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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Balas de plata (13 page)

BOOK: Balas de plata
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»Lucie y la baronesa no se encontraban en esa situación, por supuesto. Las dos estaban locas y no había ninguna persona cuerda que las mantuviera bajo control. Tal vez ésa fuera otra de las razones por las que me querían a su lado. Pero, para empezar, tenían que domarme. Me tuvieron encerrado en la jaula durante la primera semana, mientras mi cuerpo se transformaba una y otra vez. Juntas eran más fuertes que yo, así que, ¿qué podía hacer? Me alimentaron de carne cruda y agua sucia hasta que yo mismo empecé a enloquecer.

Capítulo 18

Lugar y Fecha.

Powell bebió agua de una vieja cantimplora de hojalata y prosiguió con su relato.

—Sería el año mil novecientos veintiuno cuando me marché del castillo, o eso creo. Había perdido la noción del tiempo. Cuando uno no vive en sociedad, cuando todos los días son iguales, se deja de prestar atención a los relojes y calendarios. El día en el que recobré contacto con la civilización humana no vi nada claro y tampoco estaba nada seguro de dónde me encontraba. Me di cuenta en seguida de que no sería nada fácil pasar inadvertido. La luna sale cuando sale y no hay manera de detener el cambio. Tenía que estar en un sitio seguro cada vez que ocurriese. Por ello, me resultaba muy difícil encontrar amigos, y prácticamente imposible conservar un trabajo. Pasé buena parte de las noches a la intemperie, y empleaba mis horas de humanidad en pensar cómo podría salir adelante, cómo podría hallar un lugar en el mundo. Sabía muy bien que no podía regresar con mi familia. No lo entenderían... y cabía la posibilidad de que hiciera daño a alguno de ellos. Tenía que crearme una nueva vida a partir de cero. No sé si puedes imaginarte lo que es eso.

Chey se encogió de hombros. Tal vez sí pudiera hacerse una idea.

—Sin proyectos, sin dinero, con esta horrible maldición que me obligaba a tomar precauciones muy complejas cada día de mi vida, fui pasando de una mala situación a otra. Seguí las rutas de los trenes y pregunté por todas partes si alguien conocía una manera de curarme, pero, por supuesto, no tenía manera de encontrar a alguien que supiera realmente la respuesta. Acudí a científicos que quisieron estudiarme, que quisieron hacer experimentos conmigo. Acudí a historiadores que no se creyeron que aún existiese. Acudí a sacerdotes que sólo supieron decirme que había perdido mi alma inmortal, aunque no logré comprender jamás el porqué.

»Nadie tenía nada concreto que ofrecerme. Deambulé por Europa durante cierto tiempo, pero había sido franco cuando dije que quería regresar a Canadá. Al fin, reuní el coraje necesario para intentarlo.

«Atravesar el océano no fue nada fácil. Como no tenía dinero para comprarme una jaula de plata, robé un baúl, un enorme baúl de camarote, lo suficientemente grande como para poder viajar dentro. Tenía una cadena de plata que había robado del castillo de Lucie, y, por mucho dinero que necesitara, había logrado resistir la tentación de empeñarla. Era el único recurso que me quedaba para impedir que mi lobo le hiciera daño a nadie, ¿sabes? No era muy gruesa, pero tampoco importaba. Cada vez que sintiera la cercanía de la transformación, me metería dentro del baúl. Luego sujetaría la tapa con la cadena, de tal manera que la bestia quedara encerrada, pero una mano humana sí pudiera abrirla fácilmente. Mi lobo trataría de salir, por supuesto, pero le sería imposible. Sin manos, el lobo no podría soltar la cadena. Encerrado en un espacio tan pequeño, tampoco encontraría un punto de apoyo para destrozar el baúl. De todas maneras, cada vez que me metía dentro tenía miedo de que el lobo consiguiera escapar igualmente. Podía hacerle daño a alguien... era perfectamente posible que matara a todos los seres humanos del barco, y, como no soy marinero, me habría visto abandonado a la deriva en el océano, incapaz de tomar rumbo hacia ningún puerto. Aún peor: cabía la posibilidad de que escapara, hiriera a una sola persona sin matarla y difundiera todavía más la maldición.

