—Primero, tal vez, te debo una disculpa —empezó Maquiavelo—. No estuve presente en la cripta, pues un asunto urgente me llevó a Florencia antes de que pudiera analizar qué pasaba allí. Mario nos ha dado su versión, pero tan sólo la tuya será la completa.
Ezio se puso de pie y habló de forma sencilla y directa.
—Entré en el Vaticano, donde me topé con Rodrigo Borgia, el Papa Alejandro VI, y me enfrenté a él. Poseía uno de los Fragmentos del Edén, el Báculo, y lo usó contra mí. Logré derrotarle. Utilicé el poder de la Manzana y el Báculo para acceder a la cripta secreta y le dejé a él fuera. Estaba desesperado y me suplicó que le matara, pero no lo hice.
Ezio se calló.
—¿Y qué pasó? —le urgió Maquiavelo mientras el resto observaba en silencio.
—Dentro de la cripta ocurrieron muchas cosas extrañas, cosas con las que no soñaríamos en nuestro mundo. —Obviamente emocionado, Ezio se obligó a continuar en un tono desapasionado—. Se me apareció la diosa Minerva y me contó la terrible tragedia que le sucederá a la humanidad en algún momento en el futuro, pero también habló de templos perdidos que, cuando los encontremos, puede que nos ayuden y nos lleven a una especie de salvación. Pareció invocar a un fantasma, que tenía algún tipo de conexión conmigo, pero no sabría deciros cuál. Tras sus advertencias y predicciones, desapareció. Al salir, vi al Papa muriéndose o al menos eso parecía; por lo visto, había tomado veneno. Más tarde, algo me hizo volver. Cogí la Manzana, pero al Báculo, que podría haber sido otro Fragmento del Edén, se lo tragó la tierra. Me alegro, pues sólo con la Manzana, que se encuentra bajo la custodia de Mario, ya es suficiente responsabilidad para mí.
—¡Increíble! —gritó Caterina.
—No puedo imaginar tal milagro —añadió Claudia.
—Así que la cripta entonces no albergaba la terrible arma que temíamos. O por lo menos no cayó en manos de los Templarios. Eso son buenas noticias —dijo Maquiavelo sin alterarse.
—¿Y esa diosa, Minerva? —preguntó Claudia—. ¿Era como... nosotros?
—Su apariencia era humana y también sobrenatural —respondió Ezio—. Sus palabras demostraron que pertenecía a una raza mucho más antigua e importante que la nuestra. El resto de los suyos murió hace muchos siglos. Ella había estado esperando aquel momento durante bastante tiempo. Ojalá tuviera las palabras para describir la magia que transmitió.
—¿Y qué hay de esos templos que describió? —intervino Mario—. No conozco ninguno.
—¿Dijo que teníamos que buscarlos? ¿Cómo sabremos qué buscar?
—Tal vez deberíamos..., tal vez la búsqueda nos mostrará el camino.
—Debemos emprender la búsqueda —dijo Maquiavelo con resolución—. Pero antes tenemos que despejar el camino. Cuéntanos qué pasó con el Papa. ¿Has dicho que no murió?
—Cuando regresé a la cripta, su capa estaba en el suelo de la capilla, pero él había desaparecido.
—¿Había hecho alguna promesa? ¿Había mostrado arrepentimiento?
—No. Estaba empeñado en hacerse con el poder. Cuando vio que no iba a conseguirlo, se derrumbó.
—Y tú le dejaste morir.
—Yo no iba a matarlo.
—Deberías haberlo hecho.
—No estoy aquí para discutir sobre el pasado. Mantengo mi decisión. Ahora deberíamos hablar del futuro, de lo que vamos a hacer.
