Apretó el rostro contra la trampilla de madera. La apretó una vez más con la nariz, con la mejilla. Se había puesto a sollozar. ¿Aún estaría allí? Era como si le viese la cara, a pocos centímetros de la suya. Mirando desde abajo, a través de la madera, igual que la joven le miraba desde arriba, también a través de la madera.
Oyó que echaban el candado. Sintió las sacudidas de la torre mientras él bajaba por la escalera. Y luego, nada más. Si le hubieran quedado fuerzas, se habría puesto en pie, habría abierto los postigos. Le habría gritado. Todo eso si hubiera tenido más fuerzas, pero no las tenía. No le quedaban fuerzas para nada.
Lloró hasta que, una vez más, no le quedaron lágrimas, y entonces cerró los ojos.
Luego abrió la bolsa de plástico. A pesar de los pesares, en su interior había varios bocadillos. Jamón y una hoja marchita de lechuga sobre pan blanco. Se comió dos en un momento, se los metió en la boca, los masticó el mínimo indispensable para no atragantarse y se los tragó en bocados grandes y dolorosos. Luego empezó a tener problemas en el estómago. Había comido demasiado, y demasiado rápido. Si vomitaba, se sentiría aún peor. Dejó el resto para más tarde. Se prometió a sí misma que esperaría y que se los comería luego.
Su cuerpo murmuraba y protestaba. Pero sintió que su estómago arrancaba de nuevo. Que arrancaba el proceso de digestión.
Dentro de la bolsa también había dos revistas. Un número antiguo de Outdoor Life y un ejemplar de Fiare relativamente nuevo. Eso la sorprendió. ¿Qué interés podían sentir los Pickersgill por una revista sobre moda femenina? Entonces se dio cuenta de que la mitad de las páginas estaban pegadas.
La dejó en el suelo y agarró la bolsa para ver qué más le habrían dado. Pesaba tanto que se le escapaba de entre los dedos. La abrió y sacó lo único que quedaba dentro. Una pistola. Una pistola negra tipo escuadra. Abrió el cargador y vio que dentro había una única bala de plata.
Chey empuñó la pistola y la observó como si hubiera algún mensaje secreto inscrito en su superficie. Alguna explicación de por qué se la habían puesto en la bolsa junto con los bocadillos y las revistas.
Pero cuando se puso a pensar en serio en ello, vio que tan sólo caviar llegar a una conclusión. Una pistola con una sola bala sirve para muy pocas cosas, y sólo una de ellas tenía sentido en su actual situación. En su actual soledad.
La pistola era un último regalo de Bobby. El último residuo de lo que en otro tiempo hubiera podido sentir por ella. Había sentido compasión. Esa sola idea la hizo sonreír como una loca. La joven nunca había significado nada para él. No, en realidad, no. No podía ser. Le había venido bien encontrarla, como un medio para hacer salir a Powell de su escondrijo.
El afecto que parecía sentir por ella, las palabras que él le había dicho cuando estaban en silencio, cuando, después de hacer el amor, Chey trataba de llegar a su corazón... esas palabras no habían sido sinceras. Eran palabras calculadas, encaminadas a obtener un determinado efecto, y lo habían obtenido. Fenech tenía un problema, Powell, y Chey le había ofrecido una solución. Ése era el mayor afecto que había podido sentir por ella: encontrarla útil.
El no había pensado que el lobo fuese a arañarla. Ni que se uniera al club. Pero, con todo ello, Chey se había transformado en un nuevo problema. Y la solución aportada por Fenech era la pistola. La bala de plata era la solución. Dejaría que fuese ella quien se solucionara a sí misma.
Levantó la pistola hasta la altura del hombro. Se preguntó si habría alguna diferencia entre dispararse al corazón o a la cabeza. Tal vez le doliera un poco menos si se saltaba la tapa de los sesos... desaparecería antes de darse cuenta siquiera de lo que ocurría. Una voluta de humo arrastrada por una brisa fuerte. Si se disparaba al corazón, tardaría un par de segundos en morir. Un par de segundos dolorosos y atroces.
