Dio un paso adelante, y otro, y otro. Olió agua y brisa, aire frío como la cola de la sábana de un fantasma que se arrastrara por el suelo cuando su dueño aletea en el vacío. Otro paso y... no. Se detuvo frente a un precipicio que se cernía sobre un arroyo. El hombre había rodado por una pendiente muy empinada, dejando la tierra revuelta a su paso, y había ido a parar al agua. Se encontraba allí abajo, y gemía, y se desangraba, y aún vivía.
La necesidad de matar se adueñó de la loba. Se le erizaron las cerdas del lomo y un gruñido emergió de su garganta. Pero todo había terminado. No tenía manera de bajar por una pendiente tan abrupta. No era humana y no tenía dedos con los que pudiera asirse durante el descenso.
No importaba. El hombre no viviría mucho. Le había infligido una herida mortal y era cuestión de tiempo que la pérdida de sangre acabara con él. Se volvió en varias direcciones y luego se acomodó sobre el vientre para escuchar sus gritos y aguardar.
La luna desapareció tras los árboles cuando el animal estaba en pleno bostezo. Y entonces...
Chey se despertó sollozando, con el cuerpo frío y húmedo. Recordaba la sangre, pero había olvidado de quién era, y cómo la había derramado. Estaba tendida en el margen de un río, tal vez a cinco metros de altura, sobre una pared de fango y raíces de árboles. Miró desde el borde, y entonces chilló horrorizada.
Su loba había matado a un hombre. En esta ocasión no cabía ninguna duda. Vio allá abajo su cuerpo desmadejado. Era Frank Pickersgill y su sangre ensuciaba las aguas. Desnuda y temblorosa, contempló su propia obra.
Frank Pickersgill. No había sentido odio contra ese hombre, aunque sí le hubiera temido. No había tenido para con ella ningún gesto que no fuera gentil. Y ella lo había matado. Sintió el rumor en su estómago y se dio cuenta de que se había... de que se había...
—¡Eh, chica! —le gritó el hombre.
¡Por Dios bendito, aún estaba vivo! Chey dio un paso hasta la pendiente. La tierra se deshizo bajo sus pies y resbaló hasta donde se encontraba Frank. La joven descendió tan rápido como pudo, amarrándose a las raíces que sobresalían y a las rocas. Más que trepar, se deslizó. Había quedado cubierta de barro y hojas secas cuando llegó al fondo, cuando se arrodilló a su lado en las gélidas aguas.
—Eh, chica... —dijo él con un suspiro, y Chey oyó el aliento que entraba y salía débilmente de su cuerpo, que escapaba casi con dulzura de sus pulmones.
—No trates de moverte —le insistió ella.
—Eh, chica... si te ven... —sentenció Frank— van a matarte.
Chey miró si tenía heridas. Se encontró con que la mayor parte de su pierna había desaparecido. Sintió que iba a vomitar, pero logró contenerse.
—Vas a salir de ésta —le prometió, porque le pareció que era eso lo que tenía que decir. Le arrancó la pernera del pantalón y encontró debajo las carnes abiertas. La sangre manaba por docenas de pequeñas heridas. Marcas de dientes.
Chey prescindió de sus propios sentimientos de culpa. Eso era lo que había querido, ¿verdad? Ser un monstruo. Aceptar que era un monstruo. Ése era el tipo de cosas que hacían los monstruos.
La loba no había sentido ninguna culpa. Igual que el lobo de Powell no había sentido ninguna culpa al devorar al padre de Chey. Igual que el lobo de Powell no había sentido ninguna culpa cuando había tratado de matarla en el árbol. Cuando la había arañado.
—Nos habían dado órdenes. Si bajabas de la torre, teníamos que matarte al instante. Creo que tendrías que saberlo.
Chey hacía presión sobre la piel desgarrada de la pierna en un intento por frenarle la hemorragia. No tenía ni idea de cuánta sangre habría perdido.
—No hables. ¿Te duele cuando hablas? —le preguntó.
—Mierda —dijo él, y se rió, sin fuerzas—. Me duele todo. Acércame la mochila, ¿quieres? Me voy a morir.
—No necesariamente —le dijo ella.
—Qué bien. —Le sonrió. Sus ojos no la vigilaban, sino que tan sólo miraban al frente. ¿Era una mala señal?—. Eres una tía maja. Quiero que sepas que no te guardo rencor. Sé que no ha sido nada personal y lamento que vayan a matarte. ¿La mochila... ?
Chey levantó los ojos y vio una mochila de cuero cerca de la cabeza de Pickersgill. La agarró con la mano que tenía libre y la colocó entre sus brazos. El hombre abrió la tapa de la mochila y metió la mano dentro.
No iba a morir. Chey se dio cuenta, se apercibió de ello. No iba a morir. Sino que se transformaría.
—La luna saldrá dentro de poco —le dijo. ¿Cuántas horas faltaban? Si antes no moría por la pérdida de sangre... Pero, no, lograría resistir hasta que saliera la luna—. ¿Comprendes lo que te va a suceder?
