos en una de nuestras infames guerras de agua. Sonreí y le pasé un cuenco a Marshal. El olor a
roast beef
y a tarta de caramelo y mantequilla todavía flotaba en el ambiente, despertando en mí los recuerdos de las noches de domingo, cuando Robbie venía a visitarnos. Por aquel entonces, yo tenía doce años y él veinte. Y entonces papá falleció y nada volvió a ser lo mismo.
Robbie se dio cuenta de mi cambio de humor y, apretando el puño, lo sumergió con fuerza en el agua provocando una buena salpicadura que aterrizó directamente en mi parte del fregadero.
—¿De qué vas? —le reproché justo en el preciso instante en que volvía a salpicarme.
—¡Mamá! —grité.
—Robbie… —le recriminó ella sin ni siquiera alzar la vista de las tazas del café que estaba colocando sobre una bandeja.
—¡Pero si no he hecho nada! —protestó.
Mi madre se volvió con un destello en la mirada.
—Siempre la misma historia —se lamentó—. Sinceramente, nunca entendí por qué tardaban tanto en recoger la cocina. Aligerad un poco. El único que está haciendo algo es Marshal —añadió mirándolo con una expresión resplandeciente que provocó que se sonrojara.
—¡Que te den! —farfulló Robbie en tono afable.
La verdad era que Robbie y Marshal habían congeniado casi de inmediato, y habían pasado la mayor parte de la noche charlando sobre música y deportes universitarios. En cuestión de edad, Marshal estaba más cerca de Robbie que de mí, y resultaba agradable comprobar que, por una vez, mi hermano daba el visto bueno a uno de mis novios. Aunque Marshal y yo no estábamos saliendo, verlos juntos me producía cierta melancolía, como si se me hubiera presentado la oportunidad de echar un vistazo a algo a lo que había dado la espalda. Así era como debían de ser las familias normales, en las que los hijos incorporaban nuevos miembros a la familia… y se iba creando la sensación de pertenecer a algo grande.
El hecho de que la conversación durante la cena se hubiera centrado casi exclusivamente en la de Robbie y Cindy tampoco ayudaba mucho. Resultaba obvio que iban en serio, y era evidente que la felicidad de mi madre aumentaba por momentos ante la posibilidad de que Robbie sentara cabeza y entrara a formar parte del «ciclo de la vida». Yo había renunciado a la idea de la familia feliz tras la muerte de Kisten (descubrir que mis hijos serían demonios fue la guinda del pastel), pero ver cómo Robbie recibía un montón de palmaditas en la espalda por hacer algo que, en mi caso, habría resultado una irresponsabilidad, me sacaba de quicio. La rivalidad entre hermanos era un verdadero asco.
Al menos, la presencia de Marshal me permitía fingir. Tanto mamá como Robbie estaban impresionados por el hecho de que la venta de su propio negocio le hubiera proporcionado los suficientes beneficios como para costearse un máster sin necesidad de buscarse un trabajo. Lo de entrenar al equipo de natación era solo una forma de conseguir bajar el importe de la matrícula y disponer de un dinero extra para sus gastos. Había albergado la esperanza de que se hubiera pasado por la secretaría de la universidad para averiguar por qué habían rechazado mi cheque, pero, por lo visto, estaba todo cerrado con motivo de las vacaciones del solsticio.
Tras propinar un suave manotazo a Robbie con el reverso de la mano por haber dicho «que te den», mi madre le indicó a Marshal dónde se colocaban los vasos y empezó a disponer en un plato las últimas galletas de la celebración del solsticio. Eran redondas y, además de presentar los típicos tonos dorados y verdes, todas y cada una de ellas tenían dibujada una runa de la suerte. Mi madre siempre ponía el alma en todo lo que hacía.
Apenas se dio la vuelta, Robbie amenazó con lanzarme otro chorro de agua. Cerré los ojos y lo ignoré. Llevaba toda la noche intentando quedarme a solas con él para preguntarle por el libro, pero, ya fuera por Marshal y otras veces por mi madre, no se había presentado la ocasión. Por lo visto, iba a tener que pedir un poco de ayuda. Marshal no era una persona maliciosa por naturaleza, pero sabía que no tendría inconveniente en seguirme el juego.
