Bueno, no era del todo cierto. Aunque se empeñara en fingir que no sentía ningún tipo de atracción por Bobby, ella misma no lograba creérselo. Tenía cara de tonto y a ratos se ponía imbécil, desde luego.
Pero la había pillado. Cuando le explicó que había conducido dormida hasta Chesterton, no había hecho más que asentir y le había sujetado la mano. Cuando le explicó la vergüenza que había pasado cuando tío Bannerman le había visto el tatuaje, Bobby le había enseñado el suyo, un logo negro de Molson muy mal hecho que llevaba sobre el bíceps. Un amigo del instituto se lo había hecho con una aguja de coser al rojo. Y cuando le dijo que aún le daban miedo los perros, no se había reído.
Y además, había que contar con el hecho de que sabía más que ella acerca de los licántropos. Podía enseñarle. Ésa fue la llave de su victoria.
—¿No puedes dormir? —le preguntó Bobby, con la cabeza aún enterrada en la almohada. Levantó la mano y se la pasó por los cabellos en pincho. Estaban crujientes por culpa de la espuma de pelo ya pasada, y se rascó el cuero cabelludo que asomaba entre ellos.
—Estoy demasiado emocionada —confesó.
Bobby volvió la cabeza para que ella pudiera ver su sonrisa.
—Lo estás haciendo bien —le dijo. Levantó el trasero, dobló las piernas debajo, y entonces saltó de la cama y pegó un grito mientras daba otro salto hasta la ducha—. Hoy va a ser un gran día.
Un coche pasó puntualmente a recogerlos a las nueve, un Sedán blanco con un distintivo del gobierno en la puerta del conductor. Los llevó a lo largo del río San Lorenzo hasta el cuartel general de los espías, el edificio del CSIS, el Servicio de Inteligencia de Canadá. Era un monolito de tres fachadas y grandes ventanas espejadas, rodeado por un parque en miniatura. Se veía impresionante desde la carretera.
Quizá Bobby lo hubiera visto ya demasiadas veces.
—¿Sabes? Estados Unidos tiene el Pentágono. Con cinco fachadas. Incluso el edificio de la CIA, en Virginia, tiene cuatro.
Una vez dentro, pasaron por un detector de metal y les proveyeron de tarjetas de seguridad. Chey se había puesto la mejor ropa que tenía: una falda de terciopelo negro y una chaqueta de color púrpura. Cuando le sujetaron la tarjeta de VISITANTE con la pinza se sintió como Gillian Anderson en «Expediente X». Fue lo único que pudo hacer para que no se le escaparan unas risitas.
Una mujer con permanente y gafas gruesas les llevó por un largo pasillo, hasta que llegaron a una sala de reuniones donde un gran número de hombres y mujeres trajeados esperaban a Chey para estrecharle la mano. Parecían estar realmente contentos de conocerla. Escuchó los nombres de todos ellos y los olvidó al instante. En cuanto todo el mundo se hubo sentado, otro hombre entró y colocó una grabadora sobre la mesa de madera granulada. Explicó que todo lo que Chey dijera se grabaría para su posterior estudio, y la joven aceptó.
El recién llegado, que no le había sido presentado, empezó a hacerle preguntas. La mayoría eran muy básicas. Quería saber la fecha y hora del ataque. Le pidió disculpas antes de empezar a plantearle una serie de preguntas sencillas sobre cómo había muerto exactamente su padre. A Chey no le importó contestarlas.
—Fue directo a su garganta, a... —no recordaba la palabra—. A la arteria esta de aquí —dijo, y se llevó el dedo a la garganta.
—A la vena yugular —añadió otro de los hombres. Chey le sonrió, agradecida.
La siguiente serie de preguntas la sorprendió: preguntas sobre su vida después del ataque. Una mujer vestida de médico le preguntó si le había salido vello en algún lugar no habitual. Chey se echó a reír. Le preguntaron si alguna vez se había encontrado con que tenía fuerza física o reflejos fuera de lo común.
—Bueno, es que hago mucho deporte —dijo, y miró en torno a sí para observar su reacción. Un par de personas fruncieron el ceño—. No duermo muy bien, ¿saben? Y por eso tengo que ocupar de alguna manera mi tiempo extra.
El hombre de la grabadora propuso que pasaran a otro asunto. Resultó que sólo quería hacerle una pregunta más.
—¿El licántropo ha contactado con usted después de que tuviera lugar el ataque? De la manera que sea. Por favor, tómese su tiempo y piense en ello. Existe la posibilidad de que haya tenido lugar lo que llamamos comunicación sutil.
—¿Sutil? —preguntó Chey.
El hombre de la grabadora se encogió de hombros.
—Telepatía, por ejemplo. O tal vez una sugestión telehipnótica.
¿Ha hecho algo que no pueda explicar? Sobre todo un día en el que estuviera cansada, o en un estado cercano al trance.
Chey miró a Bobby, alterada.
—Sí —dijo, y agarró el borde de la mesa con las manos—. Sí. —Y se lo contó todo acerca del día en el que había conducido dormida.
