Mierda
, pensé. Tal vez debería apuntarme a un curso sobre el protocolo en la escena de un crimen. Cualquier cosa con tal de no tener que quedarme mirando desde la banda mientras los demás jugaban. Yo no era de las que se quedan calentando banquillo. Ni por lo más remoto.
Jenks aterrizó en mi hombro como muestra de apoyo. Sabía que le hubiera gustado ayudarme, y me sentía agradecida por su lealtad. Al ver su movimiento, Edden levantó la vista de su teléfono móvil.
—¿Qué tal está tu dedo? —preguntó de repente.
Le eché un vistazo y vi que tenía buen aspecto.
Sin responderle, me incorporé y salí enfurecida. Jenks alzó el vuelo y se colocó a la altura de mi cabeza para seguirme hasta la cocina vacía.
—Rachel… —empezó, y yo torcí el gesto.
—Puedes quedarte con Ivy, si quieres —le solté despechada, subiéndome la cremallera del abrigo y enrollándome la bufanda alrededor del cuello. No iba a irme a casa. Todavía no—. Estaré en el garaje.
Sus diminutos rasgos mostraron una expresión de alivio.
—Gracias, Rachel. Te mantendré informada de todo lo que averigüemos —dijo, mientras regresaba a la habitación infantil dejando tras de sí una estela de polvo dorado.
¡
Es tan injusto
!, pensé quitándome los protectores azules de las botas. ¡De manera que mi forma de investigar apestaba! Pues estaba obteniendo resultados mucho más deprisa que toda una casa llena de agentes de la AFI. Al marcharme, di un portazo con la mosquitera y bajé los escalones pisando fuerte. A casa. Sí, claro. Tal vez podía ponerme a hacer galletas. Hombrecitos de jengibre con la placa de la AFI. Y luego les arrancaría la cabeza con los dientes. No obstante, cuando mis pies pisaron el suelo de cemento, aminoré el paso. Seguía muy cabreada, pero Edden me había dicho que podía echar un vistazo al garaje. Pensé que me lo había ofrecido porque sabía que hacía mucho frío, pero ¿por qué no?
Con los brazos en jarras, utilicé la punta de una de mis botas para soltar el sencillo cierre de la caja más cercana. En su interior había un revoltijo de cosas que se parecía a los restos del clásico mercadillo casero de objetos usados: libros, adornos, álbumes de fotos y varias cámaras. Bastante caras, por cierto.
—¿Álbumes de fotos? —me pregunté en voz alta, mirando las silenciosas paredes. ¿Qué tipo de gente guarda los álbumes de fotos en el garaje? Tal vez se trataba de algo temporal, con motivo de las Navidades, o para hacer hueco a los juguetes.
Me dirigí a la siguiente caja y, poniéndome los guantes para combatir el frío, la abrí y encontré más libros y algo de ropa de los años setenta, que tal vez explicaba la decoración del salón. Justo debajo había otra caja que contenía prendas del año anterior. Saqué la primera; un vestido que podría haber encontrado en el armario de mi madre, y pensé que la señora Tilson debió de haber estado algo gruesa en el pasado. El vestido era más grande que yo, pero no era premamá. No se correspondía para nada con la descripción de Matt. Ni tampoco con los que había visto en el armario abierto del dormitorio.
Frunciendo el ceño, lo dejé donde lo había encontrado, y hurgué hasta el fondo, donde encontré un montón de anuarios del colegio.
—¡Bingo! —susurré poniéndome de rodillas y sintiendo que el frío del cemento atravesaba mis vaqueros. No tendría que esperar a que la oficina de Edden encontrara una foto de la pareja. Podía descubrirla yo misma.
