Assassin's Creed. La Hermandad (11 page)

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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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—No conoce el peligro ni el cansancio —continuó Maquiavelo—. Los que no caen por su espada claman por unirse a sus filas. Ya ha hundido a las poderosas familias Orsini y Colonna, que se han rendido a sus pies, y el rey Luis de Francia está a su lado. —Maquiavelo hizo una pausa, meditabundo—. Pero al menos el rey Luis sólo seguirá siendo su aliado mientras le sea útil...

—Subestimas a ese hombre.

Al parecer Maquiavelo no le había oído; estaba perdido en sus propios pensamientos.

—¿Qué pretende hacer con todo ese poder y el dinero? ¿Qué tira de él? Todavía no lo sé. Pero, Ezio —añadió, clavando la mirada en su amigo—, Cesare ha puesto el ojo en Italia y a este paso, la conseguirá.

Ezio vaciló, horrorizado.

—¿Es... es admiración lo que oigo en tu voz?

A Maquiavelo se le tensó la cara.

—Sabe cómo ejercer su voluntad (una extraña virtud hoy en día) y es el tipo de hombre que puede someter al mundo a esa voluntad.

—¿A qué te refieres exactamente?

—A esto: la gente necesita a alguien a quien admirar, incluso adorar. Puede ser Dios, o Cristo, pero es preferible alguien a quien puedan ver, que no sea tan sólo una imagen. Rodrigo, Cesare, hasta un actor o una cantante, siempre y cuando estén bien vestidos y tengan fe en sí mismos. El resto viene de forma bastante lógica. —Maquiavelo bebió un poco de vino—. Es parte de nosotros, ¿ves? No nos interesa ni a ti ni a mí, ni a Leonardo, pero hay gente ahí fuera ansiosa por que les sigan, y son los peligrosos. —Acabó su bebida—. Por suerte, personas como yo también pueden manipularlos.

—O personas como yo pueden destruirlos.

Se quedaron sentados en silencio durante un buen rato.

—¿Quién estará al frente de los Asesinos ahora que Mario ha muerto? —preguntó Ezio.

—¡Menuda pregunta! Estamos en desorden y hay pocos candidatos. Es importante, desde luego, y se hará la elección cuando llegue el momento. Mientras tanto, vamos. Tenemos trabajo que hacer.

—¿Vamos a caballo? Puede que esté medio derruida, pero Roma sigue siendo una ciudad grande —sugirió Ezio.

—Es más fácil decirlo que hacerlo. Puesto que aumentan las conquistas de Cesare en la Romaña, y ahora controla la mayor parte de la región, y los Borgia cada vez tienen más poder, se han quedado con las mejores zonas de la ciudad. Ahora estamos en una rione Borgia. Aquí no podremos coger caballos de los establos.

—Entonces ¿la voluntad de los Borgia es la única ley que hay aquí ahora?

—Ezio, ¿qué estás insinuando? ¿Qué me parece bien?

—No te hagas el tonto conmigo, Nicolás.

—No me hago el tonto con nadie. ¿Tienes un plan?

—Improvisaremos.

Se dirigieron a donde estaban situados los establos con los caballos en alquiler y caminaron por las calles donde, según advirtió Ezio, muchas de las tiendas que deberían estar abiertas, tenían echados los postigos. ¿Qué pasaba? En efecto, cuanto más se acercaban, más numerosos y amenazadores eran los guardias vestidos con libreas moradas y amarillas. Ezio se percató de que Maquiavelo cada vez se estaba poniendo más nervioso.

No pasó mucho tiempo antes de que un fornido sargento, al frente de unos doce matones uniformados, de aspecto bravucón, les bloqueara el paso.

—¿Qué haces aquí, amigo? —le dijo a Ezio.

—¿Ha llegado el momento de improvisar? —susurró Maquiavelo.

—Queremos alquilar unos caballos —le contestó Ezio al sargento, sin alterarse.

El sargento soltó una carcajada.

—No, aquí no, amigo. Por ahí.

Señaló por donde habían venido.

—¿No está permitido?

—No.

—¿Por qué no?

El sargento desenvainó su espada y los guardias hicieron lo mismo. Sostuvo la punta de su hoja contra el cuello de Ezio y empujó ligeramente hasta que apareció una gota de sangre.

