Era por la tarde cuando llegó al cuartel y todo parecía muy tranquilo. Advirtió que, desde la renovación, las murallas tenían algunos golpes de los cañoneos franceses, pero los daños no eran graves, y un puñado de hombres estaban ocupados sobre andamios o colgaban de cestas desde las almenas para reparar los boquetes y las grietas que habían causado las balas de cañón.
Desmontó y le dio la brida a un mozo de cuadra que se acercó corriendo para limpiar las pequeñas motas de espuma de la boca del caballo. No lo había hecho cabalgar mucho. Ezio le dio unos golpecitos en el hocico antes de cruzar la plaza de armas y dirigirse, sin anunciarse, hacia las dependencias de Bartolomeo.
Tenía la cabeza en el siguiente paso ahora que había eliminado al banquero de Cesare y estaba considerando cómo contraatacaría su enemigo para asegurarse de que no cesaba el suministro de fondos, por lo que se sorprendió al encontrarse de cara con Bianca, la gran espada de Bartolomeo.
—¿Quién anda ahí? —bramó Bartolomeo.
—
Salve
a ti también —replicó Ezio.
Bartolomeo soltó una gran carcajada.
—¡Te pillé!
—Enséñame a ir de puntillas.
—En realidad —Bartolomeo le guiñó el ojo de forma histriónica—, estaba esperando a mi mujer.
—Vaya, vaya.
Bartolomeo bajó la espada y abrazó a Ezio.
Cuando se soltó del abrazo de oso, tenía la expresión más seria.
—Me alegro de que hayas venido, Ezio.
—¿Qué pasa?
—Mira.
Ezio siguió la mirada de su amigo a una sección de mercenarios heridos que entraban en la plaza de armas.
—Los
puttane
franceses vuelven a tenernos bajo presión —dijo Bartolomeo, respondiendo a la pregunta tácita de Ezio.
—Creía que le habríais dado donde más duele a ese general. ¿Cómo se llamaba?
—Octavien de Valois cree que es un descendiente de la casa noble de Valois. Pero en mi opinión, es un maldito bastardo.
Bartolomeo escupió cuando apareció otro contingente de hombres heridos.
—Parece grave —dijo Ezio.
—El rey Luis debe de haber enviado refuerzos para apoyar a Cesare después de que le diéramos una paliza a Valois. —Bartolomeo se rascó la barba—. Supongo que debería sentirme halagado.
—¿Cómo está de mal la situación?
—Vuelven a tener la torre —contestó Bartolomeo malhumorado.
—La recuperaremos. ¿Dónde está Valois ahora?
—Tienes razón. —Bartolomeo ignoró la pregunta—. ¡Claro que la volveremos a recuperar! ¡Tenemos a esos sinvergüenzas en retirada antes de que puedas decir
fottere
! Es tan sólo cuestión de tiempo.
Justo en ese instante, una bala pasó zumbando por sus orejas y se incrustó en la pared que había detrás de ellos.
—Estaba todo muy tranquilo cuando llegué —dijo Ezio, mirando al cielo.
El sol se había ocultado tras unas grandes nubes que cubrían repentinamente el cielo.
—Querrás decir que lo parecía. Estos franceses son unos cabrones muy hábiles. Pero no tardaré en coger a Valois por el cuello, te lo digo yo. —Se volvió para gritar una orden a un sargento que había aparecido corriendo—. ¡Cierra las puertas! ¡Que esos hombres salgan de los muros exteriores! ¡Moveos!
Los hombres fueron de aquí para allá para ocupar las almenas y preparar los cañones.
—No te preocupes, amigo —dijo el gran
condottiero
—. Tengo la situación bajo control.
En aquel momento una gran bala de cañón chocó contra el muro que estaba más cerca de los dos hombres y salieron volando en todas las direcciones polvo y fragmentos de piedra.
—¡Parece que se están acercando! —gritó Ezio.
Los hombres de Bartolomeo dispararon simultáneamente con el cañón principal del cuartel como respuesta y las paredes parecieron sacudirse por el estallido de las imponentes armas. La reacción de la artillería francesa fue igual de violenta: el estruendo de cuarenta cañones rompió el cielo y esta vez las balas alcanzaron el blanco con más precisión. Los hombres de Bartolomeo seguían intentando desesperadamente restablecer las órdenes defensivas cuando otro imponente ataque francés sacudió las paredes del cuartel. Por lo visto, esta vez los franceses concentraron sus esfuerzos en la puerta principal y dos de los guardas cayeron muertos al alcanzarles el bombardeo.
— ¡CERRAD LAS PUTAS PUERTAS! —rugió Bartolomeo.
Los soldados bien adiestrados bajo el mando de Bartolomeo se apresuraron a impedir la entrada de las tropas francesas que de improviso habían aparecido en la entrada principal del cuartel. Los franceses habían ocultado aquel ataque sorpresa y por desgracia, pensó Ezio, habían conseguido sacar ventaja. La fortaleza de Bartolomeo no estaba preparada para un ataque.
