Baila, baila, baila (35 page)

Read Baila, baila, baila Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
12.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Nakamura?

—Mi asistente. Lo conociste, ¿verdad? Es el chico que vive conmigo.

Viernes, el aprendiz.

—¿Alguna pregunta? —dijo Makimura.

Me daba la impresión de que tenía un montón de preguntas, pero no se me ocurrió ninguna.

—Muy bien —siguió—. A buen entendedor… Así me gusta. ¡Ah! Se me olvidaba: te voy a hacer otro regalo. Quiero que lo aceptes. Sabrás qué es cuando estés allí. Estoy deseando que desates el lazo. Hawai. Un buen sitio. Es como un parque de atracciones. Relax. No hace falta quitar nieve. Tiene un aroma especial. ¡Disfrútalo! Ya nos veremos un día de éstos.

Y colgó.

Un escritor con una vida movida.

Cuando volví a mi asiento en el restaurante, le dije que saldríamos en dos días. Yuki estaba feliz.

—¿Sabes prepararte el equipaje tú sola? El bañador, lo que necesites… —le pregunté.

—¡Si es como ir a la playa de
Ōiso
! Oye, que no nos vamos a Katmandú, ¿eh?

—Ya —dije yo.

Aun así, antes del viaje yo tenía que hacer algunas cosas. Al día siguiente fui al banco, saqué dinero y pedí un cheque de viaje. Todavía tenía bastantes ahorros. De hecho, como acababa de cobrar encargos del mes anterior, habían aumentado. Luego fui a una librería y me compré unos cuantos libros. Recogí las camisas en la tintorería. A las tres me llamó Viernes. Estaba en Marunouchi, y nos citamos en una cafetería del centro comercial Parco. Me entregó un sobre grueso. Dentro estaba el importe del billete de Yuki de Sapporo a Tokio, dos billetes abiertos en primera clase con la Japan Airlines para Hawai y dos cheques de viaje American Express. Y un mapa del apartotel en Honolulu.

—Está todo arreglado. Al llegar allí, sólo tiene que dar su nombre —dijo Viernes—. La reserva es por dos semanas, pero se puede acortar o prolongar. Por favor, acuérdese de firmar los cheques de viaje en cuento llegue a su casa. Utilícelos como le plazca. El señor Makimura me ha dicho que no se prive usted de nada. Que, al fin y al cabo, entra como gastos de representación.

—¿Todo figurará como gastos de representación? —me sorprendí.

—Todo quizá no, pero pida factura siempre que pueda y guárdela. Le quedaré muy agradecido, porque soy yo quien se ocupa de las cuentas —dijo, cordial, y se rió.

Le contesté que así lo haría.

—¡Tengan cuidado y buen viaje! —me dijo él.

Le prometí que así lo haría

—Aunque tampoco se van a Zimbabue —añadió, risueño.

Hay muchas maneras de decirlo.

Al atardecer, me preparé la cena con cosas que me quedaban en la nevera: ensalada, tortilla y sopa de
miso
. Aún no me había hecho a la idea de que, al día siguiente, volaría a Hawai. Y, mira por dónde, me sentía como si fuera a viajar a Zimbabue.

Saqué de la cómoda una bolsa de viaje no demasiado grande y en ella metí el neceser, libros, ropa interior y calcetines. También un bañador, gafas de sol y crema solar. Dos camisetas, un polo, unas bermudas y una navaja suiza. Doblé una chaqueta de verano de madrás y la coloqué encima de todo. Luego cerré la cremallera y comprobé que no me olvidaba el pasaporte, los cheques de viaje, el permiso de conducir, los billetes de avión ni la tarjeta de crédito. ¿Necesitaría algo más?

No se me ocurrió nada. Había hecho una montaña de un grano de arena. Viajar a Hawai era, verdaderamente, como ir a la playa de
Ōiso
. Había ido mucho más cargado en el viaje a
Hokkaidō
.

