Se estaba poniendo el sol, y la penumbra se había apoderado de la cocina. Al otro lado de las cortinas azules, el cielo tenía un desabrido color gris y, deseando apartar a Jenks de mi hombro, me puse en pie con el libro provocándome un leve cosquilleo en las puntas de los dedos, y moví el interruptor de palanca que había junto al pasaje abovedado. Jenks celebró la potente luz de los fluorescentes con un zumbido de alas, y me dirigí a la isla central arrastrando los pies. Sin levantar la vista de las páginas, dejé caer el libro con un golpe seco, crucé los tobillos y me incliné sobre él, pasando las hojas con la punta de un lápiz. Me hubiera gustado decir que la razón por la que estaba tan frío era porque había estado mucho tiempo en el campanario, pero sabía que no era cierto.
Jenks se acercó zumbando, arreglándoselas para que el ruido de sus alas adquiriera un tono reprobatorio. Rex observaba desde el umbral, con las orejas de punta, mientras la campanilla que le había colocado Jenks el pasado otoño resplandecía con la luz. Aunque sabía muy bien que no funcionaría, intenté convencerla de que entrara. El único motivo por el que estaba allí era Jenks. Colocándose a cinco centímetros de las páginas amarillentas, el pixie se puso las manos sobre las caderas y se me quedó mirando. Era imposible no darse cuenta de que el polvo que despedía hacía brillar las letras de tinta escritas a mano.
Interesante
…
—Raachel —me recriminó.
—Solo estoy mirando —me justifiqué espantándolo con la mano antes de pasar la página. Los libros demoníacos no tenían índice. La mayoría, ni siquiera título. Estaba obligada a ir página por página, y aquello llevaba mucho tiempo. Especialmente si teníamos en cuenta que yo era de las que se entretenían en curiosear lo terribles que podían ser algunas maldiciones, y lo inocuas que resultaban otras. En algunos casos bastaba leer los ingredientes para averiguarlo, pero en otros, la única manera de descubrir que se trataba de una maldición era que mezclara la magia terrestre con líneas luminosas, una característica esencial de los hechizos demoníacos. Se trataba de magia negra solo porque comportaban un importante desequilibrio en el libro de la naturaleza, y esperaba que uno de aquellos fuera el equivalente demoníaco de los amuletos de localización.
El año anterior había decidido que no iba a evitar la utilización de maldiciones demoníacas basándome solo en la mácula. Gracias a Dios, tenía un cerebro, y estaba decidida a usarlo. Desgraciadamente, el resto de la sociedad no pensaba lo mismo, como por ejemplo Jenks, que, aparentemente, había decidido representar el papel de Pepito Grillo y se entretenía en leer las páginas con la misma atención que yo.
—Esta es excelente —reconoció con cierta reticencia, mientras cubría de polvo la maldición en la que se detallaba cómo hacer volar un palo de madera del tamaño de una escoba. Existía un hechizo terrenal que lograba hacer lo mismo, pero era el doble de complicado. Lo había descartado el año anterior por su elevado coste tras decidir que aquella pequeña bruja no estaba dispuesta a volar a no ser que se encontrara cómodamente sentada en el interior de un avión.
—No sé… —dije pasando la página—. Con lo que cuesta el palo, podría pagar el alquiler durante un año.
En la página siguiente había una maldición que permitía convertir la carne humana en madera. ¡Puaj! Jenks se estremeció, y pasé la hoja provocando que el polvo azulado que desprendía aterrizara en el suelo. Lo dicho, en algunos casos resultaba muy sencillo descubrir que se trataba de magia negra.
—Rachel… —me suplicó Jenks, visiblemente afectado.
—Relájate. No pienso hacer algo así.
Agitando las alas a rachas irregulares, el pixie descendió unos tres centímetros impidiéndome que pasara la página. Con un suspiro, me quedé mirándolo fijamente, intentando que se apartara solo con mi fuerza de voluntad. Él se cruzó de brazos y me devolvió la mirada. No estaba dispuesto a ceder ni un milímetro, pero, cuando dos de sus hijos, que estaban delante de la oscura ventana de la cocina, empezaron a discutir por una semilla que habían encontrado en una grieta del suelo, la distracción hizo que se elevara lo suficiente para que pudiera pasar la página.
En aquel momento, las puntas de los dedos, que estaban apoyadas en las páginas amarillentas, empezaron a dormírseme, así que cerré el puño. Entonces el corazón empezó a latirme a toda velocidad cuando creí reconocer un hechizo localizador justo debajo. Si estaba leyendo bien, la maldición demoníaca utilizaba magia simpática, como los conjuros de detección, y no auras, como los hechizos localizadores normales. A pesar de que se trataba de una maldición, parecía mucho más sencilla de realizar que el hechizo del libro de magia terrestre.
Y mucho más tentador, querida
.
—¡Eh! Mira esto —dije con voz queda mientras Jenks chasqueaba las alas para advertir a sus hijos de que debían dejar de discutir. Juntos repasamos los ingredientes—. ¿El objeto sintonizador tiene que ser robado? —pregunté en voz alta. Aquello no me gustaba ni un pelo, de manera que no fue sorprendente que diera un respingo cuando se oyó el timbre de la puerta principal.
