Balas de plata (23 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

BOOK: Balas de plata
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—¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¡Pensaba que os había matado!

Bobby no sonreía.

Estuviste a punto —le dijo—. Yo creía que había sido muy listo al traer la cadena.

—¿Qué sucedió? —le preguntó Chey—. ¿Qué hice?

—¿No recuerdas nada de nada? —le preguntó Bobby. Le miró las piernas. Involuntariamente, Chey dio un paso atrás—. Tendría que haberlo pensado mejor. Hiciste lo que dicen que suelen hacer los lobos cuando caen en una trampa. Te rompiste la pata de un mordisco. Pero no tuviste que morder mucho. Y luego te abalanzaste sobre nosotros como si hubieras querido devorarnos de un bocado.

—¿Cómo... cómo lograsteis escapar? —le preguntó Chey. Lo que de verdad quería saber era el motivo por el que Fenech no la había matado de un disparo. Al fin y al cabo, llevaba una pistola cargada con balas de plata. Nadie le habría echado la culpa por defenderse.

—En el momento en el que te transformaste, empezaste a forcejear para librarte del grillete. Tuve un mal presentimiento, y por eso le dije a Lester que pusiera en marcha el helicóptero. Cuando vi lo que hacías, también salté adentro y despegamos. Viniste a por nosotros, e incluso trataste de alcanzarnos de un salto, pero, como sólo podías impulsarse con una pata trasera, no llegaste muy lejos.

Chey se cubrió la boca con el brazo. A duras penas podía creérselo.

—Lo siento mucho... —se disculpó, y le tendió los brazos. Quiso estrecharle las manos, abrazarlo.

Fue entonces cuando le llegó el turno a Fenech de dar un paso atrás. Quizá tuviera miedo de que Chey le arañara y le transmitiese la maldición. Quizá, simplemente, tuviera miedo de ella.

Chey aguardó unos instantes con los brazos tendidos. Quería algo de él, algo que no podía pedirle. Quizá no pudiera volver a pedírselo jamás. Pero Bobby seguía con vida. Bobby y Lester seguían con vida. Con eso tenía que bastarle. Retrocedió hasta que Fenech pareció sentirse más cómodo, y se quedó allí, quieta, cubriéndose el cuerpo con ambos brazos, porque hacía mucho frío.

—¿Tenéis algo de comer? —preguntó.

Capítulo 37

—Hay algo que tienes que ver —le dijo Bobby.

«Fenech», pensó Chey. Tenía que empezar a emplear ese nombre cuando pensara en él, porque era evidente que lo que pudiera haber existido entre ambos había terminado. Sin embargo, le resultaba duro. Le miró mientras se volvía y se alejaba de ella, y pensó que sabía muy bien lo que sentiría si corría detrás de él y le pasaba los dedos sobre los cabellos en punta.

—Lester, ve a prepararlo, ¿quieres? —espetó. Parecía que hubiera pasado una mala mañana.

El piloto agachó la cabeza y corrió hacia el helicóptero. Ya estaba a punto para despegar cuando llegaron los dos.

—Parece que tendremos sitio para tres, siempre que seamos todos amigos —le aseguró a Chey. Abrió la puerta de plexiglás que estaba a un lado de la cabina del piloto y apartó algunos bultos para hacerle sitio. Chey se metió en el espacio que quedó libre entre los dos asientos y se sentó, con el mentón tocándole las rodillas. Tenía que sujetarse el jersey para que no se le subiera y no les enseñara demasiado a aquellos dos hombres.

Entonces, Bobby y Lester subieron también y cerraron la puerta. El aire de la cabina se alteró ligeramente y Chey se dio cuenta de que había empezado a respirar más rápido. No sabía cómo interpretarlo. Una vez Lester hubo despegado, la joven pudo contemplar el cielo azul y los árboles a sus pies, y llegó a la conclusión de que se encontraba muy bien.