»Mis miedos no se cumplieron. Los demás pasajeros y la tripulación se dieron cuenta de que había algo raro en mí, pero en aquellos tiempos la gente no se preocupaba mucho por los misterios de los demás, y nadie me hizo ninguna pregunta que no pudiera responder.

Dos semanas después de zarpar, desembarcamos en Boston. Desde allí me puse en camino hacia el norte y atravesé la frontera. Regresé por fin a mi tierra natal.

»Ya sé que ahora el sur del país está muy desarrollado, pero en aquellos tiempos no había nada al oeste de Ontario. Todo esto sucedió en la época de la Gran Depresión, pero antes de la segunda guerra mundial. Encontré una cabaña en la tundra y pasé un tiempo allí. Estaba solo, pero podía soportarlo. Pensé que había encontrado mi lugar. Pero, al final, las ciudades de Ontario empezaron a crecer y a extenderse, se crearon nuevas zonas residenciales y aparecieron nuevas ciudades en lugares donde antes sólo había campamentos de leñadores y algún que otro cazador. Cada vez que los constructores llegaban a un lugar, yo me marchaba, siempre hacia el oeste. Era como una constante. Pasaba algún tiempo en un lugar, quizá seis meses, quizá un año, pero tan pronto como los leñadores recogían sus cosas y se marchaban, sabía que tenía que marcharme a toda prisa, a veces sin previo aviso. Anduve hacia el oeste, hasta llegar a la Columbia Británica y a la costa occidental, que también estaba creciendo: las ciudades se iban extendiendo hacia el este. Cambié de dirección, anduve hacia el norte y fui tierra adentro hasta llegar aquí. Siempre huyendo, siempre con los pies doloridos de tanto caminar, deseoso de asentarme por fin, de dejar de huir, y horrorizado por lo que podría pasar si cumplía mis deseos. Sé muy bien que algún día tendré que marcharme de estos parajes desolados, pero creo que todavía me queda algún tiempo.

Dejó de hablar. Su historia había terminado. El súbito silencio se hizo tan extraño que Chey enderezó el cuerpo y le miró a la cara.

—¿Has estado solo durante todo este tiempo? ¿Has pasado todos estos años en los bosques sin ver a nadie?

Powell se encogió de hombros.

—Aquí vive Dzo. Nos conocimos en los años setenta. Vivía encima de un bar en Medicine Hat. Era un tipo raro. Yo había entrado a tomarme una cerveza rápida. De vez en cuando me permitía ese pequeño lujo, cuando sabía que aún faltaba mucho para que saliera la luna. Estaba sentado en un taburete, frente a la barra, y comía cacahuetes de un plato, pero en seguida me di cuenta de que no era normal, porque tenía al lado un platito lleno de agua y lavaba cuidadosamente cada uno de los cacahuetes antes de metérselo en la boca. Mi larga y prolongada experiencia me había enseñado que, cada vez que me encontrase con algo raro, lo más recomendable era que diese media vuelta y me marchara, pero en ese caso me pareció ver tan sólo una excentricidad inocua, y por ello me contenté con fingir que no me había dado cuenta y levanté la mano para llamar al camarero. Pero ya era demasiado tarde. Dzo me vio, me señaló, y me dijo: «Eh, tú eres uno de esos que se transforman, ¿verdad?» Miré alrededor, temeroso de que los clientes del bar me asaltaran. Pensé que si se enteraban de lo que me ocurría, me encerrarían, o me harían algo aún peor. Levanté ambas manos para indicar que me rendía y escapé. Mi coche estaba aparcado detrás del edificio. Me quedaban tres horas para regresar a la cabaña antes de que me transformara. Dzo tenía la máscara puesta y llevaba una bolsa al hombro, y me dijo que iría conmigo. Traté de explicarle que estaba de paso. El asintió con la cabeza y me dijo que tampoco tenía domicilio estable. Traté de explicarle que sería peligroso, que tenía que asustarse de mí, pero mis amenazas tan sólo le hicieron sonreír. No importaba lo que le dijese: no aceptaba un «no» por respuesta. Finalmente, tuve que rendirme y lo llevé conmigo. Desde entonces hemos trabajado juntos.

