Acercó la boca al oído de aquel hombre.
—Si sobrevives —dijo— y vuelves a ver a ese canalla sifilítico al que llamas tu señor, dile que todo esto ha sido gentileza de Ezio Auditore. Si no,
requiescat in pace
.
Ezio no volvió inmediatamente al burdel. Era tarde. Devolvió el caballo, le compró un saco al mozo de cuadra por unas cuantas monedas, y metió allí dentro su botín y el dinero. Se echó el saco al hombro y fue a ver al prestamista, que parecía sorprendido y decepcionado al verle regresar tan pronto y tenerle que devolver lo que le debía. Luego, de vuelta a su alojamiento, procuró mezclarse con la muchedumbre de la noche cada vez que veía guardias de Borgia.
Una vez allí, hizo que le llevaran agua para bañarse, se desnudó y se lavó, cansado, deseando que Caterina volviera a aparecer una vez más por la puerta y le sorprendiera. En aquella ocasión no le interrumpió nadie de aquella manera tan agradable. Se puso ropa limpia y metió en el saco la que había llevado hasta entonces, destrozada después del trabajo del día. Se desharía de ella más tarde. Limpió las pistolas y las metió en una cartera. Pensó en quedárselas, pero eran demasiado pesadas y difíciles de manejar, así que decidió dárselas a Bartolomeo. La mayoría de los diamantes también se los regalaría a Bartolomeo, pero tras examinarlos, Ezio escogió cinco de los mejores y más grandes, y los guardó en su propio monedero. Al menos, le asegurarían no tener que estar perdiendo el tiempo preocupándose de dónde sacar dinero durante una temporada.
Todo lo demás se lo daría a La Volpe para enviarlo al cuartel. Si no podía fiarse de un amigo ladrón, ¿en quién iba a confiar entonces?
No tardó en estar preparado para salir de nuevo. La cartera colgaba de su hombro y tenía la mano sobre el pestillo, cuando sintió un agotamiento terrible. Estaba cansado de matar; cansado de la codicia, de las ansias de poder, y también del sufrimiento al que conducía todo aquello.
Estaba también casi harto de tanta lucha.
Dejó caer la mano que sujetaba la puerta y descolgó la cartera para dejarla sobre la cama. Cerró la puerta con llave, volvió a desvestirse y después de apagar la vela, se tiró en la cama. Tan sólo tuvo tiempo de recordar poner un brazo protector alrededor de la bolsa antes de quedarse dormido.
Sabía que aquel descanso no duraría mucho.
Ezio entregó la cartera en El Zorro Durmiente con instrucciones detalladas. No quería delegar aquel trabajo, pero le necesitaban en otro sitio. Le habían llegado pocos informes de los espías de La Volpe, pero los resultados coincidían con los que Maquiavelo le había enviado a Pantasilea por paloma mensajera, lo que mitigaba la mayoría de las dudas que le quedaban a Ezio sobre su amigo, aunque La Volpe tenía sus reservas. Ezio podía entenderlo. Maquiavelo resultaba distante, incluso frío. Aunque ambos eran florentinos y Florencia no se llevaba muy bien con Roma, y menos aún con los Borgia, parecía que La Volpe, a pesar de que todo apuntaba lo contrario, todavía albergaba sus dudas.
—Es una corazonada —fue lo único que dijo, con aspereza, cuando Ezio sacó el tema.
No había noticias de la Manzana, salvo que seguía en manos de los Borgia, aunque no se sabía con seguridad si la tenía Cesare o Rodrigo. Rodrigo conocía muy bien su potencial, aunque a Ezio le parecía poco probable que confiara a su hijo lo que sabía, dada la tensión que existía entre ambos. En cuanto a Cesare, era la última persona vista con el artefacto, pero no había ningún indicio de que estuviera utilizándolo. Ezio rezó para que a quienquiera que se la hubiera dado para estudiarla, si es que en realidad había hecho eso, no supiera descubrir sus misterios o los ocultara a su señor.
