—¿Qué demonios...? —gritó Ezio.
—Ve a buscar a Mario —dijo Caterina con urgencia.
Otra bala entró volando, rompió las vigas sobre la cama que acababan de dejar libre y la hizo añicos.
—Mis tropas están en el patio principal —dijo Caterina—, Iré a buscarlas y daremos la vuelta a la ciudadela para ver si podemos flanquearlos. Dile a Mario que eso es lo que he decidido.
—Gracias —dijo Ezio—. No dejes que te vean.
—Ojalá tuviera tiempo de cambiarme —dijo, riéndose—. La próxima vez será mejor que reservemos un
albergo
, ¿eh?
—Asegurémonos de que de verdad hay una próxima vez —replicó Ezio, también riéndose, pero nervioso, mientras se colocaba la espada.
—¿Qué te apuestas?
Arrivederci!
—gritó Caterina y salió corriendo de la habitación sin olvidarse de mandarle un beso.
Miró las ruinas de la cama. Las armas del Código, la daga de doble filo, la daga venenosa y la pistola, estaban enterradas debajo y con toda probabilidad habían quedado destruidas. Al menos aún tenía la hoja oculta. Incluso in extremis nunca la olvidaría, pues aquél había sido el legado de su padre asesinado.
Ezio no tenía ni idea de la hora que era, pero la experiencia le decía que los ataques normalmente empezaban al amanecer, cuando las víctimas estaban todavía confundidas y se retiraban el sueño de los ojos. Tenía suerte de que su entrenamiento le hubiera otorgado, incluso a los cuarenta años, la actitud alerta y la agilidad de un gato montés.
En cuanto salió afuera, a las almenas, escudriñó el paisaje de alrededor. La ciudad a sus pies estaba en llamas por muchas zonas. Vio arder la tienda del sastre y también la casa de Angelina. Aquella noche no iba a haber ninguna fiesta de cumpleaños para la pobre Claudia.
Se agachó cuando otra bala de cañón destrozó la muralla. Por el amor de Dios, ¿qué tipo de armas llevaban los atacantes? ¿Cómo podían recargarlas y disparar tan rápido? ¿Y quién estaba detrás de aquello?
A través del humo y el polvo distinguió a Mario, que esquivaba las paredes que se derrumbaban mientras se acercaba a él. Ezio saltó de la muralla, aterrizó en cuclillas cerca de Mario y corrió para reunirse con él.
—¡Tío!
Che diavolo..?
Mario escupió.
—Nos han cogido desprevenidos. ¡Son los Borgia!
—
Fottere!
—Hemos subestimado a Cesare. Han debido de concentrarse en el este durante la noche.
—¿Qué vamos a hacer?
—Lo principal es sacar a toda la gente de la ciudad, aquellos a los que aún no hayan matado. Tenemos que alejarlos de aquí hasta que hayamos terminado. Si toman la ciudad con la gente todavía dentro, los matarán a todos. A sus ojos, en Monteriggioni todos son Asesinos o instigadores de Asesinos.
—Sé cómo sacarlos de aquí. Déjamelo a mí.
—Muy bien. Congregaré a nuestros defensores y les daré todo lo que tenemos. —Mario hizo una pausa—. Mira. Enfrentémonos a éstos antes. Ve y ponte al mando de ese cañón de la muralla.
—¿Y tú?
—Dirigiré el ataque frontal. Llevaré la batalla hasta esos cabrones.
—Caterina va a llevar sus fuerzas por el flanco.
—Bien. Entonces tendremos una oportunidad. ¡Date prisa!
—¡Espera!
—¿Qué pasa?
Ezio bajó la voz.
—¿Dónde está la Manzana?
No le dijo a su tío que las armas del Códice habían quedado destruidas por uno de los primeros cañoneos. Rezó para sus adentros porque, gracias a un milagro, volviera a cruzar su camino con Leonardo, puesto que no dudaba que el maestro de todas las artes y las ciencias le ayudaría a reconstruirlas, en caso de que fuese necesario. Mientras tanto, aún tenía la hoja oculta, y era un experto en el uso de las armas convencionales.
—La Manzana está a salvo —le tranquilizó Mario—. Vete ya. Y si ves que los Borgia tienen la más mínima oportunidad de abrir una brecha en la muralla, centra tu atención en evacuar la ciudad. ¿Me entiendes?
—Sí,
zio mío
.
Mario colocó las manos en los hombros de Ezio y le miró serio durante un instante.
—Nuestro destino está sólo en parte en tus manos. Sólo podemos controlarlo hasta cierto punto. Pero nunca olvides, nunca olvides, sobrino, que a pesar de lo que te ocurra a ti o a mí este día, el gorrión nunca perderá una pluma que no haya sido arrancada por los dedos de Dios.
—Entiendo,
capitano
.
Hubo un breve instante de silencio entre ellos y luego Mario extendió la mano.
—
Insieme per la vittoria!
Ezio cogió la mano de su tío y la estrechó con fervor.
—
Insieme>/em>
Cuando Mario se dio la vuelta para marcharse, Ezio dijo:
—
Capitano, ten cuidado.
