—Chey... yo... —dijo Bobby.
—No importa —masculló Chey—. No... no lo digas.
—No lo centres todo en ti —le respondió Fenech—. No es manera de tratar esta situación.
Chey se apartó de él, asqueada.
—¿Cuánto tiempo me queda? —le preguntó—. Ahora que me encuentro sin reloj, sin nada que me sirva de reloj, estoy desorientada. Me despierto y ya es media tarde. O la primera hora de la mañana. Me despierto y... pero a eso no puedo llamarlo despertar.
Fenech consultó el reloj de pulsera.
—Nos quedan un par de minutos. Quería hablarte de una cosa —le dijo.
Chey suspiró. Por mucho que necesitara compañía humana, habría preferido que Bobby se callara.
—Dime.
—Mañana... —le dijo—. Sólo tendrás cuatro horas de tiempo humano.
Chey entendió lo que quería decirle y asintió.
—Quiero sacarle el máximo provecho. Bañarme, tener al menos dos comidas de verdad. Me gustaría leer un libro, si habéis traído alguno. Lo que sea con tal de sentirme humana antes de que me transforme durante cinco días seguidos.
Bobby hizo una mueca.
—La verdad es que... había pensado que podrías quedarte aquí arriba. Todo el tiempo.
—Pero... ¿por qué? —preguntó Chey.
—Así será más seguro para todos nosotros. Cuatro horas no son mucho. Podríamos perderte la pista, o tener cualquier otro problema.
Chey negó con la cabeza. No. ¡No, no era justo, no era aceptable!
—Veré lo que puedo hacer para conseguirte un libro. Creo que los Pickersgill se han traído revistas. Puede que te dejen alguna. Aunque la última vez que encontraste material para leer lo hiciste trizas.
Se refería al libro de Edward Abbey. El que había encontrado en la torre de vigilancia y había tratado de secar para leerlo. La loba había hecho pedazos las letras impresas, igual que habría destrozado cuerpos humanos. Eso era lo que hacía la loba cuando Chey trataba de encerrarla. Destruía las cosas que la joven necesitaba para preservar la cordura, porque ésa era la única manera en que podía dañarla.
—No —dijo—. No. No pienso quedarme aquí arriba. Me niego.
—Bueno, el tiempo ha pasado —dijo Fenech, antes de que Chey pudiera volver a protestar. Bajó por la trampilla, y antes de que la joven hubiera podido decirle adiós, echó el candado.
Chey se arrodilló sobre la trampilla y la aporreó con los puños. Le dio golpes secos con los nudillos.
¡Bobby! —gritó—. ¡Grandísimo hijo de puta! No puedes dejarme aquí de esta manera y esperar que...
Pero entonces la luz plateada le inundó el cerebro.
Despertó más tarde entre lloros y gritos. No se sentía plenamente humana. Las paredes que la encerraban... las paredes... se cerraban sobre ella... las paredes... cuánto tiempo... cuánto tiempo llevaba aprisionada... cuánto tiempo había estado aullando la loba... las paredes. .. chilló. Se arrojó contra uno de los rincones de la pequeña habitación, las lágrimas le resbalaron por el rostro... las paredes... las paredes...
«Venga, Chey —pensó—. Cálmate. Tan sólo eso... cálmate.»
Se concentró en su propia respiración. Se concentró en la oscuridad, en verla como ausencia de luz, no como un líquido negro que la abrumaba, que la engullía.
Inspiración, espiración.
Finalmente, sintiéndose tan sólo las rodillas algo débiles, volvió a vestirse. Abrió uno de los postigos para que entrara la luz.
Cuatro horas. Le quedaban cuatro horas. O todavía menos... ¿Cuánto tiempo había necesitado para calmarse? ¿Cuánto rato había pasado chillando? ¿Qué porción de tiempo había... ?
Se apoyó en el repecho y sacó la cabeza para respirar aire fresco.
