—¡Cesare se ha escapado!
—¿Cuándo?
—Había cambio de guardia. Hace una media hora.
¡Media hora! ¡Era la hora exacta en la que la Manzana había mostrado lo que ocurriría!
—¿Sabes cómo?
—A menos que traspasemos las paredes, no tenemos ni idea. Pero por lo visto tenía amigos infiltrados.
—¿Quién? ¿Lucrezia?
—No. No se ha movido de sus aposentos desde que ocurrió todo esto. El Papa la tiene bajo arresto domiciliario desde que está en el poder. Hemos arrestado a dos guardias que trabajaban antes para los Borgia. Uno es un antiguo herrero y puede que haya podido abrir con palanqueta la cerradura, aunque no hay ninguna señal de que hayan forzado la puerta de la celda, así que lo más seguro es que hayan usado la llave... si es que son culpables.
—¿Nos está dando algún problema Lucrezia?
—Por raro que parezca, no. Parece... resignada a su destino.
—No os fiéis de ella. Hagáis lo que hagáis, no confiéis demasiado en su actitud. Cuando está tranquila es cuando es más peligrosa.
—La vigilan unos mercenarios suizos. Son duros como piedras.
—Bien.
Ezio pensó detenidamente. Si a Cesare le quedaban amigos en Roma, y era evidente que los tenía, le sacarían de la ciudad lo antes posible. Pero las puertas ya se habían cerrado y, según lo que había visto, Cesare, sin la Manzana ni las técnicas de un Asesino, no sería capaz de escapar a las operaciones y cordones que había por toda Roma.
Aquello le dejaba una posibilidad.
¡El río!
El Tíber entraba en Roma por el norte y salía por el oeste, donde desembocaba en el mar a tan sólo unos kilómetros de distancia, en Ostia. Ezio se acordó de los traficantes de esclavos que había matado y que Cesare tenía a sueldo. ¡No habrían sido los únicos! Podrían haberle metido en un barco o en una pequeña embarcación, disfrazarlo de marinero o esconderlo bajo una lona entre la carga. Un barco a vela o a remos no tardaría mucho, llevado por la corriente, en llegar al mar Tirreno y desde allí, bueno, dependía de cuáles fueran los planes de Cesare. La cosa era atraparlo antes de que los pusiera en marcha.
Ezio fue por el camino más rápido a los muelles del centro de la ciudad, que estaban cerca del Castel. Los muelles estaban hasta los topes de barcos y embarcaciones de todas las formas y tamaños. Sería como buscar una aguja en un pajar. Media hora. Apenas habría tenido tiempo de soltar amarras y la marea acababa de subir.
Ezio encontró un lugar tranquilo, se agachó y, sin vacilar esta vez, sacó la Manzana de su bolsa. Allí no había dónde proyectar sus imágenes, pero sentía que, si confiaba en ella, encontraría otro modo de comunicarse con él. La sostuvo lo más cerca de él que se atrevió y cerró los ojos mientras deseaba que le contestara a su pregunta.
No brilló, pero notó el calor que aumentaba a través de sus guantes, y empezó a latir. Mientras lo hacía, salieron de ella unos extraños sonidos, ¿o estaban dentro de su cabeza? No estaba seguro. La voz de una mujer, curiosamente familiar aunque no sabía a quién pertenecía, y al parecer bastante distante, dijo en voz baja pero clara:
—La pequeña carabela con velas rojas en el embarcadero seis.
Ezio corrió por el muelle. No tardó mucho en localizar el embarcadero seis, abriéndose camino entre una multitud de marineros ocupados que soltaban improperios, y cuando llegó, el barco que respondía a la descripción de la Manzana estaba soltando amarras. También le resultó familiar. La cubierta estaba llena de sacos y cajas —unas cajas lo bastante grandes para esconder a un hombre— y Ezio reconoció, sorprendido, al marinero que había dado por muerto tras el frustrado rescate de
madonna
Solaris. El hombre se acercó a una de las cajas cojeando muchísimo y un compañero le ayudó a cambiar de posición. Ezio advirtió que la caja tenía agujeros en ambos lados, cerca de la parte superior. Se escondió detrás de un bote de remos, que estaba levantado sobre unos caballetes para volver a pintarlo, para que no le vieran mientras el marinero al que había dejado lisiado se daba la vuelta para mirar hacia el muelle y lo recorría con la vista en busca, tal vez, de perseguidores.