Tarareando feliz, mi madre abandonó la cocina con el plato de galletas en la mano. A continuación escuché que encendía el estéreo del salón y esbocé una sonrisa. Tenía treinta segundos. Como máximo.
—Marshal —le dije con ojos suplicantes mientras le entregaba un plato—. Necesito pedirte un gran favor. Te lo explicaré más tarde pero ¿podrías entretener a mi madre durante diez minutos?
Robbie dejó lo que estaba haciendo y se me quedó mirando.
—¿Qué pasa, luciérnaga?
En ese momento mi madre apareció de nuevo y, siguiendo el patrón de conducta que habíamos establecido de niños, cuando nos confabulábamos a espaldas de nuestros padres, Robbie se volvió hacia el fregadero como si no hubiera oído nada.
—¡Por favor…! —le susurré a Marshal cuando regresó de guardar la pila de platos—. Necesito hablar a solas con Robbie.
Ajena a lo que estaba sucediendo, mi madre se puso a trastear con la cafetera y agarró la jarra de cristal. A continuación, con un par de empujones, se hizo un hueco entre Robbie y yo para llenarla de agua y me di cuenta de lo pequeña que parecía a nuestro lado.
—Marshal —dijo Robbie lanzándome una mirada pícara a espaldas de mi madre—, te veo muy cansado. Rachel y yo podemos acabar aquí. ¿Por qué no vais a sentaros al salón mientras se hace el café? Podríais echar un vistazo a los álbumes de fotos.
El rostro de mi madre se iluminó como por arte de magia.
—¡Qué gran idea! Marshal, tienes que ver las fotos que hicimos la última vez que nos fuimos de vacaciones. Rachel tenía once años y empezaba a tener algo de fuerza —comentó agarrándole del codo—. Ya se ocupa ella de traer el café cuando esté listo. —Sonriendo, se giró hacia mí—. No tardéis mucho —dijo en un tono cantarín que me dio qué pensar. Creo que era consciente de que nos estábamos librando de ellos. Mi madre estaba como una cabra, pero no era tonta.
Introduje las manos en el agua templada del fregadero y saqué una fuente. Desde la parte anterior de la casa se escuchaba la sonora voz de Marshal, que producía un efecto armonioso junto a la de mi madre. La cena había sido muy agradable, pero, una vez más, me había resultado casi doloroso escuchar a Robbie hablando sin parar de su relación con Cindy y a mi madre uniéndose a él cuando salió el tema de las dos semanas que pasó con ellos. Estaba celosa, pero tenía la sensación de que, cada vez que me encariñaba con alguien, resultaba herido, muerto o acababa convertido en un granuja. Todos menos Ivy y Jenks, aunque no estaba del todo segura respecto a lo de granujas.
—Y bien, ¿de qué se trata? —preguntó Robbie soltando de golpe la cubertería de plata y provocando que salpicara parte del agua que iba a utilizar para enjuagarlos.
Lentamente, me froté la barbilla con el reverso de la mano. ¡
Pues nada
!
Que estoy intentando resucitar a un fantasma
. Tal vez debía entablar amistad con un espíritu. Al fin y al cabo, no podía cargármelo.
—¿Te acuerdas del libro que me regalaste para el solsticio de invierno? —le pregunté.
—No.
Levanté la vista, pero no conseguí establecer contacto directo con sus ojos porque estaba mirando en otra dirección. Tenía las mandíbulas apretadas, lo que hacía que su rostro pareciera más alargado.
—El que utilicé para… —empecé a decir.
—No. —Fue una respuesta forzada, y la boca se me abrió involuntariamente al darme cuenta de que no quería decir «no lo sé», sino, más bien, «no pienso decírtelo».
—¡Robbie! —exclamé intentando no elevar demasiado la voz—. ¿Lo tienes?
Mi hermano se frotó las cejas. Conocía muy bien ese gesto y, o bien estaba mintiendo, o estaba a punto de hacerlo.
—No sé de qué me hablas —sentenció retirando la espuma de las piezas que acababa de enjabonar.
