—¿Sabes a dónde ha ido?
—Se alojaba en el Lobo Solitario, podéis preguntar ahí.
Desembarcaron y fueron directos a la posada del Lobo Solitario, después de que Alberto les indicara cómo llegar y añadiera misteriosamente:
—No es un sitio para caballeros.
—¿Qué te hace pensar que nosotros somos caballeros? —preguntó Maquiavelo.
Alberto se encogió de hombros.
Ezio recorrió con la vista el concurrido muelle. Por el rabillo del ojo vio a tres o cuatro tipos sospechosos que les estaban observando, lo que le obligó a comprobar su muñequera y la daga oculta. Se echó la bolsa al hombro para dejar los brazos libres y poder coger la espada y el puñal. Al darse cuenta de esto, Maquiavelo hizo lo mismo mientras Leonardo miraba con recelo.
Juntos se dirigieron a la ciudad, alerta aunque los tipos sospechosos habían desaparecido.
—¿Nos quedamos en el mismo sitio que nuestra presa? —sugirió Ezio—. Será el mejor sitio para averiguar por dónde se mueve.
La posada estaba situada en una calle estrecha de altas casas de vecinos, que se alejaba de una de las vías principales. Era un edificio oscuro y bajo, en contraste con lo nueva que se veía la mayor parte de la ciudad. La puerta de madera oscura estaba abierta y daba a un lúgubre interior. Ezio entró el primero y Leonardo, a regañadientes, el último.
Habían llegado al centro del vestíbulo en el que tan sólo podían distinguirse los muebles y un largo mostrador, cuando la puerta detrás de ellos se cerró de golpe. Los diez hombres que habían estado acechando en las sombras, con los ojos ya acostumbrados a la oscuridad, saltaron encima de sus víctimas con gritos guturales. Ezio y Maquiavelo inmediatamente soltaron sus bolsas con un movimiento, Maquiavelo desenvainó su espada y el puñal y se acercó a su primer atacante. El reflejo de las hojas destellaba en la estancia medio a oscuras, suficientemente grande como para que los hombres se movieran, algo que beneficiaba a ambos bandos.
—¡Leonardo! —gritó Ezio—. Métete detrás del mostrador y coge esto.
Le tiró la espada a Leonardo, que la cogió, se le cayó y volvió a cogerla en un segundo. Ezio sacó la hoja oculta en cuanto se le tiró encima uno de los hombres, le apuñaló en el costado y la hoja penetró en sus tripas. El hombre se tambaleó, agarrándose la barriga mientras la sangre le brotaba entre las manos. Entretanto, Maquiavelo avanzó a grandes zancadas con la espada alzada. Tan rápido como un rayo tiró una estocada en el cuello de su primer oponente al tiempo que le cortaba en la ingle al segundo con su puñal. El hombre cayó al suelo con un rugido de angustia, tratando de agarrar en vano su herida mientras se retorcía de dolor. Maquiavelo se acercó y miró unos instantes a su víctima, la emprendió a patadas brutalmente con el hombre y lo silenció en cuestión de segundos.
Los agresores, de momento, se retiraron, sorprendidos porque su emboscada no había logrado su objetivo, y por la presteza de sus supuestas víctimas; luego reanudaron su ataque con el doble de energía. Maquiavelo gritó cuando le cortaron desde atrás en el brazo que sostenía la espada, pero enseguida Ezio se echó sobre el atacante de su amigo y le dio con su puñal en toda la cara.
Lo siguiente que supo Ezio fue que un gran hombre, que olía a paja de cárcel y a sudor rancio, se acercó sigilosamente por detrás y le cogió con un garrote alrededor del cuello. Ezio se quedó sin respiración y soltó su puñal para levantar la mano y estirar la cuerda que le apretaba la tráquea. Maquiavelo se acercó de un salto y apuñaló al gran hombre, lo que le causó un dolor repentino que le hizo gritar, pero Maquiavelo había fallado y el hombre pudo quitárselo de encima. Aunque bastó para que soltara el garrote y Ezio pudiera liberarse.
La luz era demasiado tenue para distinguir las formas con capas negras de los atacantes supervivientes, pero el fracaso de su ataque inmediato parecía haberles puesto nerviosos.
—¡Cogedlos! —dijo una desagradable voz gutural—. Todavía somos cinco contra tres.
—¡Sancho dieron en el pecho! —gritó otro mientras Ezio clavaba su potente puñal en el esternón de una fofa criatura y se lo partía con tanta habilidad como si fuera el pecho de un pollo—. Somos cuatro contra tres. ¡Nos replegamos!
—¡No! —ordenó el primer hombre que había hablado—.
Aguanta'ls mentre m'escapo!
El hombre hablaba en catalán. El hombre grande que había intentado estrangularle. El hombre que aún tenía pegado el hedor de la cárcel. ¡Micheletto!
