Baila, baila, baila (33 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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Me apetecía ir al cine, así que abrí las páginas de la cartelera. Ningún cine daba ya
Amor no correspondido
. Entonces me acordé de Gotanda. Debía avisarle de lo de Mei. Si lo interrogaban y salía a relucir mi nombre, me vería en un grave aprieto. Sólo recordar a los policías me entraba dolor de cabeza.

Utilicé el teléfono rosa
*
que había en el Dunkin’ Donuts para llamar a Gotanda a su apartamento. Como era de esperar, saltó el contestador. Le pedí que me llamase, que tenía algo urgente que contarle. Luego tiré los periódicos en una papelera y regresé a casa. Mientras caminaba, me pregunté por qué luchaban Vietnam y Camboya. No lo sabía. Vivimos en un mundo complicado.

Fue una jornada de reajuste.

Tenía un montón de cosas que hacer. Hay días así. Debía coger la realidad por los cuernos.

Primero llevé unas cuantas camisas a la tintorería y salí de allí con otras tantas limpias. Luego me acerqué hasta el banco, saqué dinero y pagué las facturas del teléfono y el gas. El pago del alquiler lo había domiciliado. Fui a un zapatero a que me cambiasen las suelas de unos zapatos. Compré pilas para el despertador y seis cintas vírgenes. Volví a casa y recogí todo lo que estaba desordenado mientras escuchaba la FEN.
**
Empecé a limpiar y dejé la bañera reluciente. Saqué todo el contenido de la nevera, limpié el interior, inspeccioné los alimentos y los coloqué ordenadamente. Fregué los hornillos, limpié el extractor, fregué el suelo, limpié las ventanas y junté toda la basura. Cambié las sábanas y la funda de la almohada. Pasé la aspiradora. En total me llevó dos horas. Estaba limpiando las persianas con una bayeta mientras escuchaba
Mr. Roboto
de los Styx, cuando sonó el teléfono. Era Gotanda.

—¿Podemos vernos para charlar de un asunto con calma? Será mejor que hablarlo por teléfono —le dije.

—Claro. Pero ¿corre prisa? Estoy desbordado. Se me han acumulado rodajes de cine y televisión. En dos o tres días estaré más tranquilo. ¿No podríamos quedar entonces?

—Siento molestarte, sobre todo si estás tan ocupado, pero alguien ha muerto —le dije—. Es una conocida de los dos y la policía está investigando.

Siguió un silencio elocuente. Hasta entonces yo siempre había pensado que el silencio consistía simplemente en callarse. Pero el silencio de Gotanda era distinto: refinado, inteligente, igual que todo en él. Parecía que, si uno prestaba atención, podía oír la mente del actor trabajando a toda velocidad.

—De acuerdo. Creo que tendré un rato esta noche. ¿No te importa que nos veamos tarde?

—No.

—Te llamaré sobre la una o las dos. Lo siento, pero antes me será imposible.

—Está bien, no importa. Te espero levantado.

Una vez que colgué, intenté recordar la conversación.

«Alguien ha muerto. Es una conocida de los dos y la policía está investigando.»

Era como en un
thriller
, me dije. Cuando uno trataba con Gotanda, todo se convertía en una película. Lo real parecía retirarse poco a poco. Uno se sentía como si estuviera interpretando un papel. Quizá se debía a esa aura que lo rodeaba. Me imaginé a Gotanda bajándose de su Maserati con gafas de sol y el cuello de la gabardina levantado. Fascinante. Parecía un anuncio de neumáticos. Meneé la cabeza y terminé de limpiar las persianas. Olvídalo, me dije, hoy toca día realista.

A las cinco salí a dar un paseo por Harajuku y busqué una chapa de Elvis en la calle Takeshita. Me costó encontrarla. Había montones de chapas de Kiss, Journey, Iron Maiden, AC/DC, Motörhead, Michael Jackson o Prince, pero ninguna de Elvis. Por fin encontré una que decía
ELVIS THE KING
y la compré. En broma le pregunté a la dependienta si no tenían chapas de Sly & The Family Stone. La chica, de unos diecisiete o dieciocho años, con un lazo en el cabello del tamaño de un pañuelito, me miró con estupor.

