—¿Y yo qué?
—Tú y yo trabajaremos juntos.
—Nada me complacería más, pero antes de que entremos en detalles, tengo una pregunta.
—Adelante.
—¿Por qué no utilizamos la Manzana?
Ezio suspiró y se lo explicó lo mejor que pudo.
Cuando terminó, Maquiavelo le miró, sacó su libreta negra y escribió mucho. Luego se levantó, cruzó la habitación, se sentó al lado de Ezio y le apretó el hombro de forma afectuosa. Un gesto como aquél por parte de Maquiavelo era tan raro como que nevara en agosto.
—Pongámonos manos a la obra —dijo.
—Esto es lo que tengo en mente —dijo Ezio.
—Dime.
—Hay mujeres en la ciudad que pueden ayudarnos. Debemos buscarlas y hablar con ellas.
—Bueno, has elegido al hombre apropiado para este trabajo. Soy un diplomático.
Acceder a la primera fue fácil —el Papa Julio se había encargado de eso—, pero no lo fue tanto conseguir que hablara.
Los recibió en un suntuoso salón en el
piano nobile
de su gran casa, cuyas ventanas (en los cuatro lados) proporcionaban unas vistas sublimes de la ciudad que una vez había sido magnífica y que ahora en parte se desmoronaba, pero a la vez era espléndida después de que los últimos Papas hubieran invertido dinero para su autoengrandecimiento.
—No sé cómo puedo ayudaros —dijo después de escucharles, aunque Ezio advirtió que no les miraba a los ojos.
—Si hay focos de acérrimos en la ciudad, necesitamos saberlo,
Altezza
, y necesitamos vuestra ayuda —dijo Maquiavelo—. Si más tarde nos enteramos de que nos lo habéis ocultado...
—No me amenaces, joven —replicó Vannozza—.
Dio mio!
¿Sabéis cuánto hace que Rodrigo y yo fuimos amantes? ¡Pues hace más de veinte años!
—Tal vez vuestros hijos... —insinuó Ezio.
Ella sonrió tristemente.
—Supongo que os estáis preguntando cómo una mujer como yo pudo haber tenido esa prole —dijo—. Pero os confirmo que hay muy poca sangre Cattanei en ellos. Bueno, en Lucrezia, tal vez; pero Cesare...
Dejó de hablar y Ezio vio el dolor en sus ojos.
—¿Sabéis dónde está?
—No sé más que tú y no me importa. Hace muchos años que no le veo, aunque vivíamos en la misma ciudad. Para mí está muerto.
Estaba claro que el Papa se estaba tomando muchas molestias en mantener en secreto la ubicación de Cesare.
—A lo mejor lo sabe vuestra hija.
—Si yo no lo sé, ¿por qué lo iba a saber ella? Ahora vive en Ferrara. Podéis ir a preguntarle, pero está muy al norte y el Santo Padre le ha prohibido que regrese a Roma.
—¿La vais a ver? —preguntó Maquiavelo.
Vannozza suspiró.
—Como he dicho, Ferrara está muy al norte. No viajo mucho últimamente.
Echó un vistazo a la sala, miró a los sirvientes que estaban junto a la puerta y de vez en cuando se fijaba en el reloj de agua. No les había ofrecido ningún refrigerio y parecía ansiosa por verles marchar. Era una mujer infeliz, parecía incómoda y constantemente se restregaba las manos, pero ¿era porque estaba ocultando algo o porque la obligaban a hablar sobre algo de lo que preferiría no saber nada?
—Tengo, o más bien tenía, ocho nietos —dijo cuando menos se lo esperaban.
Ezio sabía que Lucrezia había tenido varios hijos con sus distintos maridos, pero pocos habían sobrevivido a la infancia. La gente decía que Lucrezia nunca se había tomado el embarazo demasiado en serio y que tenía la costumbre de ir de fiesta y bailar hasta el momento del parto. ¿La había alejado aquello de su madre? Cesare tenía una hija, Louise, de cuatro años.
—¿Veis a alguno de ellos? —preguntó Maquiavelo.
—No. Louise está todavía en Roma, creo, pero su madre se ha asegurado de que sea más francesa que italiana.
Entonces se levantó y los criados, como si fuera una indicación, abrieron las elaboradas puertas dobles de la sala.
—Ojalá pudiera ser de más ayuda...
—Os agradecemos vuestro tiempo —contestó Maquiavelo secamente.
—Puede que haya otras personas con las que os gustaría hablar —dijo Vannozza.
—Tenemos la intención de visitar a la
princesse
d'Albret.
Vannozza apretó los labios.
—
Buona fortuna
—les deseó sin convicción—. Será mejor que os deis prisa. He oído que está haciendo los preparativos para marcharse a Francia. Tal vez, si tengo suerte, vendrá a despedirse.
Ezio y Maquiavelo se habían levantado también y le dijeron adiós.
Una vez fuera, en la calle, Maquiavelo dijo:
—Creo que tendremos que usar la Manzana, Ezio.
—Aún no.
—Hazlo a tu manera, pero creo que eres tonto. Vamos a ver a la princesa. Por suerte los dos hablamos francés.