A Maquiavelo no le encontraba por ninguna parte. No había dado señales de vida ni siquiera en el cuartel general secreto de los Asesinos en la isla Tiberina. La única información que Ezio obtuvo era que estaba «fuera», pero tampoco le habían avisado de que estuviera en Florencia. Los dos jóvenes amigos que estaban temporalmente en Roma en aquel momento —Baldassare Castiglione y Pietro Bembo— y llevaban la guarida, eran de confianza y miembros asociados de la Hermandad, en especial porque uno tenía contacto con Cesare y el otro, con Lucrezia. Ezio pensó que era una lástima que el primero tuviera que regresar pronto a Mantua y el segundo, a Venecia. Se consoló con la idea de que le serían útiles de todas maneras en sus ciudades natales.
Contento por haber hecho todo lo posible en aquellos frentes, Ezio volvió a pensar en La Rosa in Fiore.
Esta vez, cuando visitó el burdel, la puerta estaba abierta. El local parecía de algún modo más aireado e iluminado. Recordaba el nombre de las chicas que había conocido el día que habían raptado a
madonna
Solaris y después de decírselo a una mujer mayor y más sofisticada que había en el vestíbulo, que, según había advertido, tenía haciendo guardia a dos jóvenes bien vestidos y educados, pero con pinta de bravucones, le acompañaron hasta el patio interior, donde le indicaron dónde encontrar a las chicas.
Se halló en un jardín de rosas, rodeado por unas altas paredes de ladrillo rojo. Una pérgola, casi oculta bajo las exuberantes rosas trepadoras, ocupaba una pared y en el centro había una pequeña fuente con bancos de mármol blanco a su alrededor. Las chicas a las que buscaba estaban en grupo hablando con dos mujeres mayores que se hallaban de espaldas a él. Se volvieron cuando se acercó.
Estaba a punto de presentarse —había decidido probar otra táctica esta vez—, cuando se quedó boquiabierto.
—¡Madre! ¡Claudia! ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Esperándote. Ser Maquiavelo, antes de marcharse, nos dijo que a lo mejor te encontrábamos aquí.
—¿Dónde está? ¿Le habéis visto en Florencia?
—No.
—Pero ¿qué estáis haciendo aquí, en Roma? —repitió como un tonto. Estaba sorprendido y preocupado a un tiempo—. ¿Han atacado Florencia?
—No, no es nada de eso —respondió María—. Pero los rumores eran ciertos: nuestro palazzo está destruido. Allí no queda nada para nosotras.
—Y aunque no estuviera en ruinas, no volvería jamás a la rocca de Mario en Monteriggioni —terció Claudia.
Ezio la miró y asintió. Comprendía lo duro que resultaría ese regreso para una mujer como ella, pero en el fondo estaba preocupado.
—Así que hemos venido aquí. Hemos cogido una casa en Roma —continuó María—. Nuestro sitio está contigo.
Los pensamientos se agolpaban en la cabeza de Ezio. En lo más recóndito de su corazón, aunque apenas lo admitía en su mente consciente, aún sentía que podía haber impedido la muerte de su padre y de sus hermanos. Les había fallado. María y Claudia era todo lo que le quedaba de su familia. ¿No les fallaría de la misma manera? No quería que dependieran de él.
El atraía al peligro. Si estaban cerca, ¿no correrían peligro también? No quería ser responsable de sus muertes. Estaban mejor en Florencia, donde tenían amigos, donde su seguridad estaría garantizada, en una ciudad que había recuperado la estabilidad bajo el sabio gobierno de Piero Soderini.
—Ezio —dijo Claudia, interrumpiendo sus pensamientos—. Queremos ayudar.
—Buscaba poneros a salvo al enviaros a
Firenze
.