Algunos de los hombres se miraron entre sí, y Chey sintió que se hundía, porque creyó saber lo que estarían pensando: «Eso no parece telepatía, sino que más bien suena a enfermedad mental.»
Después de esa pregunta, le hicieron muchas más, pero Chey no podía quitarse de la cabeza la idea de que había echado a perder una gran oportunidad. Con todo, cada vez que miraba a Bobby, éste le asentía, como para transmitirle confianza. Como para darle ánimos. La ayudó a soportar la inacabable sesión.
En cuanto hubo terminado, todo el mundo se levantó. Chey no entendió por qué lo hacían. Entonces se levantó ella también y todos fueron a darle la mano.
—El CSIS le está muy agradecido por su ayuda —le dijo uno de ellos. Otro repitió el mensaje en francés. Chey empezó a estrecharles la mano.
—Esperen —murmuró. No se acababa de creer que no quisieran nada más de ella—. Esperen. Querría preguntarles algo. Si no les importa.
Ellos habían empezado ya a salir de la sala de reuniones. Pero se detuvieron y la escucharon con paciencia.
—Si llegaran a capturarle... —tragó saliva dolorosamente—. Si llegaran a capturarle... al licántropo, quiero decir... ¿podrían permitirme que hablara con él? No quiero decir que hable con él en privado. Pueden mandar a cualquiera que crean que tenga que estar allí, o escuchar la conversación, si quieren. Es que quiero hacerle una pregunta... quiero saber si odiaba a mi padre, o si tan sólo estaba hambriento.
Los hombres y las mujeres se miraron entre sí, pero no a ella. Se miraron igual que antes. Habían llegado definitivamente a la conclusión de que estaba loca.
—Miren, ya sé que esto es muy raro. Pero es que me ayudaría mucho. .. —les dijo en tono de súplica.
Al fin, el hombre de la grabadora se aclaró la garganta y le puso una mano sobre el brazo.
—Señorita Clark, lamento que se haya formado usted una idea equivocada. Esta reunión no tenía otro objeto que recopilar datos. Su propósito era únicamente informativo.
Chey negó con la cabeza. No había entendido.
—El señor Fenech se lo aclarará todo. Estoy seguro de ello —dijo, y luego todo el mundo se marchó.
Una hora más tarde, el coche llevó a Chey y a Bobby de vuelta al motel. Chey se sentó en una silla y se alisó las arrugas de la falda. Bobby arrancó todas las sábanas de la cama y las arrojó sobre el televisor.
—¡Gilipollas de mierda! —gritó—. ¡Me cago en todos los folladelfines besabúhos bilingües del Partido Verde que se pasan el día mamando vino y gobernando este país! Yo ya sabía que sucedería esto.
Chey respiró hondo antes de decirle nada.
—¿Qué es lo que ha sucedido? Me habías dicho que el gobierno quería mi ayuda.
—Sí, y era cierto. —Arrojó la cubitera de plástico contra las ventanas de vidrio templado. Rebotó sin dejar marca alguna—. Querían que los ayudaras a no tomar ninguna decisión. La información que tú les dabas habría tenido que ser suficiente para que me sellaran los papeles necesarios para ir al Ártico y meterle por el culo a esa bestia una lavativa de balas de plata. Pero no, todo lo que les has dicho ha servido tan sólo para que interpretaran que aún tenían que recopilar más información antes de tomar decisiones. Igual se constituye una Comisión para el Estudio de las Relaciones entre Licántropos y Humanos. ¡Licántropos! Cómo odio esa puta palabra. Es griego o algo así, ¿no? Es una de esas palabras científicas. Es el nombre de una enfermedad. Como si esto fuera una especie de cáncer que afectara tan sólo a los bebés de foca. Pero es que estamos hablando de un puto monstruo. ¿Por qué no pueden decir la palabra «hombre lobo»?
—Entonces, ¿no van a hacer nada? —le preguntó Chey.
—Ésos nunca hacen nada —le respondió Bobby. Luego trató de descolgar las cortinas. Pero no había manera.
—¿Le apetece un puro de La Habana, capitán? —preguntó Bobby mientras le ofrecía uno al tío Bannerman. Chey sintió desazón. Se encaramó de un salto a una cerca de madera y se sentó encima. En ningún momento había depositado grandes esperanzas en aquel encuentro. Había sabido desde el primer momento que los dos hombres no encajarían. Pero es que casi parecía que Bobby buscara el fracaso—. En Estados Unidos no se encuentran, ¿verdad? En el mundo entero no hay nada igual. —Se acarició la nariz con el puro y lo olió con delectación.
—No, gracias. No fumo. —El tío de Chey llevaba la ropa del rancho. Camisa de franela, pantalones vaqueros y botas de trabajo impolutas. Ya no solía ponerse el uniforme. Se había retirado con honores, y con una excelente pensión, tras haber puesto fin sin baja alguna a un motín carcelario muy difícil. O algo por el estilo. Había hecho con mucha facilidad la transición a la vida civil y había adquirido un rancho donde criaba caballos de raza appaloosa. Llevaba una bolsa de zanahorias y se las daba metódicamente, una tras otra, a su animal favorito, Vulcano, que movía la cola de un lado a otro.
