Baila, baila, baila (40 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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Esa noche, sin embargo, fue capaz de volver caminando por sí misma. Estaba progresando.

Al llegar a mi habitación cogí una botella de vino y una copa y vi
Cometieron dos errores
, con Clint Eastwood. Una vez más, Clint Eastwood. Y, una vez más, no sonreía. Me tomé tres copas de vino mientras la veía, pero me entró sueño, así que, dándome por vencido, apagué la televisión, fui al baño y me cepillé los dientes. ¿Había sido un día provechoso? No demasiado. Pero no había estado tan mal. Por la mañana había enseñado a hacer surf a Yuki y por la tarde le había comprado una tabla de surf. Después de cenar, habíamos visto
E.T.
Luego nos habíamos tomado una piña colada en el bar del Halekulani mientras observábamos a los ancianos bailar con elegancia. Y Yuki se había emborrachado, de modo que la había traído de vuelta al hotel. No, no había estado tan mal. En todo caso, me dije, la jornada se había terminado.

Sin embargo, no era así.

Me metí en la cama en camiseta y calzoncillos, apagué la luz y no habían pasado ni cinco minutos cuando, de pronto, alguien llamó a la puerta. Sorprendido, vi que el reloj marcaba casi las doce. Encendí la luz de la mesilla, me puse los pantalones y me dirigí a la puerta. Entretanto, habían llamado dos veces más. Será Yuki, pensé. Así que abrí sin preguntar quién era. No era Yuki, sino una chica a la que no conocía.


Hi!
—dijo.


Hi!
—contesté yo automáticamente.

Parecía oriunda del Sudeste Asiático: tailandesa, filipina o vietnamita. No soy capaz de distinguir las sutiles diferencias fisonómicas entre unos y otros. En cualquier caso, procedía de esa zona. Era guapa. Baja de estatura, de tez morena y ojos grandes. Llevaba un vestido de algún material liso y brillante, de color rosa. El bolso y los zapatos eran del mismo color. En la muñeca del brazo izquierdo, a modo de pulsera, llevaba un gran lazo también rosa. Toda ella parecía un regalo. ¿Por qué narices llevaba un lazo allí? No lo sabía. Ella apoyó la mano en la puerta y me miró sonriente.

—Me llamo June —se presentó en un inglés con un poco de acento.

—Hola, June —dije yo entonces.

—¿Puedo pasar? —pidió, señalando con el dedo detrás de mí.

—Espera un momento —dije, desconcertado—. ¿No te equivocas de puerta? ¿A quién buscas?

—Mmm… —Sacó un papelito del bolso—. Vamos a ver… Míster ***.

Era yo. Se lo dije.

—Entonces no me he equivocado.

—Espera un momento —le rogué—. Sí, soy yo. Pero no esperaba a nadie. ¿Qué quieres?

—Antes de nada, ¿me dejas pasar? Hablar así en el pasillo no da muy buena impresión. La gente es muy mal pensada. Pero, tranquilo, que no voy a atracarte ni nada por el estilo.

Pensé que, si seguía haciéndole preguntas en el umbral, Yuki podía despertarse y salir de su habitación a ver qué pasaba. La dejé entrar. Que sea lo que tenga que ser, me dije.

June entró y, sin que yo le dijera nada, se acomodó en el sofá. Le pregunté si quería tomar algo. Lo mismo que tú, me dijo. Fui a la cocina y preparé dos
gin tonics
. Luego me senté frente a ella. June, con las piernas cruzadas de manera provocativa, se llevó el
gin tonic
a los labios. Tenía unas piernas preciosas.

—Dime, ¿por qué has venido? —le pregunté.

—Porque me han pedido que venga —dijo, como si fuera obvio.

—¿Quién?

Se encogió de hombros.

—Un caballero al que le caes bien. Me ha pagado. Desde Japón. ¿Entiendes de qué hablo?