Unos instantes más tarde la puerta de la calle se abrió y se volvió a cerrar de golpe, dejando escapar a Micheletto; por un momento, quedó marcado su perfil por la luz de las farolas. Ezio salió corriendo detrás de él, pero le cortó el paso uno de los tres agresores supervivientes, que tenía en la mano una cimitarra, lista para clavársela en la cabeza. Ezio estaba demasiado cerca para empuñar cualquiera de sus armas con eficacia, así que se echó a un lado para quitarse de en medio. Mientras rodaba hacia un lugar seguro, la cimitarra se acercó oscilando, pero el hombre había atacado con tanta violencia, con la esperanza de que un cuerpo se interpusiera en el camino de la espada, que el arma continuó su trayectoria y se hundió en los genitales del hombre. Con un alarido, dejó caer la espada al suelo, se agarró a su hombría, en un intento por detener la fuente de sangre y se retorció de dolor.
Los últimos dos hombres se pelearon por llegar hasta la puerta para escapar y uno lo consiguió; pero el segundo, que ya estaba herido por la pelea, tropezó al ponerle Maquiavelo la zancadilla y se cayó al suelo al tiempo que Leonardo se tiraba encima de él para impedir que se levantara. Cuando estuvo claro que no lo haría, Leonardo se alejó, Ezio se arrodilló para darle la vuelta y le puso la punta de la hoja oculta en su orificio nasal.
—Soy Ezio Auditore, mentor de los Asesinos —dijo—. Dime adónde se dirige tu jefe y seré clemente.
—¡Nunca! —dijo el hombre con voz ronca.
Ezio apretó más la punta de la hoja, que estaba muy afilada, y poco a poco empezó a cortarle la nariz.
—¡Dímelo!
—¡Muy bien! Va al castillo de la Mota.
—¿Dónde está?
—Es donde tienen encerrado a Cesare.
Ezio empujó su arma.
—¡Ten piedad! He dicho la verdad, pero nunca lograrás frustrar nuestros planes. Los Borgia volverán al poder y gobernarán toda Italia con mano de hierro. Irrumpirán por el sur y expulsarán a la asquerosa monarquía española, y luego destruirán los reinos de Aragón y Castilla y también gobernarán allí.
—¿Cómo sabes dónde está Cesare? Es un oscuro secreto que sólo conoce el Papa Julio y su Concilio, y el rey Fernando y los suyos.
Con un movimiento repentino, el hombre alzó su brazo derecho. En él llevaba un pequeño cuchillo con el que apuntó al corazón de Ezio. A Ezio le dio tiempo de bloquear el ataque con el brazo izquierdo y el cuchillo pasó rozando sin dañar su muñequera antes de caer al suelo.
—¡Larga vida a la Casa Real de Borgia! —gritó el hombre.
—
Requiescat in pace
—dijo Ezio.
—Bienvenido a Valencia —masculló Leonardo.
La posada del Lobo Solitario estaba desierta, pero había algo parecido a un lecho y, como era tarde cuando Ezio y sus compañeros se recuperaron de la pelea sangrienta con los acérrimos de Micheletto, no les quedó más remedio que pasar allí la noche. Encontraron vino, agua y comida —pan, cebollas y algo de salami—; hasta Leonardo tenía demasiada hambre para negarse.
A la mañana siguiente, Ezio se levantó temprano, impaciente por encontrar unos caballos para hacer el viaje que les esperaba. El capitán de su barco, Filin, estaba en los muelles, reparando su maltrecha embarcación. Conocía el lejano castillo de La Mota y les indicó cómo llegar hasta allí, pero sería un largo y arduo viaje de muchos días. Filin también les ayudó a organizar sus caballos, pero los preparativos duraron cuarenta y ocho horas más, puesto que debían conseguir también provisiones. El recorrido sería hacia el noroeste, a través de las marrones cordilleras del centro de España. No tenían mapas, así que viajaban de una ciudad o pueblo a otro, usando la lista de nombres que Filin le había dado.
Salieron de Valencia y después de varios días al galope en su primer grupo de caballos —y de oír las amargas quejas de Leonardo—, entraron en la hermosa zona montañosa de la minúscula ciudad de Cuenca. Luego volvieron a bajar a la plana llanura de Madrid, y atravesaron la ciudad real, donde los ladrones que intentaron robarles pronto quedaron muertos en el camino. Desde allí se dirigieron al norte, a Segovia, dominada por su Alcázar, donde pasaron la noche como invitados del senescal de la reina Isabel de Castilla.
Continuaron por el campo abierto donde les atacó y casi les robó una cuadrilla de bandoleros moriscos, que de algún modo se le habían escapado al rey Fernando y habían sobrevivido en el campo durante veinte años. Fernando, el rey de Aragón, Sicilia, Nápoles y Valencia, era el fundador de la Inquisición Española y del azote de los judíos —con nefastas consecuencias para la economía de la nación—, mediante su gran inquisidor, Tomás de Torquemada; pero tras contraer matrimonio con su igualmente horrible esposa, Isabel, había unido a Aragón y Castilla para convertir a España en un solo país. Fernando también ambicionaba Navarra, aunque Ezio se preguntaba hasta dónde llegarían los designios de aquel rey intolerante, en un país donde Cesare tenía unos lazos familiares tan estrechos, siendo cuñado del rey francés.