—Fenech nos lo explicó, sí. Es como la rabia o algo por el estilo. Si te muerden, tú mismo te conviertes en uno. Márchate de aquí, tía. Márchate al este. Tan lejos como puedas. Aléjate de Port Radium, y así quizá te salves. Ahora no mires.
—¿Qué? —preguntó la joven.
El hombre sacó una pistola y pareció que dudara entre apuntar en una u otra dirección. Chey retrocedió, porque pensó que iba a matarla. Pero Pickersgill se metió el cañón de la pistola dentro de la boca y disparó.
—Dios mío! —chilló Chey, pero el disparo impidió que se oyera su grito. Chey se cayó de espaldas al agua, pero logró sostenerse con las manos.
Chey se obligó a sí misma a contemplar el cadáver de Frank Pickers- gill. Era horrible. Se levantó y se marchó dando tumbos, tambaleándose con los pies dentro del agua.
Se obligó a sí misma a caminar de nuevo.
Había hecho su elección. En el momento de saltar de la torre había sabido que no sólo se liberaría a sí misma, sino también a la loba. Sabía muy bien, mejor que nadie, de qué era capaz aquella bestia.
Bobby, Balfour, los Pickersgill... la querían ver muerta. Habían asumido su transformación y actuaban en consecuencia. Ella tendría que hacer lo mismo.
Tendría que empezar a pensar como una luchadora. Tenía que pensar en sobrevivir a toda costa. Si pretendía vivir el tiempo suficiente para volver con Powell, para explicarse, tendría que hacer ciertas cosas. Cosas con las que tendría que aprender a vivir.
Logró trepar hasta lo alto del otro margen, por una pendiente más suave. Se arrastró sobre las hojas secas y el barro, y se detuvo durante un rato para tomar aliento, y no pensó en nada. Luego regresó a donde se encontraba el cadáver.
El abrigo de Frank Pickersgill tenía un par de manchones de sangre. Con todo, se lo sacó del cuerpo y se lo puso ella. Su antiguo dueño había sido un hombre gigantesco y Chey no pasaba de la estatura media. El abrigo le venía muy grande, las mangas eran más largas que los brazos y el cuerpo le quedaba oculto hasta las rodillas. Aún estaba caliente. Chey se estremeció, pero no se lo quitó. Siempre sería mejor que caminar desnuda por aquella espesura sin senderos.
Abrió la mochila. Era como un sacrilegio. Maldad, pura maldad. No.
Era lo más inteligente que podía hacer.
Su conciencia se mantuvo casi en silencio mientras buscaba entre las cosas de Frank Pickersgill. Encontró una bolsa de patatas fritas con ketchup, que empezó a comer con una mano mientras seguía buscando con la otra. Encontró un botellín de bourbon y lo dejó a un lado, para bebérselo quizá más tarde, aunque, seguramente, beberse el licor de un hombre muerto debía de ser suficiente como para suscitar la cólera del cielo, si es que de verdad había algo que la suscitara. Encontró una caja de cartuchos de plata para escopeta. Sacó un cartucho y lo sostuvo con la mano. Deshizo su envoltura de papel rojo y sacó una de las balas esféricas. Era totalmente lisa, pero sus dedos tuvieron la misma sensación que si los hubieran frotado con un cristal roto. La sangre se le agolpó en las estrías de las yemas, y volvió a meter la bala dentro del paquete.
Levantó la mano y se palpó el hombro, y luego giró la cabeza y trató de mirar. Descubrió evidentes rasguños, feas marcas rojas que parecían infectadas. Sólo podían ser producto de la plata. Así pues, Frank Pickersgill había sido el primero en disparar, antes de que ella le atacara. Había derramado la primera gota de sangre.
Eso la consoló un poco.
Dentro de la mochila había un mapa. Un mapa bueno, con curvas de nivel y sendas de leñadores marcadas con excelente tinta gris. Encontró la torre de vigilancia contra incendios. La cabaña de Powell no figuraba por ninguna parte, pero sí encontró el pequeño lago donde Bobby había aterrizado con el helicóptero. No tenía ni idea de dónde se encontraba. Se hallaba cerca de un arroyo, pero los había a centenares en el mapa. Podía estar en cualquier sitio. Se rindió y se puso a buscar Port Radium, dondequiera que estuviese, y lo encontró.
Frank Pickersgill le había dicho que no se acercara a Port Radium. Allí era donde debía de haber ido Bobby. Y Bobby estaría siguiendo el rastro de Powell. Chey también tendría que ir hasta allí para poner fin a la historia. Si es que realmente quería sobrevivir.
Port Radium se hallaba en la ribera oriental del Gran Lago del Oso, una masa de agua tan grande que ocupaba toda la parte izquierda del mapa. Había algo en su ubicación que le sorprendió. Lo examinó, dio vueltas al mapa y se preguntó por qué le resultaba familiar. Apenas sabía nada sobre aquella parte del mundo. Entonces lo recordó. Era el mismo lugar que había visto anteriormente en los mapas, la única ciudad que quedaba cerca de la cabaña de Powell. Hasta entonces, siempre la había visto como Echo Bay. Tal vez le hubieran cambiado el nombre. Difícilmente se le habría ocurrido a nadie visitar un sitio llamado «Port Radium».
