Baila, baila, baila (15 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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Bailamientrasnoceselamúsica
.

Mis pensamientos volvían a reverberar.

—Dime, ¿a qué te refieres con «este mundo»? Has dicho que si me paro, me veré arrastrado de «aquel mundo» hasta «este mundo». Pero ¿este mundo no era para mí? ¿No existía para mí? En ese caso, ¿por qué no puedo entrar en mi mundo? ¿No decías que este lugar es
real
?

El hombre carnero meneó la cabeza. La sombra volvió a agitarse.

—Ésta es una realidad diferente de aquélla. Tú todavía no puedes vivir en este mundo. Es demasiado vasto y oscuro. No es fácil explicarlo con palabras. Además, como te he dicho hace un instante, servidor tampoco lo sabe todo. Por supuesto, este lugar es real. Ahora mismo estamos los dos aquí, hablando, de verdad. Pero hay muchas realidades. Yo elegí ésta. Lo hice porque aquí no hay guerras. Además, servidor ya no tenía nada que perder. Pero tu caso es diferente. Tú todavía tienes un rescoldo de vida. Por lo tanto, este lugar es demasiado frío para ti. Y es que aquí no hay ni para comer. No debes volver a este lugar.

Cuando el hombre carnero dijo eso, me di cuenta de que la temperatura en la habitación era muy baja. Me metí las manos en los bolsillos con un escalofrío.

—¿Tienes frío? —me preguntó el hombre carnero.

Yo asentí con la cabeza.

—No nos queda mucho tiempo —me dijo—. Cuanto más corra el tiempo, más frío hará. Creo que es mejor que te vayas.

—Espera, aún me queda una pregunta por hacerte. Me he dado cuenta hace un momento. Tengo la impresión de que toda mi vida te he estado buscando y de que he visto tu sombra en diferentes lugares. Me parece que
estabas allí
, bajo distintas formas. Tu presencia era muy vaga. Quizá no fuese más que una pequeña parte de ti. Pero ahora que lo pienso, me parece que eras tú, decididamente.

El hombre carnero dibujó una forma imprecisa con los dedos de las manos.

—No te equivocas. Estás en lo cierto. Un servidor siempre estaba allí. En forma de sombra, en forma de fragmento.

—Pues no lo entiendo —dije yo—. Ahora mismo te tengo delante, te veo con toda claridad. Puedo ver lo que antes no veía. ¿Por qué?

—Porque has perdido muchas cosas —dijo con voz calma—. Y no tienes adónde ir. Por eso me ves.

No entendí bien qué quería decir.

—¿No será éste el mundo de los muertos? —le pregunté sin ambages.

—No —dijo el hombre carnero, y exhaló aire sacudiendo con fuerza los hombros—. Éste no es el mundo de los muertos. Tanto tú como un servidor estamos vivos. Los dos respiramos, hablamos. Es real.

—No logro entenderlo.

—Baila —dijo él—. No existe otra manera. Me gustaría poder explicártelo mejor, pero me es imposible. Esto es todo lo que un servidor te puede enseñar. Baila. Baila lo mejor que puedas, sin pensar en nada. Tienes que bailar.

La temperatura descendió bruscamente. Mientras temblaba, pensé que aquel frío me resultaba familiar. En algún lugar había experimentado aquella humedad gélida que calaba los huesos. En un pasado muy lejano, en un lugar muy distante. Pero no recordaba dónde. Lo tenía en la punta de la lengua. Pero mi mente estaba paralizada. Paralizada y rígida.

Paralizadayrígida
.

—Será mejor que te marches —me dijo el hombre carnero—. Si te quedas, te congelarás. Podemos volver a vernos más adelante. Si es lo que deseas, servidor estará aquí. Ya sabes dónde encontrarme.

