Trent estaba enfadado y, de repente, me dio igual que no me hicieran ningún caso.
—Has hecho descarrilar dos de mis trenes, has estado a punto de provocar una huelga en mi flota de camiones y has quemado el activo principal de mi campaña de relaciones públicas —dijo Trent; un mechón de su cabello empezaba a flotar.
Me lo quedé mirando mientras Lee se encogía de hombros. ¿El activo principal de su campaña de relaciones públicas? Pero si era un orfanato. Por Dios, ¿hasta qué punto se podía ser frío?
—Era la forma más fácil de llamar tu atención. —Lee tomó un sorbo de su copa—. Llevas diez años abriéndote camino poco a poco al otro lado del Misisipi. ¿Qué esperabas?
Trent apretó la mandíbula.
—Estás matando a personas inocentes con ese azufre tan potente que estás poniendo en las calles.
—¡No! —ladró Lee al tiempo que apartaba el vaso—. De inocentes, nada. —Apretó los finos labios y se inclinó hacia delante, enfadado y amenazador—. Tú te has pasado de la raya —dijo con los hombros tensos bajo el esmoquin—. Y yo no estaría aquí, dedicándome a matar a tu clientela más débil si tú te hubieras quedado en tu lado del río, como se acordó.
—Fue mi padre el que llegó a ese acuerdo, no yo. Le he pedido a tu padre que reduzca los niveles que permite en su azufre. La gente quiere un producto seguro y yo se lo doy. Me da igual dónde vivan.
Lee se echó hacia atrás con un ruido de incredulidad.
—Ahórrame toda esa mierda del buen samaritano —dijo con afectación—. Nosotros no le vendemos a nadie que no lo quiera. Y, Trent, el caso es que lo quieren. Cuanto más fuerte, mejor. Los niveles de mortalidad se estabilizan en menos de una generación. Los débiles mueren y los fuertes sobreviven, listos y dispuestos a comprar más. A comprar un producto más fuerte. Tu cuidadosa regulación lo único que hace es debilitar a todo el mundo. No hay un equilibrio natural, no se refuerza la especie. Quizá por eso quedáis tan pocos. Te has suicidado tú mismo al intentar salvarlos.
Me quedé sentada con las manos engañosamente relajadas en el regazo, percibía la tensión que se iba acumulando en la pequeña habitación. ¿«Matar a la clientela débil»? ¿«Reforzar la especie»? ¿Quién cojones se creía que era?
Lee hizo un movimiento rápido y yo me crispé.
—Pero, a fin de cuentas —dijo Lee, que se relajó cuando me vio moverme— en realidad estoy aquí porque tú estás cambiando las reglas. Y no pienso irme. Ya es muy tarde para eso. Me lo puedes entregar todo y salir con elegancia del continente o puedo cogerlo yo, de orfanato en orfanato, de hospital en hospital, de estación en estación, de esquina en esquina, de inocente de gran corazón en inocente de gran corazón. —Dio un sorbo y acunó el vaso entre los dedos entrelazados—. Me gustan los juegos, Trent. Y si te acuerdas, siempre ganaba yo, jugáramos a lo que jugáramos.
El ojo de Trent se crispó. Fue su única muestra de emoción.
—Tienes dos semanas para salir de mi ciudad —dijo, su voz era una cinta serena de aguas tranquilas que ocultaban una corriente mortal—. Voy a mantener mi red de distribución. Si tu padre quiere hablar, estoy dispuesto a escuchar.
—¿Tu ciudad? —Lee posó los ojos en mí y después volvió a mirar a Trent—. Me parece a mí que está dividida. —Arqueó las finas cejas—. Muy peligrosa, muy atractiva. Piscary está en la cárcel y su sucesor no es muy eficaz, que digamos. Tú eres vulnerable, tras esa fachada de hombre de negocios honesto detrás de la que te ocultas. Voy a hacerme con Cincinnati y la red de distribución que con tanto esfuerzo has desarrollado, y la voy a utilizar como es debido. Lo tuyo es un desperdicio, Trent. Podrías controlar el hemisferio occidental entero con lo que tienes y lo estás tirando por el retrete con azufre de media potencia y biofármacos que les vendes a pequeños granjeros y casos de asistencia social que jamás llegarán a nada, ni te harán llegar a nada a ti.