Dejé la bolsa preparada y elegí la ropa que me pondría para el viaje. Doblé unos vaqueros, una camiseta, una sudadera y un chubasquero fino y los apilé. Como todavía me sobraba tiempo, me di un baño, abrí una cerveza y vi el telediario. No había ninguna noticia destacable. El presentador predijo que a partir del día siguiente el tiempo empeoraría. Perfecto, pensé, mañana yo estaré en Honolulu. Apagué el televisor y me tumbé en la cama mientras me terminaba la cerveza. Entonces volví a pensar en Mei. Mei, muerta, irrevocablemente muerta. En esos momentos estaba en un lugar gélido. Se desconocía su identidad, y nadie podría reclamar su cadáver. Jamás volvería a escuchar a los Dire Straits o a Bob Dylan. Y, a todas éstas, yo tenía la intención de irme al día siguiente a Hawai, con todos los gastos pagados. De acuerdo, el mundo funcionaba de esta manera. Pero ¿era ésa la manera correcta?

Intenté apartar a Mei de mi mente. Me decía que ya pensaría en ella más adelante, cuando las aguas se remansaran un poco.

Recordé a la chica de recepción del Dolphin Hotel y cuyo nombre desconocía. Desde hacía unos días tenía muchas ganas de hablar con ella. Pero si la llamaba al hotel, ¿qué iba a decir? ¿«Me gustaría hablar con la chica de gafas que trabaja en recepción»? Creerían que estaba gastándoles una broma. Los hoteles son un negocio muy serio.

Le di vueltas hasta que se me ocurrió una idea.

Telefoneé a Yuki y quedé en que la recogería al día siguiente, a las nueve y media de la mañana. Luego, como quien no quiere la cosa, le pregunté si sabía cómo se llamaba «aquella chica».

—Sí, la que estaba en la recepción del hotel y te dejó a mi cargo. La de gafas.

—Ah, sí, sé quién es. Tenía un apellido rarísimo, así que lo apunté en mi diario. Ahora no lo recuerdo, pero si lo mirara en el diario lo sabría —me dijo.

—¿Te importaría mirarlo?

—Estoy viendo la tele. ¿No puede ser más tarde?

—Lo siento, pero es urgente.

Refunfuñando, se fue a buscar el diario.

—Yumiyoshi —me dijo.

—¿Yumiyoshi? ¿Con qué ideogramas se escribe eso?

—No lo sé. Ya te he dicho que era un apellido rarísimo. No tengo ni idea de cómo se escribe. ¿No será de Okinawa? Porque parece como de esa zona, ¿no?

—No creo. No me suena que en Okinawa haya muchos Yumiyoshi.

—Pues así se llama. Yumiyoshi —dijo Yuki—. ¿Qué? ¿Ya está? Quiero ver la tele.

—¿Qué estás viendo?

Colgó el teléfono de golpe, sin responder.

Probé a buscar el apellido Yumiyoshi en una guía telefónica de Tokio, hojeándola de cabo a rabo. Cuesta creerlo, pero en Tokio sólo había dos personas apellidadas Yumiyoshi. Una aparecía escrita con dos ideogramas: «arco» y «bueno». La otra, bajo la entrada «Yumiyoshi: Salón de fotografía», escrito en
katakana
.
**
En este mundo hay nombres y apellidos para todos los gustos.

Llamé al Dolphin Hotel y pregunté por la señorita Yumiyoshi. Pese a que no me hacía muchas ilusiones, la persona que me atendió me pasó con ella. La saludé. Se acordaba de mí. No me había olvidado.

—Estoy trabajando —musitó, concisa—. Te llamo después.

—Vale. Hasta luego —contesté.

Mientras esperaba la llamada de Yumiyoshi, telefoneé a Gotanda y le dejé un mensaje en el contestador diciéndole que a la mañana siguiente me marchaba unos días a Hawai.

Gotanda, que debía de estar en casa, me devolvió la llamada enseguida.

—¡Qué suerte! ¡Qué envidia me das! —exclamó—. Te sentará bien cambiar de aires. Si pudiera, de buena gana me iba yo también.

—¿De verdad no puedes?

—No es tan sencillo. Estoy endeudado hasta las cejas. Entre el divorcio, el alquiler y otros gastos, debo mucha pasta. Te conté que me quedé sin un céntimo, ¿verdad? He de trabajar como una bestia. ¿Crees que esos anuncios que me repatean los hago por gusto? Qué ironía: me dicen en la agencia que no escatime en gastos de representación, pero no consigo saldar la deuda. El mundo se vuelve cada vez más complicado. No sé si soy rico o pobre. Parece que el dinero me sale por las orejas, pero no puedo gastarlo en lo que yo quiero. Puedo pagar por mujeres guapas, pero no acostarme con la mujer que me gusta.