—Sabes lo que le hizo la curiosidad al gato, ¿verdad? ¡Pues vete a tomar por culo!

Con un movimiento casi imperceptible, Ezio sacó su hoja oculta y cortó los tendones de la muñeca que sujetaba la espada, que cayó haciendo ruido al suelo. El sargento dio un fuerte grito y se dobló sujetándose la muñeca. Al mismo tiempo Maquiavelo saltó hacia delante y rajó con su espada a los tres guardias más cercanos con un amplio movimiento. Todos se tambalearon hacia atrás, asombrados ante el repentino atrevimiento de los dos hombres.

Ezio retiró la hoja oculta de inmediato y con un fluido movimiento desenfundó la espada y el puñal. Sus armas quedaron a la vista y preparadas justo a tiempo de matar a los dos primeros atacantes que, después de recuperar parte de su compostura, habían dado un paso adelante para vengar a su sargento. Ninguno de los hombres de Borgia era rival para Ezio o Maquiavelo en el manejo de las armas, puesto que el entrenamiento de los Asesinos era de una clase totalmente distinta. Aun así, los dos aliados tenían pocas posibilidades ya que les superaban en número. No obstante, la inesperada ferocidad de su ataque bastó para darles una ventaja incuestionable.

Casi totalmente desprevenidos y al no estar acostumbrados a salir mal parados en ningún encontronazo, los doce hombres no tardaron en ser despachados. Pero el alboroto de la refriega había levantado la alarma y pronto llegaron más soldados de los Borgia, dos docenas de hombres en total. Maquiavelo y Ezio fueron casi arrollados por su gran número y por el esfuerzo de intentar luchar contra tantos a la vez. Sustituyeron las florituras de las que eran capaces por un manejo de espada más rápido y eficiente: el ataque en tres segundos, donde basta un único golpe. Ninguno de los dos hombres cedió terreno, con una sombría determinación en sus rostros, y al final todos sus enemigos habían salido huyendo, estaban heridos, muertos o moribundos a sus pies.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo Maquiavelo, respirando con dificultad—. Sólo porque hayamos enviado a unos cuantos esbirros de Borgia a su Creador no significa que consigamos tener acceso a los establos. La gente normal sigue teniendo miedo. Por ese motivo hay tantas tiendas cerradas.

—Tienes razón —estuvo de acuerdo Ezio—. Tenemos que enviarles una señal. Espera aquí.

Había un fuego encendido en un brasero cercano. De allí cogió una tea y saltó a la pared del establo, donde la bandera Borgia con el toro negro en un campo dorado ondeaba en la suave brisa. Ezio le prendió fuego y mientras ardía, una o dos tiendas abrieron con cautela, y también se abrieron las puertas de los establos.

—¡Eso está mejor! —gritó Ezio. Se volvió para dirigirse al pequeño pero dudoso grupo que se había reunido—. No temáis a los Borgia. No estéis a su servicio. Sus días están contados y se acerca el día del Juicio Final.

Aparecieron más personas y comenzó la ovación.

—Volverán —dijo Maquiavelo.

—Sí, pero les hemos demostrado que no son los tiranos tan poderosos que pretenden ser.

Ezio saltó de la pared hacia el patio de las cuadras, donde se le unió Maquiavelo. Rápidamente, eligieron dos robustos caballos y los ensillaron.

—Volveremos —prometió Ezio al encargado de las cuadras—. Puede que quieras limpiar este sitio un poco, ahora que vuelve a pertenecerte, como es justo.

—Lo haremos, mi señor —dijo el hombre, pero seguía estando temeroso.

—No te preocupes. No te harán daño ahora que les has visto vencidos.

—¿Cómo lo sabéis, mi señor?

—Te necesitan. No pueden conseguirlo sin ti. Demuéstrales que no te intimidan y manéjalos, y tendrán que camelarte para que les ayudes.

—Nos colgarán o algo peor.

—¿Queréis pasar el resto de vuestras vidas bajo su yugo? Alzaos contra ellos. Tendrán que escuchar las peticiones razonables. Hasta los tiranos ceden si hay bastantes personas que se niegan a obedecerles.

Maquiavelo, ya en su caballo, sacó un pequeño bloc de notas negro y escribió algo en él, mientras sonreía distraídamente para sus adentros. Ezio subió a su montura.