—Dejadme salir —exigió. La voz le salió como un gemido—. Dejadme salir. No voy a tener mucho tiempo. No quiero quedarme aquí arriba. Dejadme... —Se agarraba a la madera con las manos y las sentía muy extrañas. Al mirárselas, vio la madera, vio a través de sus propias manos. Era como si sus manos fueran de cristal transparente. O... no... como si hubieran estado hechas de niebla, de bruma.
La luz plateada la alcanzó de nuevo y la encontró chillando.
La loba aulló.
La loba se sentía como si siempre hubiera aullado.
La loba había enloquecido un poco.
No había enloquecido como un ser humano, sino como un animal. Ella, su yo, su mente, estaban divididos en dos partes. La parte racional de su cerebro, la parte que sabía resolver problemas e impedía que se metiera en apuros, estaba perdiendo fuerza con el transcurso de las horas. Su parte instintiva, la mitad más primitiva de su cerebro, se alzaba, levantaba sus grilletes y le exigía cada vez más energía mental. La rabia, el miedo y la desesperación se iban acumulando en las almenas de su cerebro igual que la cera se acumulaba en sus oídos. El horror, el odio y el dolor crecían cada día que pasaba encerrada en la habitación humana, magnificados por la luz de luna que se colaba por los pequeños resquicios del techo y de los postigos. Multiplicados... su odio, su rabia y su tormento se multiplicaban, se ampliaban por diez a uno, porque sabía que una hembra humana había estado en la minúscula celda cuadrada la última vez que había dormido. Reconocía su olor en el suelo, en las paredes. Lamía la madera y paladeaba la humana y aceitosa amargura de la piel de la hembra, la insoportable pesadez de su aroma artificial. Odiaba, odiaba, odiaba a la humana, quería partirle el cuello, quería molerle los huesos con los dientes. ¿Dónde estaba? ¿Se encontraba cerca? ¿Se encontraba... se encontraba...?
¿Se encontraba todavía allí? ¿Escondida por algún lado? La loba notaba la presencia de la hembra humana, como si se hubiera hallado bajo su propia piel.
Anduvo por los rincones de su celda, corrió de pared a pared. No había espacio suficiente, no era suficiente, no lo era, no lo era, no lo era. Jadeó porque tenía miedo, miedo, mucho miedo. Sintió calambres en las patas y encorvó la testa. Su cuerpo ocupaba todo el espacio disponible. Su rabia inundaba hasta el último centímetro cuadrado. Hacía que las paredes cambiaran de forma, como si pudiera escapar tan sólo con su mera desesperación.
Al fin se dejó caer y reposó sobre el vientre con la lengua fuera. Respiraba más lento. Pero siguió aullando.
El humano, el otro humano, el macho, ¿estaba cerca? El que le había encadenado la pata, ése al que había estado a punto de devorar. Él era el culpable. Era él quien la había encerrado en aquel lugar terrible. ¡Reconocía su olor! ¿Estaría cerca? ¡Iba a despedazarlo! Lo haría, lo haría, lo haría. Lo haría.
No, el humano no estaba allí. Eso sí lo sabía. A pesar de todo, su olor, su agua de colonia, había impregnado las paredes y el suelo. Aún le escocía en el hocico, en los ojos.
Y seguía aullando.
Aullaba. Era una criatura que aullaba. No podía hacer otra cosa dentro de aquella prisión. Los aullidos brotaban de su cuerpo como la esencia pura y destilada de su angustia, largos y estruendosos horrores que emergían de su garganta, de su vientre, que se le escapaban de entre los dientes, que atronaban en su pecho, que se revolvían en su interior y se elevaban por los aires. Aullaba... y no cambiaba nada. No conseguía nada con sus aullidos.
Aulló sin cesar durante cuatro días, mientras su cuerpo sufría hambre y se debilitaba. Mientras el cerebro se le secaba dentro del cráneo y olvidaba el motivo de sus aullidos.
Y seguía aullando. Y entonces, una noche, oyó al otro lobo, allí fuera, en la penumbra... respondía a sus aullidos.