Pero ¿el tiro al corazón no era más tradicional? Era lo más habitual en los relatos. Pero ¿no era más bien en los de vampiros? Sí, claro. Daba igual dónde se disparara. Todo se reducía a: «bala de plata más licántropo igual a adiós licántropo». Así de simple.
Pero... ¿y si estaba equivocada? De hecho, nunca había visto morir a ningún lobo víctima de una bala de plata. ¿Qué pasaría si se disparaba a la cabeza y no funcionaba? ¿Y si se quedaba tendida en el suelo, en un charco de sangre, con los sesos desparramados, hasta que se transformara de nuevo?
Levantó el arma con todo el desenfado que le fue posible y se tanteó la sien con el cañón. Luego se echó a reír y depositó cuidadosamente la pistola en el suelo.
Siguió riendo hasta darse cuenta de que no podía parar. Entonces se cubrió la boca con ambas manos, hizo un ovillo con el cuerpo y trató de cerrarse a sí misma antes de que la mente se le derramara por el suelo.
Agarró de nuevo el arma. Sopesó la posibilidad de hacerlo. De poner fin a su deplorable vida de la única manera que todavía le era posible. Pero su estómago aún gruñía. Aún tenía hambre... un hambre voraz después de cinco días sin comer nada. Tal vez un último ágape la ayudaría. Le daría fuerzas para hacer lo que tenía que hacer. Tal vez la comida la ayudara a pensar con mayor claridad. Pero al extender la mano hacia la bolsa, no encontró nada, salvo una loncha de jamón húmedo sobre la madera. El pan seco y la hoja de lechuga marchita habían desaparecido.
—Eso puedes quedártelo —le dijo Dzo—. Soy vegetariano, ¿recuerdas?
Era tan natural, tan perfectamente normal que apareciese sentado en un rincón, comiéndose el pan a mordisquitos, que Chey no gritó. Se limitó a volverse y a mirarle con un atisbo de sonrisa en el rostro. Dzo estaba despatarrado con la máscara vuelta hacia arriba y las pieles en el suelo, lo cual le hacía parecer fofo, como un oso a punto de hibernar.
—Powell se ha marchado y me ha dicho que yo no podía seguirle, así que me he quedado aquí sin saber qué hacer. He pensado que subiría a ver cómo se encuentra nuestra chica cambiante —le dijo, como si Chey le hubiera preguntado qué era lo que hacía allí. Dzo miró la pistola que colgaba de su mano—. La verdad es que no parece que estés muy bien.
—Es que he estado un poco... alterada —dijo Chey. Se dio cuenta de que lloraba. No consiguió evitarlo. Parecía que a su cuerpo aún le quedaran lágrimas, a pesar de la deshidratación—. No trates de detenerme —le dijo, casi como si estuviera rogándole que sí lo hiciera, y levantó la pistola. Sintió su peso.
—¿Y por qué iba a detenerte? —le preguntó Dzo, todo él inocencia.
—No eres humano —sentenció Chey, como si de repente se hubiera dado cuenta. No tenía ni idea de qué podía ser Dzo, pero indudablemente no era humano. Debía de tratarse de una especie de antiguo espíritu indio, o algo por el estilo—. No puedes entender lo que estoy sufriendo.
—Porque no soy humano. Es verdad.
Chey asintió lentamente con la cabeza.
—Ahora me odian. Quieren que muera. No podré volver a casa nunca más, ni sentirme a salvo entre otros seres humanos. Nunca más.
—¿Y sólo por eso te quieres morir? —Dzo se encogió de hombros—. Qué raro. Monty no reaccionó de ese modo.
—¡Pero mírale! ¡En estos parajes... tan solo... ! Siempre solo, sin más... sin más compañía que la tuya. No te lo tomes a mal, pero a mí no me parece suficiente.