Continuaron, luchando contra el cansancio, rezando para llegar a tiempo de frustrar los planes de Micheletto. Pero a pesar de toda la prisa que se estaban dando, les llevaba bastante ventaja.
Micheletto y su pequeño grupo de reaccionarios frenaron sus caballos y se quedaron sobre sus estribos para contemplar el castillo de La Mota. Dominaba la pequeña ciudad de Medina del Campo y había sido construido para protegerla de los moros.
Micheletto tenía buena vista e incluso desde aquella distancia podía distinguir el pañuelo rojo que Cesare había colgado de la ventana de su celda. Era la ventana más alta de la torre central y no hacían falta barrotes porque nadie había escapado nunca de La Mota. Se entendía el porqué. Los muros los habían construido unos mamposteros expertos del siglo once y los bloques de piedra estaban tan bien colocados que la superficie era lisa como un cristal.
Menos mal que habían ideado el plan de usar un pañuelo rojo porque de lo contrario le habría resultado difícil a Micheletto encontrar a su señor. El intermediario, un sargento de la guardia en La Mota, que había sido reclutado en Valencia para la causa de los Borgia hacía un tiempo, era perfecto, y tras el soborno, había demostrado ser digno de confianza.
Aunque iba a ser difícil sacar de allí a Cesare. La puerta de su celda estaba vigilada de forma permanente por dos guardias suizos de una tropa prestada del Papa Julio y todos eran completamente inflexibles e incorruptibles. Así que iba a ser imposible sacar a Cesare fácilmente.
Micheletto calculó a ojo la altura de la torre central. Una vez dentro, tendrían que escalar una pared imposible hasta llegar a una celda que estaba a cuarenta y dos metros. Eso quedaba descartado. Micheletto le dio vueltas a las opciones. Era un hombre práctico, pero su especialidad era matar, no resolver problemas, y sus pensamientos le llevaron a reflexionar en el principal instrumento de su oficio: la cuerda.
—Acerquémonos un poco más con los caballos —les dijo a sus compañeros.
Iban todos vestidos para cazar, en vez de llevar su habitual ropa negra, para evitar levantar sospecha alguna. Le acompañaban diez hombres y cada uno de ellos llevaba, como parte de su equipo, un trozo de cuerda.
—No debemos acercarnos demasiado —dijo su teniente— o los guardias de los baluartes nos verán.
—¿Y qué verán? Un grupo de caza que va a Medina para abastecerse. No te preocupes, Girolamo.
Aquel comentario hizo que a Micheletto se le ocurriera una idea y continuó:
—Iremos directos a la ciudad.
Tardaron una hora y media, durante la que Micheletto estuvo más callado que de costumbre y arrugó excesivamente su frente estropeada. Entonces, al acercarse a la muralla de la ciudad, su cara se relajó.
—Deteneos —ordenó.
Le obedecieron y Micheletto les examinó. El más joven, un hombre de dieciocho años llamado Luca, era imberbe y tenía una nariz respingona. Ya era un asesino inflexible, pero tenía la cara de inocencia de un querubín.
—Sacad vuestras cuerdas y medidlas.
Obedecieron. Cada cuerda medía tres metros, treinta si se ataban juntas. Treinta y nueve si se añadía la de Micheletto. Cesare tendría que dejarse caer los últimos tres metros, pero no sería nada para él.
El problema era hacerle llegar la cuerda. Para aquello tendría que contactar con su recluta, el sargento de la guardia, Juan, lo que no les costaría mucho pues sabían sus turnos de vigilancia. Aquél sería el trabajo de Luca, puesto que su aspecto de joven inocente no atraería la más mínima atención. El resto de su grupo, a pesar de ir vestidos de cazadores, parecían los hombres que en realidad eran: matones insensibles. Tendrían que untarle la mano a Juan, pero Micheletto siempre llevaba un fondo de doscientos cincuenta ducados para casos de emergencia y una décima parte serviría. Por todo el trabajo.
Juan podría acceder a la celda de Cesare y entregarle la cuerda.
Los guardias suizos no sospecharían de él. Micheletto incluso podía escribir una carta falsa y colocarle un sello que pareciera oficial para que se la entregara a Cesare como tapadera.
No obstante, la barbacana exterior era enorme, y cuando Cesare estuviera en la base de la torre central, tendría que atravesar los patios interiores y salir, de algún modo, por la única puerta que existía.
Lo bueno era que la principal función de La Mota en aquella época era vigilar a su único prisionero. Su propósito original había sido desviar los ataques de los moros, pero aquella amenaza había desaparecido hacía mucho tiempo y aquel edificio enorme era superfluo en todos los sentidos salvo para vigilar a Cesare; así que según Juan era un asalto bastante fácil.
Tenían que cambiarle la ropa a Cesare de vez en cuando, así que Micheletto pensó en la posibilidad de que Juan organizara una entrega de «muda» para Cesare, un disfraz para engañar a los guardias que tal vez funcionara. No se le ocurría otra cosa, aparte de entrar a lo bruto y coger a Cesare por la fuerza.