—Lo que vamos a hacer es encargarnos con urgencia del fallo que tuviste al no acabar con el líder de los Templarios cuando se te presentó la oportunidad. —Maquiavelo respiró con fuerza, pero luego se relajó un poco—. Muy bien, Ezio. Sabes la alta estima en la que te tenemos todos. No actuaríamos igual si no hubieras mostrado devoción durante estos veinte años por la Hermandad de los Asesinos y nuestro Credo. Una parte de mí aprueba que no hayas matado si no lo considerabas necesario. Eso también está en nuestro código de honor. Pero has juzgado mal, amigo mío, y eso significa que ante nosotros tenemos una tarea inmediata y peligrosa. —Hizo una pausa y lanzó una mirada escrutadora a la compañía que estaba reunida—. Nuestros espías en Roma nos han informado de que Rodrigo de hecho es una amenaza menor. Al menos de algún modo ha quedado afectado. Se dice que es menos peligroso luchar contra un cachorro de león que contra un viejo león moribundo; pero en el caso del Borgia, es más bien lo contrario. El hijo de Rodrigo, Cesare, es el hombre con el que debemos combatir ahora. Con la gran fortuna que los Borgia han amasado por las buenas o por las malas (pero más bien por las malas) —aquí Maquiavelo se permitió una sonrisa irónica—, encabeza un gran ejército de tropas armadas hasta arriba, con el que tiene la intención de apoderarse de Italia, de toda la península, y no va a detenerse en los límites del Reino de Nápoles.
—¡No se atreverá, no podrá hacerlo! —bramó Mario.
—Se atreverá y puede hacerlo —soltó Maquiavelo—. Es malvado hasta la médula, y un Templario tan dedicado como su padre, el Papa, pero también es un soldado muy bueno aunque totalmente despiadado. Siempre había querido ser soldado, incluso después de que su padre le hiciera cardenal de Valencia cuando tan sólo tenía diecisiete años. Como todos sabemos, renunció a ese puesto y se convirtió en el primer cardenal en la historia de la Iglesia que lo hizo. Los Borgia tratan a nuestro país y al Vaticano como si fueran su propio feudo. El plan de Cesare es arrasar primero el norte, someter la Romaña y aislar Venecia. Además, pretende erradicar y destruir a todos los Asesinos que queden, pues sabe que al fin y al cabo somos los únicos que podemos detenerle. El lema es «Aut Cesar, Aut Nihil», «o estás conmigo o estás muerto». ¿Y sabes qué? Me parece que el muy loco se lo cree de verdad.
—Mi tío mencionó que tenía una hermana —empezó a decir Ezio.
Maquiavelo se volvió hacia él.
—Sí. Lucrezia. Ella y Cesare son... ¿cómo diría? Tienen una relación muy estrecha. Son una familia muy unida; cuando no están matando a los hermanos y hermanas, maridos y mujeres, a todos aquellos que les resultan un inconveniente, están... copulando.
María Auditore no pudo contener un grito de repugnancia.
—Debemos acercarnos a ellos con la misma prudencia con la que nos acercaríamos a un nido de víboras —concluyó Maquiavelo—. Y Dios sabe dónde y cuándo atacarán la próxima vez. —Hizo una pausa para beber medio vaso de vino—. Bueno, Mario, te dejo. Ezio, confío en que volveremos a encontrarnos pronto.
—¿Te vas esta misma noche?
—El tiempo apremia, querido Mario. Partiré hacia Roma en caballo esta noche. Adiós.
La sala se quedó en silencio en cuanto Maquiavelo se marchó. Tras una larga pausa, Ezio dijo con amargura:
—Me culpa por no haber matado a Rodrigo cuando tuve oportunidad. —Miró a su alrededor—. Todos lo hacéis.
—Cualquiera de nosotros podría haber tomado la decisión que tú escogiste —dijo su madre—. Estabas seguro de que estaba muriéndose.
Mario se acercó a él y le rodeó los hombros con un brazo.
—Maquiavelo sabe cuánto vales; todos lo sabemos. E incluso aunque hubieses quitado al Papa de en medio, todavía tendríamos que ocuparnos de su prole.