Tenía que ser Hiraku Makimura. Y ella era el «regalo» al que se había referido. Por eso llevaba el lazo rosa en la muñeca. Quizá creía que, enviándome a una mujer, Yuki estaría a salvo. Pragmático, muy pragmático. En vez de cabrearme, me sorprendí. ¡Qué mundo! Todos me pagaban prostitutas.

—Ha abonado el servicio completo hasta mañana por la mañana. Así que podemos disfrutar mucho. Verás qué cuerpazo tengo… —dijo mientras se quitaba las sandalias de tacón de una manera muy sensual.

—Mira…, lo siento, pero no puede ser —le dije.

—¿Por qué? ¿Eres marica?

—No, no es eso. Resulta que el caballero que te pagó y yo tenemos ciertas discrepancias. Por lo tanto, no puedo aceptarlo. Es una cuestión de principios.

—Pero si ya me ha pagado… Y yo, bueno, no pienso devolverle el dinero. Además, él no va a saber si te lo has montado conmigo o no. No me voy a tomar la molestia de poner una conferencia con el extranjero para avisarlo, en plan: «
Yessir
, hemos follado tres veces». En este asunto no hay principios que valgan.

Solté un suspiro y apuré mi
gin tonic
.

—Vamos —me dijo—. Ya verás como te gusta…

No sabía qué hacer. Ponerme a darle vueltas o a explicárselo todo era un fastidio. Yo había dado por terminado el día, ya estaba metido en la cama, con la luz apagada y un pie en el país de los sueños. Y de pronto llegaba una desconocida y me ofrecía acostarme con ella. ¡Qué mundo de locos!

—Escucha, ¿por qué no nos tomamos otro
gin tonic
? —me propuso.

Cuando asentí, ella misma fue a la cocina y preparó otro par de
gin tonics
. Luego encendió la radio. Puso rock duro. Se comportaba como si estuviera en su casa.


Saikô!
**
—dijo June en japonés antes de sentarse a mi lado, apoyarse contra mí y probar su
gin tonic
—. No te comas el coco —me dijo—. Soy una profesional. Sé más que tú de estas cosas. Aquí no hay lugar para los principios ni nada de eso. Tú déjalo en mis manos. Esto no tiene nada que ver con ese señor japonés. Olvídate de él. Esto es una cosa entre tú y yo —dijo, y me acarició suavemente el pecho.

Mi determinación empezó a flaquear. Pensé que tampoco era tan importante si me acostaba con ella o no, y que Hiraku Makimura se quedaría más tranquilo. Sentí que todo sería más fácil si me decidía ya, en lugar de prolongar aquel diálogo de sordos. Se trataba simplemente de sexo. Erección, penetración, eyaculación y fin.

—De acuerdo, vale —le dije.

—¡Así me gusta! —June se bebió de un trago el
gin tonic
que le quedaba y dejó la copa sobre la mesa.

—Pero hoy estoy muy cansado, así que no me exijas demasiado.

—Te he dicho que lo dejes en mis manos. Yo me ocupo de todo. Tú quédate quietecito. Pero, antes de empezar, sólo voy a pedirte dos cosas.

—¿Qué cosas?

—Que apagues la luz y me quites el lazo.

Apagué la luz y le quité el lazo de la muñeca. Luego nos dirigimos a la cama. Al quedarnos a oscuras, por la ventana divisé una torre de radiodifusión en cuyo extremo más alto parpadeaba una luz roja. No podía apartar la mirada de aquella luz. En la radio seguía sonando rock duro. Parece irreal, pensé. No obstante, era real. Una realidad teñida de un extraño color, pero inconfundiblemente real. Entretanto, June se quitó con gestos rápidos el vestido y luego me desnudó a mí. Era muy diestra, aunque no tanto como Mei, y parecía orgullosa de su pericia. Valiéndose de los dedos, la lengua y lo que fuese consiguió eficientemente que me empalmase para luego, mientras sonaba una canción de los Foreigner, llevarme al orgasmo. La noche era joven y la luna rielaba sobre el mar.

—Dime, ¿te ha gustado?