Lester y Bobby llevaban micrófonos y auriculares para poder hablarse pese al estruendo del motor. Chey tuvo que cubrirse los oídos con las manos para evitar que la ensordeciera. Pero cuando vio adonde se dirigían, trató de hacerse oír a gritos a pesar del fragor y advertirles que fueran en otra dirección.

Lester ignoró sus súplicas y descendió en el claro donde se encontraba la cabaña de Powell. El rotor debió de echar por los aires una tonelada de pinaza y de hojas amarillentas y arrugadas en el momento de posarse sobre el terreno casi llano. Mientras el motor se detenía, Chey agarró a Bobby por el hombro y le dijo:

—Esto es una imbecilidad. Seguramente estará al acecho por aquí, a la espera de que vengáis a molestarle.

—Bien. Si está por aquí, podré matarlo —le dijo Bobby. Se encogió de hombros aparatosamente.

Salieron del helicóptero y se acercaron a la entrada de la casa. Chey se volvía en una y otra dirección, en busca de sonidos extraños.

—Cálmate —le dijo Bobby por fin—. Ya he estado aquí una vez, y no apareció de repente ni me pilló por sorpresa.

Fenech señaló con el dedo y Chey vio que la puerta de la cabaña estaba abierta. No alcanzó a ver en su interior nada más que sombras, pero la joven comprendió lo que trataba de decirle. Powell se había ido, como en tantas otras ocasiones. ¿Se habría marchado al norte? No podría ir mucho más allá.

—¿Piensas que se ha marchado para siempre? —preguntó Chey.

—No —le respondió Bobby—. No creo que se marche hasta que haya terminado con nosotros dos. Eso es lo que yo haría. Pero ¿yo qué sé? No me matriculé en Psicología del Hombre Lobo cuando estudiaba en McGill.

—Quizá... —Chey se asqueó del sonido de su propia voz al decir estas palabras— quizá deberíamos irnos. Quiero decir que podríamos regresar al sur.

Entonces, Bobby se volvió hacia ella y Chey se dio cuenta de que no se habían mirado a los ojos desde el reencuentro. Bobby la miró directamente a los ojos y sonrió con una sonrisa pequeña, fría—. Chey, ese tío es un asesino.

—Eso ya lo sé —le dijo ella—. Pero...

—Vamos —le ordenó Bobby—. Tal vez haya que recordarte por qué estamos aquí. —La llevó por el costado de la casa frente al que se encontraban los dos pequeños cobertizos. Chey recordó que anteriormente había visto salir humo por los aleros de uno de ellos. Había supuesto que lo empleaban para curar carne. Bobby señaló hacia el otro y le dijo—: En ese cobertizo hay una cisterna grande repleta de gasolina diesel. También hay herramientas y leña. Nada especial. Pero entonces miramos dentro de ése —dijo, y señaló hacia el cobertizo de donde salía el humo—. Allí es donde se encuentra la parte desagradable.

Chey esperaba que Fenech caminara hasta el cobertizo y abriera la puerta, pero no lo hizo. Se acercó y la abrió ella misma. No tenía nada claro qué era lo que podía haber allí que le pareciese tan excepcional a Bobby. Anteriormente se le había ocurrido que tal vez no fuera un pabellón para curar carne, sino una sauna. Nada más distinto de lo que realmente encontró. En el centro del reducido espacio había un pozo para encender fuego y varios utensilios en derredor: un sahumerio de salvia blanca, una pluma de águila, un cuenco de cobre. Parecían las herramientas mágicas que habría podido emplear un antiguo chamán indio. En el techo había un anaquel del que colgaban largas correas de cuero semejantes a cinturones sin hebilla. Las había a decenas. Entre ellas se encontraban también tiras similares de piel. Piel de lobo de varios colores.