Me dolían las rodillas, así que agarré el trineo infantil y me senté encima, con las rodillas casi a la altura de las orejas, mientras ojeaba un anuario en cuya tapa se leía «Clair Smith» escrito a lápiz. Clair se había graduado en un instituto a varios cientos de kilómetros al norte del Estado y, aparentemente, debía de ser muy popular, si el abrumador número de firmas significaba algo. Un montón de adolescentes prometía que le escribirían. Por lo visto hizo un viaje por Europa antes de empezar la universidad.
Había otro anuario de una universidad local en la que se había licenciado en periodismo, en la especialidad de fotografía, y allí había conocido a Joshua, a juzgar por los corazones y flores que rodeaban su firma. En aquel momento dirigí la mirada hacia la caja de los álbumes. Tal vez se trataba de trabajos para la facultad. Eso explicaría también las cámaras fotográficas.
Durante los años de instituto, había formado parte del club de fotografía, y se había graduado en 1982. Me quedé mirando una instantánea que mostraba una mujer subida a una tribuna descubierta rodeada de incómodos adolescentes, y mi dedo se detuvo en el nombre. A menos que se tratara de un error de imprenta, Clair era una joven bastante rellenita con una agradable sonrisa, y no la persona menuda que me había descrito Matt. Y si se había graduado aquel año, debía de tener… más de cuarenta años.
Con expresión desconcertada, me giré para mirar a la pared de la casa como si pudiera atraer a Ivy solo con el pensamiento. ¿Había tenido a su primera hija con más de cuarenta años y quería cinco más? ¿Esperando cinco años entre uno y otro?
Tenía que ser una inframundana. Las brujas vivían ciento sesenta años, y podían tener hijos prácticamente en cualquier momento de su vida, a excepción de los primeros y los últimos veinte años. Tal vez aquel era el motivo de los conflictos familiares. ¿Habría descubierto el señor Tilson que su mujer era una bruja? Pero allí no olía a bruja, ni tampoco a vampiro o a hombre lobo.
Con un suspiro, dejé el libro a un lado y me puse a revolver en la caja hasta que encontré otro en el que se leía «Joshua Tilson». Su colegio había decidido tirar la casa por la ventana y hacer las tapas de polipiel. ¡Qué bonito!
Joshua se había graduado en el Estado de Kentucky el mismo año que Clair. Inmediatamente hojeé las páginas en busca de una imagen. De pronto abrí la boca y un escalofrío hizo que se me tensaran todos los músculos. Lentamente acerqué la página a mi nariz deseando que hubiera algo más de luz. Joshua no se parecía en nada a la foto que me había enseñado Edden.
Paseando la vista por los objetos que me rodeaban, recordé el comentario de Edden sobre la jubilación de Tilson. A continuación pensé en la queja de Matt que consideraba que aquel hombre podía perfectamente cortar el césped de su jardín, su arrebato de rabia, lo joven que era su familia, y que pensaran tener muchos hijos. Aquella gente había puesto en el garaje un montón de cosas que no querían tener en casa, pero que tampoco podían tirar, porque alguien podría haberlas encontrado.
No creía que las personas que vivían allí fueran el señor y la señora Tilson. Eran unos impostores, y no habían podido llamar a una ambulancia por miedo a que los descubrieran, de manera que habían huido.
Un escalofrío me recorrió de arriba abajo, haciendo que me temblaran hasta las puntas de los dedos.
—¡Ivyyy! —grité—. ¡Ivy! ¡Tienes que ver esto!
Durante unos segundos agucé el oído, y descubrí que no venía. Enfadada, agarré el libro y me puse en pie. Las rodillas se me habían agarrotado por el frío, y estuve a punto de caerme, aunque conseguí recuperar el equilibrio justo en el momento en que Ivy asomaba la cabeza.
—¿Has encontrado algo? —preguntó con expresión divertida.
Su comentario no había sido «¿todavía estás aquí?» o «creí que te habías ido», sino «¿has encontrado algo?». Y no se estaba riendo de mí, sino de Edden, que estaba detrás de ella.
Esbocé una sonrisa para indicarle que sí que había averiguado algo.