—Sí —le contesté. No mentía.

Nos tomamos otro
gin tonic
.

—June —dije, acordándome de pronto—. Por casualidad, ¿el mes pasado no te llamarías Mei?

—¡Qué gracioso! —exclamó entre risas—. Me encantan los chistes. Sí, y el mes que viene me llamaré Julie. Y en agosto, Augie.

Quería decirle que no lo había dicho en broma, que en mayo me había acostado con una chica llamada Mei. Pero me dije que no serviría de nada y me quedé callado. Entonces ella volvió a demostrarme su profesionalidad excitándome de nuevo. Yo sólo tenía que tumbarme allí, sin hacer nada. Lo dejé todo en sus manos. Como una estación de servicio. Si estacionas el coche y entregas las llaves, se ocupan de todo: desde llenar el depósito, hasta lavar el coche, comprobar la presión de las ruedas y el aceite, pasando por vaciar el cenicero. ¿Podía llamarse sexo a eso? El caso es que pasaron dos horas hasta que terminamos. Luego nos quedamos fritos. Me desperté antes de las seis. La radio se había quedado encendida. Ya había amanecido y los surfistas madrugadores habían estacionado sus camionetas junto al mar. A mi lado, June dormía hecha un ovillo. Su vestido rosa, sus zapatos rosa y el lazo rosa estaban tirados por el suelo. Apagué la radio y volví junto a la cama para despertarla.

—June. Lo siento, tienes que irte. Va a venir una niña a desayunar.


Okey, okey!
—dijo ella levantándose. Luego, todavía desnuda, recogió el bolso, fue al baño, se cepilló los dientes y se peinó. Luego se vistió y se calzó.

—¿A que te ha gustado? —me dijo mientras se pintaba los labios de carmín.

—Sí —le contesté.

June sonrió de oreja a oreja, se metió el pintalabios en el bolso y cerró éste con un ruido metálico.

—Entonces, ¿cuándo quedamos la próxima vez?

—¿La próxima vez?

—Me han pagado para que venga tres noches. O sea que te quedan dos. ¿Cuándo te viene bien? ¿O prefieres a otra chica? También es posible. A mí no me importa. A los hombres os gusta acostaros con varias, ¿no?

—No, contigo está bien, por supuesto —contesté. La verdad, no sabía qué decirle. Tres veces. Hiraku Makimura debía de querer que me exprimieran hasta la última gota de semen de mi cuerpo.

—Gracias. No te decepcionaré. La próxima vez será mucho mejor. Tú tranquilo.
You can rely on me
. ¿Qué te parece pasado mañana? Esa noche estoy libre, así que prepárate.

—Está bien —dije yo. Y le alargué un billete de diez dólares para un taxi.

—Muchas gracias. ¡Hasta pronto!
Bye, bye!
—Abrió la puerta y se marchó.

Antes de que Yuki llegara, eliminé todo rastro de June: lavé los vasos y los guardé, limpié el cenicero, alisé las sábanas y tiré a la basura el lazo rosa. Pero tan pronto como entró, Yuki frunció el ceño, recelosa. Tenía un olfato muy fino. Sospechaba algo. Yo fingí que no me daba cuenta y silbé mientras preparaba el desayuno. Hice café y tostadas y pelé fruta. Luego lo llevé todo a la mesa.

Mientras bebía leche fría y se comía una tostada, Yuki no paraba de echar miradas suspicaces a su alrededor. Cuando empecé a hablarle, no me respondió. Esto pinta mal, me dije. Se respiraba crispación en el aire.

Al terminar aquel tenso desayuno, ella colocó las manos sobre la mesa y se quedó mirándome con expresión seria.

—Anoche estuvo aquí una mujer, ¿no?

—¿Cómo lo sabes? —contesté como quien no quiere la cosa.

—¿Quién era? ¿Te fuiste a ligar por ahí después de dejarme en mi habitación?

—Vamos, qué dices. Yo no hago esas cosas. No soy un ligón. Fue ella la que vino.