—Estás mintiendo —lo acusé. Él apretó aún más la mandíbula—. Es mío —añadí bajando la voz cuando Marshal alzó la suya para cubrirnos—. Me lo diste, y ahora lo necesito. ¿Dónde está?
—No —repitió con determinación mientras restregaba la placa del horno en la que había estado el asado—. Cometí un error al dártelo, y se va a quedar donde está.
—Que es… —intenté sonsacarle.
Él se mostró impasible y siguió frotando con fuerza mientras el pelo se le movía hacia delante y hacia atrás.
—¡Me lo diste! —exclamé, frustrada, confiando en que no me respondiera que estaba a cuatro zonas horarias de distancia.
—No tienes derecho a intentar invocar de nuevo a papá. —Me estaba mirando por primera vez desde que habíamos comenzado la conversación, y su enfado era más que evidente—. Mamá tardó más de dos semanas en recuperarse de tu ocurrencia, y me gasté casi quinientos dólares en llamadas de teléfono.
—¿De veras? Pues yo pasé siete años ayudándola a reponerse de tu marcha tras la muerte de papá, así que me parece que estamos en paz.
Robbie dejó caer los hombros de golpe.
—Eso no es justo.
—Tampoco lo fue que nos dejaras por una apestosa carrera profesional —le reproché con el corazón a punto de salírseme del pecho—. ¡Dios! No me extraña que esté para que la encierren. Le hiciste lo mismo que Takata. Sois tal para cual.
De repente, el rostro de mi hermano se puso rígido y giró la cabeza. En ese mismo instante deseé poder retirar mis palabras, incluso aunque tuviera razón.
—No he debido decir algo así. Es solo que… Necesito realmente ese libro.
—Es una imprudencia.
—¡Por el amor de Dios, Robbie! ¡Ya no tengo dieciocho años! —exclamé colocándome el paño de cocina en la cadera.
—Pues te comportas como si los tuvieras.
Exasperada, guardé los cubiertos de plata en el cajón y lo cerré de golpe. Al ver mi frustración, Robbie se enterneció y, con la voz cargada del dolor que compartíamos, dijo:
—El alma de papá descansa en paz. No lo molestes.
Resentida, sacudí la cabeza.
—No pretendo hablar con papá. Con quien necesito contactar es con Pierce.
Mientras vaciaba el fregadero y enjuagaba la placa del horno bajo el grifo, Robbie resopló.
—Él también ha encontrado el descanso eterno. Deja en paz al pobre hombre.
El recuerdo de la noche que pasamos Pierce y yo bajo la nieve de Cincinnati despertó en mi interior una débil oleada de entusiasmo. Había sido la primera vez que me había sentido realmente viva. La primera vez que había sido capaz de ayudar a alguien.
—Te equivocas. Pierce no ha encontrado el descanso eterno. Está en mi iglesia, y lleva allí casi un año, cambiándome los tonos del móvil y haciendo que la gata de Jenks no me quite ojo.
Robbie se dio la vuelta, estupefacto, y estiró el brazo para cerrar el grifo.
—¿Bromeas?
Intenté no poner cara de satisfacción, pero era mi hermano, y tenía todo el derecho a sentirme complacida.
—Quiero ayudarlo a descansar en paz. ¿Dónde está el libro? —le pregunté inclinando la bandeja del horno para retirar el exceso de agua.
Se quedó pensativo mientras revolvía bajo el fregadero en busca del detergente, espolvoreaba un poco en la pila y lo colocaba de nuevo en el sitio en el que llevaba desde, al menos, tres décadas.
—En el ático —respondió finalmente, empezando a restregar—. El crisol de mamá también está ahí. Me refiero al rojo y blanco. Ese que costaba un dineral. Y la botella para poner la poción. Lo que no sé es adónde fue a parar el reloj. ¿Se te perdió?
Eufórica, dejé a un lado la bandeja a medio secar.
—Está en mi tocador —dije intentando no estornudar por culpa del fuerte olor del detergente, al mismo tiempo que colocaba el paño en la barra para que se secara y me dirigía hacia la puerta. Iba a conseguirlo todo de una tirada. La fortuna me sonreía.