Powell se había hecho cinturones de lobo. Recordó que le había hablado de los licántropos de Alemania, que en teoría podían transformarse de nuevo en humanos al ponerse unos cinturones mágicos. Le dijo que había estudiado las antiguas leyendas y que no había llegado a ninguna parte con ellas. En aquel momento no se le había ocurrido que Powell pudiera haber tratado de hacerse cinturones de lobo, pero, una vez los encontró, le pareció muy lógico.

—Sí —dijo—. Me explicó que llevaba décadas buscando una manera de curarse. —No mencionó que Powell había fracasado en todos sus intentos—. Pero ¿qué tiene esto de especial? Lo único que hace es trabajar con cuero.

Bobby se había quedado a un lado del cobertizo sin mirar adentro.

—Eso que tienes ahí no es piel de vaca —le dijo—. Es piel humana. No me sorprendería que alguna de esas tiras hubiera salido del cuerpo de tu padre.

Capítulo 38

Bobby le devolvió a Chey su ropa. La había recogido en el punto de acampada junto al pequeño lago. Chey tenía casi olvidado el frío que sentía hasta que se puso de nuevo el anorak y sintió que el calor, el verdadero calor humano, la acariciaba. Así se encontraba mucho mejor, aunque ni siquiera la calidez puso fin al vacío que sentía por dentro, la extraña y estridente vacuidad que tenía en el estómago y los miembros.

Trató de no pensar en ello. Ayudó a Lester a encender una hoguera frente a la cabaña. No podía dejar de mirar entre los árboles. Trataba de concentrarse en la leña que tenía delante, en la construcción de una pequeña pirámide de ramas de tamaño medio, pero entonces Lester se aclaró la garganta, y la joven se dio cuenta de que ella había vuelto a clavar la mirada en la oscura hilera de árboles. Buscaba a Powell.

Powell quería matarla. Había matado ya a otros. Chey tenía muchas razones para temerle. ¿Verdad?

Piel... piel humana... colgada del techo en el cobertizo que echaba humo. ¿Qué había estado haciendo Powell? Chey no quería ni imaginarlo. Había ido hasta el norte para matarlo. Había querido hacerle frente, convencida de que sabía qué clase de monstruo era. Luego había empezado a pensar que la realidad era más complicada. Que en Powell había algo... algo humano. Pero las correas se lo habían desmentido.

Observó los árboles. A la espera. Sería cuestión de tiempo que Powell regresara. Para poner fin a los asuntos pendientes con ella. Tal vez para ponerle fin a ella.

Los rasgos de gentileza que había tenido para con la joven... llevarla a su casa, instruirla en nociones básicas de licantropía... ¿habían sido los gestos de un ser humano que trataba de comunicarse con la única persona en el mundo que podía comprenderle? ¿O más bien una iniciación? ¿Acaso había querido alistarla en su propio mundo de sangre y horror? Tal vez pretendiera descubrirle todo aquello paso a paso, para no asustarla. ¿Qué oscuros secretos debía de haberle ocultado? Y entonces, Chey lo había traicionado... había traicionado a una criatura capaz de tanta violencia.

Tal vez hubiera cometido un grave error al no dispararle. Tal vez fuera el destino que le daba alcance. Iba a cobrarse el día, doce años antes, en el que Chey habría tenido que morir.

Había criaturas que se movían entre los árboles. De vez en cuando, una aguja de pino caía de su rama y la oscuridad que mediaba entre los troncos la engullía. Un pajarillo emprendía el vuelo y se elevaba por los aires con un rumor de desesperado aleteo, y luego encontraba la brisa y se alejaba en silencio. De vez en cuando se oían crujidos y chasquidos dentro de un árbol. Aquellos árboles se helaban en invierno y necesitaban mucho tiempo para el deshielo, un anillo de crecimiento tras otro, y cada vez que el hielo se resquebrajaba en su interior, emitían sonidos como si se fueran a caer. Aquellos sonidos la sobresaltaban, le aceleraban el corazón. Una ardilla se encaramó por un alto abedul y se movió en círculos sobre la corteza. Chey estuvo a punto de chillar.

