Me alegré de quedarme solo. Por supuesto, eso no quería decir que me desagradase estar con Yuki; simplemente, me sentía bien solo. No necesitaba consultar a nadie antes de hacer las cosas, ni disculparme cuando salían mal. Si encontraba algo gracioso, podía hacerme un chiste a mí mismo y reírme. Nadie iba a replicarme: «Este chiste no me hace ninguna gracia». Si me aburría, podía ponerme a contemplar el cenicero o cualquier otro objeto, porque nadie me preguntaría: «¿Por qué miras el cenicero?». Para bien o para mal, estaba demasiado acostumbrado a vivir solo.
También noté que, a mi alrededor, incluso el color de la luz y el olor del viento habían cambiado ligera aunque perceptiblemente. Respiré hondo y me pareció que mi interior se ensanchaba un poco. Conduje relajadamente hasta el aeropuerto mientras escuchaba a Coleman Hawkins o a Lee Morgan en un programa radiofónico de jazz. Las nubes que cubrían parte del cielo se habían dispersado como si alguien las hubiera arrancado y sólo quedaran unos cuantos jirones; ahora, los alisios que mecían las hojas de las palmeras los desplazaban lentamente hacia el oeste. Vi que un 747 se incrustaba en el cielo formando un ángulo agudo como si fuera una cuña plateada.
Sin embargo, desde que me había quedado solo, era incapaz de pensar en nada. Sentí como si mi centro de gravedad se hubiera desplazado rápidamente, y a mi mente le costaba adaptarse a ese brusco cambio. Con todo, no poder pensar era fabuloso. ¿Qué más da?, dije. No pienses en nada.
Estás en Hawai, imbécil. ¿Para qué quieres pensar en nada
? Con la mente en blanco, me limité a conducir mientras silbaba, aunque era más un siseo que un silbido,
Stuffy
y
The Sidewinder
. Oí el ulular del viento mientras bajaba una cuesta a ciento sesenta. Después, tras un cambio de rasante, se amplió mi campo de visión y apareció el Pacífico, de un azul intenso.
Bueno, pensé, adiós a las vacaciones. Todo lo bueno se acaba.
Al llegar al aeropuerto, devolví el coche y, tras recoger la tarjeta de embarque en el mostrador de la Japan Airlines, busqué una cabina de teléfono y probé a llamar al misterioso número por última vez. Como ya me esperaba, no contestó nadie. Colgué el aparato y me quedé mirándolo. Al cabo de un rato, dándome por vencido, salí de la cabina, me fui a la sala de espera de primera clase y me tomé un
gin tonic
.
Tokio, pensé. Pero no logré recordar bien cómo era.
De regreso en mi piso en Shibuya, eché un vistazo al correo y escuché los mensajes del contestador. Nada importante. Como de costumbre, todo eran asuntos de trabajo: precisiones sobre un artículo para el próximo número de una revista, quejas por haberme esfumado, nuevos encargos. No me apetecía devolver las llamadas y decidí ignorarlo todo. Perdería mucho tiempo dando explicaciones a cada uno. Lo mejor era que despachase los encargos pendientes lo antes posible. Ahora bien, una vez que retomase el trabajo de quitanieves no podría dedicarme a nada más. Por supuesto, posponer el trabajo significaría una falta de profesionalidad por mi parte. Pero, afortunadamente, en ese momento no tenía problemas de dinero y me tranquilicé pensando que más adelante ya me las arreglaría de alguna forma. Hasta entonces siempre había cumplido con mi trabajo, sin quejarme. Siquiera por unos cuantos días más, quería vivir a mi manera. Yo también tenía derecho.
Luego llamé a casa de Hiraku Makimura. Viernes atendió la llamada y me pasó de inmediato con el escritor. Le conté brevemente cómo había ido el viaje a Hawai. Le dije que a Yuki le había sentado muy bien y que no habíamos tenido el menor problema.
—Estupendo —dijo—. Te lo agradezco mucho. Mañana llamaré a Ame. Por cierto, ¿te alcanzó el dinero?