Observó lleno de impotencia durante unos instantes mientras la carabela salía en medio de la corriente e izaba una de las velas para aprovechar el fuerte viento que había ahí fuera. Incluso a caballo, no podría haber seguido al pequeño barco por la orilla del río, puesto que el camino a menudo estaba bloqueado o lo interrumpían edificios, construidos justo junto al agua. Tenía que encontrar un barco.
Volvió al muelle caminando a toda prisa. La tripulación de una chalupa acababa de terminar de descargar y la embarcación aún estaba aparejada. Ezio se acercó a los hombres.
—Necesito alquilar vuestro barco —dijo con urgencia.
—Acabamos de hacer escala.
—Pagaré con generosidad.
Ezio hurgó en su monedero y les mostró un puñado de ducados de oro.
—Antes tenemos que ocuparnos de la carga —apuntó un miembro de la tripulación.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó otro.
—Río abajo —contestó Ezio—. Necesito partir ya.
—Encargaos de la carga —dijo un recién llegado que se acercó a ellos—. Yo llevaré al signore. Jacopo, ven conmigo. No tardaremos más de dos horas.
Ezio se dio la vuelta para darle las gracias al recién llegado y sorprendido, reconoció a Claudio, el joven ladrón que había rescatado de los Borgia.
Claudio le sonrió.
—Es un modo de agradecerte,
messere
, que me salvaras la vida. Y por cierto, guárdate tu dinero.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—No estaba hecho para robar —respondió Claudio—. La Volpe se dio cuenta de eso. Siempre he sido un buen marinero, así que me prestó dinero para comprar este barco. Soy el capitán y realizo un buen comercio entre aquí y Ostia.
—Tenemos que darnos prisa. Cesare Borgia se escapa.
Claudio se dio la vuelta y gritó una orden a su compañero. Jacopo saltó a bordo y empezó a preparar las velas, luego Ezio y él embarcaron y el resto de la tripulación soltó amarras.
La chalupa, libre de carga, era ligera en el agua. En cuanto llegaron al medio de la corriente, Claudio navegó tan rápido como le fue posible y pronto la carabela, que iba más cargada, dejó de ser una mota en la distancia.
—¿Es eso lo que perseguimos? —preguntó Claudio.
—Sí, por favor, Dios —contestó Ezio.
—Será mejor que agaches la cabeza —dijo Claudio—. Somos conocidos en este tramo, pero si te ven, sabrán qué ocurre. Conozco esa embarcación. La lleva un viejo grupo; no son muy sociables.
—¿Sabes cuántos son?
—Normalmente, cinco. Quizá menos. Pero no te preocupes. No he olvidado lo que me enseñó La Volpe, a veces me resulta útil, y Jacopo sabe cómo usar una cachiporra.
Ezio se agachó detrás de una borda y levantaba la cabeza de vez en cuando para comprobar la distancia entre ellos y su objetivo. La carabela era un navío más rápido que la chalupa a pesar de que iba más cargada, y divisaron Ostia antes de que Claudio pudiera ponerse a su lado. Sin embargo, se atrevió a saludar a la carabela.
—Parece que vais muy cargados —dijo—. ¿Qué lleváis a bordo, oro en lingotes?
—No es asunto tuyo —le gruñó el capitán de la carabela desde su posición junto al timón—. Y retírate. Estás invadiendo mis aguas.
—Perdona, amigo —se disculpó Claudio mientras Jacopo pegaba la chalupa y le daba a la defensa de la carabela. Entonces gritó—: ¡Ezio ahora!
