Ezio se había retirado para permanecer invisible, pero seguir oyendo lo que ocurría, y se estaba preparando para saltar del tejado y coger a Cesare, cuando éste saliera por la puerta delantera de la posada. Pero Maquiavelo se había estirado hacia delante para ver mejor la espantosa confrontación y sin querer soltó una teja, que puso en alerta a Cesare.
Cesare miró hacia arriba enseguida y empuñó su segunda pistola. Maquiavelo no tuvo tiempo de retirarse antes de que Cesare disparara, le dio en el hombro y le rompió la clavícula antes de huir.
Ezio pensó en seguirle, pero tan sólo por un instante. Había oído a Cesare decir que pretendía ir a Viana y le seguiría hasta allí, pero no antes de encargarse de la herida de su amigo.
Maquiavelo se disculpó mientras Ezio intentaba bajarlo del tejado. Al menos podía caminar, aunque la herida tenía muy mal aspecto.
En cuanto llegaron a la vía principal, Ezio abordó a un transeúnte y tuvo que detener al hombre a la fuerza mientras el caos reinaba a su alrededor.
—Necesito un médico —dijo con urgencia—. ¿Dónde puedo encontrarlo?
—¡Mucha gente necesita un médico! —contestó el hombre.
Ezio le sacudió.
—Mi amigo está muy malherido. ¿Dónde puedo encontrar un médico? ¡Ya!
—¡Suéltame! Puedes probar con el médico Acosta. Tiene la consulta justo en esta calle. Hay un cartel por fuera.
Ezio agarró a Maquiavelo que estaba a punto de desmayarse. Cogió el pañuelo de su túnica y con él vendó la herida lo mejor que pudo. Nicolás estaba perdiendo mucha sangre.
En cuanto vio la herida, Acosta sentó a Maquiavelo en una silla. Cogió una botella de alcohol, hisopo húmedo y la vendó con cuidado.
—La bala le ha atravesado el hombro —le explicó en un italiano malo—, así que al menos no tengo que sacarla. Es una herida limpia. Pero tendré que recolocar la clavícula. Espero que no tengáis planeado viajar pronto.
Ezio y Maquiavelo intercambiaron una mirada.
—He sido un tonto —repitió Maquiavelo y forzó una sonrisa.
—Cállate, Nicolás.
—Adelante. Ve a por él. Ya me las apañaré.
—Puede quedarse conmigo. Tengo un pequeño anexo donde cabe un paciente —dijo Acosta—, y cuando esté curado, te lo enviaré.
—¿Cuánto tardará en recuperarse?
—A lo mejor dos semanas, quizá más.
—Te veré en Roma —dijo Maquiavelo.
—Muy bien —contestó Ezio—. Cuídate, amigo.
—Mátalo por mí —dijo Maquiavelo—. Aunque al menos nos ha quitado de en medio a Micheletto.
Hemos alcanzado la última época de la canción profética. El tiempo ha concebido y la gran secuencia de las épocas empieza de nuevo. La Justicia, la virgen, vuelve para habitar entre nosotros y el reinado de Saturno se ha reinstaurado. El Primogénito de la Nueva Era ya está de camino de su alto cielo a la Tierra.
V
IRGILIO
,
Égloga IV
Ezio de nuevo cruzó España en un viaje largo y solitario, casi hasta el norte de Viana. Llegó allí en el mes de marzo, en el año de Nuestro Señor 1507. La ciudad que vio, a un par de kilómetros de distancia, era exacta a la de la visión que le había ofrecido la Manzana, con fuertes murallas y una ciudadela bien fortificada en el centro, pero había una diferencia.
Incluso antes de que cruzara la frontera de Navarra, los ojos expertos de Ezio le dijeron que la ciudad estaba sitiada. Cuando llegó a un pueblo, la mayoría de los habitantes negaron con la cabeza tontamente cuando les preguntó, pero cuando localizó al sacerdote, con quien pudo hablar en latín, se enteró de lo que había ocurrido.