Una rabia asesina me calentó la cara. Resultaba que yo era uno de esos casos de asistencia social y aunque lo más probable era que me mandaran a Siberia en una bolsa de biocontención si alguna vez se llegaba a saber, me puse furiosa. Trent era escoria pero Lee era una babosa de mierda. Estaba a punto de abrir la boca para decirle que no hablara de cosas que no entendía cuando Trent me tocó la pierna con el zapato para advertirme.
Los bordes de las orejas de Trent se habían puesto rojos y tenía la mandíbula apretada. Tamborileó en el brazo del sillón con los dedos, una muestra deliberada de su agitación.
—Ya controlo el hemisferio occidental —dijo Trent, su voz profunda y resonante me provocó un nudo en el estómago—. Y resulta que esos casos de asistencia social me dan más que los clientes de pago de mi padre… Stanley.
El rostro bronceado de Lee se puso pálido de rabia y yo me pregunté qué era lo que se estaba diciendo que yo no entendía. Quizá no había sido en la facultad. Quizá se habían conocido en el «campamento».
—No me vas a sacar de aquí con dinero —añadió Trent—. Jamás. Ve a decirle a tu padre que baje los niveles de azufre si quieres que yo salga de la costa oeste.
Lee se levantó y yo me puse rígida, lista para moverme. Él extendió las manos y se preparó.
—Sobreestimas tus posibilidades, Trent. Ya lo hacías cuando éramos críos y no has cambiado. Por eso estuviste a punto de ahogarte cuando intentaste volver nadando a la orilla y por eso perdiste cada partida que jugamos, cada carrera que echamos, cada chica que nos disputamos. —Había empezado a señalarlo para subrayar sus palabras—. Crees que eres más de lo que eres, porque te han mimado y puesto por las nubes por logros que todos los demás dan por hechos. Admítelo. Eres el último de tu clase y es tu arrogancia lo que te ha puesto en esa posición.
Miré a uno y luego al otro. Trent seguía sentado con las piernas cómodamente cruzadas y los dedos entrelazados. Estaba muy quieto. Estaba indignado pero no se le notaba salvo por el temblor del borde de los pantalones.
—No cometas un error que no puedas subsanar luego —dijo en voz baj a—. Ya no tengo doce años.
Lee dio un paso atrás, había en él cierta satisfacción inoportuna y una gran seguridad en sí mismo cuando miró la puerta que teníamos detrás.
—Pues cualquiera lo diría.
El pomo de la puerta cambió de posición y yo di una sacudida. Candice entró con una taza blanca de aspecto institucional en la mano: el café.
—Disculpen —dijo y su voz suave de gatita solo contribuyó a aumentar la tensión. Se deslizó entre Trent y Lee y rompió el contacto visual entre los dos.
Trent se estiró las mangas y respiró hondo muy despacio. Yo le eché un vistazo antes de coger el café. Parecía afectado pero porque estaba intentando reprimir la rabia, no por miedo. Pensé en sus biolaboratorios y en Ceri, oculta y a salvo con un anciano enfrente de mi iglesia. ¿Estaba tomando decisiones por Ceri que en realidad debería estar tomando ella sola?
La taza era gruesa y sentí el calor en los dedos cuando la cogí. Arrugué el labio cuando me di cuenta que le había echado leche. Tampoco era que pensara tomarlo.
—Gracias —dije con una fea mueca cuando la vi adoptar una pose bastante sexual sobre el escritorio de Lee, con las piernas cruzadas por la rodilla.