Cerró con fuerza sus enormes fauces. Levantó las orejas. El resto de su cuerpo estaba totalmente inmóvil. No hizo ningún ruido, porque quería escuchar. Sabía que no tenía ningún motivo para querer que se le acercara. Sabía que, si podía, trataría de matarla. Pero era otro lobo, otra criatura igual a ella. Otra, otra, igual a ella, otra. Escuchó... estiró las orejas hacia delante y escuchó, desesperada por oírle.
Un poderoso aullido atronó en el bosque y resonó en los troncos de los árboles. Un penetrante gemido. Luego, desapareció.
En el cuerpo de la loba apenas si quedaba voz, apenas si quedaban energías, apenas si le quedaba nada. Gimoteó. Lloriqueó. Se puso en pie de un salto y se arrojó contra las paredes; se frotó contra ellas hasta que uno de los postigos se abrió y pudo asomar el hocico al tenebroso vacío, y saboreó el viento con la lengua.
Una vez más... el aullido de respuesta. La pelusa de todo el cuerpo se le erizó, como queriendo ir al encuentro de ese sonido. Ese sonido largo, prolongado, solitario. El lobo la buscaba, trataba de encontrarla. La hembra gimoteó.
Más abajo, oyó el sonido del metal, el chisporroteo del fuego. Oyó unos humanos que iban de un lado para otro, presa de la agitación. ¿Habrían oído la respuesta? Seguro que sí. Oyó que se apresuraban a extinguir la hoguera. Oyó que se ocultaban entre los árboles, con las manos cargadas de metal, las voces bajas, unos gruñidos que para ella no significaban nada.
La respuesta se hizo oír de nuevo. La loba buscó en lo más hondo de su propio ser, removió las últimas ascuas de su fuerza y lanzó un aullido que parecía un gorjeo. Suficiente para guiarle, suficiente para que la encontrase en el bosque. Suficiente para guiarlo hasta ella. Resbaló hacia atrás, exhausta, y se desplomó sobre la madera, con una de las patas delanteras sobre el hocico.
Luego oyó disparos de escopeta y dio coletazos contra el suelo, pero estaba demasiado fatigada para enderezar de nuevo las orejas.
Pasó otro día y otra noche tumbada en el suelo, dentro de la torre de vigilancia, y se daba la vuelta cada vez que podía, demasiado fatigada, demasiado hambrienta para hacer algo que no fuese jadear y esperar, jadear y tratar de dormir.
No le quedaban fuerzas para emitir ningún sonido, pero en las cámaras ocultas de su corazón, aullaba, y aullaba, y aullaba.
Finalmente, Chey despertó bajo la luz plateada. Tenía la boca abierta contra el suelo. Las manos se le habían quedado debajo del cuerpo y su propio peso las aplastaba. Sentía como si no quedara sangre dentro de ellas. Las recorría un hormigueo doloroso. Insoportable.
Tenía los ojos como uvas pasas. Secos y agrietados. Se dio la vuelta y el esfuerzo la hizo bizquear. Tenía tanta hambre, que sentía como si unos insectos le hubieran colonizado el abdomen, como si la hubieran vaciado por dentro y hubieran dejado un hueco en el lugar donde había estado su estómago. Tenía tanta hambre...
—Hambre —gimoteó. Por lo menos, tenía voz. Y si tenía voz, era que volvía a ser humana. Cada vez lo dudaba más—. Hambre —repitió, y se le quebró la voz. No había nadie para oírla... y ella tampoco esperaba que alguien la oyera. Pero estaba hambrienta.
No tenía ni idea de la hora que sería, ni de los días que habían pasado. Por su cabeza pasaban pensamientos dispersos y breves, y no conseguía aunar energías mentales suficientes para dar el más sencillo de los saltos lógicos.
—Hambre. —En esta ocasión, ni siquiera lo había pensado. Salió de su cuerpo como un eructo maloliente.
