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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (32 page)

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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Las paredes de las dependencias de Valois habían sido diseñadas para ser inexpugnables, pero había suficientes grietas y recovecos en ellas para que Ezio pudiera trazar una ruta con sus ojos, y en cuestión de segundos ya estaba en el tejado. Era plano, de madera y estaba recubierto de tejas, y allí había emplazados cinco centinelas franceses, que le detuvieron cuando saltó sobre el parapeto para pedirle una contraseña. Al no poder darles ninguna, corrieron hacia él, con las alabardas bajadas. ¡Tuvo suerte de que no estuvieran armados con mosquetes o pistolas! Ezio disparó al primero, luego desenvainó su espada y entró en combate con los otros cuatro; lucharon como desesperados, le rodearon y le pincharon sin piedad con las puntas de sus armas. Uno, al rasgarle la manga, le hizo un corte en el codo que comenzó a sangrar, pero la hoja pasó por encima de la muñequera de metal de su antebrazo izquierdo sin hacerle daño.

Con la muñequera y la espada pudo defenderse contra los ataques que cada vez eran más desesperados. La destreza de Ezio con la espada compensó su minoría ante cuatro oponentes de golpe. Su ánimo se elevó al pensar en la querida esposa de Bartolomeo, pues sabía que no podía defraudarle; no debía fallar. Al final la marea de la pelea se volvió a su favor; se metió debajo de dos espadas que pretendían cortarle la cabeza y bloqueó uno de los golpes con su muñequera, lo que le permitió devolver el ataque a la hoja del cuarto hombre. Aquella maniobra le dio la oportunidad que necesitaba, y un corte mortal en la mandíbula lo derribó. Le quedaban tres. Ezio se acercó al francés que se hallaba más próximo a él, de modo que no le dejaba espacio para empuñar su espada. Entonces le clavó la hoja oculta en su abdomen. Quedaban dos y ambos parecían nerviosos. Tardó un par de minutos en derrotar a los dos guardias franceses que restaban y ya no suponían un problema. Su manejo de la espada no tenía comparación con el dominio de Ezio. Se apoyó en su espada durante unos instantes, mientras respiraba con dificultad entre los cinco enemigos derrotados.

En medio del tejado había una gran abertura cuadrada. Tras recargar su pistola, Ezio se acercó con cautela. Tal y como esperaba, se encontró mirando un patio, sin decoración, ni plantas, sillas ni mesas, aunque sí había dos o tres bancos de piedra dispuestos alrededor de una fuente y un estanque secos.

Mientras miraba por el borde, se oyó un disparo y una bala pasó silbando por su oreja izquierda, lo que le hizo retroceder. No sabía cuántas pistolas tenía de Valois. Si tan sólo era una, calculó que el general tal vez tardaría diez segundos en recargar. Se arrepintió de no tener la ballesta, pero no había nada que hacer al respecto. Guardados en la parte trasera de su cinturón tenía cinco dardos venenosos, pero debía estar bastante cerca para usarlos y no quería hacer nada que pusiera en peligro a Pantasilea.

—¡No te acerques más! —gritó Valois desde abajo—. La mataré si lo haces.

Ezio se asomó y miró hacia el patio, pero su línea de visión estaba limitada por el borde del tejado. No podía ver a nadie, pero sí podía percibir el pánico en la voz de Valois.

—¿Quién eres? —preguntó el general—. ¿Quién te ha enviado? ¿Rodrigo? Dile que es todo un plan de Cesare.

—Será mejor que me cuentes lo que sabes, si quieres regresar a Borgoña de una pieza.

—Si te lo digo, ¿dejarás que me marche?

—Ya veremos. No debes hacerle daño a la mujer. Sal donde pueda verte —ordenó Ezio.

Abajo, de Valois salió con cautela de la columnata que rodeaba el patio y se colocó cerca de la fuente seca. Pantasilea tenía las manos atadas a la espalda y de Valois la sostenía con una brida que estaba sujeta a una soga alrededor del cuello. Ezio se dio cuenta de que había llorado, pero ahora estaba en silencio e intentaba mantener la cabeza bien alta. La mirada que le lanzó a de Valois fue tan fulminante que, si hubiera sido un arma, habría eclipsado todo el armamento del Códice junto.