—Sí, incluso me ha sobrado.
—No te preocupes. Gástatelo en lo que quieras.
—Por cierto, quería preguntarle algo sobre aquella chica.
—¡Ya! —dijo él con absoluta naturalidad.
—¿Cómo la contrató?
—Es un servicio de chicas a domicilio. No era tan difícil de adivinar. Imagino que no os pasarías toda la noche jugando a las cartas, ¿no?
—No, no me refiero a eso. Lo que quiero saber es cómo se puede contratar desde Tokio a una chica en Honolulu. Me gustaría saber cómo funciona el sistema. Simple curiosidad.
Makimura pensó unos segundos, como si sopesara el alcance de mi curiosidad.
—En una palabra, se trata de un servicio a domicilio internacional. Llamas a la organización en Tokio y pides que la filial en Honolulu envíe a una chica a tal sitio a una hora determinada. Entonces los de Tokio se ponen en contacto con Honolulu, con quienes tienen un acuerdo, y ellos se encargan de enviar a la chica. Yo pago en Tokio. Tokio se queda una comisión y el resto va a parar a Honolulu. Qué práctico, ¿no? Hoy en día hay sistemas para todo.
—Así es —dije. Un servicio a domicilio internacional.
—Sale caro pero es práctico. Te puedes acostar con una belleza en cualquier parte del mundo. Haces la reserva en Tokio y, cuando llegas a tu destino, no tienes que ponerte a buscar. Es más seguro y no corres el riesgo de tropezarte con un chulo. Y además cuenta como un gasto de representación.
—¿Podría darme el número de teléfono de la organización?
—Disculpa, pero no puedo. Es confidencial. Es sólo para los socios; es muy exclusivo y sólo te admiten tras un proceso de selección muy riguroso. Para entrar, se necesita dinero, estatus social y cierto prestigio. A ti no te admitirían nunca, así que olvídate. Piensa que, sólo por haberte hablado de esto, estoy violando la norma que exige confidencialidad. Si te lo cuento es porque me caes simpático.
Le agradecí la información.
—Pero ¿era una buena profesional?
—Sí —contesté.
—Me alegro. Dejé bien claro que quería que te enviasen lo mejor. ¿Cómo se llamaba?
—June —le contesté—. Como el mes de junio.
—June, como el mes de junio —repitió él—. ¿Blanca?
—¿Blanca?
—Que si era blanca.
—No, era del Sudeste Asiático.
—La próxima vez que vaya a Honolulu la probaré.
No teníamos mucho más que decirnos, por lo que volví a darle las gracias y colgué.
Acto seguido, llamé a Gotanda. Como de costumbre, tenía activado el contestador. Dejé un mensaje diciéndole que estaba de regreso en Japón y que por favor me llamase. El tiempo pasó volando y enseguida anocheció, así que fui hasta la avenida Aoyama en coche a hacer la compra. Una vez más, compré verduras adiestradas en Kinokuniya. A lo mejor éstas procedían de un campo de entrenamiento en las montañas de Nagano. Un gran recinto, cercado por una alambrada de púas, como en
La gran evasión
. No me hubiera extrañado que el campo tuviera torres de vigilancia provistas de ametralladoras. Allí se aplicaría a las lechugas y a los apios un entrenamiento supravegetal de una crueldad inimaginable. En todo eso pensé mientras compraba verdura, además de carne, pescado,
tofu
y encurtidos. Luego volví a casa.
Gotanda no me había llamado.
A la mañana siguiente, tras desayunar en Dunkin’ Donuts, me fui a la biblioteca y hojeé los periódicos de los últimos quince días. Pretendía saber si se habían producido novedades en la investigación del asesinato de Mei. Leí con atención los diarios
Asahi, Mainichi
y
Yomiuri
, pero no dedicaban ni un solo renglón al caso. Sólo hablaban de los resultados de las elecciones, de unas declaraciones de Stanislav Levchenko y del problema de la delincuencia juvenil entre estudiantes de secundaria. En un artículo se mencionaba que se había cancelado un concierto de los Beach Boys en la Casa Blanca por ser «musicalmente inapropiado». Se equivocaban. Si a los Beach Boys los echaban de la Casa Blanca por eso, a Mick Jagger tendrían que condenarlo a morir tres veces en la hoguera. El caso es que en ningún periódico se hablaba de la mujer estrangulada con unas medias en un hotel de Akasaka.