Mario asintió con gravedad.
—Lo haré lo mejor que pueda. Y tú... coge mi mejor caballo y llega a las murallas exteriores lo más rápidamente posible.
Desenvainó su espada y, con un gran grito de guerra para congregar a sus hombres, corrió hacia el enemigo.
Ezio le observó durante un momento y luego echó a correr hacia el establo, donde le estaba esperando el viejo mozo de cuadra al que se le había escapado el caballo que él había rescatado. El enorme zaino estaba ensillado y preparado.
—El maestro Mario ya me ha dado órdenes —dijo el anciano—. Puede que ya no sea joven, pero nadie podrá acusarme de no ser eficiente. ¡
Ma attenzione
, este caballo tiene mucho carácter!
—Ayer le hice entrar en vereda, así que hoy ya me conoce.
—Es cierto.
Buona fortuna
. Todos dependemos de vos.
Ezio se subió a la silla y espoleó al impaciente caballo para que se dirigiera a la muralla exterior.
Cabalgó por la ciudad ya asolada. El sastre estaba muerto y mutilado enfrente de su tienda. ¿Qué daño le había hecho a nadie? Y Angelina estaba llorando delante de su casa quemada y en ruinas. ¿Cómo no iba a estar apenada?
Eso era la guerra. Insensible y cruel. Atroz y pueril. A Ezio le entraron náuseas.
La libertad, la misericordia y el amor eran las únicas cosas por las que valía la pena luchar y matar, y aquéllos eran los elementos principales del Credo de los Asesinos. De la Hermandad.
Mientras Ezio continuaba cabalgando, encontró escenas de terrible desolación. Le rodeaban la devastación y el caos mientras su caballo le llevaba por la ciudad en llamas.
—¡Mis hijos! ¿Dónde están mis hijos? —gritaba, impotente, una madre joven cuando él pasó a su lado.
—Recoge lo que puedas y vayámonos de aquí —se oyó que decía una voz masculina.
—¡Mierda, mi pierna! ¡Me han disparado en la pierna! —gritaba un ciudadano.
—¿Cómo vamos a escapar? —chillaban varias personas, que corrían presas del pánico.
—¡No encuentro a mi madre! ¡Mamá! ¡Mamá! —se oyó la voz de un niño pequeño.
Ezio tuvo que endurecer su corazón. No podía ir a rescatarles uno por uno, no había tiempo, pero si organizaba bien la defensa, salvaría a más gente en vez de perderla.
—
Aiuto! Aiuto!
—gritó una adolescente, acosada por las tropas de los Borgia mientras se la llevaban.
Ezio continuó cabalgando con aire grave. Los habría matado. Los habría matado a todos si hubiera podido. ¿Quién era aquel Cesare Borgia sin corazón? ¿Podía ser peor que el Papa? ¿Podría volver a haber un Templario más malvado?
—¡Agua! ¡Agua! ¡Traed agua! —bramó la voz de un hombre desesperadamente—. ¡Todo se está quemando!
—Dios, ¿dónde estás, por favor? ¿Dónde estás, Marcello? —decía en voz alta una mujer.
Ezio siguió avanzando, con la boca cerrada, pero los gritos de socorro seguían sonando en sus oídos:
—
Come usciamo di qui?
—¡Corred! ¡Corred! —se alzaron las voces por el sonido del bombardeo.
Había gritos y sollozos, ruegos desesperados de ayuda que pedían un modo de salir de la ciudad asediada, mientras las despiadadas tropas de los Borgia lanzaban cañoneo tras cañoneo.
Por favor, Dios mío, que no abran una brecha en la muralla antes de que nuestras armas entren en juego, pensó Ezio, y aunque oía las explosiones mientras los sacres y los falconetes disparaban a los atacantes, todavía no oía el estruendo de los cañones grandes con los que se había encontrado el día anterior, los únicos que podrían destrozar las enormes torres de madera que las fuerzas de los Borgia hacían avanzar hacia las murallas de la ciudad.
Animó al zaino a subir la rampa hacia la muralla y se bajó de un salto cuando llegó a donde había visto por última vez al maestro armero borracho, junto al cañón de tres metros. Ahora estaba totalmente sobrio y dirigía a los artilleros para que llevaran el arma hacia una torre de asedio que sus atacantes, muy bien entrenados, empujaban lentamente pero seguros hacia las murallas. Ezio advirtió que la parte superior igualaba en altura los almenajes que había en los baluartes.
—¡Qué sinvergüenzas! —masculló.
Pero ¿cómo iban a predecir la velocidad, incluso Ezio tenía que admitirlo para sus adentros, y la perfección magistral de su ataque?
—¡Fuego! —gritó el sargento mayor entrecano que estaba al mando de la primera artillería pesada.
El gran cañón produjo un estruendo y rebotó hacia atrás, pero la bala tan sólo era lo bastante ancha para arrancar un poco de madera de la esquina del tejado de la torre de asedio.
—¡Intentad dar a las puñeteras torres, imbéciles! —gritó el sargento.
—¡Señor, necesitamos más munición!
—¡Pues bajad al almacén y rápido! ¡Mirad, están derribando la puerta!