—Carlota d'Albret no se marchará a Francia hoy. Tengo hombres vigilando su
palazzo
. Hay otra persona a la que quiero ver antes. De hecho, me sorprende que Vannozza no la haya mencionado.
—¿Quién?
—Giulia Farnese.
—¿No vive ahora en Carbognano?
—Mis espías me han dicho que está en la ciudad, así que debemos aprovecharnos de eso.
—¿Qué te hace pensar que obtendremos más de ella que de Vannozza?
Ezio sonrió.
—Giulia fue la última amante de Rodrigo y él sentía una gran pasión por ella.
—Recuerdo cuando la capturaron los franceses. Estaba fuera de sí.
—Y entonces los franceses como tontos la cambiaron por tres mil ducados. El habría pagado veinte veces más para recuperarla. Probablemente habría aceptado cualquier trato que ellos hubieran querido. Pero supongo que eso es lo que pasa cuando tu amante es cuarenta años más joven que tú: te vuelves loco por ella.
—Aunque la dejó tirada cuando cumplió los veinticinco.
—Sí. ¡Entonces ya era demasiado vieja para él! Démonos prisa.
Se dirigieron al norte por las estrechas calles, en dirección al Quirinal.
Por el camino, Maquiavelo se dio cuenta de que Ezio estaba cada vez más incómodo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¿No has notado nada?
—¿Qué?
—¡No te des la vuelta!
Ezio estaba seco.
—No.
—Creo que nos sigue... una mujer.
—¿Desde cuándo?
—Desde que nos marchamos del
palazzo
de Vannozza.
—¿Es una de los suyos?
—Tal vez.
—¿Va sola?
—Creo que sí.
—Entonces será mejor que nos la quitemos de encima.
A pesar de que estaban impacientes por continuar, aminoraron el paso, mirando los escaparates de las tiendas e incluso deteniéndose en una caseta de vino. Allí, sobre el borde de su vaso, Ezio alcanzó a ver una mujer rubia, alta y de constitución atlética, vestida con una buena túnica de color verde oscuro, pero sencilla, hecha con una tela ligera. Podría moverse rápido con una ropa como aquélla si era necesario.
—La tengo —dijo.
Ambos examinaron la pared del edificio en la que se había levantado la caseta. Era un sitio nuevo, construido al estilo rústico que tan de moda estaba, con ásperos bloques de piedra separados por juntas hundidas. A cierta distancia entre ellos, en la pared, se habían colocado aros de hierro para atar a los caballos.
Era perfecto.
Se dirigieron a la parte trasera de la caseta, pero allí no había cómo salir.
—Tenemos que ser rápidos —dijo Maquiavelo.
—¡ Cúbreme! —exclamó Ezio y dejó su vaso en una mesa que estaba junto a la entrada.
Unos segundos más tarde, ya estaba a mitad de camino de la pared, con Maquiavelo pegado a él. Los transeúntes se quedaron boquiabiertos cuando los dos hombres, con las capas ondeando al viento, desaparecieron por los tejados, saltando por callejones y calles, tirando tejas que se rompían sobre los adoquines o caían en el barro de caminos sin pavimentar mientras la gente de abajo las esquivaba o daban un salto para que no les cayeran encima.
Aunque hubiera sido capaz, la mujer no podía trepar por las paredes verticales con una falda larga, pero Ezio vio que su vestido tenía una raja a un lado del muslo, muy bien disimulada, que le permitía correr, y se movía deprisa por las calles detrás de ellos, empujando a un lado a cualquiera que se interponía en su camino. Fuera quien fuese, estaba bien entrenada.
Por fin la perdieron. Respirando con dificultad, se detuvieron en el tejado de San Nicolás de Portiis y se tumbaron bocabajo para examinar con detenimiento las calles. Parecía no haber nadie demasiado sospechoso entre los paseantes, aunque Ezio creyó reconocer a dos ladrones de La Volpe trabajando entre la multitud, usando cuchillos afilados para cortar los monederos. Se suponía que eran dos de los que no habían sido elegidos para ir al campo, pero tenía que preguntarle a Gilberto sobre aquello más tarde.
—Bajemos —sugirió Maquiavelo.
—No, es más fácil mantenernos fuera de su vista aquí y no nos queda mucho camino.
—Como hemos comprobado, no tiene muchos problemas en seguirnos. Hemos tenido suerte de que haya habido un tejado con una pared alta que lo rodeara, donde hemos podido cambiar de dirección sin que ella se diera cuenta.
Ezio asintió. Fuera quien fuese, ya habría ido a informar. Deseó que estuviera de su lado. Tal y como estaban las cosas, tendrían que llegar al gran apartamento que Giulia tenía en Roma y después salir a toda velocidad de la zona del Quirinal. Quizá debía destacar a un par de sus reclutas para que les guardaran las espaldas en futuras incursiones. Los acérrimos de los Borgia trataban de pasar inadvertidos bajo el duro régimen del nuevo Papa, pero sólo para darles a las autoridades un falso sentido de seguridad.