—Lee —dijo mientras se inclinaba con gesto provocativo—. Hay un pequeño problema en el casino que necesita tu atención.
Lee la apartó con aire molesto.
—Ocúpate de lo que sea, Candice. Estoy con unos amigos.
Los ojos de la vampiresa se volvieron negros y se puso tensa.
—Es algo que tienes que solucionar. Mueve el culo y baja ahora mismo. No puede esperar.
Posé los ojos un momento en los de Trent y leí la sorpresa de este. Al parecer la bonita vampiresa era algo más que un simple adorno. ¿
Una socia
?, me pregunté. Desde luego actuaba como tal.
La vampiresa miró a Lee con una ceja ladeada y un gesto de burlón malhumor que me hizo desear ser capaz de hacer lo mismo. Yo todavía no me había molestado en aprender.
—Ahora mismo, Lee —le apuntó, después se bajó del escritorio y le abrió la puerta.
Lee frunció el ceño, se apartó los cortos mechones de los ojos y retiró la silla con una fuerza excesiva.
—Disculpadme. —Con los finos labios muy apretados, saludó a Trent con la cabeza al salir y se oyeron sus pasos secos en la escalera.
Candice me dedicó una sonrisa depredadora antes de escabullirse tras él.
—Disfruta del café —dijo al cerrar la puerta. Se oyó un chasquido cuando se cerró con llave.
Respiré hondo y escuché el silencio. Trent cambió de postura y puso un tobillo encima de la otra rodilla. Tenía la mirada distante y preocupada y se mordía el labio inferior. No se parecía en nada al capo de las drogas y al asesino que era en realidad. Era gracioso pero no se le notaba a primera vista.
—Ha cerrado la puerta con llave —dije y me sobresalté con el sonido de mi propia voz.
Trent arqueó las cejas.
—No quiere que te pasees por ahí. A mí no me parece mala idea.
Qué gracioso, el elfo
, pensé. Me contuve antes de fruncir el ceño y me acerqué al pequeño ojo de buey que se asomaba al río helado. Limpié la condensación del cristal con la palma de la mano y observé el variado horizonte de la ciudad. La torre Carew estaba iluminada con luces festivas, resplandecían con la película dorada, verde y roja con la que cubrían las ventanas de los pisos superiores para que brillaran como bombillas enormes. No había nubes esa noche así que hasta pude ver unas cuantas estrellas a través de la ligera capa de contaminación de la ciudad.
Me di la vuelta y me llevé las manos a la espalda.
—No me fío de tu amigo.
—Yo nunca me he fiado. Así se vive más. —La mandíbula tensa de Trent se relajó y el verde de sus ojos se suavizó un poco—. Lee y yo pasábamos los veranos juntos cuando éramos crios. Cuatro semanas en uno de los campamentos de mi padre y cuatro semanas en la casa de la playa que tenía su familia en una isla artificial que había junto a la costa de California. Se suponía que era para fomentar la buena voluntad entre las dos familias. De hecho, fue él el que instaló el centinela en mi ventanal. —Trent sacudió la cabeza—. Tenía doce años. La verdad es que para la edad que tenía fue toda una hazaña. Sigue siéndolo. Dimos una fiesta y mi madre se cayó en el
jacuzzi
de lo achispada que estaba. Supongo que debería sustituirlo por cristal ahora que tenemos… dificultades.
Trent sonreía con aquel recuerdo agridulce pero yo había dejado de escuchar. ¿Lee había instalado el centinela? Había adoptado el color de mi aura, igual que el disco del casino. Y nuestras auras resonaban con una frecuencia parecida. Entrecerré los ojos y pensé en la aversión al vino tinto que compartíamos.
—Tiene la misma enfermedad en la sangre que yo, ¿verdad? —dije. No podía ser una coincidencia. No con Trent. Trent levantó la cabeza de golpe.