Bartolomeo saltó de las almenas y corrió hacia la puerta a toda velocidad. Giró a Bianca mientras descollaba sobre los franceses y el gran sable cortó brutalmente a los soldados rasos. Los franceses parecieron detenerse, atemorizados por la llegada de Bartolomeo. Entretanto Ezio ordenó a los mosqueteros que cubrieran a aquellos que se esforzaban por cerrar las puertas antes de que el enemigo acabara de entrar en el cuartel. Las tropas Asesinas volvieron a formarse ante la presencia de su líder y consiguieron cerrar las puertas, pero tan sólo unos segundos más tarde se oyó un terrible estrépito y la barra de madera que mantenía las puertas cerradas se dobló de forma alarmante. Los franceses habían logrado llevar un ariete a las puertas principales mientras la atención de los defensores estaba concentrada en los soldados franceses que habían abierto una brecha en los muros del cuartel.
—¡Deberíamos haber construido un puto foso! —gritó Bartolomeo.
—¡No había tiempo para eso!
Ezio gritó a los mosqueteros que desviaran el fuego de los muros del exterior a las fuerzas francesas en aumento. Bartolomeo subió a los baluartes para colocarse junto a Ezio, que estaba contemplando la escena. Las tropas francesas habían aparecido de la nada y en gran número.
—¡Estamos rodeados! —maldijo Bartolomeo, sin exagerar.
Detrás de ellos, una de las puertas secundarias se derrumbó con estrépito al astillarse la madera, y antes de que los defensores pudieran hacer nada para impedirlo, una gran unidad de infantería francesa irrumpió en el interior, con las espadas desenvainadas y dispuestos a luchar hasta la muerte. Esta repentina infiltración consiguió aislar las dependencias de Bartolomeo del resto.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué pretenden hacer ahora? —gritó Bartolomeo.
Los soldados Asesinos estaban mejor entrenados que los franceses —y normalmente estaban más comprometidos con su causa—, pero el peso de sus filas y lo inesperado que había sido su ataque les habían cogido desprevenidos. No podían hacer nada más y despacio intentaron hacer retroceder al escuadrón francés. El aire se había cargado ante la amenaza del caos y por los combates cuerpo a cuerpo. El espacio estaba tan lleno que en algunos lugares la batalla se había convertido en una pelea a puñetazo limpio pues ya no quedaba sitio para empuñar armas.
Hacía calor, se avecinaba tormenta y el ambiente era claustrofóbico. Era como si los dioses pretendieran cebarse con las escenas cubriendo el cielo con nubes de tormenta. El polvo del suelo de la plaza de armas se levantó como una niebla y el hermoso día que duraba hasta hacía tan sólo unos instantes, se oscureció. Poco después, la lluvia comenzó a caer a cántaros y la batalla campal se convirtió en un confuso alboroto en el que las dos fuerzas contrarias apenas podían ver lo que estaban haciendo. La tierra se transformó en barro y la lucha se hizo cada vez más desesperada y caótica.
Entonces, de pronto, como si el enemigo hubiera logrado su fin, las trompetas francesas sonaron a retirada y los hombres de Valois se marcharon con la misma rapidez con la que habían llegado.
Tardaron un rato en restablecer el orden y de lo primero que se ocupó Bartolomeo fue de pedir a los carpinteros que sustituyeran la puerta rota por una nueva. Naturalmente tenían una preparada en caso de una eventualidad como aquélla, pero tardarían una hora en instalarla. Mientras tanto, llevó a Ezio hacia sus dependencias.
—¿Qué demonios buscaban? —preguntó a nadie en particular—, ¿Mis mapas? ¡Son muy valiosos!
Fue interrumpido por otra fanfarria francesa. Con Ezio a su espalda, subió corriendo una de las escaleras que llevaban a un alto baluarte sobre la puerta principal. Allí, a poca distancia, en la llanura cubierta de cipreses achaparrados, delante del cuartel, estaba el mismísimo general duque Octavien de Valois, a lomos de un caballo, rodeado de un puñado de oficiales e infantería. Dos de los infantes sujetaban a un prisionero, cuyo cuerpo estaba oculto por un saco que le habían puesto por la cabeza.
—
Bonjour, général d'Alviano
—saludó el francés con voz melosa mientras alzaba la vista hacia Bartolomeo—.
Êtes-vous prêt a vous rendre?
¿Estáis preparados para rendiros?
—¿Por qué no te acercas un poco más y me lo dices a la cara, terrible franchute?
—¡Vamos,
mon général
! Deberías aprender francés. Eso ayudaría a disimular tu sensibilidad primitiva, mais franchement,
je m'en doute
.
Sonrió y miró a sus oficiales, que se rieron por lo bajo.
—A lo mejor tú podrías enseñarme —gritó Bartolomeo—. Y yo te enseñaría cómo luchar, puesto que al parecer no tienes ni idea. Al menos, honestamente, como debería hacerlo un caballero.
Valois sonrió con frialdad.
—Hmm. Bueno,
cher ami
, esta charla es muy divertida, pero debo repetir mi petición: me gustaría tu rendición incondicional antes del alba.