¿Cuántos hombres había escondidos allí abajo con él?, se preguntó Ezio. Aunque el tono de miedo en su voz sugería que el general se había quedado sin opciones y se sentía acorralado.

—Cesare ha estado sobornando a los cardenales para alejarlos del Papa y ponerlos de su parte. En cuanto tuviera el resto del país bajo el dominio de Roma, se suponía que debía marchar a la capital y apoderarme del Vaticano, así como deshacerme de todo aquel que se opusiera a la voluntad del capitán general.

De Valois agitó su pistola a lo loco y al darse la vuelta, Ezio comprobó que tenía dos más metidas en su cinturón.

—No ha sido idea mía —continuó de Valois—. Estoy por encima de tales maquinaciones.

Un deje de su antigua vanidad volvía a reflejarse en su voz. Ezio se preguntó si debía permitirle tanta libertad. Se movió para que le viera y con atrevimiento saltó hacia el patio y cayó como una pantera.

—¡No te acerques! —gritó de Valois—. O...

—Como le toques un pelo de la cabeza los arqueros que tengo arriba te clavarán más flechas que a San Sebastián —dijo Ezio entre dientes—. Bueno, noble alma, ¿y qué te iba a dar a cambio?

—Como soy de la Casa de Valois, Cesare me dará Italia. Gobernaré aquí como me corresponde por derecho de nacimiento.

Ezio casi se ríe. ¡Bartolomeo no había exagerado —más bien lo contrario— cuando había llamado cerebro de mosquito a aquel presumido! Pero aún tenía a Pantasilea, así que seguía siendo peligroso.

—Bien. Ahora, suelta a la mujer.

—Déjame salir antes. Luego la soltaré.

—No.

—El rey Luis me escucha. Pídeme lo que quieras en Francia y será tuyo. ¿Una finca, tal vez? ¿Un título?

—Ya tengo esas cosas. Aquí. Y nunca vas a gobernarlas.

—Los Borgia han intentado darle la vuelta al orden natural —trató de persuadirle de Valois cambiando de táctica— y yo tengo la intención de volver a ponerlo en su sitio. La sangre real debería gobernar, no la infecta y contaminada sustancia que corre por sus venas. —Hizo una pausa—. Sé que no eres un bárbaro como ellos.

—Ni tú, ni Cesare, ni el Papa, ni nadie que no tenga la paz y la justicia de su lado gobernará Italia mientras mi cuerpo tenga vida —dijo Ezio y avanzó despacio.

El miedo parecía haber dejado paralizado al general francés. La mano que ahora sostenía la pistola contra la sien de Pantasilea temblaba, y no se retiraba. Evidentemente estaban a solas en sus dependencias, a menos que los otros ocupantes fueran criados que habían tenido el juicio de esconderse. Oyeron un ruido fuerte y constante como si dieran unos golpes lentos e intencionados, y las puertas exteriores de las dependencias vibraron. Bartolomeo debía de haber derrotado a los franceses y subía con un ariete.

—Por favor... —dijo con voz trémula el general, al que le había desaparecido toda sofisticación—. La mataré.

Alzó la vista hacia la abertura en el techo para tratar de vislumbrar a los arqueros imaginarios de Ezio, pero ni siquiera se le ocurrió, como Ezio había temido que podría hacer la primera vez que los mencionó, que tal soldadesca había sido sustituida en la guerra moderna, aunque el arco aún fuera más rápido de recargar que una pistola o un mosquete.

Ezio dio otro paso hacia delante.

—Te daré todo lo que quieras. Aquí hay dinero, mucho; es para pagar a los hombres, pero puedes llevártelo todo. Y yo... yo... haré todo lo que quieras.

Ahora estaba suplicando y le hacía parecer tan patético que Ezio apenas podía contener su desprecio. ¿Aquel hombre de verdad se veía como el rey de Italia?

