Baila, baila, baila (39 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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Dos chicas que llevaban idénticos y minúsculos biquinis negros caminaban bajo las palmeras. Avanzaban lentamente, como dos gatas que hicieran equilibrios sobre una cerca. Iban descalzas. Sus atrevidos biquinis parecían unos pañuelitos anudados; daba la impresión de que, al menor soplo de viento, saldrían volando. Desprendiendo una sensación de irrealidad extrañamente real, como un sueño reprimido, las dos atravesaron muy despacio mi campo de visión, de derecha a izquierda, y desaparecieron.

Bruce Springsteen cantó
Hungry Heart
. Un buen tema. El mundo todavía no se había echado a perder del todo. «Un buen tema», comentó el locutor. Me mordí las uñas, contemplé el cielo. La nube craneana seguía allí, inmóvil, como obedeciendo los designios del destino. Hawai. Sí, era como estar en los confines del mundo. Una madre quiere ser amiga de su hija. La hija, más que una amiga, necesita una madre. Se produce un desencuentro. No conduce a ninguna parte. La madre tiene un novio, un poeta manco que no tiene adónde regresar. El padre también tiene un novio. Viernes, el aprendiz gay. No, eso no conducía a ninguna parte.

Al cabo de diez minutos, Yuki apoyó la cara en mi hombro y se echó a llorar. Al principio calladamente, luego a lágrima viva. Lloraba con las manos bien colocadas sobre las rodillas y la punta de la nariz apoyada contra mi hombro.
Natural
, pensé. Yo también habría llorado en su lugar.
Es algo natural
.

Le pasé el brazo por los hombros y dejé que llorara todo lo que quisiera. Y lloró largo rato. Lloró hasta empaparme la manga de la camisa. Los hombros le temblaban violentamente. Yo la sujetaba en silencio.

Una pareja de policías con gafas de sol y revólveres relucientes atravesó la zona de aparcamiento. Un pastor alemán rondó cerca del coche con la lengua fuera, cansado y jadeando debido al calor, para luego desaparecer. Las hojas de las palmeras se mecían. Una camioneta Ford aparcó a unos metros y de ella bajó un samoano corpulento que se alejó caminando por la playa acompañado de una bella muchacha. En la radio, J. Geils Band tocaba
Land of a Thousand Dances
.

Poco a poco Yuki empezó a calmarse.

—Nunca más vuelvas a llamarme princesa —me dijo con la cara apoyada contra mi hombro.

—¿Te he llamado así?

—Sí.

—No lo recuerdo.

—Al volver de
Tsujidō
—me dijo—. En cualquier caso, no vuelvas a llamarme así.

—No lo haré. Te lo prometo. Te lo juro por Boy George y Duran Duran. No volveré a llamarte así.

—Mamá siempre me llama así. «Princesa.»

—No lo haré más —repetí.

—Siempre acaba haciéndome daño. No se entera de nada. Pero me quiere. Yo sé que me quiere.

—Es verdad.

—Entonces, ¿qué hago?

—Lo único que puedes hacer. Crecer.

—No quiero crecer.

—No hay más remedio —le dije—. Todo el mundo crece, lo quiera o no. Todos nos hacemos mayores, y así nos enfrentamos a nuestros problemas. Lidiamos con ellos hasta que morimos. Siempre ha sido así y siempre lo será. No eres la única que tiene problemas.

Ella alzó el rostro, surcado por dos regueros de lágrimas, y me miró.

—¿Es que no sabes consolar a la gente?

—Eso pretendía —le dije.

—Pues no lo has conseguido —me dijo. Y apartando mi brazo de sus hombros, sacó un pañuelo de papel del bolso y se sonó.

—Bueno —dije volviendo a la realidad. Encendí el motor del coche y salí del aparcamiento—. Volvemos al hotel, nos damos un chapuzón, te preparo una cena que estará para chuparte los dedos y comemos en son de paz.