Corría el año 2006 y el gobierno canadiense había pasado a manos de los conservadores, así que parecía que, tal vez, por fin, tendrían una oportunidad. Si procedían con discreción. Pero necesitarían la ayuda de tío Bannerman, y por ello habían volado los dos hasta Colorado para pedírsela en persona. Era el mes de enero y había restos de nieve por el suelo, y Chey quería que entraran en casa para así no pasar frío.
Bobby cortó de un mordisco la punta del puro y la escupió al suelo. Bannerman siguió el proyectil con los ojos y miró el lugar donde caía, probablemente para memorizarlo y recogerlo luego. Bobby se puso el puro en la boca sin encenderlo y empezó a succionar.
—¿Quiere una cerilla? —le preguntó Bannerman.
—Que no, coño. ¿Quiere que pille un cáncer de pulmón? Me gusta su sabor, nada más.
Bannerman miró hacia otro lado.
—También podría ocurrir que le saliera un cáncer de boca. —Meneó la cabeza, claramente dispuesto a dejarlo correr—. Cheyenne me dijo que quería pedirme usted un favor. Me imagino que por lo menos debería preguntarle de qué se trata.
—Sí. Necesito su ayuda para matar a un hombre lobo.
Bannerman no mostró ninguna reacción. Le dio la última zanahoria a su caballo y luego enrolló la bolsa y se la metió en el bolsillo.
—Es una cuestión de seguridad pública —trató de explicarle Bobby—. Los ciudadanos canadienses se encuentran en peligro y usted puede ayudarme a cambiar esa situación. Estoy convencido de que se dará usted cuenta de la importancia de eso. Ese gilipollas se comió a su propio hermano.
El estremecimiento de Bannerman fue visible. Pero en seguida recobró la compostura, y tendió el brazo y le acarició el copete a Vulcano. El animal resopló y piafó sobre la tierra helada.
Bobby probó una táctica distinta.
—Podríamos decir que ése es el objetivo de mi vida. ¿No lo entiende? Usted se encuentra al final de una carrera muy distinguida. Y yo estoy en los comienzos de la mía.
—He servido a mi país en la medida de mis fuerzas. Eso es todo. —Bannerman acarició varias veces la melena del caballo, de arriba a abajo, y luego le hizo un cloqueo con la lengua. El caballo sabía muy bien lo que se esperaba de él y cabalgó hasta el otro extremo del cercado. Sus cascos arrojaban brillantes chorros de nieve al aire—. Por favor, dígame qué es lo que puedo hacer por usted.
—Una llamada telefónica. Con eso bastará —le dijo Bobby—. Usted tenía mucha influencia en la Guardia Nacional de Colorado. Querría que me hiciera usted el favor de llamar a alguno de los altos cargos que dirigen la base de la Guardia en Buckley. Alguien que pudiera autorizar la inscripción de un civil en un curso intensivo de instrucción básica sin hacer muchas preguntas.
—Me pide usted que matriculemos a uno de sus agentes de inteligencia en nuestro campo de entrenamiento. Bueno, pues lo encuentro muy interesante, y me hace sospechar que aún no me lo ha contado todo. Por lo que yo sé, las Fuerzas Canadienses disponen de un campo de entrenamiento excelente ubicado en Saint-Jean, Quebec. Pero, por el motivo que sea, no pueden enviar a su agente a ese campamento.
—Sí, ahora se lo explico... —Bobby levantó ambas manos como en confesión—. Esta misión que estoy organizando va por libre. Y es de alto secreto. He encontrado a la persona con el perfil óptimo para llevarla a cabo, pero resulta que no ha disparado un arma en su vida. Es que, ¿sabe?, en el norte no permitimos que una persona cualquiera aprenda a disparar. En eso, somos raros.
El tío Bannerman asintió con la cabeza.
—Conozco a alguien que no tendría problemas para conseguir lo que usted desea. Pero ¿podría preguntarle por la identidad de su agente? ¿O es que acaso su identidad también es confidencial?
Por unos momentos, Bobby se limitó a rascarse la cabeza.
—Bueno, verá, eso es lo más especial. Es que hace años que quería organizar esta misión, ¿sabe usted? He estado rogando a los míos que me proporcionaran un buen agente, uno inteligente, que pudiera llevar la misión a cabo. Pero el papeleo me ha frenado durante tanto tiempo que he tenido que contentarme con un presupuesto bajo. He tenido que buscar voluntarios. Personas que hubieran visto su vida destrozada por ese animal. Personas que estuvieran dispuestas a coger cierto riesgo para acercarse al hombre lobo a la distancia necesaria para dispararle una bala de plata.
Miró hacia un lado. Bannerman le siguió la mirada. Y así los dos se volvieron hacia Chey.
Entonces, Bannerman se echó a reír. Chey no conocía el sonido de su carcajada y estuvo a punto de caerse de la cerca.
Cuando hubo terminado de reír, se frotó los ojos y luego miró a Bobby.
—Mire, señor Fenech, está usted majara. Márchese ahora mismo de mi propiedad.