—¿Tan grande es la deuda?

—Sí —me contestó—. Pero ni yo mismo, que soy el interesado, sé a cuánto asciende. ¿Sabes? Aunque parezca sobresalir en muchas cosas, los números se me dan fatal. Sólo empezar a mirar las cuentas me entran escalofríos. Yo nací en una familia chapada a la antigua, y me enseñaron que hablar de dinero era una vulgaridad. Me decían que no me preocupase por los números, que trabajase con ahínco y viviese de acuerdo con mis posibilidades. Que no me detuviera en detalles y pensara a lo grande. Buen consejo…, al menos para aquella época. Pero ahora la idea de vivir de acuerdo con mis posibilidades se ha desmoronado. Todo es mucho más complicado. Estoy perdido. No tengo ni idea de cuál es mi situación. Por más que me lo explique el contable de la agencia, no consigo entenderlo. El dinero se va por allá, viene por aquí… Hay deudas nominales, préstamos, deducciones… Todo muy confuso. Entonces les pido que me muestren el resultado. Y me lo muestran: debo mucho dinero. La deuda se ha reducido, pero todavía falta mucho para saldarla. Así que trabaja, me dicen. Aprovecha los gastos de representación todo lo que puedas. Absurdo. Es como un círculo vicioso. Lo gracioso es que me gusta trabajar. Pero me fastidia no entender cómo funciona todo. A veces incluso me da miedo… ¡Vaya! Ya he vuelto a irme por las ramas. Lo siento. Cada vez que hablamos acabo soltándote un rollo.

—No te preocupes. A mí no me importa.

—Ya, pero a ti este asunto ni te va ni te viene, y podría habértelo contado con calma cualquier otro día —replicó—. En fin, que tengas buen viaje. Te echaré de menos. A tu vuelta, en cuanto tenga un momento, quedaremos para tomar unas copas.

—¡Hombre, que tampoco me voy a Costa de Marfil! Dentro de una semana estoy aquí.

—Tienes razón. Llámame cuando vuelvas.

—Lo haré.

—Mientras tú estés tumbado a la bartola en Waikiki, yo haré de dentista para poder pagar la deuda.

—En esta vida tiene que haber gente para todo —le dije—.
Different strokes for different folks

—Sly and The Family Stone —dijo Gotanda chasqueando los dedos.

Entre dos personas de la misma generación, ciertas explicaciones sobran.

Yumiyoshi me llamó antes de las diez. Me dijo que había salido del trabajo y que ya estaba en casa. De pronto recordé su edificio bajo la nevada. Un edificio modesto, unas escaleras modestas, una puerta modesta. Su sonrisa nerviosa. Sentí una profunda nostalgia. Cerré los ojos y la nieve revoloteó de nuevo en el silencio de la noche. Por un momento me pregunté si estaría enamorado.

—¿Cómo has averiguado mi nombre? —quiso saber.

—No he cometido ningún delito. No he sobornado a nadie. No he pinchado ningún teléfono. No he apaleado a nadie para sonsacárselo. Me he limitado a preguntárselo amablemente a Yuki y ella me lo ha dicho.

Yumiyoshi calló, recelosa.

—¿Qué tal fue con la niña? ¿Llegó bien a Tokio?

—Sí, la acompañé en coche hasta su casa y ahora nos vemos de vez en cuando. Está bien, aunque es un poco rarita.

—Entonces haréis buena pareja —dijo Yumiyoshi sin manifestar la menor emoción. Lo soltó como si aquello fuera una obviedad. Como decir que a los monos les gustan los plátanos o que en el Sáhara no llueve casi nunca.

—Dime, ¿por qué no quisiste decirme cómo te llamas? —le pregunté.

—Estás equivocado. Te prometí que te lo diría la próxima vez que nos viéramos. No es que te lo ocultara; simplemente, para mí siempre es un fastidio decirlo. Todo el mundo me pregunta con qué ideogramas se escribe, si es un apellido corriente, de dónde vengo y esas cosas. Es muy pesado.