Con los brazos en jarras, Jenks nos lanzó una mirada amenazante, tanto a mí como a sus hijos, que tenían las mejillas encendidas y cuyas alas desprendían una neblina negra que caía sobre el fregadero.
—Ya voy yo —dijo antes de que pudiera reaccionar—. Y, cuando vuelva, será mejor que hayáis resuelto vuestras diferencias, o seré yo el que tome la decisión —añadió dirigiéndose a sus pequeños antes de salir disparado.
El volumen de la discusión disminuyó de golpe, y esbocé una sonrisa. Eran casi las seis, lo que significaba que debía de ser un humano o un brujo. Aunque también podía tratarse de un hombre lobo o un vampiro vivo.
—Si es un cliente, lo veré en el santuario —grité a Jenks. No me apetecía nada tener que esconder los libros por si atravesaban la cocina de camino a la sala de estar posterior.
—¡De acuerdo! —se oyó decir a Jenks desde la distancia. Rex había echado a correr tras él, con la cola erguida, las orejas de punta y haciendo sonar su pequeño cascabel. Los dos pixies de la ventana retomaron la discusión, pero esta vez en voz baja, lo que resultaba casi más desagradable que cuando gritaban.
Tras echar un último vistazo a la maldición, dejé una señal y cerré el libro. Tenía todo lo que hacía falta, pero el objeto identificativo, en este caso la lágrima de cristal, tenía que ser robado. Aquello resultaba algo desagradable, pero no lo convertía necesariamente en magia negra. La magia terrestre tenía algunos ingredientes como aquel. La ruda, por ejemplo, funcionaba mejor si se decía un conjuro durante la siembra, y no surtía efecto en un hechizo a menos que la hubieras robado. Esa era la razón por la que había plantado la mía junto a la puerta de la verja, para que fuera más fácil mangarla. La mía se encargaba de robarla Jenks y nunca le había preguntado de dónde. Los hechizos elaborados con ruda robada no se consideraban magia negra, así que, ¿por qué este sí?
Poniéndome en pie, crucé la habitación para sacar del abrigo la lágrima que me había dado Edden. La había sustraído de las pruebas. Preguntándome si eso bastaría, extraje la lágrima, sorprendida por el hecho de que hubiera perdido su transparencia y se hubiera vuelto negra.
—¡Guau! —susurré. Seguidamente levanté la vista al reconocer la voz de Ford en el pasillo. Acto seguido consulté el reloj. ¿Las seis? Mierda, me había olvidado de que habíamos quedado. No estaba de humor para escuchar sus rollos psicológicos, especialmente si funcionaban.
Ford entró con una sonrisa cansada mientras sus deslucidos zapatos de vestir dejaban marcas húmedas en el suelo conforme perdían los últimos restos de nieve. Rex caminaba detrás de él, con un interés felino, olisqueando la mezcla de agua y sal. Les acompañaba un buen puñado de hijos de Jenks, que parloteaban sin cesar formando un remolino de seda y polvo de pixie. Ford tenía el gesto fruncido en una mueca de dolor, y resultaba evidente que tantas emociones lo estaban saturando.
—¡Hola, Rachel! —dijo quitándose el abrigo de tal manera que la mitad de los pixies se retiró, aunque regresó inmediatamente—. ¿Qué es eso de que te han estado siguiendo en el aeropuerto?
Lancé una mirada asesina a Jenks y él se encogió de hombros. A continuación le hice un gesto a Ford para que se sentara, dejé el libro demoníaco en el montón que había bajado del campanario y me limpié las manos en los vaqueros.
—Solo intentaban intimidarme —dije sin saber qué pintaba mi hermano en todo aquello, pero convencida de que era a mí, y no a él, a quien tenían en el punto de mira—. ¡Eh! ¿Qué te parece esto? Esta mañana, cuando me la dio Edden, era de color claro.
Ford se acomodó en la silla de Ivy y extendió la mano, sacudiendo la cabeza cuando un trío de niñas pixie le preguntó si podían hacerle unas trenzas en el pelo. Las ahuyenté con la mano cuando rodeé la encimera para entregarle la lágrima, y las niñas se echaron a volar hacia la repisa de la ventana para tomar partido en la discusión sobre la semilla.
—¡Por los tampones de Campanilla! —exclamó Jenks cuando vio la lágrima en la palma de Ford—. ¿Qué le has hecho, Rachel?
—Nada.
Al menos no tenía un tacto peludo ni se ponía a moverse cuando la tocaba. Ford entornó los ojos mientras la observaba bajo la luz artificial. La discusión del fregadero estaba empezando a extenderse al resto de la habitación y le lancé una mirada a Jenks para que hiciera algo al respecto. No obstante, el pixie estaba junto a Ford, observando fascinado los remolinos negros que atravesaban el cristal grisáceo.