Casi no merecía la pena ni matarlo.

Ezio ahora estaba cerca de él y los dos hombres se miraron a los ojos. Ezio primero cogió la pistola y luego la brida de las manos débiles del general. Con un quejido de alivio, Pantasilea renqueó hacia atrás para quitarse de en medio y observó la escena con los ojos muy abiertos.

—Yo... yo sólo quería respeto —dijo el general débilmente.

—Pero el auténtico respeto se ha de ganar —respondió Ezio—, no se hereda ni se compra. Y tampoco se puede ganar a la fuerza.
Oderint dum Metuant
debe de ser uno de los dichos más estúpidos que jamás se hayan acuñado. No me extraña que Calígula lo adoptara: «Que me odien, mientras me teman». Tampoco me extraña que nuestro Calígula moderno diga lo mismo. ¡Y tú le sirves!

—Yo sirvo a mi rey, Luis XII. —De Valois parecía alicaído—. Pero tal vez tengas razón. Ahora lo veo claro. —La esperanza brilló en sus ojos—. Necesito más tiempo...

Ezio suspiró.

—¡Ay, amigo, te has quedado sin él!

Desenvainó su espada mientras de Valois comprendía lo que sucedía y por fin actuaba con dignidad al arrodillarse y bajar la cabeza.


Requiescat in pace
—dijo Ezio.

Con un fuerte estrépito, las puertas exteriores de las dependencias de Valois se astillaron, cayeron al suelo y al otro lado apareció Bartolomeo, cubierto de sangre y polvo, pero ileso, al frente de una tropa de sus hombres. Se acercó corriendo a su mujer y la abrazó tan fuerte que la dejó sin respiración antes de ponerse a quitarle la soga del cuello, con los dedos tan nerviosos y torpes que al final Ezio tuvo que hacerlo por él. Le quitó los grilletes de los pies con dos potentes golpes de Bianca y tras calmarse un poco, le desató las cuerdas que le ataban las muñecas.

—Oh, Pantasilea, mi amor, mi corazón, mi vida. No te atrevas a desaparecer así otra vez. Estaba perdido sin ti.

—No es cierto. Me has salvado.

—Ah. —Bartolomeo parecía avergonzado—. No. Yo no... ¡Ha sido Ezio! Vino con un...


Madonna
, me alegro de que estés a salvo —interrumpió Ezio.

—Mi querido Ezio, ¿cómo podré agradecértelo? Me has salvado.

—No he sido más que un mero instrumento, tan sólo una parte del brillante plan de tu marido.

Bartolomeo miró a Ezio con una expresión de confusión y gratitud en su rostro.

—¡Mi príncipe! —exclamó Pantasilea, abrazando a su esposo—. ¡Mi héroe!

Bartolomeo se sonrojó y le guiñó el ojo a Ezio.

—Bueno, si soy tu príncipe —dijo—, será mejor que me gane ese título. Ya sabes que no ha sido todo idea mía.

Al darse la vuelta para marcharse, Pantasilea pasó rozando a Ezio y le susurró:

—Gracias.

Capítulo 41

Unos días más tarde, después de que Bartolomeo acabara con los restos del desanimado ejército de Valois, Ezio se topó con La Volpe cuando ambos se dirigían a una asamblea de la Hermandad que Ezio había convocado en la guarida de los Asesinos en la isla Tiberina.

—¿Cómo están las cosas ahora en Roma? —fue la primera pregunta de Ezio.

—Muy bien, Ezio. Con el ejército francés desorganizado, Cesare ha perdido un apoyo importante. Tu hermana Claudia nos ha dicho que el Español y los sagrados embajadores romanos se han marchado enseguida a su casa, y mis hombres han derrotado a los
Cento Occhi
.

—Aún queda mucho que hacer.

Llegaron a su destino y se encontraron al resto de sus compañeros ya reunidos en una sala interior de la guarida, donde el fuego ardía en el hogar encendido en medio del suelo.

