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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (25 page)

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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—Muy bien, Luigi. Tú delante.

Ezio vaciló. No sabía qué hacer porque no tenía ni idea de adónde ir. Sopesó la caja.

—Esto pesa mucho. Los guardias deberían llevarla entre los dos.

—Sin duda.

Les pasó la caja, pero siguió sin moverse.

Los guardias esperaron.


Ser
Luigi —dijo el capitán al cabo de un rato—, con todo el respeto, debemos llevarle esto a tiempo al banquero. Desde luego, no estoy cuestionando tu autoridad... pero ¿no deberíamos darnos prisa?

¿De qué servía ganar tiempo para pensar? Ezio sabía que tenía que basarse en una corazonada. Era muy probable que el banquero viviera en los alrededores del Castel Sant'Angelo o del Vaticano. Pero ¿dónde? Optó por el Castel Sant'Angelo y comenzó a caminar hacia el oeste. Los miembros de su destacamento de seguridad se miraron entre ellos, pero le siguieron. Aun así, sentía su inquietud y, de hecho, después de llevar caminando un rato, oyó que los dos guardias susurraban:

—¿Es esto algún tipo de prueba?

—No estoy seguro.

—A lo mejor estamos dando un rodeo adrede por algún motivo.

Al final el capitán le dio unos golpecitos en el hombro y dijo:

—Luigi, ¿estás bien?

—Por supuesto que sí.

—Entonces, de nuevo con respeto, ¿por qué nos llevas al Tíber?

—Por razones de seguridad.

—Ah, sólo preguntaba. Normalmente vamos directos.

—Éste es un envío muy importante —dijo Ezio, esperando que lo fuera.

El capitán no pestañeó. Mientras estaban parados hablando, uno de los guardias le murmuró al otro:

—¡Qué tontería! Estas chorradas son las que me hacen pensar que más me valía haberme quedado de herrero.

—Me muero de hambre. Me quiero ir a casa —masculló el otro—. ¡Que le den a la seguridad! Tan sólo está a un par de manzanas al norte.

Al oír esto, Ezio suspiró aliviado, puesto que su mente le había mostrado la ubicación del
palazzo
del otro banquero, Agostino Chigi, que se encargaba de los asuntos del Papa. Aquello estaba un poco al noreste de donde estaban ellos en aquel instante. Era lógico que la casa del banquero de Cesare no estuviera muy lejos, en la zona de negocios. Qué tonto había sido al no ocurrírsele antes, pero había sido un día muy ajetreado.

—Ya hemos dado bastante rodeo —dijo con decisión—. Ahora iremos directos.

Se dirigió hacia el Palazzo Chigi y se tranquilizó al notar el alivio de sus compañeros. Al cabo de un rato, el capitán decidió ponerse al frente. Adoptaron un paso rápido y no tardaron en llegar a una zona de calles amplias y limpias. El gran edificio de mármol, bien iluminado, al que se dirigían estaba vigilado por unos guardias distintos, situados al pie de los escalones de la entrada y delante de la imponente puerta doble que había enfrente.

Obviamente esperaban al grupo de Ezio.

—Ya era hora —dijo el líder de los nuevos guardias, que sin duda estaba por encima del capitán. Se volvió hacia Ezio y añadió—: Entrégale la caja a mis hombres, Luigi. Me encargaré de que el banquero la reciba. Sería preferible que tú también vinieras. Hay alguien aquí que quiere hablar contigo. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está el senador Troche?

—Hicimos lo que nos ordenaron —respondió Ezio antes de que nadie más pudiera hacerlo.

—Bien —dijo el guardia al mando con aspereza.

Ezio siguió a la caja, que ahora estaba en manos de los nuevos guardias, al final de los escalones. Detrás de él, el capitán hizo el gesto para acompañarles.

—Vosotros no —dijo el guardia al mando.

—¿No podemos entrar?

—Esta noche no. Tú y tus hombres estaréis aquí de patrulla. Podrías enviar a uno de ellos a buscar otro destacamento. Estamos a plena seguridad. Son órdenes del duque Cesare.


Porco puttana
—gruñó uno de los guardias de Ezio a su compañero.

Ezio aguzó el oído.

«¿Cesare? ¿Está aquí?», pensó y su mente empezó a dar vueltas mientras atravesaba las puertas abiertas para entrar en el vestíbulo, que resplandecía de luz y, por suerte, estaba abarrotado de gente.

El capitán y el guardia al mando estaban aún discutiendo sobre la patrulla extra cuando un grupo de policía papal de la ciudad se acercó a ellos a paso ligero. Les faltaba el aliento y sus rostros reflejaban preocupación.

—¿Qué ocurre, sargento? —preguntó el guardia al mando a su comandante.


Perdonate, colonnello
, pero estábamos de ronda por el Panteón, las puertas estaban abiertas...

—¿Y?

—Así que investigamos. Envié algunos hombres adentro...

—Suéltalo ya, hombre.

—Encontramos a
messer
Torcelli, señor. Asesinado.