—Creía que habías dicho que teníamos prisa —dijo Ezio.

—Y la tenemos. Tan sólo estaba tomando nota de lo que has dicho.

—Supongo que debería sentirme halagado.

—Oh, claro. Vamos. —Mientras cabalgaban continuó diciendo—: Eres experto en abrir heridas, Ezio. Pero también las cierras.

—Intento curar la enfermedad que está en el corazón de nuestra sociedad, no tan sólo tratar los síntomas.

—Unas palabras muy atrevidas. Pero no hace falta que discutas conmigo, no olvides que estamos en el mismo bando. Tan sólo estoy ofreciendo otro punto de vista.

—¿Es esto una prueba? —Ezio estaba suspicaz—. En tal caso, hablemos abiertamente. Creo que la muerte de Rodrigo Borgia no habría resuelto nuestro problema.

—¿De verdad?

—Bueno, mira esta ciudad. Roma es el centro del gobierno de los Borgia y los Templarios. Lo que le acabo de decir al hombre de los establos es cierto. El hecho de matar a Rodrigo no cambiará nada. Si le cortas la cabeza a un hombre, se muere seguro. Pero nos estamos enfrentando a Hidra.

—Entiendo a lo que te refieres. Es como el monstruo de siete cabezas que Hércules tuvo que matar. Pero incluso entonces las cabezas volvieron a crecer hasta que descubrió el truco de cómo impedir que esto sucediera.

—Exacto.

—Entonces ¿sugieres que recurramos al pueblo?

—Quizá. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Perdóname, Ezio, pero el pueblo es veleidoso. Confiar en él es como construir sobre arena.

—No estoy de acuerdo, Nicolás. Sin duda nuestra confianza en la humanidad está en el corazón del Credo de los Asesinos.

—¿Y es lo que quieres añadir a la prueba?

Ezio estaba a punto de responder, pero justo en ese instante un joven ladrón pasó corriendo a su lado y, con un cuchillo, con rapidez y seguridad, cortó las cuerdas de piel que unían la bolsa de dinero de Ezio a su cinturón.

—¡Qué...! —gritó Ezio.

Maquiavelo se rio.

—Debe de ser de tu círculo de confianza. ¡Mira cómo corre! Puede que hasta le hayas entrenado tú mismo. Anda, ve a recuperar lo que te ha robado. Necesitamos ese dinero. Me reuniré contigo en la Campidoglio, en la Capitolina.

Ezio dio la vuelta con su caballo y salió galopando para perseguir al ladrón. El hombre bajaba corriendo por callejones demasiado estrechos para el caballo y Ezio tuvo que dar la vuelta, preocupado por si perdía a su presa, pero a la vez consciente de que, para su disgusto, el joven le dejaría atrás si iba a pie. Era casi como si se hubiera entrenado con los Asesinos. Pero ¿cómo podía ser?

Por fin le acorraló en un callejón sin salida y utilizó el cuerpo del caballo para clavarlo contra la pared del fondo.

—Devuélvemelo —dijo sin alterarse y sacó la espada.

El hombre aún parecía decidido a escapar, pero cuando vio que era imposible, se desplomó y, sin decir nada, alzó la mano que sujetaba la bolsa. Ezio la cogió rápidamente y la puso a buen recaudo. Pero al hacerlo, dejó que el caballo se retirara un poco y en un abrir y cerrar de ojos el hombre escaló sin dificultad la pared a una velocidad extraordinaria y desapareció por el otro lado.

— ¡Eh! ¡Vuelve! ¡Todavía no he acabado contigo!—gritó Ezio, pero lo único que obtuvo como respuesta fue el sonido de unas pisadas alejándose.

Suspiró, ignoró al grupo que se había formado a su alrededor y condujo al caballo hacia la Colina Capitolina.

Ya estaba anocheciendo cuando se volvió a reunir con Maquiavelo.

—¿Recuperaste el dinero que te robó tu amigo?

—Sí.

—Una pequeña victoria.

—Se sumarán —dijo Ezio—. Y con el tiempo y trabajo, tendremos unas cuantas más.

—Esperemos conseguirlo antes de que Cesare nos descubra y nos venza otra vez. Lo consiguió en Monteriggioni. Bueno, ya nos las arreglaremos.

Maquiavelo espoleó a su caballo.

