Assassin's Creed. La Hermandad (21 page)

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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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—No lo sé.

La Volpe salió de entre las sombras al final de la habitación.

— ¡Ezio! ¡Me alegro de verte otra vez! —Abrazó al que era más joven que él—. He traído aquí a tu
contessa
. En cuanto a Maquiavelo...

Justo entonces se abrió la puerta y entró Maquiavelo. Parecía demacrado.

—¿Dónde has estado? —preguntó La Volpe.

—Buscando a Ezio, aunque no tengo que darte cuentas —respondió Maquiavelo. Ezio se entristeció al notar la tensión que aún existía entre sus dos amigos. Maquiavelo se volvió hacia Ezio y, sin ceremonias, le preguntó—: ¿Qué hay de Cesare y Rodrigo?

—Cesare se marchó casi inmediatamente a Urbino. En cuanto a Rodrigo, está en el Vaticano.

—¡Qué extraño! —exclamó Maquiavelo—. Rodrigo debería haber estado en el Castel.

—Sí, muy extraño —terció La Volpe sin alterarse.

Si Maquiavelo había captado la indirecta, la ignoró.

—Qué manera de desaprovechar una oportunidad —reflexionó y al recobrar la compostura, le dijo a Caterina—: No te ofendas,
contessa
. Nos alegramos de verte a salvo.

—No me ofendo —contestó ella.

—Ahora que Cesare se ha ido a Urbino, debemos concentrarnos en reunir aquí nuestras fuerzas.

Maquiavelo levantó las cejas.

—¡Pero creía que teníais la intención de atacar ahora! Deberíamos ir tras él y matarle donde esté.

—Eso sería imposible —dijo Caterina—. He visto a su ejército. Es enorme. Nunca estaríais a su nivel.

Ezio dijo:

—Yo estoy de acuerdo en que trabajemos aquí, en Roma. Ya que hemos empezado, deberíamos continuar debilitando la influencia de los Borgia mientras restablecemos la nuestra. De hecho, quiero comenzar de inmediato.

—Hablas como si fueras nuestro líder —dijo Maquiavelo—, pero no se ha discutido aún el puesto, por no hablar de que nuestro consejo no lo ha ratificado.

—Y yo digo que necesitamos un líder y lo necesitamos enseguida —rebatió La Volpe—. No tenemos tiempo para consejos ni ratificaciones. Necesitamos consolidar la Hermandad otra vez y, para mí, Ezio es el hombre perfecto para el puesto. Maquiavelo, te lo pido. Tú y yo somos los dos Asesinos de rango superior que quedamos. Bartolomeo está obligado a aceptar. Tomemos ahora esta decisión (mantenía en secreto si quieres) y más tarde podemos hacer la votación formal.

Maquiavelo parecía estar a punto de hablar, pero entonces desistió y se encogió de hombros.

—No te fallaré —dijo Ezio—. Gilberto, me gustaría que trajeras aquí a Bartolomeo y a mi hermana Claudia. Hay asuntos que tratar. Nicolás, por favor, ven conmigo.

Al salir, Ezio se detuvo junto a la cama de Caterina.

—Cuidadla —le dijo al médico.

—¿Adónde vamos? —preguntó Maquiavelo cuando volvieron al centro de la ciudad.

—Quiero enseñarte algo.

Le condujo a la plaza del mercado más cercana. La mitad de los tenderetes estaban abiertos; había un panadero, un carnicero estaba espantando las moscas de su mercancía y un verdulero tenía a la venta una selección de productos con aspecto bastante mustio. A pesar de lo temprano que era, los puestos de vino eran los que más vendían. Y, tal y como Ezio esperaba, un puñado de guardias Borgia le daba una paliza al desafortunado propietario del puesto de artículos de piel.

—Mira —señaló Ezio cuando se mezclaron con el pequeño grupo de compradores.

—Sé lo que está pasando —dijo Maquiavelo.