Nos pasamos una hora en el agua. Yuki nadaba muy bien. Nos divertimos yendo mar adentro o buceando y tirándonos de las piernas. Luego nos duchamos, fuimos al supermercado y compramos filetes de carne y verduras. Hice los filetes a la plancha con cebolla y salsa de soja y una ensalada. También preparé sopa de
miso
con
tofu
y cebolla. Estaba todo muy sabroso. Para acompañarlo, abrí una botella de vino de California, del que Yuki tomó medio vaso.

—Cocinas muy bien —me dijo, sorprendida.

—No es que lo haga bien, es que, simplemente, le pongo cariño y cuidado. Y eso se nota. Es cuestión de actitud. Si uno se esfuerza por conseguir algo, hasta cierto punto lo consigue. Si uno se esfuerza por llevar una vida agradable y feliz, puede lograrlo, en cierta medida.

—Pero ¿no se puede hacer nada más que eso?

—Más que eso, ya es suerte —le dije.

—Tú sí que sabes cómo deprimir a la gente, ¿eh? ¿Y dices que eres un adulto?

Después de lavar los platos, salimos a la calle y dimos una vuelta por la bulliciosa Kalakaua Avenue cuando empezaban a encenderse las primeras luces. Criticamos las excentricidades que vendían en varias tiendas, observamos a los viandantes y fuimos a tomar algo al
beach bar
del Royal Hawaiian Hotel, que estaba abarrotado. Yo me tomé una piña colada y Yuki, un zumo de frutas. Me figuré que Dick North habría detestado la algarabía nocturna de aquella ciudad. Pero a mí, la verdad, no me resultaba desagradable.

—¿Qué te ha parecido mi madre? —quiso saber Yuki.

—Sinceramente, no puedo juzgar a una persona a la que acabo de conocer —dije—. Necesito tiempo para poder formarme una opinión. Me temo que no soy muy perspicaz para estas cosas.

—Pero estabas enfadado, ¿no?

—¿Tú crees?

—Sí. Se te notaba en la cara.

—Es posible —reconocí, y le di un trago a la piña colada mientras observaba el mar envuelto en sombras—. Puede que estuviera un poco enfadado, sí.

—¿Por qué?

—Porque ninguna de las personas que debería hacerse cargo de ti asume su responsabilidad. De todas formas, es una tontería enfadarse. Ni tengo derecho ni sirve de nada.

Yuki cogió un
pretzel
de un platillo que había en la mesa y lo mordisqueó.

—Seguro que no saben qué hacer. Creen que deben hacer algo, pero no saben qué.

—Quizá sea eso. Nadie parece saberlo.

—¿Tú lo sabes?

—Creo que deben esperar a que los indicios vayan tomando forma, y entonces podrán actuar en consecuencia.

Yuki, pensativa, se toqueteaba el cuello de la camiseta.

—¿Qué quieres decir?

—Que sólo hay que esperar. Esperar pacientemente a que llegue el momento. Mirar qué rumbo toman las cosas, sin forzar nada. Intentar considerarlo todo con una mirada ecuánime. Si uno hace eso, sabrá qué debe hacer: caerá por su propio peso. Pero tus padres están demasiado ocupados. Tienen demasiado talento y demasiadas cosas que hacer. Están demasiado pendientes de sí mismos para pensar con equidad.

Yuki apoyó la mejilla en la mano. Luego limpió las migajas de
pretzel
que habían caído sobre el mantel rosa. En la mesa de al lado, un matrimonio de ancianos estadounidenses, él vestido con una camisa hawaiana y ella con un
muumuu
, bebía un llamativo cóctel tropical en copa grande. Parecían muy felices. En el porche del hotel, una chica, también ataviada con un
muumuu
, cantaba
Song for You
acompañándose con un piano eléctrico. Aunque no lo hacía demasiado bien, se reconocía la canción. Aquí y allá, crepitaban las llamas de unas antorchas de gas. Dos o tres personas aplaudieron cuando la canción terminó. Yuki cogió mi piña colada y le dio un trago.