Ezio saltó desde su escondite y salvó la distancia que dividía ambos barcos. Al reconocerle, el marinero cojo soltó un rugido ahogado y le atacó con una podadera; alcanzó la muñequera de Ezio y éste pudo acercarse lo bastante para acabar con él con un profundo golpe de la hoja oculta en el costado. Mientras estaba ocupado, no advirtió que otro hombre de la tripulación se le estaba acercando sigilosamente por detrás, blandiendo un alfanje. Se volvió en un momento de alarma, incapaz de esquivar la hoja que descendía, cuando se oyó un disparo, el hombre arqueó la espalda y soltó el alfanje, que cayó en el suelo de la cubierta, antes de caer él mismo por la borda.
—¡Cuidado! —gritó Jacopo, que mantenía la chalupa al lado mientras el capitán de la carabela se esforzaba por despegarse.
Un tercer marinero había subido a cubierta y usaba una palanca para abrir el cajón vertical con agujeros en la parte superior, mientras que un cuarto estaba agachado junto a él, cubriéndole con una pistola de llave de rueda. Ningún marinero normal tendría acceso a una pistola como aquélla, pensó Ezio, al recordar la lucha con los traficantes de esclavos. Claudio saltó de la chalupa a la cubierta de la carabela y se lanzó sobre el hombre con la palanca, mientras Ezio corría como una flecha para pincharle la mano que sujetaba la pistola con la hoja oculta. Disparó sin causar daño a la cubierta y el hombre se retiró al tiempo que intentaba que la sangre dejara de brotar de su vena antebraquial.
El capitán del barco, al ver a sus hombres derrotados, sacó una pistola y disparó a Ezio, pero la carabela dio bandazos en la corriente en un momento crucial y el tiro se desvió, aunque no demasiado, porque la bala le cortó un trocito de oreja a Ezio y empezó a sangrar abundantemente. Ezio sacudió la cabeza, apuntó con su pistola al capitán y le disparó en la frente.
—¡Rápido! —le dijo a Claudio—. Ponte al timón de esta cosa y yo me encargaré de nuestro amigo.
Claudio asintió y corrió a controlar la carabela. Al notar que la sangre de su oreja le empapaba el cuello, Ezio le retorció fuerte la muñeca a su oponente para que soltara la palanca. Luego llevó su rodilla a la entrepierna del hombre, le agarró por el cuello y medio a rastras, medio a patadas lo llevó hasta la borda y lo tiró al agua.
En el silencio que siguió a la pelea, se oyeron unos furiosos y confusos gritos e improperios que venían del cajón.
—Os mataré por esto. Retorceré mi espada en vuestras tripas y os haré más daño del que jamás habríais creído posible.
—Espero que estés cómodo, Cesare —dijo Ezio—. Pero si no lo estás, no te preocupes. En cuanto lleguemos a Ostia, prepararemos algo un poco más civilizado para tu viaje de vuelta.
—No es justo —dijo Jacopo desde la chalupa—. ¡No he tenido oportunidad de usar mi cachiporra!
Todo está permitido. Nada es verdad
D
OGMA
S
ICARIL
, I, i
Era finales de primavera del año de Nuestro Señor 1504. El Papa abrió la carta que un mensajero acababa de llevarle, la examinó, y golpeó un carnoso puño sobre su escritorio en señal de triunfo. La otra mano sostenía la carta, de la que colgaban unos sellos pesados.
—¡Dios bendiga al rey Fernando y a la reina Isabel de Aragón y Castilla! —gritó.
—¿Buenas noticias, Su Santidad? —preguntó Ezio, que estaba sentado en una silla enfrente de él.
Julio II sonrió misteriosamente.
—¡Sí! ¡Cesare Borgia ha llegado sano y salvo a una de las más fuertes y remotas rocca!
—¿Dónde?
—Ah, eso es información confidencial, incluso para ti. No puedo correr riesgos con Cesare.
Ezio se mordió el labio. ¿Suponía Julio lo que haría si conocía su ubicación?