Arrastrando los pies, produciendo un
ras, ras, ras
…, me acompañó hasta la esquina del pasillo. Luego me dijo adiós. Ni me dio la mano ni se despidió con ceremonia. Simplemente dijo adiós. Y nos separamos en medio de la oscuridad. Él regresó a su habitación larga y estrecha, y yo me dirigí hacia el ascensor. Al pulsar el botón, la cabina subió lentamente. Las puertas se abrieron sin hacer ruido y una luz clara y apacible alumbró el pasillo y envolvió mi cuerpo. Nada más entrar, apoyé la espalda contra la pared del ascensor y me quedé quieto. Tampoco me moví cuando la puerta se cerró de forma automática.

Bueno, pensé. Pero tras el «bueno» no vino nada. Mi mente estaba en blanco. Todo era un gran vacío interminable. Estaba cansado y asustado, como había dicho el hombre carnero. Y solo. Como un niño perdido en el bosque.

Baila, me había dicho el hombre carnero.

Baila
, reverberó mi pensamiento.

—Baila —repetí yo en voz alta.

Entonces pulsé el botón de la planta decimoquinta.

Al llegar,
Moon River
de Henry Mancini me dio la bienvenida a través de los altavoces integrados en el techo. Estaba en el mundo real…, un mundo en el que probablemente nunca sería feliz, en el que probablemente nunca llegaría a ninguna parte.

Miré el reloj por inercia. Eran las tres y veinte de la madrugada.

Bueno, me dije. Buenobuenobuenobuenobuenobuenobuenobueno…, respondió el eco de mi pensamiento. Yo lancé un suspiro.

12

Una vez en la habitación, abrí el grifo de la bañera, me desnudé y me sumergí lentamente en el agua. Pero me costaba entrar en calor. Tenía el cuerpo helado hasta la médula de los huesos y sentía escalofríos. Pensaba quedarme allí metido hasta que remitiera la sensación de frío, pero, alelado por el vaho que se había formado, decidí salir antes. Pegué entonces la cara al cristal de la ventana, para que se me enfriase un poco la cabeza; después me serví una copa de brandy, me la bebí y me metí en la cama. Pretendía mantener la mente despejada, sin pensar en nada. Pero fue imposible. No conseguía conciliar el sueño. Permanecí acostado con la mente bien despierta hasta que amaneció. Era una mañana gris. No nevaba, pero el cielo estaba cubierto de nubarrones muy compactos que anunciaban nieve y teñían de gris las cuatro puntas de la ciudad. Todo lo que el ojo alcanzaba era gris. Una ciudad venida a menos habitada por almas venidas a menos.

Pensar no era lo que me impedía conciliar el sueño. Yo no pensaba en nada. Me sentía demasiado cansado para eso. Todo mi ser me rogaba dormir, excepto una parte de mi mente, que estaba rígida y se negaba empecinadamente. En consecuencia, se me pusieron los nervios de punta. La sensación se asemejaba a esa exasperación que le invade a uno cuando intenta leer los letreros de una estación de ferrocarril desde la ventana de un tren que corre a toda velocidad. La estación se aproxima y uno piensa: venga, esta vez voy a aguzar la vista y verlo, pero no hay manera. Va demasiado rápido. Uno percibe vagamente las letras, pero no logra descifrarlas. En un abrir y cerrar de ojos se quedan atrás. Ocurrió miles de veces. Las estaciones se sucedían una tras otra. Pequeñas estaciones remotas de nombre extraño. El tren pitaba una y otra vez. Su eco atiplado aguijoneaba mi mente igual que una avispa.