En el fondo de la mochila encontró un móvil conectado por satélite. Como el que había empleado para llamar a Bobby y fastidiarlo todo. Bobby. Qué idiota había sido ella al...
No, no quería pensar de ese modo. Bobby la había utilizado. Se había aprovechado de ella.
Luego había ordenado a los muchachos de la Pradera del Oeste que le dispararan nada más verla. Quería matarla. Igual que Powell. Todos los hombres que habían tenido alguna importancia en su vida querían que muriese.
Bueno... todos, excepto uno.
Sin saber de verdad por qué, hizo una llamada. Le costó recordar el número, pero, tras equivocarse un par de veces, lo consiguió. Presionó el auricular contra el oído y oyó los clicks y la estática durante un par de segundos, y a continuación el teléfono dio señal de línea. Luego se oyó otro clic y una voz le respondió.
—Buenos días —le dijo el teléfono—. Está llamando al rancho de cría de caballos Valle de Bolton. En estos momentos debemos de haber salido a saltar vallas con los animales, pero si pulsa «uno»...
Pulsó el uno y volvió a llevarse el teléfono al oído. A duras penas oyó la señal. Entonces habló tan rápidamente como pudo.
—Tío Bannerman, soy Cheyenne. Quería que supieras lo que me ha ocurrido. Me he... transformado. —Cerró los ojos. Se permitió a sí misma sentirse humana por unos instantes. ¿Era eso lo que estaba haciendo? ¿Decirle adiós al único ser humano al que todavía amaba? ¿O más bien le decía adiós a la niña que había sido, a la niña que fue humana?—. Esto no tiene cura. Nadie puede hacer nada. Pero tienes que saber que Bobby... que Fenech... me mandó aquí previendo de antemano que yo moriría. Tenías razón. No era de fiar. Creo que... creo que eso es todo lo que quería decirte. Ahora voy a un lugar que se llama Port Radium. Seguramente me matarán allí, pero, si no me matan, creo que todo irá bien. He pensado que querrías saberlo.
No sabía qué más decirle. Qué más podía decirle. Cortó la llamada y metió el teléfono en uno de los bolsillos de la chaqueta de Frank Pickersgill. Luego se sentó y pasó un rato esforzándose por no derrumbarse.
Se quedó las botas de Frank. Había tres pares de calcetines secos en la mochila, y, si se los ponía todos a la vez, las botas le quedaban casi bien. Así, por una vez al menos, tendría los pies calientes.
Aquella noche, Chey anduvo por el bosque con el fatalismo de los condenados de verdad. Los pies le dolían, magullados por aquellas botas demasiado grandes, y el cuerpo le temblaba de frío, hambre y fatiga. Nada de eso le importaba. Los pensamientos que pudiera tener eran pensamientos oscuros, crudos, que se deshacían como grumos de tierra en cuanto trataba de agarrarlos. A medida que caminaba, el paisaje se iba transformando a su alrededor, pero la joven apenas se fijó en que los árboles eran cada vez más delgados y más bajos. El mundo también se volvía más húmedo, se transformaba en un reino de pantanos medio helados en los que las raíces de los árboles se sumergían como caños doblados en aguas oscuras. En cierta ocasión, tuvo que vadear un río de verdad, una franja de aguas marrones, tan profunda en su centro que se vio obligada a nadar. El baño frío la reanimó un poco, lo suficiente para divisar el bosque muerto en la otra orilla.
Sus árboles estaban blancos como huesos y apuntaban en todos los ángulos posibles a las frías estrellas que brillaban en lo alto. No tenían hojas ni agujas, y sus ramas, cuando las había, se asemejaban a costillas rotas.
El suelo que pisaba estaba cubierto de ceniza. Se le ocurrió que debía de haber habido un incendio forestal recientemente. Al caminar, levantaba nubes de polvo grisáceo. ¿Qué había sucedido? Sin duda, los muchachos de la Pradera del Oeste no habrían sido lo bastante idiotas como para tirar una colilla encendida en la maleza. Tal vez hubiera caído un rayo en la cercanía. Sabía que después de los incendios forestales, las plantas más pequeñas (hierba, musgo, matojos) reaparecen en seguida, pero no veía ni una mota de verdor.
Se adentró en el bosque muerto, y al cabo de poco se vio en un lugar tan desolado como la otra cara de la luna. Los búhos no ululaban en la negrura, ni había flores silvestres que crecieran entre las cenizas para temblar bajo la brisa. Vio unos pocos insectos. Escarabajos, sobre todo. Desplegaban los élitros cuando Chey se acercaba y agitaban espasmódicamente sus alas de aspecto aceitoso para alejarse de ella con trayectorias largas y sinuosas. Chey iba tocando los blancos troncos de los árboles muertos cuando pasaba por su lado y notaba su madera seca y áspera, como medio petrificada.
Aún no sabía con exactitud dónde se hallaba. Se había dirigido al oeste desde el riachuelo en el que había muerto Frank Pickersgill, porque pensó que no importaba que se perdiera, ya que su loba encontraría el camino en cuanto la luna volviera a salir.