Entretanto el otro cañón retumbó y escupió. Ezio se puso contento al ver que un bloque de atacantes se había convertido en un mar de sangre y huesos.
— ¡Recargad! —gritó el sargento—. ¡Disparad de nuevo en cuanto os avise!
—Esperad a que la torre se acerque —ordenó Ezio— y luego apuntad abajo. Eso hará que se desmorone entera. Nuestros ballesteros pueden acabar con los supervivientes.
—Sí, señor.
El armero se acercó.
—Aprendes rápido las tácticas —le dijo a Ezio.
—Es por instinto.
—Un buen instinto vale como cien hombres en el campo —respondió el armero—, Pero te has perdido las prácticas de tiro esta mañana. No tienes excusa.
—¿Y tú qué? —dijo Ezio.
—Vamos —sonrió el armero de oreja a oreja—, tenemos otro de estos cañones cubriendo el flanco izquierdo y el comandante de su pelotón está muerto: la flecha de una ballesta le dio en la frente. Murió antes de llegar al suelo. Tú tomas el mando. Yo ya he hecho el trabajo para el que estoy hecho, me he asegurado de que ninguna de las armas se recaliente o se rompa.
—De acuerdo.
—Pero presta atención a cómo apuntas. Las tropas de tu novia están ahí fuera luchando contra los Borgia. No queremos cargarnos a nadie.
—¿Qué novia?
El armero le guiñó el ojo.
—Haz el favor, Ezio. Esta es una ciudad muy pequeña.
Ezio se acercó al segundo cañón. Un artillero estaba pasándole una esponja para enfriarlo después de disparar mientras que otro lo cargaba con pólvora apisonada y una bala de hierro de veintidós kilos. Un tercer hombre preparaba el fósforo lento, lo encendía por ambos extremos para que no se retrasara si alguno de los lados por accidente se apagaba en el momento menos indicado.
—Vamos —dijo Ezio cuando se acercó.
—
Signore!
Escudriñó el campo más allá de la muralla. El verde césped estaba salpicado de sangre y los caídos desparramados por los haces de trigo. Veía a los hombres de Caterina vestidos de amarillo, negro y azul intercalados con las túnicas moradas y amarillas de los Borgia.
—Coge algunos de los pequeños para dar a esos individuos. Diles que apunten a los de negro y dorado —soltó Ezio—. Y apuntemos éste a la torre de asedio que hay ahí. Se está acercando demasiado para mi gusto; tenemos que sacarla de en medio.
Los artilleros le dieron la vuelta al cañón y lo bajaron para apuntar a la base de la torre que se acercaba, a menos de cincuenta metros de la muralla.
Ezio estaba ocupado haciendo puntería, cuando le dieron a un sacre cercano. Explotó y lanzó bronce al rojo vivo en todas las direcciones. Los cascos le cortaron la cabeza y los hombros al artillero que estaba a unos centímetros de él. Los brazos del hombre cayeron al suelo y le siguió el resto de su cuerpo, del que salía sangre a borbotones como si fuera una fuente. El olor acre a carne quemada inundó los orificios nasales de Ezio mientras daba un salto para ocupar el sitio del artillero.
—Mantened el valor —gritó al resto del equipo. Entrecerró los ojos para mirar por la mira telescópica—. Cuidado... y... ¡fuego!
El cañón tronó, Ezio saltó hacia un lado y observó cómo la bala chocaba contra la base de la torre. ¿Había sido suficiente con ese disparo? La torre se tambaleó, pareció estabilizarse, luego —¡gracias a Dios!— cayó al suelo como a cámara lenta y lanzó al suelo a algunos de los hombres que estaban subidos a ella, mientras que otros quedaron aplastados. Los gritos de las muías heridas que la habían arrastrado hacia delante se añadieron a la algarabía de pánico y muerte que acompañaba a todas las batallas. Ezio contempló cómo las tropas de Caterina avanzaban rápidamente para eliminar a los heridos y desconcertar a los supervivientes del bando Borgia. Ella misma estaba a la cabeza, su peto plateado destellaba bajo la fría luz del sol. Ezio vio cómo clavaba su espada en el ojo derecho del capitán Borgia y la hundía hasta el cerebro. El cuerpo del soldado se retorció en el dolor de la muerte durante un instante, giró, y las manos intentaron en vano agarrar la hoja, sujeta con firmeza, para sacarla.
Aunque no había tiempo de disfrutar de su triunfo o dormirse en los laureles. Al mirar hacia abajo por los baluartes, Ezio vio que las tropas de los Borgia llevaban enormes arietes hacia la puerta principal y al mismo tiempo oyó el grito de advertencia que dio Caterina.
«Enviaremos a mil hombres a Forli para ayudarla con este cabrón de Cesare», se dijo para sus adentros.
—Si entran, nos matarán —dijo una voz en su hombro.
Ezio se dio la vuelta para ver al viejo sargento mayor. Había perdido su casco y una herida en la cabeza con mal aspecto goteaba sangre.
—Tenemos que sacar a la gente. Ahora.
—Algunos han podido salir, pero los que no pueden ponerse en pie están atrapados.