—Sé que lo sabes, Nicolás —dijo Ezio—. Perdona, pero ya ves el panorama. Entiendes lo que se tiene que hacer políticamente para poner fin a los Borgia y no dudo de tu sinceridad en esto. —Hizo una pausa—. Pero debemos empezar a un nivel más básico. Los Borgia cogen lo que quieren del pueblo con total impunidad, para mantener su poder.

Observaron cómo los guardias empujaban al hombre al suelo; luego, se rieron, cogieron del tenderete lo que les vino en gana y siguieron. El hombre se puso de pie, contempló cómo se marchaban, lleno de impotencia, y luego, al borde de las lágrimas, empezó a ordenar sus artículos. Una mujer se acercó para consolarle, pero se la quitó de encima. No obstante, ella se quedó por allí cerca, con preocupación en los ojos.

—¿Por qué no le has ayudado? —preguntó Maquiavelo—. ¿Y los has mandado a freír espárragos?

—Mira —dijo Ezio—. Ayudar a un hombre está bien, pero no resolverá el problema. Volverán cuando no estemos y harán lo mismo una y otra vez. Mira la calidad de las cosas que ofrecen aquí. Las verduras están pasadas, la carne está en mal estado y no cabe duda de que el pan está duro. Lo mejor se lo llevan los Borgia. ¿Por qué crees que hay tanta gente bebiendo?

Maquiavelo respondió:

—No lo sé.

—Porque sufren —contestó Ezio—. No tienen esperanza y se sienten oprimidos. Quieren olvidarse de todo. Pero podemos cambiarlo.

—¿Cómo?

—Reclutándoles para nuestra causa. —Extendió los brazos—. Estas personas..., éstos son los que formarán el eje de nuestra resistencia a los Borgia.

—Ya hemos hablado de esto —dijo Maquiavelo con acritud—. No puedes decirlo en serio.

—Voy a empezar con este vendedor. Nicolás, para ganar esta guerra necesitamos soldados que luchen por nosotros. Debemos sembrar las semillas de la rebelión en sus mentes. —Hizo una pausa y continuó con seriedad—: Si reclutamos a aquellos a quienes el acoso ha convertido en sus enemigos, armaremos a la gente que fue desarmada por los Borgia.

Maquiavelo se quedó contemplando a su amigo con dureza.

—Pues ve —dijo—. Ve y recluta a nuestros primeros novicios.

—Oh, ésa es mi intención —dijo Ezio—. Y verás que del grupo de mujeres y hombres decididos que reuniré a nuestro alrededor, forjaré una espada capaz de cortar los miembros y la cabeza del tronco de los Borgia... Y de los mismos Templarios.

Capítulo 27

Ezio regresó solo al centro de operaciones de los Asesinos en la isla Tiberina. Había tenido un buen día de trabajo al haber convertido a su causa, con discreción, a cierto número de ciudadanos resentidos. A excepción de los fieles guardias, que trabajaban vigilando el lugar, éste estaba desierto, y Ezio estaba deseando un poco de tranquilidad para pensar en un plan; pero conforme se acercaba, descubrió que tenía compañía. Era alguien que quería estar seguro de que no advirtieran su presencia y, por lo tanto, esperó hasta que el personal se hubo marchado a otra parte del edificio antes de anunciarse.

—¡Psst! ¡Ezio! ¡Aquí!

—¿Quién anda ahí?

Ezio se puso alerta al instante, aunque le parecía conocer la voz. Unos arbustos altos crecían a cada lado del camino que llevaba al cuartel general, que nadie conocía, salvo los miembros de la organización. Si por casualidad se había revelado el secreto...

— ¡Ven aquí!

—¿Quién es?

—¡Soy yo!

Leonardo da Vinci, acicalado y extravagante como siempre, salió de su escondite hacia el sendero.

—¡Leo! ¡Dios mío!

Ezio, al recordar quién era ahora el nuevo señor de Leonardo, controló el impulso inicial de ir corriendo y abrazar a su viejo amigo.