—El que agredió a Glenn no fue el señor Tilson —sentencié con aire de suficiencia.
—Rachel… —comenzó Edden, y alcé triunfante el anuario y me acerqué a ellos.
—¿Tenéis ya los resultados de la toma de huellas? —pregunté.
—No. Se necesita casi una semana…
—Asegúrate de que las cotejan con las de los criminales inframundanos conocidos —dije, tendiéndole el libro, aunque fue Ivy la que lo cogió—. No las encontrarás si las comparas con la ficha del señor Tilson. Suponiendo que tenga una. Creo que los Tilson están muertos, y quienesquiera que vivieran aquí se apropiaron no solo de sus nombres, sino también de sus vidas.
—¡Gracias, Alex! —grité, despidiéndome con la mano del agente de la AFI, mientras se adentraba con su coche en la sombría y silenciosa calle cubierta de nieve tras dejarme en la acera de delante de mi iglesia. Ivy se encontraba ya a mitad del camino de entrada, impaciente por regresar a su guarida, donde tenía sus acorazados recursos para hacer frente a la situación. Había permanecido en silencio durante todo el trayecto de vuelta a casa, y no creía que se debiera al hecho de que tuvieran que traernos porque yo era demasiado gallina para abrir mi coche y comprobar si saltaba por los aires.
Las luces traseras del vehículo de Alex se iluminaron al acercarse a la señal de stop que había al fondo de la calle y me di media vuelta. La iglesia en la que convivía con Ivy y Jenks estaba toda iluminada y en calma, y los colores que salían a través de las vidrieras recaían sobre la nieve intacta creando unos maravillosos remolinos. Examiné la parte inferior del tejado para ver si divisaba a Bis, la gárgola que se había instalado en la cornisa, pero no había nada entre las pequeñas vaharadas blancas que salían de mi boca. La iglesia estaba muy bonita con la decoración navideña y del solsticio, repleta de brillantes guirnaldas y alegres lazos, y sonreí, feliz por vivir en un lugar tan especial.
En otoño, Jenks había arreglado por fin los focos que iluminaban el campanario, lo cual contribuía a tal belleza. Hacía años que el edificio no se utilizaba como templo, pero estaba santificado, otra vez. En un principio Ivy había elegido una iglesia como sede para nuestra empresa de cazarrecompensas para hacer rabiar a su madre no muerta y, a pesar de que alguna vez había surgido la ocasión, nunca nos habíamos trasladado a un local comercial. Me sentía segura en aquel lugar. Y también Ivy. Y Jenks necesitaba el jardín posterior para alimentar a sus casi cuatro docenas de hijos.
—¡Date prisa, Rachel! —se quejó Jenks desde debajo de mi sombrero—. Me cuelgan carámbanos.
Esbozando una sonrisa burlona, seguí a Ivy por el camino de acceso en dirección a los desgastados escalones de la parte delantera. Jenks tampoco había abierto la boca en todo el viaje y casi deseé escuchar qué pasaba el noveno día de Navidad con tal de no verme obligada a ocuparme yo sola de dar conversación a Alex. No conseguía descifrar si mis compañeros, especialmente Ivy, habían estado pensando o solo era que estaban cabreados.
Tal vez pensaba que la había puesto en evidencia al descubrir que los Tilson eran unos impostores antes que ella. O quizás estaba disgustada porque le había pedido que se acercara a echar un vistazo al barco de Kisten. Ella también lo quería. Su amor por él era más profundo que el mío, y desde hacía más tiempo. Había pensado que estaría deseosa ante la posibilidad de encontrar al vampiro que lo había asesinado y que había intentado convertirme en su juguetito.
Ivy se detuvo en los escalones cubiertos de sal, y levanté la cabeza cuando la oí soltar una palabrota en voz baja. Me detuve y dirigí la mirada hacia donde apuntaban sus ojos, el rótulo comercial.