—Nunca lo había oído. ¿Es new wave o punk?

—Bueno, algo entre los dos, por así decirlo.

—Últimamente salen muchísimos grupos nuevos, ¿verdad? —Chasqueó con la lengua—. Cuesta estar al día.

—Y que lo digas —convine.

A continuación me tomé una cerveza y comí
tempura
en el restaurante Tsuruoka. Así transcurrió el día, ociosamente, hasta que el sol se puso.
Sunrise, sunset
. Mi Pac-Man plano seguía engullendo sin sentido la hilera de puntos. No progresaba. No iba a ninguna parte. Entretanto, aumentaban las líneas. Y la línea principal, la que conectaba con Kiki, se había cortado. Cada vez me desviaba más. Malgastaba mi tiempo y mis energías en el espectáculo previo, antes de llegar al acto principal. Pero ¿dónde tenía lugar ese acto principal? ¿Realmente lo había?

Como no tenía nada que hacer, a las siete fui a ver
Veredicto final
, protagonizada por Paul Newman, en un cine de Shibuya. No estaba mal, continuamente me perdía en cavilaciones y no seguía bien el argumento. Al mirar la pantalla me daba la sensación de que en cualquier momento aparecería la espalda desnuda de Kiki y pensaba en ella. ¿Qué quieres de mí?, le preguntaba.

Salí del cine sin haberme enterado bien de qué iba la película. Caminé un poco, entré en un bar al que iba de vez en cuando y me tomé dos
vodka gimlets
con unos frutos secos para picar. Pasadas las diez volví a casa y esperé leyendo un libro. A veces miraba de soslayo al teléfono: tenía la impresión de que el aparato no dejaba de mirarme. Estaba neurótico.

Llegado cierto punto, lancé el libro, me tumbé boca arriba en la cama y pensé en
Sardina
, mi gato, al que había enterrado. Ahora será ya sólo huesos, pensé. Bajo tierra debía de estar tranquilo. Sus huesos sin duda descansaban en paz. Los huesos eran blancos y no apestaban, había dicho el agente. No hablaban. Lo había enterrado en una arboleda, metido en una bolsa de supermercado.

No hablaban.

Cuando volví en mí, una sensación de impotencia inundaba silenciosamente la habitación, como a oleadas. Abriéndome paso en medio de esa sensación, fui al baño, me duché mientras silbaba
Red Clay
y luego, de pie en la cocina, me bebí una lata de cerveza. Conté después hasta diez en español con los ojos cerrados, dije «fin» en voz alta y di una palmada. La impotencia se desvaneció de inmediato, como si se la hubiera llevado el viento. Era mi conjuro. Quien vive solo acaba aprendiendo ciertos trucos. Son indispensables para sobrevivir.

26

Gotanda me llamó a las doce y media.

—Ha sido un día de locos. Siento que se haya hecho tan tarde, pero ¿podría pedirte que, esta vez, vinieras tú en coche hasta mi casa? —me preguntó—. ¿Sabes cómo llegar?

Le contesté que sí.

—Con todo este follón, no voy a tener mucho rato, pero si te parece podemos hablar en el coche. Mejor en el tuyo, ¿no? Supongo que será mejor que el chófer no nos oiga.

—Tienes razón. Estaré ahí en unos veinte minutos.

—Hasta entonces —dijo antes de colgar.

Tardé apenas quince minutos en llegar al apartamento del actor en Azabu.

Llamé al interfono de la entrada y al poco bajó Gotanda.

—He estado liadísimo —comentó—. En un rato he de ir a Yokohama, ya he reservado hotel. Mañana, muy temprano, tengo un rodaje.

—Entonces te llevo allí —le dije—. Mientras tanto podemos charlar. Así ganamos tiempo.