—¡No me mientas! ¿Cómo iba a venir aquí una mujer sin que tú fueras a buscarla?

—No te miento. Nunca te mentiría. Te juro que ella vino porque quiso. —Y se lo expliqué todo: que su padre me había pagado a una prostituta. Que ella se había presentado de repente. Que a mí también me había pillado por sorpresa. Que a lo mejor su padre se creía que, manteniéndome sexualmente satisfecho, garantizaba la seguridad de su hija.

—¡No me lo puedo creer! —Soltó un hondo suspiro y cerró los ojos—. ¿Por qué siempre, siempre se le tienen que ocurrir estupideces? No entiende nada de lo que realmente importa, y en lo demás siempre la pifia y se mete donde no le llaman. Mamá es un caso, pero es que papá también está zumbado. Siempre tiene que meter la pata y estropearlo todo.

—Tienes toda la razón. Ha metido la pata —convine.

—Y tú, ¿por qué la dejaste entrar? Porque la dejaste entrar, ¿o no?

—Sí. Como no sabía qué quería, la dejé pasar, sí.

—No habréis hecho nada, ¿no?

—Bueno, las cosas no son tan sencillas como parecen.

—No hiciste nada… —Como no se le ocurría una expresión adecuada, se interrumpió y empezó a ruborizarse.

—Pues sí. Es una historia un poco larga, pero sí, en resumen, fui incapaz de rechazarla —dije yo.

Ella cerró los ojos y se sujetó las mejillas con las manos.

—No puedo creérmelo —dijo con voz quebrada y muy baja—. No puedo creerme que hagas esas cosas.

—Tenía intención de rechazarla —me defendí—. Pero de pronto todo me dio igual y me rendí. No me apetecía ponerme a discutir con ella. Y también están tus padres, es decir, hay algo en ellos, en su manera de influir en todos los que les rodean… No lo digo para excusarme, pero reconozco que, los aprecies o no, es imposible ignorarlos. Al final, me dije: «¿Por qué no?». Todo me importaba un pito con tal de no ponerme a malas con tu padre. Además, la chica estaba muy bien.

—No me puedo creer lo que estás diciendo —Yuki casi gritó—. ¿Papá te pagó a una mujer y tú te quedas tan ancho? Eso está muy mal. No tienes vergüenza. ¿Cómo has podido?

Tenía razón.

—Tienes razón —le dije.

—No tienes vergüenza, ninguna vergüenza —repitió.

—Cierto —reconocí yo.

Cogimos nuestras tablas y bajamos. Fuimos a la playa que había delante del Sheraton e hicimos surf hasta el mediodía. Yuki no me dirigió la palabra en toda la mañana. Aunque le hablase, no me respondía. Sólo asentía o hacía un gesto negativo con la cabeza cuando no tenía más remedio.

Cuando le dije que ya era hora de volver a la orilla y almorzar, ella asintió. Al preguntarle si preparábamos algo de comer en el aparthotel, negó con un gesto. Entonces le propuse tomar algo ligero fuera, y ella asintió. Comimos un perrito caliente sentados en un área cubierta de césped de Fort DeRussy. Yo bebí una cerveza y Yuki, una cola. Todavía no había abierto la boca. Llevaba ya tres horas callada.

—La próxima vez le diré que no —le prometí.

Yuki se quitó las gafas de sol y miró como si acabara de descubrir una grieta en el cielo. Luego se apartó el flequillo con aquella preciosa mano morena.

—¿La próxima vez? ¿Qué quieres decir con «la próxima vez»?

Cuando le conté que su padre había pagado por dos noches más, empezó a golpear el césped con el puño.

—No puede ser.
De verdad
que parecéis idiotas.

—No quiero excusarlo, pero tu padre está preocupado. Yo soy hombre, tú una mujer…, ¿entiendes?


De verdad, pero de verdad
que parecéis idiotas. —Estaba a punto de echarse a llorar. Entonces se fue al hotel y no salió de su habitación hasta al anochecer.

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