Después de saludarse entre ellos y tomar asiento, Maquiavelo se levantó y entonó en árabe:


Laa shay'a waqi'un moutlaq bale kouloun moumkine
. La Sabiduría de nuestro Credo se revelará a través de estas palabras: Trabajamos en la Oscuridad para servir a la Luz. Somos Asesinos.

Entonces Ezio se levantó y se volvió hacia su hermana:

—Claudia. Dedicamos nuestras vidas a proteger la libertad de la humanidad. Mario Auditore, y nuestro padre Giovanni, su hermano, una vez estuvieron frente a un fuego similar a éste y participaron en la misma tarea. Ahora te lo ofrezco: únete a nosotros.

Extendió la mano y ella colocó la suya encima. Maquiavelo retiró del fuego el conocido hierro de marcar que terminaba en dos pequeños semicírculos como la letra C, que podían juntarse por una palanca en el mango.

—Todo está permitido. Nada es verdad —dijo con seriedad.

Los demás, Bartolomeo, La Volpe y Ezio, repitieron las palabras después de él.

Tal y como Antonio de Magianis se lo había hecho a Ezio, Maquiavelo aplicó con la misma solemnidad el hierro en el dedo anular de Claudia y cerró la pinza para que la señal de un anillo se quedara allí marcada a fuego, para siempre.

Claudia hizo una mueca de dolor, pero no gritó. Maquiavelo retiró el hierro y lo apartó a un lugar seguro.

—Bienvenida a nuestra orden, nuestra Hermandad —le dijo a Claudia ceremoniosamente.

—Ahora también hay chicas, ¿no? —preguntó y se frotó un ungüento balsámico en su dedo marcado que sacó de una ampolla que Bartolomeo le había ofrecido.

Maquiavelo sonrió.

—Eso parece.

Todos los ojos se posaron sobre él ahora que se había vuelto hacia Ezio.

—No hemos estado de acuerdo en muchos temas...

—Nicolás... —le interrumpió Ezio, pero Maquiavelo alzó una mano para detenerle.

—Pero desde la epifanía en la cripta bajo la Capilla Sixtina, e incluso antes, has demostrado una y otra vez que eres exactamente lo que nuestra orden necesita. Has dirigido el ataque contra los Templarios, has llevado nuestro gonfalón alto y con orgullo, y has seguido reconstruyendo nuestra Hermandad tras la debacle en Monteriggioni. —Miró a su alrededor—. Ha llegado la hora, amigos míos, de nombrar a Ezio formalmente para el cargo que ya ocupa por común acuerdo: el de nuestro líder. Yo te presento como Ezio Auditore da Firenze, Gran Señor de nuestra orden. —Se volvió hacia Ezio—. Mi amigo, el guardián de nuestra Hermandad y de nuestros secretos.

A Ezio le dio vueltas la cabeza de la emoción, aunque una parte de él seguía queriendo desprenderse de aquella vida que requería todas sus horas despierto y le permitía dormir muy pocas. Aun así, dio un paso hacia delante y de forma austera repitió las palabras fundamentales del Credo:

—Donde otros hombres están limitados por la moralidad y la ley nosotros debemos, en la búsqueda de nuestros sagrados objetivos, recordar siempre: Todo está permitido. Nada es verdad. Nada es verdad. Todo está permitido.

Los demás repitieron la fórmula después de él.

—Y ahora ha llegado el momento —dijo Maquiavelo— de que nuestro nuevo miembro dé su salto de fe.

Se dirigieron a la iglesia de Santa María en Cosmedin y subieron a la torre del campanario. Con cuidado, guiada por Bartolomeo y La Volpe, Claudia se tiró sin miedo al vacío justo cuando la esfera dorada del sol se despegó del horizonte oriental, reflejándose en los pliegues de su vestido plateado y volviéndolo también dorado. Ezio vio cómo caía sana y salva y caminaba con Bartolomeo y La Volpe en dirección a una columnata que había allí al lado. Maquiavelo y Ezio se habían quedado solos. Justo cuando Maquiavelo estaba a punto de saltar, Ezio le detuvo.

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