—¿A Luigi? —El guardia al mando se volvió para mirar hacia la puerta principal por la que Ezio acababa de desaparecer—. ¡Qué tontería! Llegó hace unos minutos con el dinero. Debe de haber un error.

Capítulo 32

Ezio, tras haberse despojado rápida y discretamente de las prendas de ropa de Luigi y haberlas escondido detrás de una columna, se abrió camino entre la multitud de huéspedes bien vestidos, la mayoría de los cuales llevaban máscara, y no les quitó el ojo de encima a los guardias que llevaban la caja del dinero. Se acercó aún más a ellos mientras se aproximaban a un ayudante vestido con una elegante librea, a quien se la entregaron.

—Para el banquero —dijo uno de los guardias.

El ayudante asintió, cogió la caja sin problemas y se dio la vuelta para marcharse del salón. Ezio estaba a punto de seguirle, cuando tres chicas pasaron rozándole. Sus vestidos eran tan opulentos como los de los demás invitados, pero sus escotes dejaban muy poco a la imaginación. Con sorpresa y placer, Ezio reconoció a las cortesanas de La Rosa in Fiore. Sin duda había subestimado a su hermana. No le extrañaba que estuviera enfadada con él.

—Déjanoslo a nosotras, Ezio —dijo una de las chicas.

—No te conviene acercarte tanto —dijo la segunda—. Pero no nos pierdas de vista.

Salieron pavoneándose detrás del ayudante, pronto le alcanzaron y una de ellas ya había empezado a entablar conversación.

—Hola —dijo.

—Hola —contestó el hombre con cautela.

Pero no era muy divertido estar en una fiesta y seguir de servicio.

—¿Te importa que camine contigo? ¡Toda esta gente! Cuesta pasar por aquí un poco rápido.

—Sí. Bueno, quiero decir que no me importa que me acompañes.

—No había estado aquí antes.

—¿De dónde eres?

—De Trastevere. —Se estremeció de forma exagerada—. Tienes que pasar por algunas de las ruinas antiguas para llegar hasta esta zona. Me ponen nerviosa.

—Aquí estás a salvo.

—¿Contigo?

El ayudante sonrió.

—Podría protegerte, si es necesario.

—Seguro que sí. —Miró la caja—. ¡Vaya, qué cofre que llevas ahí!

—No es mío.

—Oh, pero lo sujetas con esos brazos tan fuertes. ¡Menudos músculos debes de tener!

—¿Quieres tocarlos?

—¡Santo cielo! Pero ¿qué le diré al sacerdote que me confiese?

Para entonces ya habían llegado a una puerta de hierro flanqueada por dos guardias. Ezio observó cómo uno de ellos llamaba. Un instante después, la puerta se abrió y una figura vestida con la túnica roja de un cardenal apareció en la entrada, con un ayudante vestido de forma similar al primero.

—Aquí está el dinero que estaba esperando, Su Eminencia —dijo el portador de la caja y se la ofreció al segundo ayudante.

Ezio contuvo la respiración, se había confirmado su sospecha. El banquero no era otro sino Juan Borgia, el Mayor, arzobispo de Monreale y cardenal-sacerdote de Santa Susana. ¡El mismísimo hombre que había visto en compañía de Cesare en Monteriggioni y en los establos del Castel Sant'Angelo!

—Bien —dijo el banquero, cuyos ojos negros brillaban en su rostro cetrino. Estaba observando a la chica, que estaba cerca del primer ayudante—. A ella creo que también me la quedo.

La agarró por el brazo para atraerla hacia él, mientras se dirigía al primer ayudante:

—En cuanto a ti, puedes retirarte.


Onoratissima!
—exclamó la chica, arrimándose de buen grado al banquero mientras el ayudante intentaba controlar la expresión de su cara.

El segundo ayudante desapareció en la habitación por la puerta y la cerró, mientras el banquero conducía a la chica de vuelta a la fiesta.

El primer ayudante observó cómo se marchaban y luego suspiró, resignado. Se dispuso a marcharse, pero entonces se detuvo, para buscar algo que le faltaba.

—¡Mi monedero! ¿Dónde está? —masculló y luego miró hacia donde el banquero se había ido con la chica. Estaban rodeados de invitados que se reían, entre los que pasaban ágiles sirvientes con bandejas de plata cargadas de comida y bebida—. ¡Oh, mierda! —dijo para sus adentros y volvió a la puerta principal, que cerró tras cruzarla. Obviamente habían llegado todos los invitados.

Ezio observó cómo se marchaba y pensó: «Si continúan tratando a la gente de esa manera, no debería tener problemas en conseguir todos los reclutas que necesite».

Ezio se dio la vuelta y se abrió camino hasta colocarse cerca del banquero, justo cuando un heraldo apareció en la galería y un trompetista tocó una corta fanfarria para que los demás guardaran silencio.


Eminenze, signore, signori
—anunció el heraldo—. Nuestro estimado señor, y el invitado de honor, el duque de Valencia y de la Romaña, el capitán general de las
forze armate
papales, príncipe de Andria y Venafro, conde de Dyois y señor de Piombino, Camerino y Urbino, Su Gracia
messer
Cesare Borgia, está a punto de honrarnos con un discurso en la Gran Cámara Interior.