—Puede que sepas que nuestro rey y nuestra reina tienen los ojos puestos en Navarra. Es una tierra rica y quieren incorporarla a España.
—¿Por eso quieren tomar Viana?
—Ya la han tomado. La ha ocupado el conde de Lerín por ellos.
—¿Y los que la han sitiado?
—Son fuerzas de Navarra. Creo que serán los vencedores.
—¿Por qué dices eso?
—Porque están bajo el mando del cuñado del rey de Navarra, que es un general con experiencia.
El corazón de Ezio latió a toda velocidad, pero aún necesitaba confirmarlo.
—¿Cómo se llama?
—Por lo visto es muy famoso. Es el duque de Valencia, Cesare Borgia. Dicen que antes dirigía la guardia del mismísimo Papa. Pero las tropas españolas son magníficas. Han llevado la contienda al enemigo y ha habido sangrientas batallas en los campos fuera de la ciudad. No seguiría en esa dirección, hijo mío; allí tan sólo hay sangre y devastación.
Ezio le dio las gracias y espoleó al caballo para continuar adelante.
Al llegar se encontró con una batalla encarnizada envuelta por la niebla. En medio se mantenía firme Cesare Borgia, que acababa con cualquier enemigo que se le acercaba. De repente Ezio tuvo que luchar con otro jinete, un navarro en cuyo emblema llevaba un escudo rojo entrecruzado con unas cadenas amarillas. Ezio atacó al hombre con su espada, pero su enemigo esquivó el golpe justo a tiempo y Ezio casi pierde el equilibrio por el impulso. Se recuperó antes de caer, dio la vuelta con el caballo y volvió hacia el hombre. El jinete estaba echando su brazo hacia atrás para golpear a Ezio en el costado, pero éste le embistió con un rápido movimiento de espada. La punta de su hoja le cortó al hombre en el pecho y se retiró de dolor, lo que le permitió a Ezio propinar un fuerte golpe hacia abajo y partirle el hombro derecho a su enemigo hasta el pecho. Cayó sin gritar y acabaron con él los soldados de infantería españoles.
Cesare estaba de pie y Ezio decidió que sería más fácil acercarse a él de manera inadvertida también a pie, así que desmontó y atravesó la refriega en su dirección.
Por fin estaba cara a cara con su mortal enemigo. El rostro de Cesare estaba manchado de sangre y polvo, y tenso por el esfuerzo, pero cuando vio a Ezio su expresión adoptó una nueva determinación.
—¡Asesino! ¿Cómo me has encontrado?
—Mis ansias por vengar la muerte de Mario Auditore me han llevado hasta ti.
Lucharon con sus espadas hasta que Ezio logró quitarle el arma a Cesare de las manos. Entonces envainó la suya, se tiró encima del Borgia y le puso las manos alrededor del cuello. Aunque Cesare había aprendido de Micheletto unas cuantas cosas del arte de la estrangulación y se las apañó para apartarse de Ezio con un empujón que le liberó de sus manos. Ezio sacó la hoja oculta, pero Cesare bloqueó el golpe y una vez más se defendió con éxito mientras la batalla continuaba a su alrededor.
Entonces las trompetas españolas tocaron a retirada. Triunfante, Cesare gritó a sus tropas navarras más cercanas:
—¡Matadle! Matad al Asesino. ¡Haced pedazos a este maldito bastardo!
Al aumentar la niebla, Cesare se fundió con los soldados navarros que se cernían sobre Ezio. Se los quitó de encima aunque le costó mucho antes de que el agotamiento le venciera, luego cayó al suelo, casi inadvertido mientras el tumulto y la niebla daban vueltas a su alrededor, y los soldados lo dieron por muerto.
Cuando Ezio volvió en sí, un rato más tarde, yacía sobre su espalda en medio del campo de batalla; tuvo que quitarse un cadáver de encima antes de poder incorporarse.