Leonardo captó su reacción. Parecía un poco más viejo, pero no había perdido ni pizca de su ímpetu o de su vigoroso entusiasmo. Dio un paso hacia delante, pero mantuvo la cabeza agachada.

—No me sorprende que no muestres demasiado entusiasmo al volver a verme.

—Bueno, Leo, debo admitir que me has decepcionado.

Leonardo extendió las manos.

—Sabía que estabas detrás del allanamiento del Castel. Sólo podías haber sido tú. Así supe que seguías vivo.

—¿Estás seguro de que no han sido tus nuevos señores los que te han contado eso?

—No me cuentan nada. No soy más que un esclavo para ellos. —Se distinguió un ligero brillo en los ojos de Leonardo—. Pero tienen que confiar en mí.

—Mientras cumplas.

—Creo que soy lo bastante listo como para ir un paso por delante de ellos. —Leonardo dio otro paso hacia Ezio, con los brazos medio extendidos—. Me alegro de volver a verte, amigo mío.

—Has diseñado armas para ellos. Unas pistolas nuevas que nos cuesta igualar.

—Lo sé, pero si dejas que me explique...

—¿Y cómo has encontrado este lugar?

—Puedo explicarme...

Leonardo parecía muy arrepentido, muy desdichado y tan sincero que el corazón de Ezio se ablandó, a su pesar. También pensó que, al fin y al cabo, Leonardo había ido a verle y no cabía duda del peligro que había corrido. Y si buscaba un acercamiento, sería un líder muy tonto si rechazaba la amistad y el compañerismo de un hombre como aquél.

—¡ Ven aquí! —gritó Ezio y extendió bien los brazos.

—¡Oh, Ezio!

Leonardo se acercó a él enseguida y los dos hombres se abrazaron con afecto.

Ezio condujo a su amigo al cuartel general de los Asesinos, donde se sentaron juntos. Ezio sabía que habían trasladado a Caterina a una habitación interior, donde podía acabar de recuperarse en paz y tranquilidad, y el médico había dado instrucciones de que no la molestaran. Estuvo tentado de desobedecer, pero ya habría tiempo de hablar con ella más tarde. Además, la aparición de Leonardo dictaba un cambio de prioridades.

Ezio hizo que les trajeran vino y pasteles.

—Cuéntamelo todo —dijo Ezio.

—Te lo contaré. Antes que nada, tienes que perdonarme. Los Borgia reclutaron mis servicios, pero bajo coacción. Si me hubiera negado a servirles, me habrían sometido a una muerte larga y dolorosa. Me describieron lo que iban a hacerme si me negaba a ayudarles. Incluso ahora no puedo pensar en ello sin temblar.

—Ahora estás totalmente a salvo.

Leonardo negó con la cabeza.

—¡ No! Debo regresar. Te seré muchísimo más útil si creen que aún trabajo para ellos. Me he esforzado al máximo por crear el mínimo número posible de nuevos inventos para satisfacerlos. —Ezio estaba a punto de interrumpirle, pero Leonardo alzó una mano nerviosa—. Por favor, esto es una especie de confesión y me gustaría terminarla. Luego puedes juzgarme como creas conveniente.

—Nadie te está juzgando, Leonardo.

La actitud de Leonardo se hizo más intensa. Ignoró los refrigerios y se inclinó hacia delante.

—He dicho que he trabajado para ellos bajo coerción —continuó—, pero es algo más que eso. Sabes que me mantengo al margen de la política (no me gusta meterme en líos), pero los hombres que ansían el poder me buscan porque saben lo que puedo hacer por ellos.

—Eso ya lo sé.

—Coopero para mantenerme vivo. ¿Y por qué quiero seguir vivo? ¡Porque tengo mucho que hacer! —Cogió aire—. ¡Ni te imaginas, Ezio, lo lleno que tengo el cerebro! —Hizo un gesto que parecía indicar que lo abarcaba todo y a la vez que estaba desesperado—. ¡Queda mucho por descubrir!

Ezio estaba en silencio. Eso también lo sabía.