—Así al menos tienes a alguien. No importa quién sea. Debes de haber echado muchísimo de menos a tu familia —le dijo Chey.

—Eh, que la familia no siempre es tan fantástica como la pintan —respondió Powell, en tono elusivo. Había alguna otra historia que no quería contar.

Pero Chey tenía sus propias ideas.

—En otros tiempos, la mía era estupenda —dijo ella. Sintió que, dentro de su cuerpo, la loba desnudaba los dientes. Combatió contra ella para que las emociones no afloraran a su rostro—. Pero luego fue todo un asco. —Tan pronto como lo hubo dicho, un ascua de humanidad se encendió en su corazón. Por mucho que Chey hubiera tenido que soportar, Powell habría sufrido más que ella, aunque sólo fuera por lo larga que había sido su vida—. Lo siento. Sé que tú también lo has pasado mal.

Powell se encogió de hombros. Apenas mediaron palabra hasta que hubieron llegado a la cabaña. Powell saltó de la plataforma al suelo y consultó el reloj.

—Hoy la luna no saldrá hasta las diez menos cuarto. No sé tú, pero a mí me apetece bañarme y meterme en la cama. —Chey debió de ponerle mala cara, porque Powell sonrió—. Cada uno en la suya, por supuesto. Tengo una gran bañera galvanizada. La lleno con agua calentada al fuego y alcanza una temperatura media. No puedo ofrecerte una gran variedad de jabones y lociones, pero todo lo que tengo está a tu disposición.

Chey asintió con la cabeza, agradecida. Tenía muchas ganas de sentirse limpia de nuevo.

—Escucha —le dijo Powell—. Sé muy bien que ahora no debes de querer pensar en todo esto. Pero esta vida no tiene por qué ser tan mala como tú crees. Hace mucho, mucho tiempo que no he tenido una casa que pudiera llamar mía durante más de uno o dos años. Me imagino que podremos esperar hasta cinco años más antes de tener que marcharnos de aquí. Si vas a quedarte... —Chey puso mala cara de verdad, pero Powell prosiguió—. Si vas a quedarte aquí durante un tiempo, tal vez podríamos pensar un poco en arreglar la cabaña. En cavar un pozo para extraer agua dulce, e incluso en construirnos un molino de viento que nos dé electricidad. Ahora no digas nada. Pero piensa en ello. No tienes por qué llevar una vida de absoluta miseria.

El rostro de Chey se quedó paralizado. Aquello era una desgracia absoluta. ¿Cuánto tiempo hacía que su vida no era otra cosa? Trató de sonreír, pero tuvo una sensación como si la piel le doliera al estirarse sobre los dientes. Se limitó a dar media vuelta y caminar hacia la cabaña. Powell se dirigió al ahumadero.

Al hablarle de electricidad, Powell le había hecho pensar en su teléfono móvil. Chey se aseguró de que Dzo no la viera, y luego sacó el móvil del bolsillo para ver si aún le quedaba batería. Estuvo a punto de soltarlo cuando la pantalla se iluminó con el siguiente mensaje:

CONEXIÓN POR SATÉLITE ESTABLECIDA CON ÉXITO

Tiene (1) mensaje

Capítulo 19

Al regresar a la cabaña, Chey dijo que lo que más quería en el mundo era darse un baño.