—Buena idea. Y me harías un gran favor —dijo.

Nada más subir al coche, Gotanda echó un vistazo al interior, asombrado.

—Bonito coche. ¡Qué acogedor!

—Es porque los dos nos entendemos bien —expliqué.

—Ya veo —dijo, asintiendo como si lo comprendiera.

Para mí sorpresa, Gotanda llevaba puesta una gabardina. Y, la verdad, le sentaba bien. No llevaba gafas de sol, pero sí unas gafas normales que le daban un aire de intelectual. Apenas había tráfico, y enfilé hacia la autopista Daisan Keihin, que nos llevaría a Yokohama.

Gotanda cogió la cinta de los Beach Boys que había sobre el salpicadero.

—¡Cuántos recuerdos! —dijo—. Solía escucharla cuando estaba en secundaria. Los Beach Boys… Tenían un sonido muy especial, dulce y cercano. Sonaban como si el sol siempre brillase, como si oliera a mar y tuvieras echada a tu lado a una chica guapa. La adolescencia eterna. Era como un cuento de hadas.

Le di la razón. Él sostenía la cinta en la palma de la mano, como sopesándola.

—Pero esas cosas no duran para siempre —siguió—. Nos hacemos mayores. El mundo cambia. Los mitos acaban muriendo. Nada dura para siempre.

—Exacto.

—Ahora que lo pienso, desde
Good Vibrations
apenas he vuelto a escuchar a los Beach Boys. Me apetecía escuchar rollos más duros: Cream, The Who, Led Zeppelin, Jimi Hendrix… Era la época del hard rock. Pero todavía los recuerdo bien.
Surfer Girl
… Un cuento de hadas. Pero no estaba nada mal.

—No, nada mal —reconocí—. Los Beach Boys posteriores a
Good Vibrations
, como
20/20, Wild Honey, Holland
o
Surf’s Up
, son buenos álbumes. A mí me gustan. No tienen el brillo de la primera época, son un poco erráticos, pero se les nota una voluntad firme. La salud mental de Brian Wilson se fue deteriorando y al final apenas aportaba gran cosa a la banda, pero aunaron fuerzas para sobrevivir y sus discos transmitían esa voluntad desesperada. Como has dicho, no pegaban con aquella época, pero no estaban mal, no.

—Probaré a escucharlos —dijo.

—No te gustarán —le aseguré.

Metió la cinta en el reproductor, y sonó
Fun, Fun, Fun
. Gotanda silbó bajito al ritmo de la pieza.

—¡Menudos recuerdos! —dijo—. Esto estuvo de moda hace ya veinte años.

—Ayer mismo —dije yo.

Gotanda titubeó. Luego sonrió.

—A veces haces unos chistes un poco complicados —me dijo.

—Ya lo sé. Nadie entiende mis bromas —dije—. Qué mundo.

—Pues es muchísimo mejor que el mundo en el que yo me muevo —se rió—. Para ellos, colocar una mierda de perro de plástico en la bandeja de la comida es humor inteligente.

—Sería mucho mejor si la mierda fuese de verdad.

—Sin duda.

Escuchamos en silencio a los Beach Boys. Todas eran viejas canciones inocentes como
California Girls, 409
o
Catch a Wave
. Empezó a llover. Activé el limpiaparabrisas para quitarlo al cabo de un rato. Era una llovizna de primavera.

—¿Qué recuerdas de cuando estabas en secundaria? —me preguntó Gotanda.

—La vergüenza y el espanto que me provocaba mi propia existencia —respondí.

—¿Qué más?

Pensé un poco.

—Me acuerdo de cuando encendías el mechero bunsen en el laboratorio.

—¿Por qué? —se extrañó.

—La forma de encenderlo, no sé, me parecía muy
chic
. La primera vez que lo vi fue como un hito. Nunca lo olvidaré.