—¡Serán desgraciados! —mascullé al ver la pintada «Bruja negra» cuya última letra chorreaba por toda la placa de latón hasta gotear sobre las puertas de roble macizo.
—¿Qué pasa? —gritó Jenks, que no podía ver nada, dándome un tirón de pelo.
—Alguien ha estado redecorando el rótulo —explicó Ivy en tono insulso, aunque era evidente que estaba furiosa—. Tendremos que empezar a dejar algunas luces encendidas —dijo entre dientes, tirando de la puerta con fuerza.
—¿Luces? —exclamé—. ¡Pero si ya tenemos más luces que… una iglesia!
Ivy ya estaba en el interior, y permanecí allí de pie, con los brazos en jarras, cabreándome cada vez más. Era un ataque contra mí, y me llegó a lo más hondo después de la insinuación de animadversión en la escena del crimen.
Hijo de puta
.
—¡Bis! —grité alzando la vista y preguntándome dónde se habría metido nuestro pequeño amigo—. ¿Estás ahí?
—Rachel —dijo Jenks tirándome una vez más del pelo—. Quiero ver si Matalina y los niños están bien.
—¡Sí, claro! ¡Lo siento! —farfullé.
Ajustándome el abrigo, entré en la iglesia y cerré de un portazo. Enfadada, bajé la tranca de un golpe, aunque técnicamente estábamos abiertos hasta media noche. Sentí que se alzaba levemente mi gorro, y Jenks salió disparado hacia el santuario. Me lo quité despacio y lo colgué en el perchero, y mi estado de ánimo se relajó al oír un agudo coro de «holas» proveniente de sus hijos. La última vez había tardado cuatro horas en raspar la pintura. ¿Dónde demonios estaba Bis? Esperaba de todo corazón que no le hubiera pasado nada.
Quizás debería hechizar el letrero
, pensé, pero no creía que existiera un conjuro capaz de hacer que el metal se volviese impermeable a la pintura. También podía colocar una maldición que le provocara acné a quien la tocara, pero sería ilegal. Y ¡maldita sea!, a pesar de lo que dijera la pintada, yo no era una bruja negra.
El calor de la iglesia penetró en mí y colgué el abrigo en una percha. Más allá del oscuro vestíbulo sin ventanas, al fondo del santuario, se encontraba mi escritorio, donde solía estar el altar, que en aquel momento servía como residencia invernal para Jenks y su familia y cuya tapa corrediza estaba cubierta de plantas. Era más seguro que hibernar en el tocón del jardín trasero, y dado que yo nunca lo usaba, tan solo tenía que soportar la indignidad de encontrarme a un montón de chicas pixie jugando con mi maquillaje o usando los pelos de mi cepillo para construir hamacas.
Frente a mi escritorio había un grupo informal de muebles alrededor de una mesa de centro. También había una televisión y una cadena de música, pero era más un lugar para entrevistar clientes que una verdadera sala de estar. Nuestros clientes no vivos tenían que entrar por la parte trasera y la parte no santificada de la iglesia hasta nuestra sala de estar privada. Allí se encontraba el árbol de Navidad de Ivy, con solo un regalo debajo. Después de destrozar el abrigo de David mientras intentaba seguir la pista a Tom, había tenido que comprarle uno nuevo. En aquel momento se encontraba en las Bahamas con las chicas, asistiendo a un seminario sobre seguros.
En una de las esquinas delanteras de la iglesia estaba el piano de media cola de Ivy, que no se veía desde donde estaba, y justo enfrente, una esterilla que utilizaba cuando Ivy había salido. Ella iba al gimnasio para mantener su figura o, al menos, eso es lo que decía cuando salía de casa nerviosa y regresaba relajada y satisfecha. Justo en medio de todo ello, se situaba la maltrecha mesa de billar de Kisten, que habíamos rescatado de la cuneta en vista de que no podíamos tenerlo a él.