—Pero si le hubiera cortado la cabeza, ¿habría sobrevivido el cuerpo?
—Tenemos que encargarnos de la situación tal y como está, querido Ezio, y no de lo que podría haber sido. —Mario le dio unas palmaditas en la espalda—. Y ahora, como mañana será un día ajetreado, ¡sugiero que cenemos y nos vayamos a dormir pronto!
Los ojos de Caterina se encontraron con los de Ezio. ¿Se lo había imaginado o había visto una mínima señal de deseo? Se encogió de hombros para sus adentros. A lo mejor tan sólo se lo había imaginado.
Ezio comió poco, tan sólo pollo
ripieno
con verduras asadas, y bebió Chianti con agua. No hablaron mucho durante la cena y respondió con educación a la ristra de preguntas que le hizo su madre, pero lacónicamente. Después de toda la tensión que había acumulado ante la reunión prevista, y que ahora había desaparecido, estaba agotado. Apenas había podido descansar desde que se había marchado de Roma y ahora parecía como si aún tuviera que pasar mucho antes de poder realizar la ambición que albergaba desde hacía tanto tiempo, poder pasar una temporada en su casa de Florencia, leyendo y paseando por las colinas de los alrededores.
En cuanto le pareció el mejor momento, Ezio se excusó ante la compañía y se fue a su habitación, un gran espacio tranquilo, iluminado con luz tenue, situado en uno de los pisos de arriba, con vistas al campo en vez de a la ciudad. Cuando llegó allí le dijo al criado que podía retirarse, se deshizo de la rigidez que le había acompañado durante todo el día; su cuerpo se desplomó, sus hombros cayeron y caminó más relajado. Sus movimientos eran lentos y pausados. Cruzó la habitación para ir hasta donde el criado le había preparado una bañera. Al acercarse, se quitó las botas y la ropa y, cuando se desnudó, se quedó allí de pie un momento, con la ropa en la mano, ante el espejo de pie sobre una base, junto a la bañera de cobre. Miró su reflejo con ojos cansados. ¿Adónde se habían ido las últimas cuatro largas décadas? Se irguió. Estaba más viejo, aunque más fuerte, y era sin duda más sabio, pero no podía negar el profundo cansancio que sentía.
Ezio tiró la ropa encima de la cama. Debajo, en un arcón de madera de olmo, cerrado con llave, estaban guardadas las armas secretas del Códice que Leonardo da Vinci había creado para él. Lo primero que haría por la mañana sería revisarlas, después del consejo de guerra que celebraría con su tío. La hoja oculta original nunca se separaba de él salvo cuando estaba desnudo, e incluso entonces siempre estaba al alcance de su mano. La llevaba siempre, se había convertido en parte de su cuerpo.
Ezio suspiró, aliviado, y se metió en la bañera. Se sumergió hasta el cuello en el agua caliente, inhaló el suave aroma del vapor, cerró los ojos y dejó escapar un largo y lento suspiro de alivio. Paz al fin. Sería mejor que aprovechara el mayor tiempo posible de las pocas horas que le quedaban.
Se acababa de quedar dormido y había empezado a soñar, cuando le despertaron unos ruidos muy débiles, el sonido de una puerta abriéndose y cerrándose detrás del pesado tapiz colgado. Enseguida se puso alerta, como un animal salvaje. En silencio, su mano buscó la hoja y, con un movimiento estudiado, la pegó a su muñeca. Entonces, con un único giro fluido, se dio la vuelta para ponerse de pie en la bañera, preparado para la acción, mirando en dirección a la puerta.
—Bueno —dijo Caterina y sonrió abiertamente al acercarse—, no has perdido ni un centímetro con los años.
—Tienes ventaja sobre mí,
contessa
. —Ezio sonrió—. Estás totalmente vestida.
—Espero que podamos hacer algo para solucionarlo. Pero estoy esperando.
—¿Esperando qué?