—Bueno —concluyó Leonardo—, ahora ya lo sabes.

—¿Por qué has venido hasta aquí?

—Para hacer las paces. Tenía que asegurarte que mi corazón no está con ellos.

—¿Y qué quieren de ti?

—Todo lo que puedan obtener. Las máquinas de guerra son lo principal. Saben de lo que soy capaz.

Leonardo sacó un paquete de papeles y se lo entregó.

—Aquí tienes algunos de los diseños que he hecho para ellos. Mira, aquí hay un vehículo armado capaz de moverse por todos los terrenos, si se construye correctamente, y los hombres escondidos en su interior pueden disparar armas, armas grandes, mientras están completamente protegidos de los ataques. Lo llamo «tanque».

Ezio palideció al echarle un vistazo a los dibujos.

—Y... ¿lo están construyendo?

Leonardo puso cara de astuto.

—He dicho si se construye correctamente. Por desgracia, tal y como está el diseño, esta cosa tan sólo gira sobre su propio eje.

—Ya veo.

Ezio sonrió.

—Y mira esto.

Ezio examinó el dibujo de un jinete que llevaba dos caballos con arreos a ambos lados. Pegados a su rastro, había unos largos postes horizontales, por delante y por detrás, con ruedas, y rotaban unos artefactos parecidos a una guadaña, que se usaban para cortar a cualquier enemigo con el que el jinete se encontrara.

—Es un artefacto diabólico —dijo.

—Sí, pero por desgracia el jinete está... está totalmente al descubierto.

Los ojos de Leonardo volvieron a brillar.

La sonrisa de Ezio se ensanchó y luego se desvaneció.

—¿Y qué hay de las pistolas que les has dado?

Leonardo se encogió de hombros.

—Hay que darle algo al enemigo para acallarlo —dijo—. Tenía que entregarles algo que les fuera útil o levantaría sospechas.

—Pero son pistolas muy eficaces.

—Claro que sí, pero no son ni la mitad de eficaces que aquella pistola que hice para ti una vez, hace años, basada en el diseño de la página del Códice. Una pena, la verdad. Me costó reprimirme.

Ezio pensó con tristeza en las armas del Códice que había perdido, pero volvería a por ellas.

—¿Qué más hay en el paquete de papeles?

Aunque estaban solos, Leonardo bajó la voz.

—He copiado los planos no sólo de las máquinas más grandes, sino también de las que usan en las batallas. —Extendió las manos con ironía—. Hala, así no deberían ser tan eficaces.

Ezio miró a su viejo amigo con admiración. Ese era el hombre que había diseñado un submarino para que los venecianos lo utilizaran en contra de las galeras turcas. Si hubiera decidido construir aquellos diseños sin defectos, no habrían tenido ninguna oportunidad contra los Borgia. Qué contento estaba de haber recibido así a Leonardo. Aquel hombre valía más que dos ejércitos.

—¡Por Dios santo, Leo, bebe al menos un vaso de vino! Sé que nunca podré recompensarte por todo esto.

Pero Leonardo rechazó el vaso que le ofrecía.

—Hay noticias más graves. ¿Sabes que tienen la Manzana?

—Claro.

—Me la han dado para que la estudie. Tú y yo ya sabemos algo del alcance de sus poderes. Rodrigo sabe un poco menos, pero tiene más inteligencia que Cesare, aunque Cesare es al que hay que vigilar.

—¿Cuánta información sobre la Manzana les has dado?

—La mínima posible, pero tengo que decirles algo. Por suerte, Cesare parece satisfecho, hasta ahora, con las aplicaciones limitadas que le he concedido. Pero Rodrigo sabe que hay más y su impaciencia aumenta. —Hizo una pausa—. Me he planteado varias maneras de robarla, pero la guardan bajo continua vigilancia y sólo me permiten acceder a ella bajo la más estricta supervisión. Aunque pude usar sus poderes para localizarte. Ya sabes que tiene esa facultad. ¡Fascinante!

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