—No me lo tomo a mal —le respondió él, y Chey se dio cuenta de que se lo había dicho con toda sinceridad.
—No puedo quedarme sola. Para siempre, no. Me volvería loca. Igual que me he vuelto loca encerrada aquí. Empezaré a pensar que quizá me equivocaba, que, al fin y al cabo, los demás sí podrían entenderme. Me marcharé hacia el sur para poder ver a otro ser humano. Mataré a alguien.
—Sí, la vida del lobo solitario es dura. Tendrías que estar con una jauría.
—¿Qué? —le preguntó la joven mientras apuntaba a su propia sien con la pistola.
—Acabas de decirme que no soy humano, y es cierto. Pero tú tampoco lo eres. Ahora ya no.
—Cállate —le ordenó Chey. Sujetó la pistola con ambas manos para que no le temblara demasiado.
—Ahora eres uno de los que se transforman —le dijo Dzo, como si no la hubiera oído—. Ya no eres humana. Yo creo que lo que necesitas es encontrar a Monty. Fundar una jauría junto a él. Entonces te sentirías bien.
—Powell también quiere matarme —dijo Chey.
Dzo se echó a reír.
—¡Pero bueno, por favor! ¿De verdad? ¿De verdad te lo creíste cuando lo dijo? —Se rascó su panza hinchada—. Que no. Estaba enfadado, eso sí, porque digamos que, ¿sabes?, le habías traicionado.
—Sí —le respondió Chey—. Yo le traicioné.
—¡Pero no te has fijado en cómo te mira... ! En cómo te habla. Llevo mucho tiempo con él y nunca le había oído decir más de una docena de palabras seguidas. Y entonces llegas tú y ese tío ya no se puede callar. Él también necesita una jauría. Es una verdadera lástima. Yo pensaba que vosotros dos llegaríais a entenderos. Bueno... eh, yo no sé casi nada sobre pistolas, ni sobre nada. Pero me parece que aún no has quitado el seguro.
Chey apartó la pistola de la cara. La examinó con atención.
Es la palanquita esa de ahí. Tienes que moverla hacia la izquierda —le sugirió.
—Dzo... —respondió la joven, y no se le ocurrió qué más podía decir.
—¿Quieres que lo haga por ti?
—Dzo... no quiero morir.
—Entonces lo mejor será que no le quites el seguro. —Dzo se encogió de hombros.
—Pero es que no quiero estar sola. —Dejó el arma en el suelo. A continuación se cubrió el rostro con ambas manos y sollozó. Con sollozos prolongados e intensos. Su cuerpo temblaba tan sólo por eso, por lo que había llegado a comprender. Que no quería morir. Que quería seguir viva.
—He cometido un montón de errores... pero quiero vivir.
Dolía. Dolía mucho. Su cuerpo rechazaba su antigua condición humana. Su creencia de que aquella situación era provisional, de que tal vez descubriría un remedio. Empezaba a aceptar que había cambiado, que se había transformado en licántropo. Empezaba a aceptar todo lo que eso significaba.
Significaba, por ejemplo, que tendría que disculparse con Powell. Darle explicaciones. Convencerle para que no la matara. Porque si quería vivir —y eso era lo que quería, sin duda alguna, eso era lo que quería—, iba a necesitar su ayuda.
Quizá también significaba que tendría que luchar. Bobby y los Pickersgill no estarían nada contentos si Chey no se suicidaba tal como le habían propuesto. Quizá trataran de encerrarla de nuevo. Quizá trataran de matarla. Tendría que defenderse. Pero, por encima de todo, significaba que tendría que escapar de la torre.
—Bueno —dijo Dzo, aparentando cierta incomodidad—. Creo que esto ya está resuelto, así que me marcharé. —Hizo como que iba a levantarse.
—Espera, Dzo —le dijo—. ¿Podríamos salir de aquí? ¿Irnos a otro sitio y charlar allí? Cualquier lugar me vendrá bien. Cualquiera, de verdad.