—Ven a cogerla. Mi Dama Bianca te la susurrará al oído.
—¡Ah! Me temo que otra dama puede que se oponga a eso.
Les hizo una señal a sus soldados de infantería y le quitaron el saco de encima al prisionero. ¡Era Pantasilea!
—
Il mio marito vi ammazzerá tutti
—masculló desafiante, escupiendo trozos de cáñamo y polvo—. ¡Mi marido os matará a todos!
Bartolomeo tardó un momento en recuperarse del shock. Ezio le agarró del brazo mientras sus hombres se miraban entre sí, horrorizados.
—¡Te mataré,
fotutto francese!
—gritó.
—¡Vaya, cálmate —dijo Valois con sorna— por tu mujer! Ten la seguridad de que ningún francés le hará daño a una mujer si no es necesario. —Adoptó un tono más formal—. Incluso un idiota como tú puede imaginarse, creo, lo que pasará si no aceptas mis condiciones. —Espoleó a su caballo y se dispuso a dar la vuelta—. Ven a mi cuartel al amanecer, desarmado, y estudia un poco de francés. Muy pronto lo hablará toda Italia.
Levantó la mano. Los soldados de infantería tiraron a Pantasilea sobre el lomo de uno de los caballos de los oficiales y todo el grupo se marchó a medio galope, con los infantes a la zaga.
—¡Te cogeré,
pezzo di merda figlio di puttana
!—gritó Bartolomeo, impotente—. Ese hijo de puta, pedazo de mierda —le murmuró a Ezio antes de salir escopeteado.
—¿Adónde vas? —gritó Ezio detrás de él.
—¡A buscarla!
—¡Bartolomeo! ¡Espera!
Pero Bartolomeo continuó adelante y cuando Ezio le alcanzó, ya estaba a lomos de su caballo, ordenando que le abrieran las puertas.
—No puedes hacer esto solo —alegó Ezio.
—No estoy solo —contestó el
condottiero
, mientras le daba unos golpecitos a Bianca, que llegaba colgada de un lado—. Ven conmigo si quieres, pero tendrás que darte prisa.
Espoleó a su caballo y se dirigió hacia las puertas que ya estaban abiertas.
Ezio ni siquiera le vio marcharse. Le gritó unas rápidas y enérgicas órdenes al capitán de caballería de Bartolomeo y, en cuestión de minutos, él, Ezio y una unidad de
condottieri
salieron cabalgando del cuartel en pos de su líder.
El cuartel del general Valois estaba situado en el interior de las ruinas de la antigua fortificación romana de la brigada personal de los emperadores, la guardia pretoriana. Estaba ubicado en la decimoctava
rione
, en el extremo noreste de Roma, que ahora estaba fuera de la reducida ciudad en la que se había convertido. En su apogeo, hacía 1500 años, Roma era inmensa, la ciudad más grande del mundo, y contaba con un millón de habitantes.
Ezio y su tropa habían alcanzado a Bartolomeo en el camino y ahora estaban todos reunidos en una pequeña colina cerca del campamento base francés. Habían intentado un ataque, pero sus balas habían rebotado inútilmente al chocar contra los fuertes muros que Valois había construido encima de los antiguos. Ahora se habían alejado fuera del alcance de la lluvia de disparos que habían recibido por parte de los franceses como respuesta a su incursión. Lo único que Bartolomeo podía hacer era soltarles imprecaciones a sus enemigos.
—¡Cobardes! ¿Qué, le robáis la mujer a un hombre y luego vais a esconderos dentro de una fortaleza? ¡Ja! No os cuelga nada entre los muslos, ¿me oís? ¡Nada!
Vous n'avez même pas une couille entre vous tous!
¿Es suficiente francés para vosotros,
bastardi
? De hecho, no creo que ni siquiera tengáis pelotas.
Los franceses dispararon un cañón. Estaban a su alcance y la bala se clavó en el suelo a unos metros de donde estaban.
—Escucha, Barto —dijo Ezio—. Cálmate. No le servirás de nada a tu mujer si estás muerto. Reagrupémonos. Luego asaltaremos las puertas como hicimos aquella vez en el Arsenal de Venecia cuando perseguíamos a Silvio Barbarigo.
—No funcionará —dijo Bartolomeo con tristeza—. La entrada está más llena de franceses que las calles de París.
—Entonces treparemos hasta las almenas.
—No se puede escalar por ellas. Y aunque pudieras, son tantos, que ni siquiera tú serías capaz de resistir —caviló—. Pantasilea sabría qué hacer. —Se quedó pensando un rato más y Ezio se dio cuenta de que su amigo se estaba desanimando mucho—. Quizá sea el fin —continuó con pesimismo—. Tendré que hacer lo que me ha dicho: entraré en el campamento al amanecer y llevaré unos regalos propiciatorios. Sólo espero que le perdone la vida. ¡Maldito cobarde!
Ezio había estado pensando y chasqueó los dedos con energía.
—
Perché non ci ho pensato prima?
¿Cómo no se me había ocurrido antes?
—¿Qué? ¿He dicho algo?
A Ezio le brillaban los ojos.