Julio continuó de forma tranquilizadora:
—No estés tan alicaído, querido Ezio. Puedo decirte que es una fortaleza sólida, perdida en las llanuras del noroeste de España, y es totalmente impenetrable.
Ezio sabía que Julio tenía sus motivos para no quemar a Cesare en la hoguera —por si acaso le hacían mártir— y reconocía que aquello era lo segundo peor que podía pasarle. Pero las palabras de Cesare seguían persiguiéndole: «Las cadenas no me retendrán». Ezio sentía en su corazón que la única cosa que seguro le retendría sería la Muerte. Pero de todos modos dio las gracias.
—Lo tienen en una celda en medio de la torre del homenaje, que mide cuarenta y dos metros de altura —continuó Julio—. No tenemos por qué preocuparnos más de él. —El Papa miró a Ezio de modo penetrante—. Lo que te acabo de contar también es información clasificada, por cierto, así que no te dé ideas. En cualquier caso, basta con que yo se lo ordene para que le trasladen, por si alguien va a buscarle y yo me entero.
Ezio desistió y cambió de tema.
—¿Y Lucrezia? ¿Tenemos noticias de Ferrara?
—Bueno, su tercer matrimonio parece que le va bien, aunque debo admitir que al principio estaba preocupado. La familia d'Este son tan esnobs que pensaba que el duque nunca la aceptaría como esposa adecuada para su hijo. ¡Casarse con una Borgia! ¡Con alguien inferior! ¡Para ellos sería un poco como si tú te casaras con la fregona! —El Papa se rio con ganas—. Pero se ha adaptado. No puede decirse nada de ella. Ha estado escribiéndose cartas de amor e incluso poemas con su antiguo amigo Pietro Bembo; abiertamente, claro —Julio guiñó el ojo—, pero por lo demás es una buena esposa, fiel al duque Alfonso. Hasta va a la iglesia y borda tapices. Por supuesto, no se cuestiona su vuelta a Roma. ¡Nunca! Terminará sus días en Ferrara y debería estar agradecida de que se haya podido ir con la cabeza aún sobre los hombros. En resumen, creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que nos hemos quitado de encima para siempre a esos catalanes pervertidos.
Ezio se preguntó si la red de espionaje del Vaticano estaba tan bien informada de los Templarios como de los Borgia. Cesare había sido su líder y continuaba siéndolo, incluso desde la cárcel. Pero se reservó su opinión sobre eso.
Tenía que reconocer que Italia había pasado por una época peor que aquélla. Ahora tenían un Papa fuerte, que había tenido el sentido común de quedarse con Agostino Chigi como banquero, y los franceses estaban en desventaja. El rey Luis no ha dejado Italia, pero al menos se ha retirado al norte, donde parecía haberse atrincherado. Además, el rey francés había cedido Nápoles al rey Fernando de Aragón.
—Eso espero, Su Santidad.
Julio le lanzó a Ezio una mirada penetrante.
—Escucha, Ezio, no soy tonto, así que no me tomes por tal.
¿Por qué crees que te he nombrado mi consejero? Sé que aún hay focos de partidarios de Borgia de los que debemos preocuparnos.
—Los Borgia todavía podrían representar una amenaza.
—No lo creo.
—¿Y qué vas a hacer con tus otros enemigos?
—Estoy reformando la guardia papal. ¿Has visto lo buenos que son los suizos como soldados? ¡Son los mejores mercenarios de todos! Y como consiguieron la independencia del Sacro Imperio Romano y Maximiliano hace cinco o seis años, se ofrecen para que los contrates. Son completamente leales y no muy emocionales, muy distintos a nuestros compatriotas, y estoy pensando en hacerme con una brigada para ponerlos como mis guardaespaldas personales. Los armaré con las alabardas habituales y todo lo demás, pero también les proporcionaré los mosquetes de Leonardo. —Hizo una pausa—. Lo único que necesito es ponerles nombre. —Miró a Ezio de un modo burlón—. ¿Alguna idea?