Sin agua, sin comida... ¿no habría tenido que morirse? Pero, no. La maldición no la dejaría morir.
Cerró los ojos. Tal vez se hubiera transformado, tal vez no. Sólo veía oscuridad.
Al abrir de nuevo los ojos, se sintió un poco mejor. Se oía un sonido. .. un sonido reconfortante. Un golpeteo. Se oía un golpeteo en el techo. Muchas personas que daban golpecitos muy suaves sobre el techo. Había una multitud allí arriba, y estaban...
Una gotita de agua se coló por entre los tablones del techo y, al llegar al suelo, cerca de su cara, dispersó el polvo. «Ah —pensó—. Está lloviendo.» Cerró de nuevo los ojos.
Se levantó, se movió, se estrelló contra la pared de la torre, la golpeó una vez más en un intento por derribar la torre, por hacerla cedazos. Sus manos se agarraron a la madera y tiraron, la sacudieron, y... y... no podía... no podía tomar aliento... se desplomó una vez más y... y cerró los ojos.
El agua bajaba por una de las paredes. Una fina vía de agua que se descomponía en reguerillos, que trazaba meandros en torno a las astillas y se acumulaba en los surcos que había abierto la loba. Chey la contempló con atención, levantó ambas manos para tocarla y volvió a bajarlas. Como si hubiera podido detener el reguero de agua con sólo tocarlo. Como si éste hubiera llegado hasta allí tan sólo para fastidiarla.
La boca le ardía. Se notaba los ojos como un par de huevos duros, hinchados dentro de su cabeza. Le dolían con sólo moverlos de un lado a otro. Tenía la sensación de que tenía las cuencas de sus ojos repletas de arena y de que ésta le arañaba los globos oculares cada vez que trataba de moverlos.
El diminuto arroyuelo no se detenía. Chey se acercó. Lo tocó con la lengua. El agua le pareció hielo en su piel agrietada y tumefacta. Le salpicó dentro de la boca, le humedeció los dientes. Chey se rió. Era tan agradable... apretó la boca contra la pared de madera y sorbió, sorbió como un animal.
Como el jerbo que sorbe el biberón de agua dentro de la jaula.
Pasaba de todo.
—Paso de todo, ¿vale? —le dijo a nadie. Porque allí no había nadie. Siguió sorbiendo el agua de la pared.
En cuanto se hubo hartado, se dejó caer de nuevo al suelo. Y cerró los ojos. Tenía una sonrisa en el rostro.
Toe, toe. Abrió los ojos pero no se movió. Toe, toe. Alguien llamaba. No, antes había pensado que la lluvia era un montón de gente golpeteando en el tejado, pero... toe, toe.
—¡Estoy aquí! —chilló, y giró sobre sí misma. Se dio cuenta de que estaba desnuda. Se dio cuenta de que no tenía fuerzas para chillar de aquel modo. Pero gritó de nuevo—: ¡Por favor! ¡Estoy aquí! ¡Y ahora soy humana!
La trampilla crujió: el muelle la había abierto. Una mano, una mano muy humana, entró por el negro agujero y dejó una bolsa de plástico sobre el suelo. Luego se retiró y la trampilla se cerró de nuevo.
Chey trató de agarrar la trampilla, trató de impedir que se cerrara. A duras penas podía arrastrarse por el suelo. Estaba ya cerrada. El brazo... había visto el brazo. No había sido una alucinación. Estaba segura de ello. Un brazo moreno y oscuro. Era el brazo de Lester.
—¡Lester! —gritó—. Ven, Lester, aquí no hay ningún peligro. Puedes entrar. ¡Lester! Mira, ya sé que soy peligrosa. Sé que doy miedo. Pero también soy un ser humano. Esto no está bien, Lester. ¡No está bien dejar solo a alguien de esta manera! ¡Las cosas no se pueden hacer así, joder! ¡Lester! Vuelve. Vuelve, nada más. Por favor. Vuelve.