El campo de batalla estaba bajo un cielo nublado, teñido de sangre y, a lo lejos, el sol ardía con furia. El polvo estaba en suspensión sobre un camino ancho y sin pavimentar, repleto de muertos.
Ezio vio un cuervo sobre la barbilla de un cadáver, picoteando ávidamente un ojo. Un caballo sin jinete pasó en estampida, desenfrenado por el olor de la sangre. Unos estandartes rotos se agitaban por la brisa.
Gruñó por el esfuerzo, se levantó y, con mucho dolor al principio, caminó por el campo de muertos. Se dio cuenta de que había perdido su espada y su puñal, aunque no habían encontrado ni robado la daga oculta ni la muñequera.
Lo primero que hizo fue reemplazar sus armas. Junto a él, había un campesino cribando el botín de la batalla y le miró.
—Sírvete tú mismo —dijo—. Hay más que suficiente para todos.
Ezio buscó a oficiales y caballeros caídos, puesto que iban mejor armados, pero en todos los casos ya había pasado alguien por allí antes que él. Al final encontró a un capitán muerto con una buena espada y una daga similar a la suya, que tomó agradecido.
A continuación fue en busca de un caballo puesto que sería más rápido moverse así. Tuvo suerte. A menos de un kilómetro del campo de batalla, lejos del campamento navarro, pastando en un verde prado, se topó con un caballo de guerra, ensillado y con riendas, con el lomo manchado de sangre, pero no de la suya. Le habló dulcemente y lo montó. Al principio dio unas coces, pero enseguida se tranquilizó y le llevó de vuelta al sitio de donde había venido.
De vuelta en el campo de batalla, se encontró con más campesinos recogiendo lo que podían de los cadáveres. Pasó de largo y galopó montaña arriba hacia el sonido de otra contienda. La cima de la colina revelaba una llanura al otro lado, donde la batalla se había reanudado, cerca de las murallas con almenas de la ciudad, desde las que disparaban caftanes.
Ezio dirigió su caballo a un lado de la batalla, a través de unos olivares, donde se encontró con una patrulla de tropas navarras. Antes de que le diera tiempo a dar la vuelta, le habían disparado con sus mosquetes, aunque no le alcanzaron, pero sí a su caballo.
Consiguió escapar entre los árboles y continuó a pie, evitando las tropas españolas, que rondaban por todas partes. Se acercó un poco más y llegó a un claro, en el que vio a un soldado español herido en el suelo mientras otro hacía lo posible por consolarlo.
—Por favor —dijo el herido—. Mis piernas. ¿Por qué no paran de sangrar?
—Compadre, he hecho todo lo que he podido por ti. Ahora debes confiar en Dios.
—¡Oh, Pablo, tengo miedo! ¡Mis piernas! ¡Mis piernas!
—Calla, Miguel. Piensa en todo el dinero que tendremos cuando hayamos ganado esta batalla. ¡Y el botín!
—¿Quién es el hombre viejo por el que estamos luchando?
—¿Quién? ¿El conde de Lerín?
—Sí. Estamos luchando por él, ¿no?
—Sí, amigo mío. El sirve a nuestro rey y a nuestra reina, y le servimos, por eso luchamos.
—Pablo, por lo único que lucho ahora es por mi vida.
Una patrulla llegó por el otro lado del claro.
—Seguid avanzando —dijo su sargento—. Debemos flanquearlos.
—Mi amigo está herido —dijo Pablo—. No puede moverse.
—Pues déjalo. Vamos.
—Dadme unos minutos más.
—Muy bien. Nos dirigiremos al norte. Síguenos. Y asegúrate de que los navarros no te ven.
—¿Sabremos cuándo los hemos flanqueado?
—Habrá disparos. Acabaremos con ellos cuando menos se lo esperen. Usa los árboles para cubrirte.
—Un momento, señor.