—Sí —dijo con cautela—. Por eso no lo entiendo. Mi padre le salvó la vida ¿y ahora monta esto por unos cuantos millones al año?
Unos cuantos millones al año. Calderilla para los asquerosamente ricos
. Inquieta, le eché un vistazo al escritorio de Lee y decidí que tampoco me iba a enterar de nada nuevo examinando sus cajones.
—Vosotros, bueno, ¿supervisáis los niveles de azufre que producís?
La expresión de Trent se hizo cauta, como si estuviera tomando una decisión, y se pasó la mano por el pelo para aplastarlo.
—Con mucha atención, señorita Morgan. No soy el monstruo que te gustaría que fuera. No me dedico a matar gente, me dedico al negocio de la oferta y la demanda. Si no lo produjera yo, lo haría otro y no sería un producto seguro. Morirían a miles. —Le echó un vistazo a la puerta y descruzó las piernas para poner los dos pies en el suelo—. Te lo garantizo.
Pensé en Erica. La idea de que muriese por ser uno de los miembros débiles de la especie me parecía intolerable. Pero si era ilegal, era ilegal. Tropecé con los pendientes de oro de Trent cuando me metí un mechón de cabello tras la oreja.
—Me da igual lo bonitos que sean los colores que usas para pintar tu cuadro, sigues siendo un asesino. Faris no murió de una picadura de abeja.
Trent frunció el ceño.
—Faris iba a darle sus archivos a la prensa.
—Faris era un hombre asustado que quería mucho a su hija.
Me puse una mano en la cadera y lo vi removerse. Era muy sutil: la tensión de la mandíbula, el modo en que se miraba las uñas bien cuidadas, la falta de expresión.
—Bueno, ¿y por qué no me matas a mí? —pregunté—. ¿Antes de que haga lo mismo? —El corazón me latía muy deprisa y tenía la sensación de que estaba al borde del abismo.
Trent sonrió y se deshizo aquella imagen de capo de las drogas profesional y bien vestido.
—Porque tú no vas a ir a la prensa —dijo en voz baja—. Caerías conmigo y para ti, la supervivencia es más importante que la verdad.
Me puse roja.
—Cállate, anda.
—No es ningún defecto, señorita Morgan.
—¡Que te calles!
—Y sabía que al final terminarías trabajando conmigo.
—No pienso hacerlo.
—Ya lo estás haciendo.
Le di la espalda, tenía el estómago revuelto. Miré el río congelado sin ver nada y de repente fruncí el ceño. Había tanto silencio que podía oír el latido acelerado de mi corazón, ¿por qué estaba todo tan tranquilo?
Me giré en redondo sujetándome los codos con las manos. Trent, que se estaba colocando la raya del pantalón, levantó la cabeza. Su mirada fue de curiosidad al ver mi expresión asustada.
—¿Qué? —dijo con cautela.
Di un paso hacia la puerta con una sensación de irrealidad, como si estuviera desconectada del mundo.
—Escucha.
—No oigo nada.
Estiré la mano y moví el pomo.
—Ese es el problema —dije—. El barco está vacío.
Hubo un instante de silencio. Trent se levantó y su traje emitió un frufrú agradable. Parecía más preocupado que alarmado cuando se bajó las mangas y se adelantó. Me quitó de en medio con un pequeño empujón y probó el pomo.
—¿Qué pasa, crees que va a funcionar contigo cuando no funciona conmigo? —dije, lo cogí por el codo y lo aparté de la puerta. Levanté una pierna sin perder el equilibrio, contuve el aliento y le di una patada a la jamba; menos mal que hasta los barcos de lujo intentaban mantenerlo todo lo más ligero posible. El tacón atravesó directamente la madera ligera y se me enganchó el pie. Las tiras de mi precioso vestido quedaron colgando y se agitaron cuando salté a la pata coja hacia atrás para soltarme, sin mucho garbo, por cierto.