—Creo que será posible —le contestó Powell. Le echó una mirada mientras elevaba una de las comisuras del labio, como esbozando una sonrisa—. Por supuesto, si quieres agua caliente, tendrás que calentarla tú. —La guió al otro lado de la casa y le enseñó una gran bañera de hojalata galvanizada que colgaba de un gancho—. Es lo suficientemente grande como para sentarse dentro. —Con el paso del tiempo se habían formado manchones blancos en su superficie, pero no tenía agujeros—. Yo trato de bañarme por lo menos una vez por semana. Pero lo más habitual es que me meta en una charca y me frote hasta que se me entumecen los dedos.

—Todas las comodidades del hogar —dijo Chey, y tendió la mano para agarrar la bañera—. ¿Me ayudas?

—No hará falta —le dijo él.

Chey frunció el ceño, pero a continuación descolgó la bañera con una sola mano. La encontró mucho más ligera de lo que parecía. La sopesó un par de veces y se dio cuenta de que, en realidad, pesaba mucho, pero los músculos de sus brazos tenían mucha más fuerza que antes. De algún modo, se había vuelto más fuerte al transformarse.

—Una de las pocas ventajas de tu nueva existencia —le dijo Powell.

Chey cargó a hombros con la bañera y se dirigió a los árboles que se encontraban detrás de la casa.

—¿Adonde vas? —le preguntó Powell.

—Lo suficientemente lejos como para tener algo de intimidad, si no te importa. No te preocupes. Me quedaré lo bastante cerca para que me oigas gritar si veo un oso.

Powell meneó la cabeza, pero no trató de detenerla.

—Todavía no entiendes tu nueva situación. Si te ataca un oso, chilla, y así acudiré al rescate del oso —le dijo. Chey pensó que Powell la dejaría en paz, pero entonces el hombre llamó a Dzo para que la ayudara. El hombrecillo vino corriendo y agarró un asa de la bañera, aunque Chey no lo necesitara en absoluto. El mensaje que Powell quería transmitirle estaba claro. Pero, de todos modos, Chey se alegró de que fuera Dzo quien la vigilara, y no su congénere lobo. Le preocupaba que Powell insistiera en echarle un ojo mientras se desnudaba.

Chey y Dzo llevaron la bañera hasta un poco más allá de los márgenes del claro y la pusieron en un lugar donde había poca maleza. Entonces, Dzo se levantó la máscara hasta ponérsela encima de la cabeza y le sonrió.

—Empieza a gustarte, ¿verdad? —le preguntó—. Monty, quiero decir. —Despejó un área para encender la fogata y amontonó gruesos leños, dejando espacio entre ellos para que circulara el aire—. Bueno, por lo menos dime que ya no estás enfadada con él.

Chey agarró un puñado de ramitas y las apiló en forma de cono, como le habían enseñado en los campamentos infantiles.

—No me había imaginado que sería así —reconoció. Comprendió casi al instante el alcance de sus palabras, pero se obligó a sí misma a no levantar la mirada para no tener que verle los ojos, ni saber si él también se había dado cuenta.

Pero sí. Se puso en pie y la miró de soslayo.

—¿Qué has querido decir? —preguntó—. ¿Qué podías haberte imaginado acerca de un hombre del que no sabías nada hasta hace dos días?

—Quiero decir que no es tal como me lo había imaginado la primera vez que lo vi —dijo, y se esforzó por hablar con voz lenta y firme—, cuando me trajiste aquí. No tenía ni idea de que fuera un lobo.

Al parecer, esas palabras funcionaron. Dzo asintió satisfecho y prendió fuego a una página raída de una revista de crucigramas. Sopló encima con cuidado y la introdujo en el cono de ramitas, tras lo cual le añadió un puñado de hojas secas. El fuego se encendió al instante, pero luego perdió fuerza porque la leña menuda se había consumido por completo. Dedos de llama acariciaban los leños y los ennegrecían. No tardarían en engullirlos. Dzo trajo un viejo caldero tiznado y, con la ayuda de varias piedras, lo colocó sobre la hoguera.

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