—Vamos, no exageres —dijo riendo—. Pero entiendo lo que quieres decir. Te refieres a los gestos, ¿no?, esa especie de ostentación. No es la primera vez que me lo dicen, y me duele oírlo, porque es algo espontáneo, en absoluto buscado. Ya de pequeño, todo el mundo estaba pendiente de mí, era el centro de atención. Y yo lo sabía. En todo lo que hago siempre hay algo de interpretación. Es innato. Actúo, en una palabra. Por eso, cuando me hice actor me sentí aliviado. Podía actuar a mis anchas. —Gotanda se colocó las manos sobre las rodillas y las observó—. Pero ¿sabes?, en el fondo no soy tan mal tipo. Soy honesto, a mi manera, y a veces vulnerable. No siempre vivo con la máscara puesta.

—Está claro —dije yo—. Además, yo no lo he dicho en ese sentido. Lo único que quería decir es que la manera de encender el mechero era muy
chic
. No me importaría verlo una vez más.

Riéndose, se limpió las gafas con un pañuelo. Lo hizo con mucho encanto.

—Vale. Lo repetiré —me dijo—. Tú consigue el mechero bunsen y las cerillas.

—Llevaré también una almohada para cuando me desmaye —dije.

Volvió a reírse entre dientes y se puso otra vez las gafas. Tras un silencio bajó el volumen del estéreo.

—Bueno, ya va siendo hora de que me cuentes lo de esa persona que dices que ha muerto.

—Es Mei. —Clavé la mirada más allá del parabrisas—. La han asesinado. La estrangularon con unas medias en un hotel de Akasaka. No se sabe quién es el asesino.

Gotanda se volvió bruscamente hacia mí. Tardó unos segundos en comprender lo que yo acababa de decirle. Cuando lo hizo, torció el gesto. Igual que un terremoto tuerce el marco de una ventana. Lo miré de reojo y me pareció que estaba muy impresionado.

—¿Cuándo la mataron? —quiso saber.

Se lo dije. Gotanda se quedó callado, como poniendo orden en sus sentimientos.

—¡Qué horror! —No paraba de negar con la cabeza—. Es espantoso. ¿Qué motivos podía tener alguien para matarla? Era una buena chica. Además…

—Sí, era una buena chica —dije yo—. Recién salida de un cuento de hadas.

Suspiró profundamente y la fatiga se abatió sobre su rostro como si ya no pudiera contenerla por más tiempo. ¡Qué tipo más peculiar!, pensé, ¿cómo puede reprimir la fatiga? Lo cierto es que el Gotanda cansado parecía un poco más viejo que de costumbre. Pero incluso agotado seguía siendo encantador. Sin embargo, su cansancio y su dolor eran auténticos. Lo que no quitaba para que todo en él resultara fascinante. Como el mítico rey que convertía en oro todo lo que tocaba.

—Nos quedábamos charlando hasta la madrugada —contó, tranquilo—, Mei, Kiki y yo. Lo pasábamos bien. Me sentía a gusto. Como en un cuento de hadas, sí. Y eso es difícil de conseguir. Ah, esos buenos tiempos…

Luego los dos guardamos silencio durante un buen rato. Yo, concentrado en la conducción y en el limpiaparabrisas, y él, con la mirada clavada en el salpicadero. Los Beach Boys cantaban una vieja canción. Un tema sobre sol, surf y carreras de coches.

—¿Cómo te enteraste? —preguntó.

—La policía vino a buscarme —le expliqué—. Ella tenía una de mis tarjetas de visita. Se la di aquella noche, para me avisara si sabía algo sobre Kiki. ¿Por qué la llevaría encima? Por desgracia, era la única pista que tenía la policía. Por eso me llamaron. Me enseñaron unas fotos del cadáver y me preguntaron si la conocía. Era un par de agentes bastante duros. Pero les mentí, les dije que no la conocía.

—¿Por qué?


¿Que por qué?
¿Tú qué crees? ¿Te hubiera gustado que les dijese que me la presentaste tú y que nos acostamos con ellas? ¿Qué crees que habría ocurrido? ¿De verdad no te lo imaginas?

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