—¿Adónde vamos?

—Al Coliseo. Tenemos una cita con un contacto mío, Vinicio.

—¿Y...?

—Espero que me traiga algo. Vamos.

Mientras cabalgaban por la ciudad hacia el Coliseo, Maquiavelo comentó con sequedad los nuevos edificios que se habían levantado durante la administración del Papa Alejandro VI.

—Mira todas esas fachadas disfrazadas de edificios del gobierno. Rodrigo es muy listo al mantener este lugar activo. Engaña con bastante facilidad a tu amigo el «pueblo».

—¿Cuándo te has vuelto tan cínico?

Maquiavelo sonrió.

—No soy cínico en absoluto. Tan sólo describo cómo es Roma hoy en día. Pero tienes razón, Ezio, tal vez estoy un poco amargado y soy un poco negativo a veces. Puede que no se haya perdido todo. Las buenas noticias son que tenemos aliados en la ciudad. Los conocerás. Y el Colegio Cardenalicio no está dominado al completo por Rodrigo, como a él le gustaría, aunque le falta poco.

—¿Para qué?

—Para el éxito supremo.

—Podemos intentarlo. Si desistimos seguro que no lo conseguiremos.

—¿Quién ha dicho nada de desistir?

Continuaron cabalgando en silencio hasta que llegaron a los lúgubres restos del Coliseo en ruinas, un edificio sobre el que, para Ezio, aún pendían los horrores recordados de los Juegos que habían tenido lugar allí hacía cientos de años. Enseguida atrajo su atención un grupo de guardias de los Borgia con un mensajero papal. Con las espadas desenvainadas, las alabardas amenazantes y sosteniendo antorchas encendidas, empujaban a un hombrecillo de aspecto nervioso.


Merda!
—exclamó en voz baja Maquiavelo—. Es Vinicio. Le han visto antes que nosotros.

En silencio, los dos hombres aflojaron el paso de sus caballos y se acercaron al grupo con la máxima cautela posible para lograr el mayor factor sorpresa. Al aproximarse, captaron algunos trozos de la conversación.

—¿Qué llevas ahí? —le estaba preguntando un guardia.

—Nada.

—Estás intentando robar correspondencia oficial del Vaticano, ¿eh?


Perdonatemi, signore
. Debe de ser una equivocación.

—No es ninguna equivocación, ladronzuelo —dijo otro guardia, que pinchó al hombre con su alabarda.

—¿Para quién trabajas,
ladro
?

—Para nadie.

—Bien, entonces a nadie le importará lo que te pase.

—Ya he oído suficiente —dijo Maquiavelo—. Tenemos que salvarle y coger la carta que lleva.

—¿La carta?

—¡Vamos!

Maquiavelo clavó los talones en las ijadas de su caballo y el sorprendido animal echó a correr mientras Maquiavelo tiraba fuerte de las riendas. La bestia se puso a dos patas y al golpear violentamente la sien del guardia Borgia más cercano, hundió el casco en su cráneo. El hombre cayó como una piedra. Entretanto, Maquiavelo había girado a la derecha y se había inclinado mucho en la silla. Estiró el brazo y rajó brutalmente el hombro del guardia que estaba amenazando a Vinicio. El hombre dejó caer su alabarda al instante y se derrumbó por el dolor que le quemaba el hombro. Ezio espoleó al caballo para que avanzara, pasó a toda velocidad por delante de otros dos guardias y con el pomo de su espada golpeó con tanta fuerza en la cabeza al primer hombre que lo mató y al segundo le dio en los ojos con la cara de la hoja. Sólo quedaba un guardia. Trastornado por el ataque repentino, no se dio cuenta de que Vinicio había agarrado el asta de su alabarda y de pronto notó que tiraban de él. El puñal de Vinicio le estaba esperando y atravesó la garganta del hombre. Oyó un escalofriante sonido de gárgaras cuando la sangre inundó los pulmones. Una vez más el elemento sorpresa les había dado ventaja a los Asesinos; los soldados de los Borgia sin duda no estaban acostumbrados a una resistencia tan eficaz ante su intimidación. Vinicio no perdió el tiempo y señaló hacia la calle principal que llevaba a la plaza central. Se vio un caballo alejarse de la plaza, el mensajero se colocó firme sobre los estribos y espoleó a su corcel.

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