Trató de mantener su voz libre de impaciencia, pero estaba hablando con brusquedad. María y Claudia parecían sorprendidas y, aunque a María se le pasó enseguida, Ezio se dio cuenta de que Claudia estaba dolida y molesta. ¿Había captado algo de lo que se le pasaba por la cabeza?
Por suerte fueron interrumpidos por Agnella y Lucía.
—Messer, disculpad, pero estamos impacientes. Seguimos sin tener noticias de madonna Solari. ¿Sabéis qué ha sido de ella?
Ezio seguía pensando en Claudia y en la expresión de sus ojos, pero su atención se desvió a la pregunta. Cesare debía de haber hecho un buen trabajo de encubrimiento. Pero se encontraban cadáveres en el Tíber prácticamente todos los días y algunos incluso llevaban allí tiempo.
—Está muerta —contestó bruscamente.
—¿Qué? —gritó Lucía.
—
Merda
—espetó Agnella de forma sucinta.
La noticia se difundió enseguida entre las chicas.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó una.
—¿Tendremos que cerrar? —preguntó otra.
Ezio dedujo el trasfondo de su preocupación. Con madonna Solari, a pesar de lo incompetente que Maquiavelo decía que era, aquellas chicas habían estado recopilando información para los Asesinos. Sin protección, y, como sugería la muerte de Solari, si Cesare sospechaba de La Rosa in Fiore, ¿cuál sería su destino? Por otro lado, si pensaba que Solari no era la única espía de aquel lugar, ¿no habría actuado ya?
Estaba claro, todavía quedaba esperanza.
—No podéis cerrar —les dijo—. Necesito vuestra ayuda.
—Pero
messere
, sin nadie que lleve el local, estamos acabadas.
Una voz junto a él dijo, decidida:
—Yo me encargaré.
Era Claudia.
Ezio se volvió hacia ella.
—¡Éste no es lugar para ti, hermana!
—Sé cómo llevar un negocio —replicó—. Dirigí durante años las fincas que el tío Mario tenía en la Conchinchina.
—Esto es distinto.
La voz tranquilizante de su madre intervino.
—¿Qué alternativa te queda, Ezio? Necesitas a alguien ya, sin duda, y sabes que puedes confiar en tu hermana.
Ezio lo encontró lógico, pero significaba poner a Claudia en primera línea, el sitio en el que más temía que estuviera. La fulminó con la mirada y ella le miró con desafío.
—Si lo haces, Claudia, estarás sola. No tendrás ninguna protección especial por mi parte.
—Me las he arreglado perfectamente sin ti estos veinte años —dijo con desdén.
—Muy bien —respondió con mucha frialdad—. Pues será mejor que te pongas a trabajar. Antes que nada, quiero este lugar bien limpio, redecorado y mejorado en todos los sentidos. Hasta hace falta trabajar a fondo en este jardín. Quiero que este local sea el mejor de toda la ciudad. ¡Y sabe Dios que tenéis competencia! Quiero a las chicas limpias. Nadie sabe mucho de esa nueva enfermedad. Se extiende por todos los puertos y las ciudades más grandes, así que ya sabemos lo que significa.
—Nos ocuparemos de eso —respondió Claudia con frialdad.
—Más os vale. Y hay otra cosa. Mientras estés aquí, quiero que tus cortesanas averigüen dónde está Caterina Sforza.
Continuó con la expresión inmutable.
—Puedes contar con nosotras.
—Ahora estás metida en esto, Claudia. Cualquier error será responsabilidad tuya.
—Puedo cuidarme de mí misma, hermano. —Eso espero —gruñó Ezio y giró sobre sus talones.