—¡Qué rica!

—Dos votos por que está rica —dije yo—: aprobada la moción.

Yuki me clavó la mirada, desconcertada.

—No te entiendo. Pareces muy normal y serio, pero a veces da la impresión de que vives en otro mundo.

—Se puede ser muy normal y, al mismo tiempo, vivir en otro mundo. Así que no le des demasiada importancia a eso. —Decidí pedir otra piña colada a una camarera muy guapa. La chica se alejó contoneándose, regresó rápidamente con la bebida, lo anotó en la cuenta y se marchó dejando detrás de ella una sonrisa amplia como la del gato de Cheshire.

—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer yo? —me preguntó Yuki.

—Tu madre quiere verte más —le dije—. Es lo único que me ha dicho. No la conozco y vosotros sois un tanto especiales. Pero, resumiendo, ella quiere que superéis todos los roces que han enturbiado vuestra relación como madre e hija y que seáis buenas amigas.

—¿Amigas? Eso no es tan fácil.

—Totalmente de acuerdo —dije—: dos votos a favor.

Yuki se acodó en la mesa, meditabunda.

—¿Y qué piensas tú de eso?

—No. La pregunta no es qué pienso yo, sino
qué piensas tú
. Se puede pensar que tu madre le echa algo de morro o que se trata de una postura constructiva que merece considerarse. Puedes elegir entre las dos opciones. No te precipites. Reflexiona sobre eso con calma y llegarás a una conclusión.

Yuki seguía con las mejillas apoyadas en las palmas de la mano. Alguien sentado a la barra soltó una carcajada. La pianista empezó a interpretar
Blue Hawaii
. «La noche es joven, como nosotros. Ven conmigo, mientras la luna está sobre el mar…»

—Últimamente nos llevamos fatal —dijo Yuki—. Antes de ir a Sapporo fue lo peor. Discutíamos por lo de ir o no a la escuela. Era un horror. Apenas nos hablábamos, yo no quería ni verla. Duró bastante tiempo. Ella no razona. Dice cosas al tuntún y al minuto siguiente ya se ha olvidado. Aunque hable en serio, después no se acuerda. Y a veces, de pronto, le da por intentar hacer de madre. Me pone enferma.

—Pero… —dije. Conjunción adversativa, pero conjunción a fin de cuentas.

—Pero sí, es verdad que tiene algo especial. Como madre es un desastre, y yo lo paso fatal, pero tiene algo que te atrapa. Es muy diferente a papá. No sé. Ahora de repente dice que quiere que seamos amigas, pero ella es… muy fuerte, mucho más que yo, y yo todavía soy una cría. Cualquiera ve eso, ¿verdad? Pues no, ella no se entera. Por eso, aunque quiera que seamos amigas, y aunque se esfuerce, terminará haciéndome daño, como en Sapporo. Cuando veo que ella se acerca a mí, yo también lo intento, con todas mis fuerzas. Pero para entonces mamá ya está mirando a otro lado y tiene la cabeza en otra parte. No era más que un simple capricho —dijo Yuki, y tiró a la arena el
pretzel
medio mordido—. Me llevó a Sapporo y ya sabes lo que pasó: se olvidó de mí, se largó a Katmandú y no se acordó hasta al cabo de tres días. ¿No te parece muy fuerte? Además, ella no entiende que hace daño. Yo la quiero. Bueno, creo que la quiero. Ojalá seamos amigas. Pero no quiero que pase lo mismo de siempre. No aguanto más.

—Tienes toda la razón —le dije—. Te entiendo perfectamente.

—Pues mamá no. Aunque se lo explique, no me entenderá.

—Yo también tengo esa impresión.

—Por eso me cabreo.

—Es comprensible —le dije—. ¿Sabes?, cuando los adultos nos sentimos así, bebemos.