Luego me leí números atrasados de revistas semanales. Una de ellas dedicaba una página entera al asesinato de Mei. El titular,
BELLA MUJER DESNUDA ESTRANGULADA EN UN HOTEL DE AKASAKA
, era espantoso. En lugar de la clásica fotografía, habían encargado un retrato hecho por un dibujante a partir del cadáver. Efectivamente, la mujer del dibujo se parecía a Mei, pero eso era porque yo sabía que era ella; creo que si me lo hubieran enseñado de pronto, sin darme ninguna explicación, no la habría reconocido. El motivo es que no se parecía a ella en lo esencial, pese a que los rasgos estaban muy logrados. El dibujo no conseguía transmitir su auténtica expresión. Habían retratado una Mei muerta. En vida, Mei era mucho más cálida, desprendía energía. Desbordaba ideas, esperanzas, ilusiones. Era una soberbia quitanieves sensual, tierna y experimentada. Por eso pudimos compartir nuestras ilusiones. Por eso, a la mañana siguiente, pudo soltarme un inocente «¡Cucú!». Pero la Mei del dibujo parecía vulgar y sucia.
Meneé la cabeza. Cerré los ojos y suspiré lentamente. Aquel dibujo volvía su muerte mucho más real. Me hizo sentir, con mayor intensidad que si hubiera visto una fotografía, su muerte o su ausencia. Estaba irrevocablemente muerta. Ya nunca volvería. Un oscuro vacío había engullido su vida. Al pensar en eso, una tristeza dura y seca sacudió mi pecho.
El artículo lo describía todo en términos tan vulgares y sucios como el dibujo. En el lujoso hotel Q. de Akasaka habían encontrado a una joven de unos veintitantos años estrangulada con unas medias. Estaba desnuda y ninguno de los objetos hallados junto al cadáver permitía identificarla. El nombre que había dado en recepción era falso, etcétera, etcétera: el artículo contaba a grandes rasgos lo mismo que me habían dicho los agentes de policía. Sólo al final añadían un detalle del que yo no estaba al corriente: la policía sospechaba que había una relación entre el caso y una red de prostitución que operaba en hoteles de lujo. Devolví las revistas a la estantería y, de nuevo en mi silla, le di vueltas a lo que acababa de leer.
¿Por qué se centraba ahora la policía en una red de prostitución? ¿Habría aparecido alguna prueba determinante? Lo que yo no podía hacer, bajo ningún concepto, era llamar al Pescador y al Literato para preguntarles, como quien no quiere la cosa, en qué punto se hallaba la investigación.
Salí de la biblioteca y, tras un almuerzo ligero por la zona, di un paseo. Pensaba que así tal vez se me ocurriría alguna idea. El denso aire primaveral me escocía en la piel. No lograba sacar nada en claro. Fui paseando hasta el santuario Meiji, me eché sobre el césped y miré el cielo. Luego me puse a pensar en la red de prostitución.
Un servicio a domicilio internacional
. La encargas en Tokio y te acuestas con ella en Honolulu. Muy práctico y sofisticado. Muy limpio. Profesional. Sin embargo, traspasada cierta línea, el sencillo rasero del bien y del mal ya no funciona, tampoco en los negocios más turbios, ya que se genera una ilusión. Pura fantasía. Una vez creada, empieza a funcionar como una simple mercancía. Y esa mercancía es lo que busca el capitalismo avanzado en cualquier recoveco.
Ilusión
: ésa es la palabra clave. Se trate de prostitución, trata de blancas, clasismo, agresiones o perversiones sexuales: si viene bien envuelto y se le pone un nombre bonito, se convierte en un producto espléndido. Cualquier día de éstos, en los grandes almacenes Seibu se podrán encargar prostitutas a domicilio por catálogo, pensé.