Al primer marido de Giulia, Orsino Orsini, no le había importado hacer la vista gorda a la aventura en la que se embarcó su mujer de diecinueve años con Rodrigo Borgia, de sesenta y dos. La mujer tenía una hija, Laura, pero nadie sabía si era de Orsino o de Rodrigo. Rodrigo, a pesar de ser valenciano de nacimiento, había ido subiendo en la Iglesia hasta administrar el dinero del Vaticano, y le había mostrado su gratitud a su deliciosa joven amante instalándola en una casa nueva (en la que se quedó hasta que la obligaron a marcharse), convenientemente cerca del Vaticano, y convirtió a su hermano Alessandro en cardenal. Los demás cardenales le llamaban a sus espaldas «el Cardenal de las Faldas», aunque por supuesto nunca en presencia de Rodrigo. A Giulia la llamaban «la Novia de Cristo».
Ezio y Maquiavelo se echaron al suelo al llegar a la
piazza
a la que daba el bloque de apartamentos de la princesa. Salvo por un par de guardias papales que se encontraban por allí cerca, la plaza estaba desierta. Las túnicas que llevaban los guardias en los hombros portaban el emblema de la familia della Rovere: un gran roble de raíz, ahora coronado con la Tiara Papal y las llaves de San Pedro. Ezio reconoció a los hombres, seis meses antes habían llevado la librea de los Borgia. Cómo habían cambiado los tiempos. Ahora le saludaban y él respondía igual.
—Hijos de puta —dijo Maquiavelo entre dientes.
—Un hombre tiene que trabajar —dijo Ezio—. Me sorprende que tú, entre todas las personas, discrepe de una bagatela como ésta.
—Vamos.
Habían llegado sin previo aviso y les costó bastante convencer al séquito de Farnese —con seis flores de lis azules sobre un fondo amarillo en sus capas— para que los admitieran, pero, según sabía Ezio, la signora estaba en casa. Los recibió en una sala que era la mitad de chillona que la de Vannozza, pero tenía el doble de buen gusto. A los treinta años, mantenía con creces la belleza de su juventud y la inteligencia que la afamaba. Aunque eran invitados inesperados, la
signora
les sirvió inmediatamente
Moscato y panpetati e mielati
.
Pronto les dejó claro que no sabía nada y que estaba libre de toda mancha Borgia, a pesar de su anterior proximidad a aquella deplorable familia (como la llamaba Maquiavelo). Maquiavelo comprobó que la mujer había seguido con su vida y cuando Ezio y él le preguntaron por la íntima amistad que había tenido una vez con Lucrezia, lo único que dijo fue:
—Lo que vi de ella fue su lado bueno. Creo que cayó demasiado bajo el amenazador acoso de su padre y de su hermano. Le doy gracias a Dios por habérselos quitado de encima. —Hizo una pausa—, Ojalá hubiera conocido antes a Pietro Bembo. Eran almas gemelas. Podría habérsela llevado a Venecia y haberla salvado de su lado oscuro.
—¿Sigues viéndola?
—Lamentablemente Ferrara está demasiado al norte y estoy muy ocupada dirigiendo Carbognano. Incluso la amistad muere, Ezio Auditore.
Le apareció en la mente una imagen de Caterina Sforza antes de que tuviera ocasión de eliminarla. ¡Ay, Dios, cómo le afectaba al corazón todavía cuando pensaba en ella! Era por la tarde cuando se marcharon. Estuvieron alerta por si alguien les seguía de cerca, pero no había nadie.
—Tenemos que usar la Manzana —insistió Maquiavelo.
—Éste es el primer día de los tres. Debemos aprender a confiar en nosotros mismos y en nuestra propia inteligencia, y no apoyarnos en lo que nos han concedido.
—Pero esto es urgente.
—Iremos a ver a una persona más hoy, Nicolás. Ya veremos luego.
La
princesse
d'Albret,
dáme
de Chalus, duquesa de Valentinois no estaba en casa, según los guardianas de su opulenta villa en la zona de Pinciano. Pero Ezio y Maquiavelo, impacientes y cansados, pasaron de todas formas, y encontraron a Carlota en su
piano nobile
, absorta haciendo su equipaje. Por la habitación medio vacía había baúles enormes, llenos de costosa ropa de cama, libros y joyas, y en un rincón, estaba la confundida niña de cuatro años, Louise, la única legítima heredera de Cesare, que jugaba con una muñeca de madera.
—Sois unos malditos impertinentes —dijo la rubia de aspecto frío que estaba delante de ellos, con sus ojos marrón oscuro centelleando.
—Tenemos la aprobación del Papa —mintió Ezio—. Aquí tienes la orden.
Le enseñó un pergamino en blanco, del que colgaban unos sellos que impresionaban.
—Cabrones —dijo la mujer con frialdad—. Si creéis que sé dónde está encerrado Cesare, sois imbéciles. No quiero volver a verle en mi vida, y rezo para que no haya pasado nada de su
sang maudit
a las venas de mi inocente hijita.
—También buscamos a Micheletto —dijo Maquiavelo implacablemente.