—Vamos, querida, siéntate a mi lado —le dijo el banquero a la cortesana de La Rosa in Fiore, con su mano huesuda serpenteando su trasero.

Ezio se unió a las personas que rápidamente se movieron con obediencia hacia la puerta doble que llevaba a la cámara interior. Advirtió que las otras dos chicas no estaban lejos, pero le ignoraban con sensatez. Se preguntó cuántas aliadas más había logrado su hermana infiltrar en aquella reunión. Si tenía éxito en todo lo que le había pedido hacer, tendría que hacer algo más que morder el polvo, pero también se sentía orgulloso y tranquilo.

Ezio tomó asiento en un pasillo, junto al centro de los congregados. Unos guardias papales bordeaban la sala y había otra fila delante de la tarima que se había colocado en un extremo. En cuanto estuvieron todos acomodados, las mujeres comenzaron a abanicarse a causa del calor, y una figura familiar, vestida de negro, subió a la tarima. Ezio advirtió que iba acompañado de su padre, aunque Rodrigo se limitó a sentarse detrás de él. Para su alivio, no se veía a Lucrezia por ninguna parte, aunque ya deberían haberla soltado.

—Bienvenidos, amigos míos —dijo Cesare, sonriendo un poco—. Sé que nos queda mucha noche por delante. —Hizo una pausa para las risas y aplausos aislados—. Pero no os entretendré demasiado. Amigos míos, es un honor para mí que el cardenal de Santa Susana se haya tomado tantas molestias para ayudarme a celebrar mis recientes victorias.

Aplausos.

—¿Y qué mejor modo de celebrarlas que uniéndome a la hermandad del Hombre? Pronto nos volveremos a reunir aquí para una fiesta aún mayor que celebre una Italia unificada. Entonces, amigos míos, el festín y el jolgorio no durarán una noche ni dos, ni tampoco cinco, seis o siete, ¡estaremos cuarenta días y noches de fiesta!

Ezio vio que el Papa se ponía tenso al oír aquello, pero Rodrigo no dijo nada, no interrumpió. El discurso, como Cesare había prometido, fue corto y siguió con una lista de las nuevas ciudades estado que estaban bajo su influjo, y un vago resumen de sus planes para futuras conquistas. Cuando terminó, en medio de fuertes gritos de aprobación y aplausos, Cesare se dio la vuelta para marcharse, pero le cerró el paso Rodrigo, que sin duda estaba haciendo un esfuerzo por contener su furia. Ezio avanzó para escuchar la seca conversación que habían comenzado en voz baja padre e hijo. En cuanto a los demás juerguistas, habían empezado a moverse hacia el salón principal y sus mentes ya estaban concentradas en los placeres de la fiesta que habría a continuación.

—No acordamos conquistar toda Italia —estaba diciendo Rodrigo con la voz llena de rencor.

—Pero,
caro padre
, si tu brillante capitán general dice que podemos hacerlo, ¿por qué no alegrarnos y dejar que ocurra?

—¡Tus riesgos lo arruinarán todo! Puede que alteres el delicado equilibrio de poder que nos hemos esforzado tanto por mantener.

Cesare torció el gesto.

—Por supuesto que aprecio todo lo que has hecho por mí, caro padre, pero no olvides que ahora controlo el ejército y eso significa que yo tomo las decisiones. —Hizo una pausa para que asimilara sus palabras—. No estés tan apesadumbrado. ¡Diviértete!

Después de aquellas palabras Cesare bajó de la tarima y atravesó una puerta con cortina que había en un lateral. Rodrigo observó durante un momento cómo se marchaba y luego, tras refunfuñar, le siguió.

«Pavonéate todo lo que quieras ahora, Cesare —pensó Ezio—, porque acabaré contigo. Entretanto, tu banquero deberá pagar el precio por relacionarse contigo».

Adoptando el aire de cualquier otro invitado a la fiesta, fue como si tal cosa en la misma dirección que los demás. Durante el discurso, habían transformado el salón principal colocando camas y sofás bajo pesados doseles, y cubriendo el suelo de cojines de damasco y gruesas alfombras persas. Los criados aún pasaban entre los huéspedes y les servían vino, pero los invitados ahora estaban más interesados los unos en los otros. Por toda la sala, hombres y mujeres se despojaban de sus ropas, en parejas, en grupos de tres, de cuatro o más. El olor a sudor se elevaba con el calor.

Varias mujeres y no menos hombres, algunos de los cuales no se habían entregado aún a la diversión, miraron a Ezio, pero ninguno le prestó especial atención mientras usaba las columnas de la sala para esconderse y continuaba andando hacia el banquero, que se había quitado su birrete, su espléndido ferraiolo y su sotana para revelar una larguirucha figura con una camisa de algodón y unos calzones largos de lana. El y la chica estaban medio sentados, medio tumbados en un sofá con dosel en un hueco, más o menos oculto a la vista del resto de los invitados. Ezio se acercó aún más.

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