You can rely on me
.
Mientras observaba el cielo primaveral, me entraron ganas de acostarme con alguien. A ser posible, con Yumiyoshi, la chica de Sapporo. Sí, tampoco era tan difícil. Me imaginé a mí mismo metiendo el pie en el hueco de la puerta entreabierta de su piso para que no pudiese cerrarla, como había hecho el tenaz policía, y diciéndole: «Tienes que acostarte conmigo. Debes hacerlo». Y entonces me acostaba con ella. La desnudaba con ternura, igual que si deshiciera el lazo de un regalo. Le quitaba el abrigo, las gafas, el jersey. Al desnudarla, se transformaba en Mei. «¡Cucú!», me decía. «¿Te parezco atractiva?» Antes de que pudiera contestarle, caía la noche. Y Kiki estaba a mi lado. Los dedos de Gotanda acariciaban con gesto elegante la espalda de Kiki. La puerta se abría y Yuki se asomaba. Nos pillaba a Kiki y a mí haciendo el amor. No era Gotanda, era yo. Los dedos eran de Gotanda, pero el que estaba con ella era yo.
«No me lo puedo creer», decía Yuki.
«De verdad
que no me lo puedo creer.»
«No es lo que te imaginas», respondía yo.
«¿Qué significa esto?», repetía Kiki.
Era una ensoñación.
Una ensoñación salvaje, enrevesada y absurda.
«No es lo que te imaginas. En realidad, yo quería acostarme con Yumiyoshi»
, decía yo. Pero no servía de nada. Estaba desconcertado. La conexión se había enmarañado. Lo primero que tenía que hacer era desenredarla. Si no, no conseguiría nada.
Salí del santuario Meiji y me tomé un café cargado bien caliente en un local situado en una callejuela de Harajuku en el que hacían muy buen café. Luego di un paseo hasta casa.
Gotanda telefoneó poco después de que yo llegara.
—Disculpa, ahora ando mal de tiempo —me dijo—. ¿Te va bien quedar esta noche, hacia las ocho o las nueve?
—Sí. No tengo nada que hacer —le dije.
—Vale, pues cenamos y nos tomamos una copa. Pasaré a recogerte.
Deshice mi equipaje y junté todas las facturas del viaje. Separé las que tenía que entregarle a Hiraku Makimura del resto. Le pasaría a él la mitad de los gastos de alimentación y los del alquiler del coche. También lo que le había comprado a Yuki: la tabla de surf, el radiocasete, el bañador, etcétera. Hice una lista detallada de los gastos y la metí en un sobre; fui al banco a cambiar el cheque de viaje que me quedaba por dinero en efectivo y lo dejé todo preparado para enviarlo cuanto antes. Suelo despachar rápido estos asuntos, aunque no me gusten. Bien pensado, no le gustan a nadie. Yo sólo lo hago porque detesto dejar pendientes asuntos de dinero.
Con las cuentas echadas, fui a la cocina. Cocí espinacas, las mezclé con
chirimen-jako
,
*
lo aliñé todo con un chorrito de vinagre y me lo comí de aperitivo junto con una cerveza negra Kirin. Luego empecé a releer con calma un volumen de relatos del escritor Haruo
Satō
que hacía tiempo que no leía. Fue un agradable atardecer de primavera. El azul del crepúsculo empezó a oscurecerse, como si una brocha invisible diese capas y más capas de pintura, hasta tomar tintes cada vez más oscuros. Cuando me cansé de leer, escuché el
Trío opus 100
de Schubert interpretado por Stern, Rose e Istomin. Desde hacía años, siempre escuchaba ese disco cuando llegaba la primavera. Como en respuesta a los tonos de la obra, sentí esa peculiar melancolía que destilan las noches de primavera. En esas noches, me parece que hasta el corazón se me tiñe de esa dulce oscuridad azul. Y, al cerrar los ojos, vislumbré un esqueleto blanco en lo más profundo de las tinieblas. Allí estaba, delante de mí; la vida sumida en un profundo vacío, huesos duros como recuerdos.