Chey pensó que Dzo debía de haberse metido por la trampilla, porque no había ninguna otra entrada. Por lo tanto, tenía que estar abierta. Se arrastró hasta ella y tiró del cerrojo... y le faltó poco para dislocarse el brazo. Seguía cerrada exactamente igual que antes. Tiró una vez más para cumplir con las formas, pero nada había cambiado.
Se volvió hacia Dzo. Éste se encogió de hombros.
¿Cómo había entrado?
De pronto, se dio cuenta de que estaba desnuda y agarró el jersey. Dzo no se volvió, ni se ruborizó, ni nada.
—Esto... esto no significa nada para ti, ¿verdad? —le preguntó. Se puso igualmente el jersey—. Verme desnuda no te afecta.
—Buf, ¿me estás preguntando si me importa la ropa que lleves, o que vayas en cueros?
Chey asintió con la cabeza.
—Bueno, pues, a decir verdad, no. —Se rascó la barriga. Parecía que la pregunta hubiera sido motivo de mayor incomodidad que su desnudez—. Es que a duras penas tengo tiempo para fijarme en el color de vuestra piel. Siempre me cuesta distinguir a unos humanos de otros. Son como esas mariposas, las efímeras, ¿eh? Aparecen por unos instantes y luego desaparecen. Los que cambiáis de forma me gustáis más, porque al menos duráis un poco, pero, bueno, tampoco hay tanta diferencia.
Chey asintió de nuevo, sin entender nada. Tal vez pudiera preocuparse por ello más tarde.
—Habrás entrado aquí de alguna manera, Dzo. Estoy segura de que si te lo pregunto, no entenderé la respuesta.
—Me he sumergido en el agua. Soy un excelente nadador.
—¿Ves lo que te decía? —le respondió ella—. ¿Y yo... podría sumergirme en el agua? —le preguntó—. ¿Para salir de aquí? —No le importaba lo que significara, ni qué mierda de nueva y extraña experiencia pudiera comportar. Estaba dispuesta a intentarlo. Lo que fuera con tal de escapar de la torre.
Dzo se sonrió al tomar en consideración su pregunta.
—Bueno... —dijo por fin—. No.
—Vale.
—No, mira, porque el agua de la que te hablo no es el agua a la que tú estás acostumbrada. Podríamos decir que está en todas partes, y no creo que supieras nadar en ella.
—Claro —le respondió Chey.
—Mira, podría enseñarte, no sería la primera vez que lo hago, pero ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Fue en esa época en que las fábulas aún eran ciertas.
—No tengo ni idea de qué me estás hablando —dijo ella, derrotada. Volvió a recostarse contra la pared de la torre y cerró los ojos.
—Pero eso no quiere decir que no puedas escapar de ningún modo. Ahora mismo estoy viendo una buena manera de hacerlo —le dijo.
—Sí, la estás viendo. —No era una pregunta. Porque Chey tampoco esperaba una respuesta, por lo menos una respuesta comprensible.
—Sí, claro —respondió Dzo—. Sólo tienes que abrir una de esas ventanas y saltar afuera.
—Debe de haber unos treinta metros hasta abajo —le dijo Chey, escrutando las tinieblas. Había levantado uno de los postigos, pero no había luna (por supuesto, pensó ella, porque si no, se habría transformado en loba), y no se veía nada más allá de las ramas de los árboles más cercanos.
Así, por ejemplo, no alcanzaba a distinguir el suelo. Se le ocurrió que, si hubiera visto a qué distancia se encontraba, habría sentido aún más miedo. En la negrura, le sería posible encaramarse al antepecho y saltar al vacío. De todos modos, la mera idea la aterrorizaba.
—Me voy a matar.
—No, no te vas a matar. —Dzo se asomó y miró abajo—. Eres un ser cambiante, ¿recuerdas? Simplemente te va a doler mucho.