—Que me digas que no necesitas verlo con tus propios ojos. Que me digas que estás seguro, sin ni siquiera verme desnuda, de que la Naturaleza ha sido tan benévola conmigo, si no más, que como lo ha sido contigo. —Su sonrisa burlona se hizo más amplia ante la confusión de Ezio—. Pero recuerdo que no eras tan bueno haciendo cumplidos como lo eras limpiando el mundo de Templarios.
—¡Ven aquí!
La atrajo hacia él estirando de la faja de su falda cuando los dedos de la mujer fueron hacia la hoja para quitársela, y luego pasó a los cordones de su corpiño. Unos segundos más tarde ya la había metido con él en la bañera, sus labios se pegaban y sus miembros desnudos se entrelazaban.
No se entretuvieron mucho más rato en la bañera, pronto salieron de ella y se secaron con las resistentes toallas de lino que el criado le había dejado. Caterina había traído consigo una ampolla de aceite aromático para masajes y la sacó de un bolsillo de su vestido.
—Ahora, túmbate en la cama —dijo—. Quiero asegurarme de que estás preparado para mí.
—Como puedes comprobar, así es.
—Dame un capricho a mí y dátelo a ti.
Ezio sonrió. Aquello era mejor que dormir. Podía dejar el sueño para más tarde.
Ezio descubrió que para dormir tendría que esperar tres horas y para entonces Caterina estaba acurrucada en sus brazos. Se había quedado dormida antes que él y la contempló durante un rato. Desde luego la Naturaleza había sido benévola con ella. Su cuerpo esbelto y aún curvilíneo, de estrechas caderas, anchos hombros, y pequeños pero perfectos pechos, aún era el de una veinteañera, y la cabellera pelirroja clara, que le hacía cosquillas al apoyar su cabeza en el pecho, tenía el mismo aroma que le había vuelto loco hacía tantos años. Una o dos veces en la profundidad de la noche, se despertó para descubrir que se había apartado de ella. Al volver a cogerla en sus brazos, se acurrucaba en él sin despertarse, con un pequeño suspiro de alegría, y cerraba la mano en su antebrazo. Ezio se preguntó más tarde si aquélla no habría sido la mejor noche de amor de su vida.
Por supuesto, se quedaron dormidos, pero Ezio no iba a renunciar a otra ronda por unas prácticas de cañón, aunque una parte de su mente le reprendió por aquello. De fondo oía a lo lejos los sonidos de la marcha, los hombres que hacían ruido al moverse, corriendo, y las órdenes a gritos, seguidas del estruendo de un cañón.
—Están practicando con los nuevos cañones —dijo Ezio cuando, por un momento, Caterina se detuvo y le miró con burla—. Maniobras. Mario es muy estricto y exigente.
Las pesadas cortinas brocadas que cubrían las ventanas tapaban casi toda la luz y la habitación permanecía arropada por una acogedora penumbra; ningún sirviente entró para molestarlos. Los gemidos de placer de Caterina pronto ahogaron cualquier otro sonido en sus oídos. Sus manos apretaron sus fuertes nalgas y ella le atrajo hacia él con urgencia cuando su intimidad fue interrumpida por algo más que el simple rugido de los cañones.
De repente la paz y la suavidad de la habitación se rompieron. Las ventanas estallaron con un fortísimo estruendo y se llevaron con ellas parte de la pared de piedra exterior, cuando una bala de cañón gigante las destrozó y aterrizó hirviendo a unos centímetros de la cama. El suelo se combó por el peso.
Ezio se había echado por instinto, a modo de protección, encima de Caterina a la primera señal de peligro, y en aquel momento los amantes se transformaron en profesionales y compañeros. Si querían seguir siendo amantes, primero tenían que sobrevivir.
Saltaron de la cama y se pusieron la ropa. Ezio se dio cuenta de que aparte de la deliciosa ampolla de aceite, Caterina también escondía debajo de sus faldas una daga muy útil, de filo irregular.