—¿Qué pasa?
—Os seguiré ahora.
—¿Ahora mismo?
—Sí, señor. Mi compañero Miguel ha muerto.
En cuanto se marcharon, Ezio esperó unos minutos más y se dirigió al norte antes de virar al este, hacia donde sabía que estaba Viana. Abandonó los olivos y vio que había pasado por el campo de batalla y lo bordeaba por el norte. Se preguntó qué habría sido de los soldados españoles, pues no había ni rastro de ningún movimiento de flanqueo con éxito y la batalla parecía ir a favor de los navarros.
De camino había un pueblo hecho pedazos. Lo evitó, al ver francotiradores españoles escondidos detrás de las paredes derrumbadas y carbonizadas, que usaban pistolas de boca larga y llave de rueda para disparar a cualquier tropa navarra dentro de la batalla.
Se topó con un soldado, cuya túnica estaba tan manchada de sangre que Ezio no supo de qué bando era, sentado con la espalda apoyada en un olivo aislado, abrazándose por el dolor, con el cuerpo entero temblando, y su pistola abandonada en el suelo.
Ezio llegó a las afueras de la ciudad, entre los asentamientos que había bajo sus bastiones y por fin vio su presa delante de él. Cesare estaba con un sargento navarro y sin duda estaban calculando cuál sería la mejor manera de abrir una brecha o socavar las sólidas murallas de Viana.
Los españoles, que habían tomado Viana, habían tenido la suficiente confianza en sí mismos como para permitir que algunos de sus seguidores del campamento establecieran allí sus casas, pero era evidente que no eran lo bastante fuertes como para protegerlos ahora.
De repente una mujer salió de una de las casas y corrió hacia ellos, gritando y bloqueándoles el paso.
—¡Ayudadme!—gritó—. ¡Ayudadme! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo está herido!
El sargento se acercó a la mujer, la cogió por el pelo y la apartó de Cesare.
—¡Ayudadme! —gritó.
—Hazla callar —dijo Cesare, contemplándola con frialdad.
El sargento desenfundó su puñal y le cortó a la mujer el cuello.
Mientras Ezio seguía de cerca a Cesare, presenció más escenas de brutalidad entre las tropas navarras contra los odiados intrusos españoles.
Vio cómo un soldado de caballería navarro maltrataba con violencia a una joven.
—¡Déjame en paz! —gritó la chica.
—Sé buena —le dijo el soldado con crudeza—. ¡No te haré daño! De hecho, puede que hasta disfrutes, puta española.
Más adelante, un hombre, un cocinero por el aspecto que tenía, se desesperaba mientras dos soldados le agarraban y le obligaban a ver cómo otros dos le prendían fuego a su casa.
Peor aún estaba un hombre, sin duda un soldado español herido al que le habían tenido que amputar las piernas, al que le habían sacado a patadas de su carro un par de soldados rasos navarros. Estaban allí, riéndose, mientras el tullido, desesperado, trataba de huir de ellos por un sendero.
—¡Corre! ¡Corre!—dijo uno.
—¿No puedes ir más rápido? —añadió su compañero.
Era evidente que la batalla la habían ganado los navarros porque Ezio vio que acercaban torres de asedio a las murallas de la ciudad. Las tropas navarras trepaban por ellas y ya estaban luchando violentamente en las almenas. Si Cesare estaba allí, sería al frente de sus hombres porque era tan despiadado e intrépido como cruel.
En algún lugar detrás de él, un sacerdote español recitó a unos fieles desesperados:
—Vuestros pecados han provocado esto. Así es como os castiga el Señor. El nuestro es un Dios justo y ésta es Su Justicia. ¡Bendito sea Dios! Gracias, Dios mío, por enseñarnos a ser humildes. Por mostrarnos el castigo tal como es, una llamada a la espiritualidad. Dios nos lo da y El nos lo quita. Así está escrita la Verdad. ¡Amén!