Yuki se bebió entonces la mitad de mi piña colada. La copa era grande como una pecera. Poco después me miraba a la cara con ojos vidriosos, los brazos acodados en la mesa y las mejillas apoyadas sobre ambas manos.

—Me siento un poco rara —dijo—. Noto como un calorcillo, y me entra sueño.

—Eso está bien —le dije—. ¿No te mareas?

—No. Me siento bien.

—Perfecto. Ha sido un día largo. Todos tenemos derecho a sentirnos bien, tengamos trece o treinta y cuatro años.

Tras pagar la cuenta, cogí a Yuki del brazo y regresamos al hotel bordeando la playa. Al llegar, le abrí la puerta de su habitación.

—Oye —me dijo.

—¿Sí?

—Buenas noches.

Amaneció otro estupendo día hawaiano. Inmediatamente después de desayunar, nos pusimos los bañadores y bajamos a la playa. Yuki me dijo que quería probar a hacer surf, así que alquilé un par de tablas y nos fuimos a la zona del Sheraton. Le enseñé los rudimentos que había aprendido hacía tiempo de un amigo: cómo coger las olas, cómo colocar los pies y esas cosas. Yuki aprendía muy rápido. Tenía flexibilidad y un sexto sentido para cazar el momento oportuno. En media hora ya surfeaba mejor que yo. Estaba disfrutando.

Después de almorzar nos dirigimos a una tienda de surf cerca de Ala Moana y nos compramos dos tablas de segunda mano que no estaban mal. El dependiente las eligió de acuerdo con nuestro peso. «¿Sois hermanos?», me preguntó. Como no me apetecía darle explicaciones, le contesté que sí. Me sentí aliviado de que no pareciésemos padre e hija.

A las dos de la tarde volvimos a ir a la playa y nos tumbamos en la arena a tomar el sol. Nos bañamos, dormimos, pero la mayor parte del tiempo escuchamos la radio, hojeamos libros, observamos a la gente, escuchamos el susurro del viento al agitar las hojas de las palmeras. El sol siguió lentamente su camino. Cuando se puso, volvimos al hotel, nos dimos una ducha y, después de comer una ensalada y espaguetis, fuimos a ver una película de Spielberg. Al salir del cine dimos un paseo y entramos en el distinguido bar de la piscina del hotel Halekulani. Yo pedí otra piña colada y ella un zumo de frutas.

—Oye, ¿puedo beber otro poquito? —me preguntó señalando la piña colada.

—Claro —le contesté, e intercambiamos los vasos. Yuki aspiró por la pajita unos dos centímetros de piña colada.

—¡Qué buena! —dijo—. Sabe un poco diferente a la del bar de ayer.

Llamé al camarero y le pedí otra piña colada. Cuando la trajo, se la di entera a Yuki.

—Puedes bebértela toda —le dije—. Si seguimos saliendo todas las noches, en una semana te convertirás en la estudiante de secundaria japonesa que más sabe de piñas coladas.

Al lado de la piscina una orquesta de baile interpretaba
Frenesí
. Un clarinetista entrado en años irrumpió hacia la mitad con un largo solo, tan exquisito que me recordó a Artie Shaw. Unas diez parejas de ancianos vestidos de gala bailaban al compás de la música. Las luces instaladas en el fondo de la piscina iluminaban fantasmagóricamente sus rostros. Parecían muy felices. Después de largos años de vida, habían llegado a Hawai. Movían las piernas con elegancia, marcando bien los pasos. Los hombres mantenían la espalda muy recta y el mentón alto; las mujeres trazaban círculos mientras el ruedo de sus largas faldas se agitaba suavemente. Nosotros los contemplábamos. Por alguna razón, verlos me sosegaba. Seguramente por la satisfacción que se leía en sus caras. Cuando tocaron
Moonglow
, juntaron dulcemente sus mejillas.

—Otra vez me ha entrado sueño —dijo Yuki.

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