—Pues es un apellido bonito. Acabo de ver que en Tokio sólo hay dos personas que se apellidan así, ¿lo sabías?

—Sí —contestó—. Ya te comenté que había vivido un tiempo en Tokio. Yo también me informé. Cuando tienes un apellido raro, coges la manía de consultar la guía telefónica allí donde vas. Es lo primero que hago cuando llego a un lugar nuevo. Así descubrí que en Kioto sólo hay una persona con este apellido. ¿Para qué querías hablar conmigo? —preguntó cambiando de tema.

—Por nada en particular —me sinceré—. Mañana me voy de viaje y estaré fuera unos días. Antes de irme quería oír tu voz. Eso es todo. A veces me entran unas ganas enormes de oír tu voz.

Ella volvió a quedarse callada. Había un cruce en la línea. A ratos, una mujer hablaba desde algún lugar remoto. Su voz parecía llegar hasta mí desde el otro extremo de un largo pasillo. Una voz apacible pero seca, con extraños ecos. No lograba entender qué decía la mujer; sin embargo, daba la impresión de que pasaba por un mal momento. A veces el dolor la obligaba a hacer largas pausas.

—¿Recuerdas que te conté lo que me ocurrió en el ascensor? —dijo Yumiyoshi.

—Sí —contesté.

—Pues me ha vuelto a pasar.

Me sumí en un silencio que ella no interrumpió. Volvió a oírse la voz afligida de la mujer. De vez en cuando, la persona con la que hablaba asentía, pero con monosílabos apenas audibles: «ajá», «mmm». La mujer seguía hablando de manera entrecortada, como si subiera trabajosamente por una escalerilla. Como hablaría un cadáver, pensé de pronto. Como, desde el otro extremo de un largo pasillo, hablaría un cadáver sobre lo terrible que es estar muerto.

—¿Me estás escuchando? —preguntó Yumiyoshi.

—Sí, sí. Cuéntame.

—Antes, dime la verdad: ¿me creíste aquella vez, cuando te lo conté?

—Sí. Aunque no te lo dije, más tarde yo también tomé el ascensor y salí en medio de aquella oscuridad. Me ocurrió lo mismo que a ti. Por eso te creo.

—¿Hiciste eso?

—Ya hablaremos más adelante con calma. Todavía me cuesta explicarlo y tengo algunas cosas todavía poco claras. Pero te prometo que la próxima vez que nos veamos te lo explicaré todo, de principio a fin. En cualquier caso, ahora cuéntame lo que pasó. Es muy importante.

Siguió un silencio. La otra conversación ya no se oía. Simplemente, había un silencio al otro lado del hilo.

—Fue hace unos diez días. Serían las ocho de la tarde, y tenía que bajar en ascensor hasta el aparcamiento subterráneo. Entonces me ocurrió lo mismo que la otra vez. No era de noche, no iba a la decimosexta planta, pero volvió a pasar. Todo estaba oscuro y húmedo, olía a moho, idéntico a la otra vez. En esta ocasión no me moví. Me quedé quieta esperando a que el ascensor volviera. Me dio la sensación de que pasaba muchísimo tiempo. Por fin el ascensor llegó, subí y salí de allí. Eso es todo.

—¿Se lo has contado a alguien? —quise saber.

—No —me dijo—. Es la segunda vez que me pasa, y me pareció que no debía contárselo a nadie del hotel.

—Estoy de acuerdo. Es mejor que no digas nada.

—No sé qué voy a hacer. Desde entonces, cada vez que tomo el ascensor tengo miedo de que la puerta se abra y todo vuelva a estar oscuro. Pero es un hotel grande y no me queda más remedio que utilizar el ascensor varias veces al día. ¿Qué puedo hacer? Sólo me atrevo a hablar de esto contigo.

Other books

I'm Glad About You by Theresa Rebeck
Death Screams by Tamara Rose Blodgett
The Animal Factory by Bunker, Edward
Possession by Catrina Burgess
Collected by Shawntelle Madison
Almost Famous Women by Megan Mayhew Bergman