Ezio estuvo ocupado las siguientes semanas, consolidando las fuerzas restantes de la Hermandad que estaban reunidas en Roma, y decidiendo qué uso hacer de la información inicial que había obtenido de La Volpe y de los informes anteriores que le había enviado Bartolomeo. No podía esperar que la marea se estuviera volviendo ya contra los Borgia, pero podía ser que estuviera viendo el principio del fin. No obstante, recordaba el viejo dicho de que era más fácil enfrentarse a un león joven que acercarse a uno viejo con experiencia. En contra de su cauto optimismo estaba el hecho de que Cesare tenía bien cogida la Romaña, mientras que los franceses tenían Milán. Además, los franceses seguían apoyando al comandante papal. Años antes, el cardenal de San Pedro ad Vincula, Giuliano della Rovere, el gran enemigo del Papa, había intentado volver a los franceses en contra de los Borgia y derrocar a Alejandro, pero Alejandro le había burlado. ¿Cómo iba a tener éxito Ezio si della Rovere había fracasado? Por lo menos nadie había envenenado al cardenal —era demasiado poderoso para eso— y seguía siendo la mejor carta de Ezio.
Ezio también había decidido, aunque lo mantenía en secreto, que su misión debería ser animar a la Hermandad para que trasladara su sede permanentemente a Roma. Roma era el centro de los asuntos internacionales y de la corrupción. ¿Dónde iban a estar mejor, sobre todo ahora que Monteriggioni ya no era una opción viable? Ezio tenía planes para un centro de distribución de los fondos de la Hermandad, en respuesta a las misiones completadas con éxito de algunos Asesinos. Aquellos diamantes que les había quitado a los traficantes de esclavos habían venido muy bien y se habían convertido en un añadido a los fondos de la campaña.
Un día...
Pero para ese día aún quedaba mucho. La Hermandad seguía sin elegir a un líder, aunque por acuerdo común y por la efectividad de sus acciones, Maquiavelo y él se habían convertido en los jefes provisionales. Sin embargo, esto era sólo temporal y nada se había ratificado en un consejo formal.
Caterina todavía le preocupaba.
Había dejado que Claudia supervisara la renovación de La Rosa in Fiore sin ninguna intromisión. La había dejado que se hundiera o nadara en su propia confianza desmesurada. No sería culpa suya si no salía a flote. El burdel era un eslabón importante en su red, pero reconocía que si no hubiera tenido fe en su hermana, tal vez no habría aceptado su ayuda. Había llegado el momento de ponerla a prueba, de saber qué había conseguido.
Cuando regresó a La Rosa in Fiore, estaba tan sorprendido como satisfecho. Había resultado como sus otras transformaciones en la ciudad y en el cuartel de Bartolomeo, aunque era lo bastante modesto y realista para no llevarse todo el mérito. Escondió su deleite mientras disfrutaba de las suntuosas habitaciones en las que colgaban costosos tapices, donde había amplios sofás, suaves cojines de seda y vino blanco enfriado con hielo, un lujo caro.
Las chicas parecían damas, no putas, y por sus modales, no cabía duda de que alguien les había enseñado a comportarse de manera refinada. En cuanto a la clientela, lo poco que podía deducir era que el negocio estaba en auge, y aunque antes tenía sus reservas sobre la naturaleza de su reputación, ahora estaba claro. Echó un vistazo al salón central y vio al menos una docena de cardenales y senadores, así como algunos miembros de la Cámara Apostólica y otros oficiales de la Curia.
Todos estaban divirtiéndose, todos estaban relajados y esperaba que ninguno sospechara nada. Pero la prueba de que todo funcionaba bien recaería en el valor de la información que las cortesanas de Claudia pudieran extraer de aquella panda de vagos corruptos.
Vio a su hermana, vestida con pudor —lo que le alegró—, hablando demasiado cariñosamente a su parecer con Ascanio Sforza, el antiguo vicecanciller de la Curia, que ahora estaba en Roma de nuevo tras su breve desgracia, intentando volver a ganarse el favor papal. Cuando Claudia vio a Ezio, le cambió la expresión. Se excusó ante el cardenal y se acercó a él con una sonrisa crispada en la cara.