Así estuve hasta las nueve. Tras comprobar la hora en el reloj, me obligué a salir de la cama. No había forma, no había conseguido dormir. Fui al baño para afeitarme, pero para lograr terminar tuve que decirme varias veces: «¡Ahora me estoy afeitando!». Me vestí, me cepillé los dientes y fui a desayunar al restaurante del hotel. Sentado junto a la ventana, pedí un desayuno continental y café. Tardé un montón en terminarme la tostada. Las nubes teñían de gris hasta la tostada. Me supo a algo así como borra de algodón. Ese cielo vaticinaba el fin del mundo. Mientras me tomaba el café, releí el menú de desayunos al menos cincuenta veces. Pero la mente seguía agarrotada. El tren no aflojaba la velocidad. Todavía oía los pitidos. Como cuando la pasta de dientes se endurece al quedarse adherida a algo: así de entumecida la tenía. A mi alrededor otros huéspedes desayunaban con ansia. Le echaban azúcar al café, untaban mantequilla en las tostadas, comían huevos con beicon con cuchillo y tenedor. No cesaba el estrépito de los platos y la cubertería al entrechocar. Igual que una estación de clasificación ferroviaria.

De pronto me acordé del hombre carnero. En este preciso instante él está vivo, me dije. Se encuentra en una pequeña deformación espacio-temporal en algún lugar de este hotel. Sí, está ahí. E intenta mostrarme algo. Pero es imposible. No consigo captarlo. Va demasiado rápido. Tengo la mente demasiado entumecida para descifrar las letras. Sólo soy capaz de leer lo que está quieto. «A) Desayuno continental: zumo (naranja, pomelo o tomate), tostada o…»

Alguien se dirigía a mí. Alguien quería que le contestara. ¿Quién era? Alcé la cabeza. Era el camarero. Vestía una chaqueta blanca y sostenía el termo de café como si fuera un premio. «¿Desea más café?», me preguntó cortésmente. Dije que no con la cabeza. Una vez que se marchó, me levanté y salí del restaurante, dejando atrás el estrépito de vajilla y cubertería.

De vuelta en la habitación, volví a darme un baño. Esta vez ya no sentía frío. Me desperecé a gusto en la bañera y desentumecí las articulaciones, como si desenredara una maraña de hilo, tomándome todo el tiempo del mundo. También procuré mover los dedos. Sí, éste es mi cuerpo, pensé. Aquí estoy. En esta bañera real en una habitación real. No viajo en ningún tren. No oigo pitidos. Ya no necesito leer los nombres de las estaciones. No necesito pensar en nada.

Al salir del baño me metí en la cama, pero miré el reloj y vi que ya eran las diez. Me pareció que sería mejor abandonar la idea de dormir e ir a dar un paseo. En eso pensaba cuando de pronto me entró sueño. Ocurrió muy rápidamente, como cuando en el teatro se oscurecen las luces para cambiar a toda prisa el decorado. Recuerdo perfectamente el instante en que me quedé dormido. Como si un simio gigante gris entrara de repente en la habitación con un martillo en las manos y me golpeara con todas sus fuerzas en la parte posterior de la cabeza. Caí en un sueño profundo, como si me hubiera desmayado.

Fue un sueño denso, comprimido. Todo estaba oscuro; no se veía nada. No había banda sonora. Ni
Moon River
ni
El amor es azul
. Un sueño sencillo, sin adornos. «¿Qué le sigue al 16?», preguntó alguien. «El 41», respondí yo. «Sí, está dormido», dijo el mono gris. Sí, lo estaba. Profundamente dormido, como una ardilla aovillada dentro de una bola de acero muy dura. Una bola de acero como las que se utilizan para derribar edificios. El interior está hueco. Dentro duermo yo.

Alguien me llamaba.

¿Sería el pitido del tren?

No, no lo es, te equivocas, contestaron las gaviotas.

Alguien intentaba quemar la bola con un soplete. Así es como suena.

No, te equivocas, tampoco es eso, dijeron las gaviotas al unísono, como el coro de una tragedia griega.

Es el teléfono, pensé.

Las gaviotas habían desaparecido. Nadie dijo nada. ¿Por qué se habían marchado?

Extendí el brazo y cogí el teléfono que había en la mesilla de noche. «¿Diga?» Silencio. En otra dimensión sonaba un
piiiiiiiii
. Era el timbre. Alguien llamaba a la puerta.
Piiiiiiii
.

—El timbre de la puerta —probé a decir en voz alta.