Lester puso agua a hervir y calentó unos copos de avena precocínadados. Chey comió y se sintió un poco mejor. Entonces, Bobby se acercó a ella y se agachó a su lado. Le miró a la cara, como tratando de imaginarse cuál sería la reacción de la joven cuando él le hablara.

A Chey no le gustó.

—Tenemos que empezar a pensar en esto en términos racionales. Hemos de trazar un plan a medio plazo, por lo menos. Esta noche, la luna saldrá a las ocho y cincuenta y seis —le dijo. Le mostró un folio amarillento en el que estaban escritas dos hileras de números. Le dio un golpecito con el dedo, y justo en el lugar señalado, Chey vio el número 2.056.

—¿Ya? —preguntó ella, tratando de no levantar la voz—. Parece como si hiciera un momento que... me he despertado.

—Que has recobrado tu forma humana —le corrigió. Sabía decir cosas de ese estilo. Les daba un aire de realidad. Hacía que sonaran como hechos, hechos objetivos a los que había que hacer frente—. Hoy, la luna se ha ocultado a las doce y catorce. —Dio otro golpecito en el papel. En la otra hilera se leía 1.214.

—Eso no es suficiente —dijo Chey—. Quiero decir que no puede estar bien. ¿Cuánto tiempo voy a pasar hoy en mi cuerpo humano?

—Unas ocho horas y media —le informó Fenech—. Ya son más de las siete. Tienes que ayudarme a preparar lo de esta noche.

Chey sintió un escalofrío en la espina dorsal. Recordó que Powell le había explicado que, tan al norte, los ciclos de la luna eran extraños. Le había contado que el tiempo que pasaría como humana se acortaría a medida que transcurriera el mes, pero la joven no se había imaginado que la transición fuera tan espectacular.

—¿Cuánto tiempo tendré mañana? —preguntó. Se refería al tiempo que pasaría en su cuerpo humano, pero, a diferencia de Bobby, Chey era incapaz de decir esas palabras en voz alta y tomárselas en serio.

—Seis horas —contestó él—. Tenemos que estar preparados.

Chey asintió con la cabeza. Seis horas. Su loba tendría tres cuartas partes del día para ella. De repente, se puso celosa. Era su vida lo que el animal estaba devorando.

—¿Y pasado mañana?

—Cuatro. Ven conmigo, por favor.

Finalmente, Chey permitió que la agarrase por el brazo y la hiciera ponerse en pie.

Cuatro horas de veinticuatro. Powell le había dicho que se acercaban días en los que la luna no se pondría. En los que no descendería más allá del horizonte. Bajaría y subiría y bajaría de nuevo, pero sin llegar a desaparecer.

De repente, Chey se sintió débil. Se sintió como si estuviera a punto de morir. Bobby la llevó por el bosque, por el sendero de leñadores. En algún momento tuvo que prestarle su hombro para que se apoyara en él.

—Tengo que llamar a mi tío —decía ella. No pensaba con claridad—. Tengo que decirle a mi tío que venga a ayudarme. El lo arreglará. —Su propia voz le sonaba estridente e insignificante. Como el zumbido de una mosca negra. Lo odiaba, odiaba su propia debilidad. En otro momento había sido fuerte... había sido fuerte como una loba. ¿Qué le había sucedido?

Recorrieron de aquel modo un kilómetro entero, tal vez dos. Un poco más adelante, Chey vio el caminito que llevaba hasta la torre de vigilancia. No se había dado cuenta de lo cerca que se encontraba de la cabaña de Powell.

—¿Volverás a meterme ahí dentro? —le preguntó. Se esforzaba por recobrar el dominio sobre sí misma, por cobrar fuerzas de nuevo—. ¿Bobby?

Fenech no la miraba. Tan sólo contemplaba la silueta de la torre. El sol descendía hacia el horizonte y habían aparecido ya largas sombras sobre el camino.

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