—Me lo dio Edden para que hiciera un hechizo localizador —expliqué—. Pero no tenía este aspecto. Ha debido de ir absorbiendo las emociones de cuando nos estaban siguiendo en el aeropuerto.
Ford se me quedó mirando por encima de la lágrima.
—¿Estabas enfadada?
—Bueno, un poco. Más bien, algo molesta.
Jenks salió disparado hacia la ventana cuando la discusión empezó a alcanzar tal intensidad que me dolían hasta los globos oculares.
—¿Molesta? ¡Ni hablar! Parecía un grano en el culo de un hada, rojo como un tomate, y a punto de estallar —dijo antes de ponerse a hablar con sus hijos a tal velocidad que me fue imposible entender nada. Inmediatamente, los pixies se quedaron en completo silencio.
—¡Por el amor de Dios, Jenks! —exclamé, cada vez más alterada—. ¡Tampoco estaba tan cabreada!
Ford se puso a mover la lágrima con los dedos hacia delante y hacia atrás.
—Debe de haber absorbido un montón de emociones. No solo las tuyas, sino también las de todos los que había allí. —Y tras unos instantes de vacilación, añadió—: La lágrima… ¿te liberó de tus emociones?
Al ver su mirada esperanzada, negué con la cabeza. Pensaba que, tal vez, podría ayudarle a atenuar las suyas.
—No —respondí—. Lo siento.
Apoyándose en la esquina de la mesa, Ford me devolvió la lágrima esforzándose por ocultar su decepción.
—Bueno —dijo sentándose de nuevo en la silla de Ivy y colocándose a Rex en el regazo—, como bien sabes, trabajo por horas. ¿Dónde crees que estaremos más cómodos?
—¿No preferirías que nos tomáramos un café? —sugerí, mientras guardaba de nuevo la lágrima en el bolsillo del abrigo a falta de un lugar mejor—. No me siento de humor para intentar recordar al asesino de Kisten. ¡
Estúpida gata
!
No permite que la toque, pero se deja achuchar por un perfecto desconocido
.
Sus oscuros ojos se dirigieron hacia la cafetera apagada.
—Nunca se está de humor para algo así —dijo quedamente.
—Ford… —gimoteé. En ese preciso instante uno de los pixies soltó un chillido y Ford se estremeció mientras su rostro se volvía completamente blanco. Irritada, miré a Jenks.
—¿Podrías llevarte a tus hijos de aquí? Me están dando dolor de cabeza.
—¡Ya basta! Jumoke se encargará de la semilla —sentenció con rotundidad, zanjando las protestas con un agudo chasquido de las alas—. ¡Ya os había dicho que no os gustaría! —exclamó—. Y ahora, fuera de aquí. Jumoke, pregúntale a tu madre dónde esconde las semillas. Allí estará segura hasta la primavera.
De ese modo, también se aseguraba de que, cuando falleciera, alguien más supiera dónde ocultaba su valiosa reserva de semillas. La esperanza de vida de los pixies era un asco.
—¡Gracias, papá! —gritó el eufórico pixie mientras salía volando de la habitación arrastrando al resto en un torbellino de ruido y de color.
Aliviada, rodeé la encimera central y me senté en mi sitio. Ford empezaba a tener mejor aspecto y, cuando Rex echó a correr tras los pixies, vaciló en su asiento hasta encontrar una posición más cómoda. Jenks descendió de inmediato y se situó frente a él con los brazos en jarras.
—Lo siento —se excusó—. No volverán.
Ford volvió a mirar la cafetera.
—Uno de ellos sigue ahí.
Empujé los libros demoníacos y los coloqué junto a los de la universidad para hacer un poco de espacio.
—¡Qué cabrón! Farfullé levantándome para prepararle un café a Ford.
Jenks frunció el ceño y soltó un agudo silbido. Con una sonrisa burlona, esperé a ver quién era el curioso, pero no apareció nadie. Tal vez podía buscar alguna otra excusa para perder un poco más de tiempo. Quizás podría hablarle de Jenks.
—Gracias, Rachel —dijo Ford con un suspiro—. Me vendría bien un poco de cafeína. Porque espero que sea un café como Dios manda.
Tras llenar una taza, la metí en el microondas y lo puse al máximo.
—El descafeinado es un castigo cruel y poco común.
Jenks recorría la cocina como una luciérnaga escapada del infierno, despidiendo chispas para crear rayos de sol artificiales.
—No lo encuentro —gruñó—. Me estaré haciendo viejo. ¿Estás seguro de que hay alguien?
Ford inclinó la cabeza como si estuviera escuchando.
—Segurísimo. Es una persona.
Jenks esbozó una sonrisa al escuchar que había incluido a los pixies en la categoría de personas. No todo el mundo mostraba la misma sensibilidad.
—Iré a contarles las narices. Enseguida vuelvo.
Acto seguido, abandonó la cocina como una exhalación y abrí el microondas. La taza de Ford se había calentado lo suficiente y, mientras me inclinaba para colocarla junto a él, le susurré:
—¿Te importaría que saliéramos un momento para hablar de Jenks?