Pero las gaviotas ya no estaban y nadie me brindó un «¡respuesta correcta!».

Piiiiiiiiiii
.

Fui hasta la puerta envuelto en el albornoz y abrí sin preguntar nada. La chica de recepción entró como un rayo y cerró la puerta.

Me dolía la zona de la cabeza donde me había golpeado el simio gris. Me había golpeado con fuerza. Era un dolor espantoso. Tenía la sensación de que la cabeza se me había abollado.

Ella miró el albornoz y luego mi cara. Frunció el ceño.

—¿Qué haces durmiendo a las tres de la tarde? —preguntó.

—Las tres de la tarde —repetí yo, sin saber qué decir—. ¿Por qué? —me pregunté a mí mismo.

—¿A qué hora te acostaste ayer?

Intenté pensar. Me esforcé, pero no pude pensar en nada.

—Da igual, déjalo estar —dijo ella resignada. Entonces se sentó en el sofá, tocó la montura de las gafas y se quedó mirándome fijamente—. Tienes muy mala cara.

—Sí, ya me lo imagino —dije.

—Estás pálido y tienes la cara hinchada. ¿No tendrás fiebre? ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. Sólo necesito dormir. No te preocupes. No tengo problemas de salud —le contesté—. ¿Es la hora del descanso?

—Sí —dijo ella—. Me apetecía hacerte una visita. Pero si te molesto, me voy.

—No, en absoluto —dije, y me senté en la cama—. Me caigo de sueño, pero no me molestas.

—No estarías haciendo nada raro, ¿no?

—No.

—Eso dicen todos, pero después resulta que

lo hacen.

—Quizá todos lo hagan, pero
yo no
—repuse.

Ella, tras pensar un rato, se presionó las sienes con las puntas de los dedos, como si quisiera verificar el resultado de sus reflexiones.

—Tal vez tengas razón. Siento que eres diferente de los demás —dijo.

—Además, tengo demasiado sueño para hacer nada —añadí.

Ella se levantó, se quitó la chaqueta azul claro y la dejó sobre el respaldo de la silla, como el día anterior. Esta vez, sin embargo, no se acercó a mí. Caminó hasta la ventana y se quedó allí de pie, observando el cielo gris. Pensé que estaría sorprendida por haberme encontrado con aquella facha, sólo con un albornoz. Pero qué quería que hiciera. Yo soy como soy. No voy por la vida pretendiendo mostrarle mi mejor cara a todo el mundo.

—Oye —me dirigí a ella—, creo que ya te lo dije el otro día, pero me da la sensación de que tenemos algo en común, por pequeño que sea.

—¿Tú crees? —dijo ella con indiferencia. Luego se quedó callada unos treinta segundos—. ¿Por ejemplo? —preguntó entonces.

—Pues… —dije yo. Pero mi cerebro había dejado de funcionar. No se me ocurría nada. No me venían las palabras. Tan sólo tenía esa sensación. Creía que, por pequeño que fuese, aquella chica y yo teníamos algo en común. Era incapaz de poner un ejemplo.

—No lo sé —contesté—. Necesito poner un poco de orden en mis ideas. Seguir un método. Primero organizar y luego recapitular.

—Impresionante —dijo ella sin dejar de mirar por la ventana. No se percibía ironía en su voz, pero, la verdad, tampoco parecía impresionada. Le era indiferente.

Me metí en cama y la observé, con la espalda apoyada contra la cabecera. Una blusa blanca sin una sola arruga. Una falda ajustada de color azul marino. Piernas esbeltas enfundadas en medias. Ella también estaba teñida de gris, lo cual hacía que pareciera una figura de una vieja fotografía. Me resultaba fascinante observarla. Tenía la impresión de que estaba conectado a algo. Incluso me empalmé. No estaba nada mal. Cielo gris y una erección a las tres de la tarde, con un sueño mortal. La contemplé durante un buen rato. Al cabo, ella se volvió y me miró, pero yo no me inmuté.

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